domingo, 29 de mayo de 2016

Un cerebro inteligente

Un cerebro inteligente:
(Cuento)
Luis Quintana Tejera


Crearon —como máquinas entrenadas—
muchas obras que fueron de autoría
colectiva, pero que resultaron
usurpadas por el genio individual:
ellos son los “negros del negro”,
las computadoras del siglo XIX.
(Un Fausto moderno).
 

Nuestras capacidades, nuestros alcances intelectuales, inclusive nuestra razón son limitados. Cuando nos enfrentamos a la palabra, nos damos cuenta que queda tanto por decir, mientras esa voz hierática que habita en el interior de nuestra alma, continúa durmiendo el sueño placentero que sólo el silencio sabe dar.
     Se llamaba Estela Enríquez del Campo (En el 2023 tenía 34 años) y era una especie de maniática computacional de esas que nuestro mundo contemporáneo nos ha enseñado a conocer. Manejaba tantas verdades a medias que muchas veces al escucharla no sabíamos si bromeaba o realmente creía en todo lo que su voz vacilante y ansiosa se atrevía a defender. Hoy pienso que se trataba de un nuevo Fausto femenino que, cual científico moderno, fundamentaba toda su fe en la cibernética. Desde que nació tuvo a su lado un negro y lustroso CPU, un teclado generoso, un Mouse inquieto y un monitor reflejante de verdades insondables. Era capaz de permanecer amarrada a la máquina horas enteras. Cuando aún Internet no estaba tan desarrollado técnicamente como ahora lo está, se pasaba horas enteras frente a la computadora: exploraba sus posibilidades, hurgaba en sus entrañas, veía mucho más que aquello que la máquina le ofrecía, dudaba, casi se entregaba en cuerpo y alma a la técnica fría de aquel renovado artefacto.
     Fue en estas épocas que llegó a concebir la tecnología que podría haber revolucionado al mundo moderno; qué digo: habría cambiado totalmente las estructuras que el universo material concibiera hasta ese momento y, quizás, permitiría que ciertos individuos —negación constante de la impronta creacional— llevaran a buen puerto una novela escrita por ellos, si no hubiera sido que los hombres, sus lectores, no fueron capaces de interpretar el mensaje que el genio de esta mujer les dejara en los últimos días de su vida. Estela estaba trabajando ya desde el 2012 en un programa cibernético, mejor aún, una maravilla prodigiosa de la ciencia computacional que autorizaría a seres negados para ello a elaborar, redactar y publicar una obra de ficción que sería concebida por la máquina milagrosa con un mínimo de participación del “sujeto creador”. Sus intentos iniciales fueron vanos; se pasó noches enteras durante ese año haciendo pruebas, experimentando, volviéndose loca con cifras, algoritmos, notaciones y llegando apenas a vislumbrar que algo había logrado el día en que la máquina alcanzó a producir cinco cuartillas de algo que se parecía a un relato, sin llegar a serlo definitivamente. Allí se contaba la vida de un individuo que había existido únicamente en el espacio de papel de una novela; pero se hacía de un modo que nos recordaba al peor de los “escribidores” contemporáneos. Pedro Camacho —el de Vargas Llosa— era un adalid comparado con los esbozos presentados en las tenues e ineficientes cinco cuartillas.
     De este modo se le fueron pasando los días y las noches entre intentos fallidos, virus inesperados, intuiciones inciertas, molestias desencadenadas por hechos aparentemente fortuitos que desviaban la atención de la computadora a la vida real y de ésta a la misma computadora, regresando con una carga de desconcierto y falta de fe en lo que la tecnología podía alcanzar.
     Es necesario reflexionar —así lo pienso hoy desde mis renovados años de luchador constante— en que un ser humano ante una computadora es un fenómeno muy reciente, tan actual como los Concorde de Air France, que a pesar de haber fallado en su intento de volar a la velocidad de la luz sin causar desastres, han dejado un recuerdo imborrable de la fe del hombre ante la técnica imperiosa. Y ese individuo que intenta descifrar con mirada insistente las claves que aparecen insinuadas en el monitor magnánimo, no tiene más remedio que rendirse ante los arcanos de las nuevas épocas. La estulticia humana lucha contra la verdad de la ciencia y nada peor que un ser vivo regalando su tiempo mientras se comunica con el mundo por el Facebook que ocupa sus horas y nubla su entendimiento. Dijo Álvaro Vargas LLosa alguna vez: “Lo malo no es haber sido comunista, sino seguir siéndolo”; repetimos al unísono: “Lo malo no es entusiasmarse con el Facebook, sino seguir prendido a él después de largos años de dedicación exclusiva a esta técnica de comunicación imperfecta”.
     Pero, Estela Enríquez consiguió un día lo que deseaba. Consideró que si los mexicanos leemos medio libro al año —por supuesto los que no pierden su tiempo lamentablemente atrapados en las redes del twiter—, con su invento muchos podrían escribir más de una novela por mes o, dependiendo de los logros alcanzados, hasta una novela por semana. Pensó también que les costaría más trabajo publicarla que redactarla; pero ésos eran problemas menores, comparados con los que se avecinaban a la luz de tal descubrimiento.
     Ahora bien, le acorralaron varias interrogantes: “¿De dónde sacaríamos los dichosos lectores? ¿Quién sería el valiente que se haría cargo de la tarea de leer mucho, pero mucho para superar la insoportable estadística que hoy nos mortifica? En fin, ¿quién se atrevería a conocer —vaya reducción al absurdo— el final de esos medio libros que cada mexicano había leído hasta este momento?
     Desechó estos referentes que no sólo le quitaban el tiempo, sino que además la decepcionaban bastante y se dio a la tarea de perfeccionar su invento lo antes posible.
     Lo que ya en el 2012 había vislumbrado Estela, lo consiguió en el 2020. Ella me lo explicó en largas pláticas de café; yo entendí muy poco de la técnica empleada, y sólo sé cómo operaba el moderno sistema. Trataré de explicarlo con palabras aunque ésta —la palabra— terminó resultando la menos eficaz desde el momento que le dejaban a una máquina, la tarea que antes, un ser humano inteligente, había desempeñado.
     En primer lugar, era necesario alimentar un programa complejo que se encargaría de darle órdenes a la computadora, de adiestrarla, de organizarla, de desempolvar su vieja costumbre de corregir tan sólo tildes, de enseñarle el misterio del oxímoron, el sortilegio de la metáfora, el reajuste de la hipérbole, la molestia de la paronomasia, lo innecesario de las anáforas, lo retorcido del quiasmo, en fin, todo un recorrido por las mal llamadas figuras retóricas, que se encargarían de poner flores en la novela cuando ésta se tornara excesivamente tediosa. Habría que enseñarle al ordenador que los datos estadísticos que maneja con exactitud, ahora no eran tan necesarios y, en su lugar, se alzarían otros conceptos que podrían o no ser humanísticos, pero que sí tendrían que llegar a conseguir el hechizo del impacto profundo, en los poquitos lectores que se acercaran a ella. No era esencial manejar la verdad, sino que una noción semejante a ésta podría funcionar sin problema alguno. La mentira se transformaría en la base de muchos contenidos anecdóticos que la novela habría de presentar. Y no sólo la mentira, sino también el crimen, la violación, el robo, la falsificación, la fornicación, la traición con forma de cuernos retorcidos y perfectos, la política y muchos otros fenómenos que serían innecesarios enumerar.
     Para llevar a cabo su experimento inicial, Estela pensó en una historia que le habían contado de un hombre engañado muchas veces por su novia, pero que igual seguía amarrado a ella a pesar de tantos sinsabores. Era necesario delimitar y ampliar hasta la saciedad las características de ese macho humano, de ese pobre pedazo de humanidad: era alto y con cara de imbécil; sus ojos verdes no reflejaban a la naturaleza, sino que lo limitaban en el momento de dar el salto hacia lo desconocido, porque —como decía Tiresias— los que no ven, ven más que los que ven. Y existe una vieja superstición según la cual los ojos claros no alcanzan a detectar los cuernos incipientes que van apareciendo poco a poco en la frente del engañado.
     Y ¿ella? Sagaz, perspicaz, inteligente, caliente, hedonista y profundamente sexual. La historia concluiría en la tragedia del individuo que —abandonado y decepcionado— terminaría emasculándose en una playa solitaria.
     Pensó que un oxímoron con exagerada redundancia lo resolvería todo: “la felicidad del infeliz”, y le enseñó a su programa de escribir ficción, que las notas aparentemente discordantes se realizaban a veces con mayor eficiencia que toda la carga lógica de conocimiento que llevamos con nosotros. Le dio el material imprescindible para describir un paisaje, los ejes esenciales para hablar del hombre y sus veleidades suicidas, exploró los factores que inciden en la conformación de un carácter y lo hizo mucho mejor que uno de esos autores que en lugar de crear, copian; lo hizo mejor que tantos otros que se esconden detrás de los premios ganados sin sentir la mínima vergüenza ante el costo que tuvieron que pagar por ello.
     El hombre olvida, siempre olvida; la máquina no. Todo lo que Estela le fue transmitiendo en largas noches de métodos compartidos, lo fue incorporando en sus entrañas, lo fue reelaborando con paciente tecnología.
     Había una historia para contar. Había sujetos en acción que de alguna manera cumplían con los roles opuestos de víctima y victimario. Pero la máquina no podría llegar al fondo mismo de la interpretación humana. No entendería aquello de pensar una cosa hoy y decir otra mañana; el saludar con una sonrisa a quien minutos después ofenderíamos con una bofetada. Y por ello, los caracteres que nacieron de la máquina narradora fueron excesivamente duros, comprensivamente lineales.
     Estela pensó que para empezar con su proyecto era suficiente con estos logros imperfectos; después analizaría la posibilidad de enseñarle más y mejor a su robótica amiga.
     Estela estaba allí a punto de oprimir una tecla que desataría la fiebre creadora del misterioso instrumento. Lo hizo, por fin; la máquina humana escribió sólo una oración: “La vida es injusta y mezquina”.
     Estela se acostó a dormir esa noche decepcionada y, dejó al aparato solo con sus pensamientos incompletos. Al despertar aquella mañana, vio con asombro y extrañeza que la computadora había cumplido con la tarea encomendada. Leyó con entrega el resultado y comprobó —con sosegada admiración— que la historia narrada incluía todos los componentes necesarios para ser una buena novela; es más, hasta podría aspirar a un futuro mejor basado en el reconocimiento mundial. ¿Acaso no es esto último la causa por la que muchos escriben?
     No lo conmovió el suicidio del hombre traicionado, ni la indiferencia de la mujer; le inquietó la manera en que la máquina había calado, mucho más hondo de lo imaginado, en la subjetividad de sus protagonistas. Éstos eran verdaderos seres de probeta, que habiendo nacido en un laboratorio empezaban a vivir sin un novelista humano que los hubiera engendrado. En el devenir de sus existencias, interrogados acerca de sus padres, ellos dirían: “Una máquina me dio vida”. Y ese instrumento sonreiría cibernéticamente ante sus logros.
     Para identificar al autor, Estela utilizó un seudónimo que con el tiempo se transformaría en verdaderos heterónimos y, decidió así ser la autora oculta, de tan curiosa novela. Tuvo paciencia. Presentó el manuscrito en varios concursos literarios y, finalmente, la sardónica buena suerte se hizo presente, ganando el Premio Planeta de Novela en el año 2051. Se publicó en el mundo entero este lúdico fraude. Muchos autores siguieron el curso de la anécdota desconociendo el verdadero origen del texto recreado. Estela se había dado el lujo de ofrecer una obra cien por ciento original. No importa que esa originalidad derivara de un experimento tecnológico, al menos tenía mucho más que otros que habían esquivado el juicio de la historia, al publicar amparados por el plagio cotidiano.
     A esta novela siguieron otras y otras. La máquina escribía febrilmente y Estela inventaba nuevos nombres para sus creadores. No tardó mucho tiempo en que la crítica literaria  fijó su enfermiza mirada en este grupo de autores que, aunque en realidad era uno solo, ellos no lo sabían y se emocionaban valorando al genio oculto de la cibernética moderna. Hablaron de una nueva generación de escritores que hacía su irrupción en el ambiente literario de México y la llamaron, sin ocultar su emoción modernista, “Generación de los nuevos de América”. Y los nuevos de América eran en realidad muy diferentes a los otros de otras tantas generaciones inventadas en la mente decadente de los críticos de siempre. Los nuevos de América eran ya viejos antes de nacer, tan viejos como la computadora que les diera origen; pero vitales en sus planteamientos aprehendidos y entrenados para componer cualquier cosa que a la mente despierta de Estela se le ocurriera elaborar. Mujer y máquina trabajaban a la par; ella pensaba y la máquina reproducía su pensamiento; ella se emocionaba con los contenidos que día a día descubría y la máquina los interpretaba como mejor podía. Había lágrimas derramadas en torrentes y la computadora lo traducía como un vital Mar Muerto que en el presente de la anécdota volvía a aparecer para abrirse generoso ante tantas búsquedas humanas.
     Estela recordaba los inventos de Pedro Valdivia cuando en sus clases de Secundaria se atrevió a cuestionar al propio Cervantes y a su obra. Y ahora era ella quien recreaba un espacio imposible, quien se lanzaba misteriosa hacia el futuro ofreciendo un ejemplo de como la máquina puede ser dominada por el hombre, aunque quizás sea exactamente a la inversa, pero finalmente esto no era tan importante; hay tantas mentiras ocultas en el pasado intelectual —Homero, Shakespeare, Molière, Bachtin— y ninguno de estos expositores magistrales del buen gusto estético pueden levantarse de sus tumbas para explicar la verdad en torno a sus figuras y sus arcanos. Estela tampoco lo hará. Ella murió el jueves 18 de julio de 2058 y no dejó huella alguna de su descubrimiento, aunque ésta no fue su verdadera intención; en los últimos años de su vida decidió suplantar al ordenador y escribir una novela en la cual relató los años dedicados al descubrimiento cibernético; se refirió a los momentos febriles en los que fue develando el misterio que paso a paso la llevara al encuentro de la novela artificial, explicó lo que ni ella misma llegaba a creer, lo expuso con convicción y argumentos, escribió lo que había vivido y escribiéndolo murió.
     Había llegado a la conclusión, después de estos largos años de convivencia con lo enigmático, que una máquina puede elaborar una serie abrumadora de relatos, pero a todos ellos les faltará el alma que sólo el hombre intuitivo le puede dar. El arte nace, el ser humano y la técnica de un ordenador no podrán alcanzarlo jamás.
     La crítica aplaudió a Estela Enríquez y llegó a catalogar a su novela como un prodigio de la ciencia ficción. No pudieron darse cuenta de que todo lo narrado era verdad y, en sus mentes emponzoñadas por la ficción, no cabía otra idea que no respondiera a una interpretación de los hechos basada en la realidad que ellos creían haber visto. Si la ironía es el eje de la vida de muchos, aquí aparece planteada y actuante de un modo incuestionable. El secreto de la computadora inteligente se fue con Estela, porque aunque resultó explicado, nadie lo entendió.
     He leído Número cero de Umberto Eco, ¿será una obra de su autoría, será otro engaño editorial? ¿Y el Héroe discreto de Vargas Llosa? ¿Y Javier Marías y Pérez Reverte? Estela Enríquez descubrió mucho más que lo revelado en sus investigaciones azarosas.