martes, 23 de mayo de 2017

Un cuento de Vila-Matas "El arte de desaparecer"

“El arte de desaparecer” de Enrique Vila—Matas.
En Chet Baker piensa en su arte.

Hasta que llegó aquel día, el día precisamente de su jubilación, siempre le había horrorizado la idea de llegar a tener éxito en la vida. Muy a menudo se le veía andar de puntillas por el instituto o por su casa, como no queriendo molestar a nadie. Y siempre había existido en él un rechazo total del sentimiento de protagonismo. Perder, por ejemplo, siempre le había gustado. Hasta en el ajedrez prefería jugar a un tipo de juego que se llama autómata, y que consiste en obligar al contrincante a vencer a pesar suyo. Le gustaba sentirse a buen resguardo de las indiscretas miradas de los otros. Y no era nada extraño, por tanto, que todo lo que a lo largo de cuarenta años había ido escribiendo –siete extensas novelas en torno al tema del funambulismo- permaneciera rigurosamente inédito, encerrado bajo doble llave en el fondo de un baúl que había heredado de sus discretos antepasados.
      Era un hombre modesto, no orientado hacia sí mismo, sino hacia una búsqueda oscura, hacia una preocupación esencial cuya importancia no estaba ligada a la afirmación de su persona; se trataba de una búsqueda muy peculiar en la que estaba empeñado con obstinación y fuerza metódicas que sólo se disimulaba bajo su modestia.
     ¿Para qué exhibirme (razonaba Anatol cínicamente) y por qué dar a la imprenta mis textos si en lo que yo escribo sospecho que no hay más que una ceremonia íntima y egoísta, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo, destinado, por tanto, a una utilización estrictamente privada?
      Era un razonamiento absolutamente cínico que él se hacía a menudo para no sentirse tentado a publicar. Porque nada más lejos de la realidad que todo aquello que se decía a sí mismo para así engañarse y poder seguir en la amada sombra del cerrado espacio de su estudio.
      Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina, isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando –extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte regresó a Umbertha y lo hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al aspirar las haches, y eso le reportó a Anatol la inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros.
     ¿En cuántos lugares de este mundo (razonaba Anatol) no habrá en este instante genios ocultos cuyos pensamientos no llegarán nunca a oídas de la gente? El mundo es para quienes nacen para conquistarlo, no para quienes prefieren pasar desapercibidos, vivir en el anonimato.
      Viviendo en ese anonimato, tratando de pasar de puntillas por la vida, protegido por su falsa condición de extranjero y confiando en no ser nunca reconocido como isleño ni como escritor, había ido disfrutando durante cuarenta años de una discreta y feliz existencia. Siempre en compañía de su esposa Yhma, una umberthiana que le dio cinco hijos y que fue siempre fiel cómplice de sus secretos literarios. Y trabajando siempre en lo mismo, como profesor de idiomas y de educación física en un instituto de la capital. Siempre en lo mismo, siempre, hasta que le llegó el día de su jubilación.
      Tuvo que ser precisamente ese día cuando, resonando todavía los ecos del emocionado aplauso de varias generaciones de alumnos que acudieron espontáneamente a su última clase, vio peligrar por vez primera en cuarenta años su rechazo total del sentimiento de protagonismo, pues notó que en el fondo no le desagradaban nada todas aquellas muestras de afecto y también el sentirse (aunque fuera tan sólo por unas horas) el centro de atención de aquel instituto en el que, sin él buscarlo, se había convertido en toda una institución. Con su peculiar acento extranjero y aspirando más que de costumbre las haches –sin duda para reírse un poco de sí mismo-, bromeó con su amigo el profesor Bompharte acerca de la estimación que se le tenía en el instituto.
      —Querido Bompharte, ya lo ves: instituto, institución —le dijo.
      Bompharte le dedicó una sonrisa amable y condescendiente (la que habitualmente le dedicaba cuando no acababa de entender lo que quería expresar el bueno de Anatol) y le comentó que se alegraba de verle tan radiante:
      —Te veo muy bien. Esto de la jubilación te está sentando de maravilla.
      Anatol calló, porque pensó que si hablaba tendría que explicar —y aquello era algo vergonzoso para él- que si se le veía tan radiante era debido a lo mucho que estaba disfrutando al sentirse centro de atención de tanta y tanta gente en el instituto.
      Lo que son las cosas (pensaba Anatol). Me paso días, meses,años rechazando cualquier tipo de protagonismo y, cuando de repente me convierto en el personaje principal de la función, me muero de gusto.
      —¿Por qué te quedas tan callado? ¿En qué estás pensando? —le dijo entonces Bompharte.
      —En lo volubles que somos todos los humanos —le contestó—. Y no me preguntes ahora por qué pensaba esto. Dejémoslo así. De vez en cuando me gusta tener algún secreto.
      —Ya —dijo Bompharte con un aire un tanto misterioso—. Por cierto, creo que te hablé de la exposición de fotografías que ando preparando sobre el mundo del deporte...
      —Sí. Me hablaste.
      —Pero no sé si te dije que pensamos también editar un libro sobre la exposición...
      —Pues no.
      —Y que he pensado en ti para que, desde la autoridad que te conceden tantos años de profesor de educación física, escribas la introducción. ¿Qué te parece? Y es que sospecho, amigo Anatol, que lo harás muy bien. Siempre me has parecido un escritor secreto.
      Anatol, completamente lívido, creyó que había llegado la hora del fin del mundo. ¿Qué clase de broma siniestra era aquella? Todo el orden y la gran armonía y tranquilidad de su vida se tambaleaba por momentos. Tardó en darse cuenta de que no había para tanto, de que las palabras de Bompharte eran tan sólo una forma convencional de animarle a escribir cuatro intrascendentes líneas, y nada más. Hasta que no llegó a verlo así, lo pasó muy mal. Y lo peor de todo era que su repentina lividez y expresión de pánico le estaban delatando.
      —Pero ¿te sucede algo, Anatol?
      Finalmente reaccionó a tiempo y logró mudar la expresión de su rostro.
      —No, nada. ¿Por qué? —sonrió.
      Era mucho mejor no negarse a escribir la introducción, pues eso sí equivaldría a levantar automáticamente todo tipo de sospechas. Era mejor aceptar el encargo, escribir cuatro líneas con desidia y torpeza, cuatro tonterías, y acabar con aquel enojoso asunto.
      —Yo pensé —ya se estaba excusando Bompharte— que disponiendo como dispondrás a partir de ahora de más tiempo libre, pues yo pensé, me dije...
      —¡Nada! —bromeó rápidamente Anathol—. ¡Instituto, institución! ¿Y cómo no va a encantarme escribirte la introducción?
      Una semana después, le llegaban las fotografías a su casa de recién jubilado. Eran imágenes de tenis, fútbol, esgrima, atletismo, natación...Creyó apreciar de inmediato en las fotografías de los saltos de pértiga una belleza descomunal, totalmente diferenciada del resto de las imágenes que le habían enviado. Una belleza única. Y cuando comenzó a redactar la introducción no tardó en darse cuenta de lo difícil que iba a resultarle escribir con desidia o torpeza. Aunque hubiera sabido hacerlo, habría sido incapaz de firmar un texto inválido, y además él pensaba que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla, por muchas derogaciones que la ocasión le sugiera.
     Se dijo a sí mismo que era incapaz de escribir mal y traicionarse y que, además, allí estaba (no podía apartar de ella su fascinada y rendida mirada) la exagerada y singular belleza de las instantáneas de los saltos de pértiga, a los que irremediablemente acabó comparando en su escrito con las heroicas maniobras de los funámbulos y, como fuera que a éstos les conocía a la perfección, pues no en vano llevaba cuarenta años escribiendo sobre su arriesgado oficio, el resultado final fue un texto compacto y muy osado, hermoso y casi genial, una muy equilibrada y espectacular reflexión sobre el equilibrio humano y también sobre el mundo de los pasos en falso en el vacío del cielo de Umbertha.
      La introducción llegó a manos de Lampher Hvulac, el gran poeta y editor umberthiano, y ello ocurrió no a causa de la brillantez y el nervio de la prosa de Anatol o a la importancia de la exposición (que no la tenía, más bien estaba condenada en un principio a no rebasar los estrechos límites del instituto), sino a que casualmente la sobrina favorita del gran Hvulac aparecía muchas veces en segundo plano en las fotografías de los duelos de esgrima y le hizo llegar el libro a su querido tío, que quedó asombrado y vivamente intrigado ante el ingenio del que hacía gala aquel desconocido y modesto profesor de educación física que firmaba la funambulesca introducción.
      —Aquí, detrás de estas líneas, se esconde un autor —señaló Hvulac en cuanto terminó de leer la introducción. Lo dijo con cierto fanatismo y plenamente convencido, además, de que jamás le fallaba el olfato, su tremendo olfato literario.
      Y poco después —para que le oyeran todos los hvulaquianos que le rodeaban en aquel momento— incluso lo repitió, gritándolo; cada vez más fanático de aquellas líneas que había leído y también de su propio olfato.
      —¡Aquí hay un autor!
      Poco después, todos sus incondicionales estaban de acuerdo en que detrás de aquellas frases sobre el equilibrio y la pértiga tenían que haber otras encerradas en los cajones de un escritorio, páginas secretas y deliciosamente extranjeras que Hvulac debía conocer por si merecía la pena editarlas en su exquisita colección de prosas umberthianas.
      Podemos imaginar el estado de ánimo de Anatol, que en vano invocó su condición de extranjero para que se desinteresaran de él, en vano porque el círculo de Hvulac consideraba que cuarenta años en la isla le habían convertido en un umberthiano más. Y por otra parte, estaba la fascinación y curiosidad que despertaba lo que no dejaba de ser toda una expectativa inédita en la isla: la posible existencia de páginas extranjeras en la obra de un umberthiano más.
      De nada sirvió que Anatol se defendiera, que negara la existencia de otros escritos. Todo fue inútil. Acosado tenazmente por el círculo de hvulaquianos, acabó confesando que, como era un aficionado a la literatura, en cierta ocasión se había atrevido a traducir por su cuenta al Walter Benjamin de Infancia en Berlín, y les ofreció a modo de pantalla, para que no indagaran más en sus posibles trabaos literarios, su versión al umberthiano del libro, una versión que empezaba así: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.”
      —Publicaremos esa traducción —dijeron a coro todos los hvulaquianos.
      ¡Curioso dilema! (razonaba Anatol, aquella misma noche, en compañía de su mujer Yhma). Por una parte, hay en mí los estímulos de una honesta ambición; ciertos deseos de mover, si bien púdicamente, las cosas: decirles que en realidad la traducción la he utilizado únicamente a modo de pantalla para que no descubran que tengo escritas siete novelas terribles sobre esta maldita isla de Umbertha. Por una parte, pues, la íntima sensación de que en el fondo ardo en deseos de que me lean. Y por otra parte, con características más fuertes, el presentimiento  de que un eventual destino de escritor pueda contener no sé qué simisntes de una siniestra aventura. Y por encima de todo ese dilema, la impresión o tal vez la certeza de que en la clandestinidad mi obra ha madurado más y mejor que si me hubiera apresurado a publicarla; y también la impresión o tal vez certeza de que estoy llegando a la última etapa de un viaje en el que he ido aprendiendo lentamente el difícil ejercicio de saber perderse en el emboscado mundo de lo impreso.
      Nunca dejaste que leyera tus papeles (le dijo Yhma), y por eso yo siempre he vivido con cierta ignorancia acerca de aquello sobre lo que tú realmente escribías. Pero debo decirte que siempre, ¿me oyes?, siempre me he preguntado cuál debe ser la historia que subyace debajo de todas las historias que has contado en tus novelas.
      Es triste (dijo Anatol desviándose de la cuestión), pero cada vez se glorifica menos al arte y más al artista creador; cada vez se prefiere más al artista que a la obra. Es triste, créeme.
      Pero no has contestado a mi pregunta (insistió Yhma). ¿Cuál puede ser esa historia que debes estar repitiendo continuamente en tus novelas?
      En el fondo, muy en el fondo (le contestó entonces Anatol simulando una confesión muy íntima y dolorosa), yo vengo repitiendo desde siempre la historia de alguien que se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le reconozcan.
      Pues ya te han reconocido (le dijo su mujer con una sonrisa que a Anatol le pareció de una estupidez y grosería infinitas).
      ¿Me atreveré a subir al alambre y correr los riesgos del funámbulo? ¿Me atreveré a propiciar la publicación de la primera de mis novelas? (se preguntaba, al día siguiente, Anatol, mientras avanzaba con el manuscrito en dirección a la editorial de Hvulac). Si entrego la novela, ya nunca podré recobrarla, pertenecerá al mundo. ¿Debo entregarla? Hvulac no sabe que existe. Nada me obliga a dársela. De repente el poder de las palabras me parece exorbitante; su responsabilidad, insostenible. ¿Me atreveré a subir al alambre?
      —Amigo Anatol —le diría poco después Hvulac al recibir el manuscrito—, quisiera que supiera que mi experiencia de autor reconocido confirma su presentimiento de que se trata de una aventura realmente siniestra. Entre otras cosas porque el escritor que consigue un nombre y lo impone, sabe muy bien que hay otros hombres que hasta tal punto son sólo escritores que precisamente por eso no pueden conseguir este nombre. Se trata de una aventura realmente siniestra, pero el hecho es que no se puede dejar de correrla, créame, no se puede escapar a un destino semejante.
      —Pero es que a mí, amigo Hvulac, siempre me ha horrorizado el sentimiento de protagonismo. Yo siempre amé la discreción, el feliz anonimato, la gloria sin fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo, el prestigio propio. Ya de niño, el mundo de la escritura se me presentaba como precozmente apetecible y prohibido, relacionado, en cualquier caso, con una infracción, con una práctica furtiva. Y además, amigo Hvulac, en lo que yo escribo sospecho una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo. ¿A quién podría interesarle algo semejante?
      —¿Y dice que un chisme sobre sí mismo? ¿Acaso es usted también un funámbulo como su héroe?
      —Ya me gustaría, ya. Pero yo nunca me atreví a serlo, porque es un oficio muy duro. Si caes, mereces la más convencional de las oraciones fúnebres. Y no debes esperar nada más, porque el circo es así, convencional. Y su público es descortés. Durante tus movimientos más peligrosos, cierra los ojos. ¡Cierra los ojos el público cuando tú estás rozando la muerte para deslumbrarlo! Es un oficio duro que nunca me atreví a practicar. Yo más bien he huido siempre del menor riesgo, y es por eso que tal vez nunca me decidí a publicar, a correr ese peligro infinito de una aventura literaria que presentía que podía contener no sé qué simientes de una peripecia realmente siniestra. Publicar era y es, para mí, algo así como arriesgarse a dar un paso en falso en el vacío. Si yo algún día viera publicada mi novela, ese hecho yo lo sufriría como si fuera un baldón, un sentirme desnudo y humillado como delante de una uniformada comisión médica militar.
      —Y sin embargo no me negará, amigo Anatol, que usted me acaba de entregar su novela para que la publique. Es más, sabe perfectamente que la voy a publicar.
      Por toda respuesta, Anatol bajó la cabeza, como si estuviera confundido y avergonzado por sus manifiestas contradicciones. Pero en realidad se sentía íntimamente satisfecho por haberse atrevido a dar aquel decisivo paso sobre la cuerda floja, sobre el alambre circense de la literatura.
      Después, comenzó a perderse. Se imaginó en un bosque de pinos y hayas, en un paisaje lluvioso, rodeado de ardillas que se mofaban de él. El bosque era tenebroso y en la madera de los árboles había leyendas grabadas en letra impresa. Decidió que había llegado la hora de retirarse prudentemente, la hora de desaparecer. Se despidió de Hvulac y alcanzó la calle, comenzó a caminar bajo la lluvia de Umbertha, pensativo. Dio vueltas a la idea de que su novela ya no podía ser recobrada, pues ahora pertenecía al mundo, que por fin sabría, a través de una voz extranjera, de la mezquindad y miseria moral que reinaba en la isla de Umbertha.
      Un sentimiento de pánico le acompañó hasta el portal de su casa. Pero se trataba de un pánico fingido, provocado artificialmente por el propio Anatol. Se disponía a entrar ya en su casa cuando de repente se golpeó teatralmente con las manos en la frente y simuló que acababa de recordar que se encontraba sin tabaco. Y entonces, mientras anochecía, dirigió sus pasos hacia el cercano café Asha, en cuya antesala (nunca Anatol solía pasar de ella) había un luminoso kiosko con un viejo cartel en el que podía leerse: Tabaco y Prensa. Esas dos palabras unidas le producían siempre una inmensa sensación de felicidad, porque leer y fumar eran sus dos actividades favoritas y porque, además, aquella inscripción era como una señal confortable en el desierto ciudadano, pues le indicaba que se hallaba a dos pasos de su muer, de su pipa y de sus libros, de su hogar.
      En contra de su más elemental costumbre, Anatol se perdió en el interior del local. Tabaco y prensa en ristre, abordó a un camarero que le pareció que también andaba perdido por allí, y le preguntó qué clase de secreto era el que ocultaban detrás de la puerta del fondo del bar y por qué desde hacía años ésta permanecía misteriosamente cerrada. Anatol, que sabía perfectamente que por la puerta trasera del bar pasaba a diario una verdadera multitud, escuchó con simulado interés las explicaciones del camarero:
      —Por esa puerta pasa cada día más gente que por la mismísima Vía Vhico... ¿No ve que lleva al Callejón de la China?
      —No me diga...—le dijo Anatol.
      —Sí. Se lo digo — respondió molesto el camarero mientras le invitaba a abandonar el local precisamente por aquella puerta.
      Anatol salió de buena gana al callejón, y se puso a caminar como si se hubiera perdido. Andando en deliberado zigzag bajo la luz de las farolas, Anatol no hacía más que entrenarse a perderse para más tarde poder perderse de verdad. Y andando de aquella forma, llegó finalmente, tras no pocas vacilaciones, a la oficina de viajes marítimos que languidecía junto a la lavandería china que daba nombre al callejón. Allí, un hombre que parecía muy impaciente, le saludó:
      —Por fin, ya era hora, señor...Hace rato que debería haber cerrado. Creí que no vendría. Aquí tiene su billete, y que haya suerte, señor... Perdone, no logro nunca recordar su nombre que, por otra parte, si quiere que le diga la verdad, siempre me sonó falso.
      —Señor Don Nadie —le sonrió con inmensa felicidad Anatol. Y tras dejar que su mirada vagara por las extrañas pinturas de remolcadores que se mecían en aguas manchadas de aceite y que junto a un calendario que exaltaba las vacaciones en Europa, decoraban la polvorienta oficina, Anatol pagó, y después salió silbando una habanera, y se perdió en la noche.
      Una hora después, entró en un bar del puerto. Seguía jugando a estar perdido. Sabiendo perfectamente dónde estaba, preguntó si quedaba lejos el muelle de Europa. Le dijeron que estaba en él. Entonces pidió un café y dos fichas, y en primer lugar llamó por teléfono a Yhma.
      —No te inquietes por la tardanza —le dijo—. He bajado a comprar tabaco.
      —Pero ¿cómo que has bajado si no has subido a casa? A veces no te entiendo, Anatol.
      —Ya lo entenderás —dijo y colgó.
      Después, llamó a Hvulac.
      —Enemigo Anatol —le dijo éste medio bromeando, pero también bastante en serio—, es usted un verdadero animal, permítame que le hable así. Estoy leyendo su novela, y nos deja muy mal. Pero ¿qué tiene usted contra nosotros? La verdad es que nunca imaginé que fuera usted tan extranjero...
      Hubo una larga pausa en la que tal vez Hvulac estuvo esperando alguna seria justificación por parte de Anatol, pero éste permaneció en riguroso silencio.
      Pero en fin —prosiguió Hvulac—, se trata de un texto valioso, para qué negarlo, y nosotros somos más liberales de lo que usted cree, así que lo publicaremos. Es más, tiene usted que firmarme un contrato en exclusiva, quiero asegurarme los derechos de sus próximos libros. Olvídese de la pensión con la que pensaba vivir tras su jubilación, y alegre esa cara, hombre, firmemos el contrato de su vida, y decídase a ser feliz entre nosotros.
      Por un momento fue como si Anatol hubiera previsto desde hacía ya mucho tiempo que Hvulac le hablaría de esa forma, porque le contestó en un tono muy ceremonioso, como si recitara un papel aprendido de antemano:
      —Hallará la puerta de mi casa abierta, amigo Hvulac, mi mujer se la franqueará con sumo gusto, encontrará todas las estancias iluminadas, y en una de ellas, en la que hasta el día de hoy fue mi estudio, hallará la llave que abre el baúl en el que descansa el resto de mi obra secreta. El baúl es suyo. La isla es bella. En mi escritorio hallará un documento que atestigua que el baúl es suyo y de la isla entera.
      Hizo una breve pausa, mientras contemplaba a través de la ventana la fila de palmeras y de bancos de piedra del muelle de Europa. Y luego, añadió murmurando entre dientes y con voz muy baja y casi imperceptible:
      —Y que os sea leve, porque os dejo seis perfectas bombas de relojería.
      —¿Cómo dice? ¿Sigue ahí, Anatol?
      —Sí, pero por poco tiempo. Porque el autor se va. Les dejo el baúl, que es lo único que interesa.
      Anatol colgó el teléfono. Pensó: La obligación del autor es desaparecer. Tomó sin prisas el café, observó que había dejado de llover, y poco después se perdió en la oscuridad del muelle de Europa. Pensó: Hay personas que siempre se encuentran bien en otro lugar.


      Al mediodía del día siguiente, en alta mar, el sol calentaba cada vez con más violencia, el alquitrán derretido se escurría por las paredes, el mar era azul, y el agua utilizada para lavar el puente se evaporaba directamente hacia el cielo también azul. El capitán del barco apareció sobre el puente de mando, se mojó un dedo, y comentó que ya se lo imaginaba, que la prisa estaba descendiendo y que muy pronto podría cambiar de dirección el viento. Anatol, que lo oyó, blasfemó en una larga y obscena frase que contenía cinco haches que él pronunció tan exageradamente aspiradas como pudo, y después sonrió. El capitán repitió lo de la dirección del viento, y Anatol entonces descendió, sin prisas, por la escalera que conducía a la única zona refrigerada del barco, y allí se perdió.

Un pacto diabólico peculiar Don Segundo Sombra

Nota aclaratoria: Anexamos el conocido relato de Ricardo Güiraldes, incluido en el libro aquí citado con la finalidad de recordar que ésta es una versión distinta del pacto diabólico, en donde la irreverencia y el deseo de alterar la imagen maléfica del demonio predomina.

 Don Segundo Sombra (1926) Ricardo Güiraldes (1886-1927).
2a edición, San Antonio de Areco, 1926.


Capítulo XXI

Del día ya no quedaba más que una barra de nubes iluminadas en el horizonte, cuando, por una lomada, enfrentamos los paraísos viejos de una tapera.
Don Segundo, revisando el alambrado, vio que podía dar paso en un lugar en que dos hilos habían sido cortados. Tal vez una tropa de carros eligió el sitio, con el fin de hacer noche, aprovechando un robito de pastoreo para sus animales. No se veía a la redonda ninguna población, de suerte que el campo era como de quien lo tomara, y los arbolitos, aunque en número de cuatro solamente, debían haber volteado alguna rama o gajo que nos sirviera para hacer fuego.
Hicimos pasar nuestras tropillas al campo y, luego de haber desensillado, juntamos unas biznagas secas, unos manojos de hojarasca, unos palitos y un tronco de buen grueso. Prendimos fuego, arrimamos la pavita, en que volcamos el agua de un chifle para yerbear, y, tranquilos, armamos un par de cigarrillos de laguayaca, que perdimos en las primeras llamaradas.
Como habíamos hecho el fogón cerca de un tronco de tala caído, tuvimos donde sentarnos, y ya nos decíamos que la vida de resero, con todo, tiene sus partes buenas como cualquiera. Creo que la afición de mi padrino a la soledad debía influir en mí; la cosa es que, rememorando episodios de mi andar, esas perdidas libertades en la pampa me parecían lo mejor. No importaba que el pensamiento lo tuviera medio dolorido, empapado de pesimismo, como queda empapada de sangre la matra que ha chupado el dolor de una matadura.
De grande y tranquilo que era el campo, algo nos regalaba de su grandeza y su indiferencia. Asamos la carne y la comimos sin hablar. Pusimos sobre las brasas la pavita y cebé unos amargos. Don Segundo me dijo, con su voz pausada y como distraída:
-Te vi'a contar un cuento, para que se lo repitás a algún amigo cuando éste ande en la mala.
Cebé con más lentitud. Mi padrino comenzó el relato:
"Esto era en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles."
Quedé un rato a la espera. Don Segundo nos dejaba caer, así, en un reino de ficción. Ibamos a vivir en el hilo de un relato. Saldríamos de una parte a otra. ¿De dónde y para dónde?
"Nuestro Señor, que según dicen jue el creador de la bondá, sabía andar de pueblo en pueblo y de rancho en rancho, por Tierra Santa, enseñando el Evangelio y curando con palabras. En estos viajes, lo llevaba de asistente a San Pedro, al que lo quería mucho, por creyente y servicial.
"Cuentan que en uno de esos viajes, que por demás veces eran duros como los del resero, como jueran por llegar a un pueblo, a la mula en que iba Nuestro Señor se le perdió una herradura y dentró a manquiar.
"-Fijáte -le dijo Nuestro Señor a San Pedro- si no ves una herrería, que ya estamos dentrando al poblao.
"San Pedro, que iba mirando con atención, divisó un rancho viejo de paredes rajadas, que tenía encima de una puerta un letrero que decía: «ERRERíA». Sobre el pucho, se lo contó al Maistro y pararon delante del corralón.
"-¡Ave María! -gritaron. Y junto con un cuzquito ladrador, salió un anciano harapiento que los convidó a pasar.
"-Güenas tardes -dijo Nuestro Señor-. ¿Podría herrar mi mula que ha perdido la herradura de una mano?
"-Apiensén y pasen adelante -contestó el viejo-. Voy a ver si puedo servirlos.
"Cuando, ya en la pieza, se acomodaron sobre unas sillas de patas quebradas y torcidas, Nuestro Señor le preguntó al herrero:
"-¿Y cuál es tu nombre?
-Me llaman Miseria -respondió el viejo, y se jue a buscar lo necesario pa servir a los forasteros.
"Con mucha pacencia anduvo este servidor de Dios, olfateando en sus cajones y sus bolsas, sin hallar nada. Acobardao iba a golverse pa pedir disculpa a los que estaban esperando, cuando regolviendo con la bota un montón de basuras y desperdicios, vido una argolla de plata grandota.
"-¿Qué haceh'aquí vos? -le dijo, y recogiéndola se jue pa donde estaba la fragua, prendió el juego, reditió la argolla, hizo a martillo una herradura y se la puso a la mulita de Nuestro Señor. ¡Viejo sagaz y ladino!
-¿Cuánto te debemos, güen hombre? -preguntó Nuestro Señor.
"Miseria lo miró bien de arriba abajo y, cuando concluyó de filiarlo, le dijo:
"-Por lo que veo, ustedes son tan pobres como yo. ¿Qué diantre les vi'a cobrar? Vayan en paz por el mundo, que algún día tal vez Dios me lo tenga en cuenta.
"-Así sea -dijo Nuestro Señor y, después de haberse despedido, montaron los forasteros en sus mulas y salieron al sobrepaso.
"Cuando iban ya retiraditos, le dice a Jesús este San Pedro, que debía ser medio lerdo:
"-Verdá, Señor, que somos desagradecidos. Este pobre hombre nos ha herrao la mula con una herradura'e plata, no noh'a cobrao nada por más que es repobre, y nohotros nos vamos sin darle siquiera una prenda de amistá.
"-Decís bien -contestó Nuestro Señor-. Volvamos hasta su casa pa concederle tres Gracias, que él eligirá a su gusto.
"Cuando Miseria los vido llegar de güelta creyó que se había desprendido la herradura y los hizo pasar como endenantes. Nuestro Señor le dijo a qué venían y el hombre lo miró de soslayo, medio con ganitas de rairse, medio con ganitas de disparar.
"-Pensá bien -dijo Nuestro Señor- antes de hacer tu pedido.
"San Pedro, que se había acomodado atrás de Miseria, le sopló:
"-Pedí el Paraíso.
"Cayáte, viejo -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
"Quiero que el que se siente en mi silla, no se pueda levantar della sin mi permiso.
"Concedido -dijo Nuestro Señor-. ¿A ver la segunda Gracia? Pensála con cuidado.
"-¡Pedí el Paraíso, porfiao! -le sopló de atrás San Pedro.
"-Cayáte, viejo metido -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
"-Quiero que el que suba a mis nogales, no se pueda bajar dellos sin mi permiso.
"-Concedido -dijo Nuestro Señor-. Y aura, la tercera y última Gracia. No te apurés.
"-¡Pedí el Paraíso, porfiao! -le sopló de atrás San Pedro.
"-¿Te querés callar, viejo idiota? -le contestó Miseria enojao, pa después decirle a Nuestro Señor:
"-Quiero que el que se meta en mi tabaquera no pueda salir sin mi permiso.
-"Concedido -dijo Nuestro Señor, y después de despedirse, se jue.
"Ni bien Miseria quedó solo, comenzó a cavilar y, poco a poco, jue dentrándole rabia de no haber sabido sacar más ventaja de las tres Gracias concedidas.
-"También, seré sonso -gritó, tirando contra el suelo el chambergo-. Lo que es, si aurita mesmo se presentara el demonio, le daría mi alma con tal de poderle pedir veinte años de vida y plata a discreción.
"En ese mesmo momento, se presentó a la puerta'el rancho un caballero que le dijo:
"-Si querés, Miseria, yo te puedo presentar un contrato, dándote lo que pedís-. Y ya sacó un rollo de papel con escrituras y numeritos, lo más bien acondicionado, que traiba en el bolsillo. Y allí las leyeron juntos a las letras y, estando conformes en el trato, firmaron los dos con mucho pulso, arriba de un sello que traiba el rollo."
-¡Reventó la yegua el lazo! -comenté.
-Aura verás, dejáte estar callao para aprender cómo sigue el cuento.
Miramos alrededor la noche como para no perder contacto con nuestra existencia actual, y mi padrino prosiguió:
"Ni bien el Diablo se jue y Miseria quedó solo, tantió la bolsa de oro que le había dejao Mandinga, se miró en el bañadero de los patos, donde vido que estaba mozo, y se jue al pueblo pa comprar ropa, pidió pieza en la fonda como señor, y durmió esa noche contento.
"¡Amigo! Había de ver cómo cambió la vida d'este hombre. Terció con príncipes y gobernadores y alcaldes, jugaba como nenguno en las carreras, viajó por todo el mundo, tuvo trato con hijas de reyes y marqueses...
"Pero, bien dicen que pronto se pasan los años cuando se emplean de este modo, de suerte que se cumplió el año vigésimo y en un momento casual en que Miseria había venido a rairse de su rancho, se presentó el Diablo con el nombre de caballero Lilí, como vez pasada, y peló el contrato pa exigir que se le pagara lo convenido.
"Miseria, que era hombre honrao, aunque medio tristón le dijo a Lilí que lo esperara, que iba a lavarse y ponerse güena ropa pa presentarse al Infierno, como era debido. Así lo hizo, pensando que al fin todo lazo se corta y que su felicidá había terminao.
"Al golver lo halló a Lilí sentao en su silla aguardando, con pacencia.
"-Ya estoy acomodao -le dijo-, ¿vamos yendo?
"-¡Cómo hemos de irnos -contestó Lilí- si estoy pegao con esta silla como por encanto!
"Miseria se acordó de las virtudes que le había concedido el hombre'e la mula y le dentró una risa tremenda.
"-¡Enderezáte, pues, maula, si sos diablo! -le dijo a Lilí.
"Al ñudo éste hizo bellaquear la silla. No pudo alzarse ni un chiquito y sudaba, mirándolo a Miseria.
"-Entonces -le dijo el que fue herrero-, si querés dirte, firmáme otros veinte años de vida y plata a discreción.
"El demonio hizo lo que le pedía Miseria, y éste le dio permiso pa que se juera.
"Otra vez el viejo, remozado y platudo, se golvió a correr mundo: terció con príncipes y manates, gastó plata como naides, tuvo trato con hijas de reyes y de comerciantes juertes ...
"Pero los años, pa'l que se divierte, juyen pronto, de suerte que, cumplido el vigésimo, Miseria quiso dar fin cabal a su palabra y rumbió al pago de su herrería.
"A todo esto Lilí, que era medio lenguarás y alcahuete, había contao en los infiernos el encanto'e la silla.
"-Hay que andar con ojo alerta -había dicho Lucifer-. Ese viejo está protegido y es ladino. Dos serán los que lo van a buscar al fin del trato.
"Por esto jue que al apiarse en el rancho, Miseria vido que lo estaban esperando dos hombres, y uno de ellos era Lilí.
"Pasen adelante; sientensén -les dijo-, mientras yo me lavo y me visto pa dentrar al Infierno, como es debido.
"-Yo no me siento -dijo Lilí.
"-Como quieran. Pueden pasar al patio y bajar unas nueces, que seguramente serán las mejores que habrán comido en su vida'e diablos.
"Lilí no quiso saber nada; pero, cuando se hallaron solos, su compañero le dijo que iba a dar una güelta por debajo de los nogales, a ver si podía recoger del suelo alguna nuez caída y probarla. Al rato no más golvió, diciendo que había hallao una yuntita y que, en comiéndolas, naide podía negar que jueran las más ricas del mundo.
"Juntos se jueron p'adentro y comenzaron a buscar sin hallar nada.
"Pa esto, al diablo amigo de Lilí se le había calentao la boca y dijo que se iba a subir a la planta, pa seguir pegándole al manjar. Lilí le advirtió que había que desconfiar, pero el goloso no hizo caso y subió a los árboles, donde comenzó a tragar sin descanso, diciéndole de tiempo en tiempo:
"-Cha que son güenas! ¡Cha que son güenas!
"-Tiráme unas cuantas -le gritó Lilí, de abajo.
"-Allí va una -dijo el de arriba.
"-Tiráme otras cuantas -golvió a pedirle Lilí, no bien se comió la primera.
"-Estoy muy ocupao -le contestó el tragón-. Si querés más, subíte al árbol.
"Lilí, después de cavilar un rato, se subió.
"Cuando Miseria salió de la pieza y vido a los dos diablos en el nogal, le dentró una risa tremenda.
"-Aquí estoy a su mandao -les gritó-. Vamos cuando ustedes gusten.
"-Es que no nos podemoh'abajar -le contestaron los diablos, que estaban como pegaos a las ramas.
"-Lindo -les dijo Miseria-. Entonces firmenmén otra vez el contrato, dándome otros veinte años de vida y plata a discreción.
"Los diablos hicieron lo que Miseria les pedía y éste les dio permiso pa que bajaran.
"Miseria golvió a correr mundo y terció con gente copetuda y tiró plata y tuvo amores con damas de primera.
"Pero los años dentraron a disparar, como denantes, de suerte que -al llegar al año vigésimo, Miseria, queriendo dar pago a su deuda se acordó de la herrería en que había sufrido.
"A todo esto, los diablos en el infierno le habían contao a Lucifer lo sucedido y éste, enojadazo, les había dicho:
"-¡Canejo! ¿No les previne de que anduvieran con esmero, porque ese hombre era por demás ladino? Esta güelta que viene, vamoh'a dir toditos a ver si se nos escapa.
"Por esto jue que Miseria, al llegar a su rancho, vido más gente riunida que en una jugada'e taba. Pero esa gente, acomodada como un ejército, parecía estar a la orden de un mandón con corona. Miseria pensó que el mesmito Infierno se había mudado a su casa, y llegó, mirando como pato el arriador, a esa pueblada de diablos. "Si escapo d'ésta -se dijo- en fija que ya nunca la pierdo." Pero haciéndose el muy templao, preguntó a aquella gente:
"-¿Quieren hablar conmigo?
"-Sí -contestó juerte el de la corona.
"-A usté -le retrucó Miseria- no le he firmao contrato nenguno, pa que venga tomando velas en este entierro.
"-Pero me vah'a seguir -gritó el coronao-, por que yo soy el Ray de loh'Infiernos.
-¿Y quién me da el certificao? -alegó Miseria-. Si usté es lo que dice, ha de poder hacer de fijo que todos los diablos dentren en su cuerpo y golverse una hormiga.
"Otro hubiera desconfiao, pero dicen que a los malos los sabe perder la rabia y el orgullo, de modo que Lucifer, ciego de juror, dio un grito y en el momento mesmo se pasó a la forma de una hormiga, que llevaba adentro a todos los demonios del Infierno.
"Sin dilación, Miseria agarró el bichito que caminaba sobre los ladrillos del piso, lo metió en su tabaquera, se jue a la herrería, la colocó sobre el yunque y, con un martillo, se arrastró a pegarle con todita el alma, hasta que la camiseta se le empapó de sudor.
"Entonces, se refrescó, se mudó y salió a pasiar por el pueblo.
"¡Bien haiga, viejito sagás! Todos los días, colocaba la tabaquera sobre el yunque y le pegaba tamaña paliza, hasta empapar la camiseta pa después salir a pasiar por el pueblo.
"Y así se jueron los años.
"Y resultó que ya en el pueblo no hubo peleas, ni plaitos ni alegaciones. Los maridos no las castigaban a las mujeres, ni las madres a los chicos. Tíos, primos y entenaos se entendían como Dios manda; no salía la viuda, ni el chancho; no se veían luces malas y los enfermos sanaron todos; los viejos no acababan de morirse y hasta los perros jueron virtuosos. Los vecinos se entendían bien, los baguales no corcoviaban más que de alegría y todo andaba como reló de rico. Qué, si ni había que baldiar los pozos porque toda agua era güena."
-¡Ahahá! -apoyé alegremente.
-Sí -arguyó mi padrino-, no te me andéh'apurando.
"Ansina como no hay caminos sin repechos, no hay suerte sin desgracias, y vino a suceder que abogaos, procuradores, jueces de paz, curanderos, médicos y todos los que son autoridá y viven de la desgracia y vicios de la gente, comenzaron a ponerse chacones de hambre y jueron muriendo.
"Y un día, asustaos los que quedaban de esta morralla, se endilgaron pa lo del Gobernador, a pedirle ayuda por lo que les sucedía. Y el Gobernador, que también dentraba en la partida de los castigaos, les dijo que nada podía remediar y les dio una plata del Estao, advirtiéndoles que era la única vez que lo hacía, porque no era obligación del Gobierno el andarlos ayudando.
"Pasaron unos meses, y ya los procuradores, jueces y otros bichos iban mermando por haber pasao los más a mejor vida, cuando uno de ellos, el más pícaro, vino a maliciar la verdá y los invitó a todos a que golvieran a lo del Gobernador, dándoles promesa de que ganarían el plaito.
"Así jue. Y cuando estuvieron frente al manate, el procurador le dijo a Suecelencia que todah'esas calamidades sucedían porque el herrero Miseria tenía encerraos en su tabaquera a los diablos del Infierno.
"Sobre el pucho, el mandón lo mandó a trair a Miseria y, en presencia de todos, le largó un discurso:
"-¿Ahá, sos vos? ¡Bonito andás poniendo al mundo con tus brujerías y encantos, viejo indino! Aurita vah'a dejar las cosas como estaban, sin meterte a redimir culpas ni castigar diablos. ¿No ves que siendo el mundo como es, no puede pasarse del mal y que las leyes y lahenfermedades y todos los que viven d'ellas, que son muchos, precisan de que los diablos anden por la tierra? En este mesmo momento vah'al trote y largás loh'Infiernos de tu tabaquera.
"Miseria comprendió que el Gobernador tenía razón, confesó la verdá y jue pa su casa pa cumplir lo mandao.
"Ya estaba por demás viejo y aburrido del mundo, de suerte que irse dél poco le importaba.
"En su rancho, antes de largar los diablos, puso la tabaquera en el yunque, como era su costumbre, y por última vez le dio una güena sobada, hasta que la camiseta quedó empapada de sudor.
"-¿Si yo los largo van a andar embromando por aquí? -les preguntó a los mandingas.
"No, no -gritaban éstos de adentro-. Largános y te juramos no golver por tu casa.
"Entonces Miseria abrió la tabaquera y los licenció pa que se jueran.
"Salió la hormiguita y creció hasta ser el Malo. Comenzaron a brotar del cuerpo de Lucifer todos los demonios y redepente, en un tropel, tomó esta diablada por esas calles de Dios, levantando una polvareda como nube'e tormenta.
"Y aura viene el fin.
"Ya Miseria estaba en las últimas humeadas del pucho, porque a todo cristiano le llega el momento de entregar la osamenta y él bastante la había usado.
"Y Miseria, pensando hacerlo mejor, se jue a echar sobre sus jergas a esperar la muerte. Allá, en su piecita de pobre, se halló tan aburrido y desganao, que ni se levantaba siquiera pa comer ni tomar agua. Despacito no más se jue consumiendo, hasta que quedó duro y como secao por los años.
"Y aura es que, habiendo dejao el cuerpo pa los bichos, Miseria pensó lo que le quedaba por hacer y, sin dilación porque no era sonso, el hombre enderezó pa'l Cielo y, después de un viaje largo, golpió en la puerta d'éste.
"Cuantito se abrió la puerta, San Pedro y Miseria se reconocieron, pero al viejo pícaro no le convenían esos recuerdos y,haciéndose el chancho rengo, pidió permiso pa pasar.
"¡Hum! -dijo San Pedro-. Cuando yo estuve en tu herrería con Nuestro Señor, pa concederte tres Gracias, te dije que pidieras el Paraíso y vos me contestastes: «Cayáte, viejo idiota». Y no es que te la guarde, pero no puedo dejarte pasar aura, porque en habiéndote ofrecido tres veces el Cielo, vos te negaste a acetarlo.
"Y como ahí no más el portero del Paraíso cerró la puerta, Miseria, pensando que de dos males hay que elegir el menos pior, rumbió pa'l Purgatorio a probar cómo andaría.
"Pero amigo, allí le dijeron que sólo podían dentrar las almas destinadas al cielo y que como él nunca podría llegar a esa gloria, por haberla desnegao en la oportunidá, no podían guardarlo. Las penas eternas le tocaba cumplirlas en el Infierno.
"Y Miseria enderezó al Infierno y golpió en la puerta, como antes golpiaba en la tabaquera sobre el yunque, haciendo llorar los diablos. Y le abrieron, ¡pero qué rabia no le daría cuando se encontró cara a cara con el mesmo Lilí!
"-¡Maldita mi suerte -gritó-, que andequiera he de tener conocidos!
"Y Lilí, acordándose de las palizas, salió que quemaba, con la cola como bandera'e comisaría, y no paró hasta los pieses mesmos de Lucifer, al que contó quién estaba de visita.
"Nunca los diablos se habían pegao tan tamaño susto, y el mesmo Ray de loh'Infiernos, recordando también el rigor del martillo, se puso a gritar como gallina culeca, ordenando que cerraran bien toditas las puertas, no juera a dentrar semejantecachafás.
"Ahí quedó Miseria sin dentrada a ningún lao, porque ni en el Cielo, ni en el Purgatorio, ni en el Infierno lo querían como socio; y dicen que es por eso que, desde entonces, Miseria y Pobreza son cosas de este mundo y nunca se irán a otra parte, porque en ninguna quieren almitir su existencia."
Una hora habría durado el relato y se había acabado el agua. Nos levantamos en silencio para acomodar nuestras prendas.
-¡Pobreza! -dije estirando mi manta donde iba a echarme.
-¡Miseria! -dije acomodando el cojinillo que me serviría de almohada.
Y me largué sobre este mundo, pero sin sufrir, porque al ratito estaba como tronco volteado a hachazos.