Un cerebro inteligente:
(Cuento)
Luis Quintana Tejera
Crearon —como máquinas
entrenadas—
muchas obras que fueron de autoría
colectiva, pero que
resultaron
usurpadas por el genio
individual:
ellos son los “negros del
negro”,
las computadoras del siglo
XIX.
(Un Fausto moderno).
Nuestras capacidades, nuestros alcances
intelectuales, inclusive nuestra razón son limitados. Cuando nos enfrentamos a
la palabra, nos damos cuenta que queda tanto por decir, mientras esa voz hierática
que habita en el interior de nuestra alma, continúa durmiendo el sueño
placentero que sólo el silencio sabe dar.
Se
llamaba Estela
Enríquez del Campo (En el 2023 tenía 34 años) y era una especie de
maniática computacional de esas que nuestro mundo contemporáneo nos ha enseñado
a conocer. Manejaba tantas verdades a medias que muchas veces al escucharla no
sabíamos si bromeaba o realmente creía en todo lo que su voz vacilante y
ansiosa se atrevía a defender. Hoy pienso que se trataba de un nuevo Fausto
femenino que, cual científico moderno, fundamentaba toda su fe en la
cibernética. Desde que nació tuvo a su lado un negro y lustroso CPU, un teclado
generoso, un Mouse inquieto y un monitor reflejante de verdades insondables.
Era capaz de permanecer amarrada a la máquina horas enteras. Cuando aún
Internet no estaba tan desarrollado técnicamente como ahora lo está, se pasaba
horas enteras frente a la computadora: exploraba sus posibilidades, hurgaba en
sus entrañas, veía mucho más que aquello que la máquina le ofrecía, dudaba,
casi se entregaba en cuerpo y alma a la técnica fría de aquel renovado
artefacto.
Fue
en estas épocas que llegó a concebir la tecnología que podría haber
revolucionado al mundo moderno; qué digo: habría cambiado totalmente las
estructuras que el universo material concibiera hasta ese momento y, quizás, permitiría
que ciertos individuos —negación constante de la impronta creacional— llevaran
a buen puerto una novela escrita por ellos, si no hubiera sido que los hombres,
sus lectores, no fueron capaces de interpretar el mensaje que el genio de esta
mujer les dejara en los últimos días de su vida. Estela estaba trabajando ya
desde el 2012 en un programa cibernético, mejor aún, una maravilla prodigiosa
de la ciencia computacional que autorizaría a seres negados para ello a
elaborar, redactar y publicar una obra de ficción que sería concebida por la
máquina milagrosa con un mínimo de participación del “sujeto creador”. Sus
intentos iniciales fueron vanos; se pasó noches enteras durante ese año
haciendo pruebas, experimentando, volviéndose loca con cifras, algoritmos,
notaciones y llegando apenas a vislumbrar que algo había logrado el día en que
la máquina alcanzó a producir cinco cuartillas de algo que se parecía a un
relato, sin llegar a serlo definitivamente. Allí se contaba la vida de un
individuo que había existido únicamente en el espacio de papel de una novela;
pero se hacía de un modo que nos recordaba al peor de los “escribidores”
contemporáneos. Pedro Camacho —el de Vargas Llosa— era un adalid comparado con
los esbozos presentados en las tenues e ineficientes cinco cuartillas.
De
este modo se le fueron pasando los días y las noches entre intentos fallidos,
virus inesperados, intuiciones inciertas, molestias desencadenadas por hechos
aparentemente fortuitos que desviaban la atención de la computadora a la vida
real y de ésta a la misma computadora, regresando con una carga de desconcierto
y falta de fe en lo que la tecnología podía alcanzar.
Es
necesario reflexionar —así lo pienso hoy desde mis renovados años de luchador
constante— en que un ser humano ante una computadora es un fenómeno muy reciente,
tan actual como los Concorde de Air France, que a pesar de haber fallado en su
intento de volar a la velocidad de la luz sin causar desastres, han dejado un
recuerdo imborrable de la fe del hombre ante la técnica imperiosa. Y ese
individuo que intenta descifrar con mirada insistente las claves que aparecen
insinuadas en el monitor magnánimo, no tiene más remedio que rendirse ante los
arcanos de las nuevas épocas. La estulticia humana lucha contra la verdad de la
ciencia y nada peor que un ser vivo regalando su tiempo mientras se comunica
con el mundo por el Facebook que ocupa sus horas y nubla su entendimiento. Dijo
Álvaro Vargas LLosa alguna vez: “Lo malo no es haber sido comunista, sino
seguir siéndolo”; repetimos al unísono: “Lo malo no es entusiasmarse con el
Facebook, sino seguir prendido a él después de largos años de dedicación
exclusiva a esta técnica de comunicación imperfecta”.
Pero,
Estela Enríquez consiguió un día lo que deseaba. Consideró que si los mexicanos
leemos medio libro al año —por supuesto los que no pierden su tiempo
lamentablemente atrapados en las redes del twiter—, con su invento muchos
podrían escribir más de una novela por mes o, dependiendo de los logros
alcanzados, hasta una novela por semana. Pensó también que les costaría más trabajo
publicarla que redactarla; pero ésos eran problemas menores, comparados con los
que se avecinaban a la luz de tal descubrimiento.
Ahora
bien, le acorralaron varias interrogantes: “¿De dónde sacaríamos los dichosos
lectores? ¿Quién sería el valiente que se haría cargo de la tarea de leer
mucho, pero mucho para superar la insoportable estadística que hoy nos
mortifica? En fin, ¿quién se atrevería a conocer —vaya reducción al absurdo— el
final de esos medio libros que cada mexicano había leído hasta este momento?
Desechó
estos referentes que no sólo le quitaban el tiempo, sino que además la
decepcionaban bastante y se dio a la tarea de perfeccionar su invento lo antes
posible.
Lo
que ya en el 2012 había vislumbrado Estela, lo consiguió en el 2020. Ella me lo
explicó en largas pláticas de café; yo entendí muy poco de la técnica empleada,
y sólo sé cómo operaba el moderno sistema. Trataré de explicarlo con palabras
aunque ésta —la palabra— terminó resultando la menos eficaz desde el momento
que le dejaban a una máquina, la tarea que antes, un ser humano inteligente,
había desempeñado.
En
primer lugar, era necesario alimentar un programa complejo que se encargaría de
darle órdenes a la computadora, de adiestrarla, de organizarla, de desempolvar
su vieja costumbre de corregir tan sólo tildes, de enseñarle el misterio del
oxímoron, el sortilegio de la metáfora, el reajuste de la hipérbole, la
molestia de la paronomasia, lo innecesario de las anáforas, lo retorcido del
quiasmo, en fin, todo un recorrido por las mal llamadas figuras retóricas, que
se encargarían de poner flores en la novela cuando ésta se tornara
excesivamente tediosa. Habría que enseñarle al ordenador que los datos
estadísticos que maneja con exactitud, ahora no eran tan necesarios y, en su
lugar, se alzarían otros conceptos que podrían o no ser humanísticos, pero que
sí tendrían que llegar a conseguir el hechizo del impacto profundo, en los
poquitos lectores que se acercaran a ella. No era esencial manejar la verdad,
sino que una noción semejante a ésta podría funcionar sin problema alguno. La
mentira se transformaría en la base de muchos contenidos anecdóticos que la
novela habría de presentar. Y no sólo la mentira, sino también el crimen, la
violación, el robo, la falsificación, la fornicación, la traición con forma de
cuernos retorcidos y perfectos, la política y muchos otros fenómenos que serían
innecesarios enumerar.
Para
llevar a cabo su experimento inicial, Estela pensó en una historia que le
habían contado de un hombre engañado muchas veces por su novia, pero que igual
seguía amarrado a ella a pesar de tantos sinsabores. Era necesario delimitar y
ampliar hasta la saciedad las características de ese macho humano, de ese pobre
pedazo de humanidad: era alto y con cara de imbécil; sus ojos verdes no
reflejaban a la naturaleza, sino que lo limitaban en el momento de dar el salto
hacia lo desconocido, porque —como decía Tiresias— los que no ven, ven más que
los que ven. Y existe una vieja superstición según la cual los ojos claros no alcanzan
a detectar los cuernos incipientes que van apareciendo poco a poco en la frente
del engañado.
Y
¿ella? Sagaz, perspicaz, inteligente, caliente, hedonista y profundamente
sexual. La historia concluiría en la tragedia del individuo que —abandonado y
decepcionado— terminaría emasculándose en una playa solitaria.
Pensó
que un oxímoron con exagerada redundancia lo resolvería todo: “la felicidad del
infeliz”, y le enseñó a su programa de escribir ficción, que las notas
aparentemente discordantes se realizaban a veces con mayor eficiencia que toda
la carga lógica de conocimiento que llevamos con nosotros. Le dio el material
imprescindible para describir un paisaje, los ejes esenciales para hablar del
hombre y sus veleidades suicidas, exploró los factores que inciden en la
conformación de un carácter y lo hizo mucho mejor que uno de esos autores que
en lugar de crear, copian; lo hizo mejor que tantos otros que se esconden
detrás de los premios ganados sin sentir la mínima vergüenza ante el costo que
tuvieron que pagar por ello.
El
hombre olvida, siempre olvida; la máquina no. Todo lo que Estela le fue
transmitiendo en largas noches de métodos compartidos, lo fue incorporando en
sus entrañas, lo fue reelaborando con paciente tecnología.
Había
una historia para contar. Había sujetos en acción que de alguna manera cumplían
con los roles opuestos de víctima y victimario. Pero la máquina no podría
llegar al fondo mismo de la interpretación humana. No entendería aquello de
pensar una cosa hoy y decir otra mañana; el saludar con una sonrisa a quien
minutos después ofenderíamos con una bofetada. Y por ello, los caracteres que
nacieron de la máquina narradora fueron excesivamente duros, comprensivamente
lineales.
Estela
pensó que para empezar con su proyecto era suficiente con estos logros
imperfectos; después analizaría la posibilidad de enseñarle más y mejor a su
robótica amiga.
Estela
estaba allí a punto de oprimir una tecla que desataría la fiebre creadora del
misterioso instrumento. Lo hizo, por fin; la máquina humana escribió sólo una
oración: “La vida es injusta y mezquina”.
Estela
se acostó a dormir esa noche decepcionada y, dejó al aparato solo con sus
pensamientos incompletos. Al despertar aquella mañana, vio con asombro y
extrañeza que la computadora había cumplido con la tarea encomendada. Leyó con
entrega el resultado y comprobó —con sosegada admiración— que la historia
narrada incluía todos los componentes necesarios para ser una buena novela; es
más, hasta podría aspirar a un futuro mejor basado en el reconocimiento
mundial. ¿Acaso no es esto último la causa por la que muchos escriben?
No
lo conmovió el suicidio del hombre traicionado, ni la indiferencia de la mujer;
le inquietó la manera en que la máquina había calado, mucho más hondo de lo imaginado,
en la subjetividad de sus protagonistas. Éstos eran verdaderos seres de probeta,
que habiendo nacido en un laboratorio empezaban a vivir sin un novelista humano
que los hubiera engendrado. En el devenir de sus existencias, interrogados
acerca de sus padres, ellos dirían: “Una máquina me dio vida”. Y ese
instrumento sonreiría cibernéticamente ante sus logros.
Para
identificar al autor, Estela utilizó un seudónimo que con el tiempo se
transformaría en verdaderos heterónimos y, decidió así ser la autora oculta, de
tan curiosa novela. Tuvo paciencia. Presentó el manuscrito en varios concursos
literarios y, finalmente, la sardónica buena suerte se hizo presente, ganando
el Premio Planeta de Novela en el año 2051. Se publicó en el mundo entero este
lúdico fraude. Muchos autores siguieron el curso de la anécdota desconociendo
el verdadero origen del texto recreado. Estela se había dado el lujo de ofrecer
una obra cien por ciento original. No importa que esa originalidad derivara de
un experimento tecnológico, al menos tenía mucho más que otros que habían
esquivado el juicio de la historia, al publicar amparados por el plagio
cotidiano.
A
esta novela siguieron otras y otras. La máquina escribía febrilmente y Estela
inventaba nuevos nombres para sus creadores. No tardó mucho tiempo en que la
crítica literaria fijó su enfermiza
mirada en este grupo de autores que, aunque en realidad era uno solo, ellos no
lo sabían y se emocionaban valorando al genio oculto de la cibernética moderna.
Hablaron de una nueva generación de escritores que hacía su irrupción en el
ambiente literario de México y la llamaron, sin ocultar su emoción modernista,
“Generación de los nuevos de América”. Y los nuevos de América eran en realidad
muy diferentes a los otros de otras tantas generaciones inventadas en la mente
decadente de los críticos de siempre. Los nuevos de América eran ya viejos
antes de nacer, tan viejos como la computadora que les diera origen; pero
vitales en sus planteamientos aprehendidos y entrenados para componer cualquier
cosa que a la mente despierta de Estela se le ocurriera elaborar. Mujer y
máquina trabajaban a la par; ella pensaba y la máquina reproducía su
pensamiento; ella se emocionaba con los contenidos que día a día descubría y la
máquina los interpretaba como mejor podía. Había lágrimas derramadas en
torrentes y la computadora lo traducía como un vital Mar Muerto que en el
presente de la anécdota volvía a aparecer para abrirse generoso ante tantas
búsquedas humanas.
Estela
recordaba los inventos de Pedro Valdivia cuando en sus clases de Secundaria se
atrevió a cuestionar al propio Cervantes y a su obra. Y ahora era ella quien
recreaba un espacio imposible, quien se lanzaba misteriosa hacia el futuro
ofreciendo un ejemplo de como la máquina puede ser dominada por el hombre,
aunque quizás sea exactamente a la inversa, pero finalmente esto no era tan
importante; hay tantas mentiras ocultas en el pasado intelectual —Homero,
Shakespeare, Molière, Bachtin— y ninguno de estos expositores magistrales del
buen gusto estético pueden levantarse de sus tumbas para explicar la verdad en
torno a sus figuras y sus arcanos. Estela tampoco lo hará. Ella murió el jueves
18 de julio de 2058 y no dejó huella alguna de su descubrimiento, aunque ésta
no fue su verdadera intención; en los últimos años de su vida decidió suplantar
al ordenador y escribir una novela en la cual relató los años dedicados al
descubrimiento cibernético; se refirió a los momentos febriles en los que fue
develando el misterio que paso a paso la llevara al encuentro de la novela
artificial, explicó lo que ni ella misma llegaba a creer, lo expuso con
convicción y argumentos, escribió lo que había vivido y escribiéndolo murió.
Había
llegado a la conclusión, después de estos largos años de convivencia con lo
enigmático, que una máquina puede elaborar una serie abrumadora de relatos,
pero a todos ellos les faltará el alma que sólo el hombre intuitivo le puede
dar. El arte nace, el ser humano y la técnica de un ordenador no podrán
alcanzarlo jamás.
La
crítica aplaudió a Estela Enríquez y llegó a catalogar a su novela como un
prodigio de la ciencia ficción. No pudieron darse cuenta de que todo lo narrado
era verdad y, en sus mentes emponzoñadas por la ficción, no cabía otra idea que
no respondiera a una interpretación de los hechos basada en la realidad que
ellos creían haber visto. Si la ironía es el eje de la vida de muchos, aquí
aparece planteada y actuante de un modo incuestionable. El secreto de la
computadora inteligente se fue con Estela, porque aunque resultó explicado,
nadie lo entendió.
He
leído Número cero de Umberto Eco,
¿será una obra de su autoría, será otro engaño editorial? ¿Y el Héroe discreto de Vargas Llosa? ¿Y
Javier Marías y Pérez Reverte? Estela Enríquez descubrió mucho más que lo revelado
en sus investigaciones azarosas.