“El arte de desaparecer” de Enrique Vila—Matas.
En Chet Baker piensa en su arte.
Hasta que llegó aquel día, el día precisamente de su jubilación, siempre le había horrorizado la idea de llegar a tener éxito en la vida. Muy a menudo se le veía andar de puntillas por el instituto o por su casa, como no queriendo molestar a nadie. Y siempre había existido en él un rechazo total del sentimiento de protagonismo. Perder, por ejemplo, siempre le había gustado. Hasta en el ajedrez prefería jugar a un tipo de juego que se llama autómata, y que consiste en obligar al contrincante a vencer a pesar suyo. Le gustaba sentirse a buen resguardo de las indiscretas miradas de los otros. Y no era nada extraño, por tanto, que todo lo que a lo largo de cuarenta años había ido escribiendo –siete extensas novelas en torno al tema del funambulismo- permaneciera rigurosamente inédito, encerrado bajo doble llave en el fondo de un baúl que había heredado de sus discretos antepasados.
Era un hombre modesto, no orientado hacia sí mismo, sino hacia una búsqueda oscura, hacia una preocupación esencial cuya importancia no estaba ligada a la afirmación de su persona; se trataba de una búsqueda muy peculiar en la que estaba empeñado con obstinación y fuerza metódicas que sólo se disimulaba bajo su modestia.
¿Para qué exhibirme (razonaba Anatol cínicamente) y por qué dar a la imprenta mis textos si en lo que yo escribo sospecho que no hay más que una ceremonia íntima y egoísta, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo, destinado, por tanto, a una utilización estrictamente privada?
Era un razonamiento absolutamente cínico que él se hacía a menudo para no sentirse tentado a publicar. Porque nada más lejos de la realidad que todo aquello que se decía a sí mismo para así engañarse y poder seguir en la amada sombra del cerrado espacio de su estudio.
Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina, isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando –extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte regresó a Umbertha y lo hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al aspirar las haches, y eso le reportó a Anatol la inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros.
¿En cuántos lugares de este mundo (razonaba Anatol) no habrá en este instante genios ocultos cuyos pensamientos no llegarán nunca a oídas de la gente? El mundo es para quienes nacen para conquistarlo, no para quienes prefieren pasar desapercibidos, vivir en el anonimato.
Viviendo en ese anonimato, tratando de pasar de puntillas por la vida, protegido por su falsa condición de extranjero y confiando en no ser nunca reconocido como isleño ni como escritor, había ido disfrutando durante cuarenta años de una discreta y feliz existencia. Siempre en compañía de su esposa Yhma, una umberthiana que le dio cinco hijos y que fue siempre fiel cómplice de sus secretos literarios. Y trabajando siempre en lo mismo, como profesor de idiomas y de educación física en un instituto de la capital. Siempre en lo mismo, siempre, hasta que le llegó el día de su jubilación.
Tuvo que ser precisamente ese día cuando, resonando todavía los ecos del emocionado aplauso de varias generaciones de alumnos que acudieron espontáneamente a su última clase, vio peligrar por vez primera en cuarenta años su rechazo total del sentimiento de protagonismo, pues notó que en el fondo no le desagradaban nada todas aquellas muestras de afecto y también el sentirse (aunque fuera tan sólo por unas horas) el centro de atención de aquel instituto en el que, sin él buscarlo, se había convertido en toda una institución. Con su peculiar acento extranjero y aspirando más que de costumbre las haches –sin duda para reírse un poco de sí mismo-, bromeó con su amigo el profesor Bompharte acerca de la estimación que se le tenía en el instituto.
—Querido Bompharte, ya lo ves: instituto, institución —le dijo.
Bompharte le dedicó una sonrisa amable y condescendiente (la que habitualmente le dedicaba cuando no acababa de entender lo que quería expresar el bueno de Anatol) y le comentó que se alegraba de verle tan radiante:
—Te veo muy bien. Esto de la jubilación te está sentando de maravilla.
Anatol calló, porque pensó que si hablaba tendría que explicar —y aquello era algo vergonzoso para él- que si se le veía tan radiante era debido a lo mucho que estaba disfrutando al sentirse centro de atención de tanta y tanta gente en el instituto.
Lo que son las cosas (pensaba Anatol). Me paso días, meses,años rechazando cualquier tipo de protagonismo y, cuando de repente me convierto en el personaje principal de la función, me muero de gusto.
—¿Por qué te quedas tan callado? ¿En qué estás pensando? —le dijo entonces Bompharte.
—En lo volubles que somos todos los humanos —le contestó—. Y no me preguntes ahora por qué pensaba esto. Dejémoslo así. De vez en cuando me gusta tener algún secreto.
—Ya —dijo Bompharte con un aire un tanto misterioso—. Por cierto, creo que te hablé de la exposición de fotografías que ando preparando sobre el mundo del deporte...
—Sí. Me hablaste.
—Pero no sé si te dije que pensamos también editar un libro sobre la exposición...
—Pues no.
—Y que he pensado en ti para que, desde la autoridad que te conceden tantos años de profesor de educación física, escribas la introducción. ¿Qué te parece? Y es que sospecho, amigo Anatol, que lo harás muy bien. Siempre me has parecido un escritor secreto.
Anatol, completamente lívido, creyó que había llegado la hora del fin del mundo. ¿Qué clase de broma siniestra era aquella? Todo el orden y la gran armonía y tranquilidad de su vida se tambaleaba por momentos. Tardó en darse cuenta de que no había para tanto, de que las palabras de Bompharte eran tan sólo una forma convencional de animarle a escribir cuatro intrascendentes líneas, y nada más. Hasta que no llegó a verlo así, lo pasó muy mal. Y lo peor de todo era que su repentina lividez y expresión de pánico le estaban delatando.
—Pero ¿te sucede algo, Anatol?
Finalmente reaccionó a tiempo y logró mudar la expresión de su rostro.
—No, nada. ¿Por qué? —sonrió.
Era mucho mejor no negarse a escribir la introducción, pues eso sí equivaldría a levantar automáticamente todo tipo de sospechas. Era mejor aceptar el encargo, escribir cuatro líneas con desidia y torpeza, cuatro tonterías, y acabar con aquel enojoso asunto.
—Yo pensé —ya se estaba excusando Bompharte— que disponiendo como dispondrás a partir de ahora de más tiempo libre, pues yo pensé, me dije...
—¡Nada! —bromeó rápidamente Anathol—. ¡Instituto, institución! ¿Y cómo no va a encantarme escribirte la introducción?
Una semana después, le llegaban las fotografías a su casa de recién jubilado. Eran imágenes de tenis, fútbol, esgrima, atletismo, natación...Creyó apreciar de inmediato en las fotografías de los saltos de pértiga una belleza descomunal, totalmente diferenciada del resto de las imágenes que le habían enviado. Una belleza única. Y cuando comenzó a redactar la introducción no tardó en darse cuenta de lo difícil que iba a resultarle escribir con desidia o torpeza. Aunque hubiera sabido hacerlo, habría sido incapaz de firmar un texto inválido, y además él pensaba que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla, por muchas derogaciones que la ocasión le sugiera.
Se dijo a sí mismo que era incapaz de escribir mal y traicionarse y que, además, allí estaba (no podía apartar de ella su fascinada y rendida mirada) la exagerada y singular belleza de las instantáneas de los saltos de pértiga, a los que irremediablemente acabó comparando en su escrito con las heroicas maniobras de los funámbulos y, como fuera que a éstos les conocía a la perfección, pues no en vano llevaba cuarenta años escribiendo sobre su arriesgado oficio, el resultado final fue un texto compacto y muy osado, hermoso y casi genial, una muy equilibrada y espectacular reflexión sobre el equilibrio humano y también sobre el mundo de los pasos en falso en el vacío del cielo de Umbertha.
La introducción llegó a manos de Lampher Hvulac, el gran poeta y editor umberthiano, y ello ocurrió no a causa de la brillantez y el nervio de la prosa de Anatol o a la importancia de la exposición (que no la tenía, más bien estaba condenada en un principio a no rebasar los estrechos límites del instituto), sino a que casualmente la sobrina favorita del gran Hvulac aparecía muchas veces en segundo plano en las fotografías de los duelos de esgrima y le hizo llegar el libro a su querido tío, que quedó asombrado y vivamente intrigado ante el ingenio del que hacía gala aquel desconocido y modesto profesor de educación física que firmaba la funambulesca introducción.
—Aquí, detrás de estas líneas, se esconde un autor —señaló Hvulac en cuanto terminó de leer la introducción. Lo dijo con cierto fanatismo y plenamente convencido, además, de que jamás le fallaba el olfato, su tremendo olfato literario.
Y poco después —para que le oyeran todos los hvulaquianos que le rodeaban en aquel momento— incluso lo repitió, gritándolo; cada vez más fanático de aquellas líneas que había leído y también de su propio olfato.
—¡Aquí hay un autor!
Poco después, todos sus incondicionales estaban de acuerdo en que detrás de aquellas frases sobre el equilibrio y la pértiga tenían que haber otras encerradas en los cajones de un escritorio, páginas secretas y deliciosamente extranjeras que Hvulac debía conocer por si merecía la pena editarlas en su exquisita colección de prosas umberthianas.
Podemos imaginar el estado de ánimo de Anatol, que en vano invocó su condición de extranjero para que se desinteresaran de él, en vano porque el círculo de Hvulac consideraba que cuarenta años en la isla le habían convertido en un umberthiano más. Y por otra parte, estaba la fascinación y curiosidad que despertaba lo que no dejaba de ser toda una expectativa inédita en la isla: la posible existencia de páginas extranjeras en la obra de un umberthiano más.
De nada sirvió que Anatol se defendiera, que negara la existencia de otros escritos. Todo fue inútil. Acosado tenazmente por el círculo de hvulaquianos, acabó confesando que, como era un aficionado a la literatura, en cierta ocasión se había atrevido a traducir por su cuenta al Walter Benjamin de Infancia en Berlín, y les ofreció a modo de pantalla, para que no indagaran más en sus posibles trabaos literarios, su versión al umberthiano del libro, una versión que empezaba así: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.”
—Publicaremos esa traducción —dijeron a coro todos los hvulaquianos.
¡Curioso dilema! (razonaba Anatol, aquella misma noche, en compañía de su mujer Yhma). Por una parte, hay en mí los estímulos de una honesta ambición; ciertos deseos de mover, si bien púdicamente, las cosas: decirles que en realidad la traducción la he utilizado únicamente a modo de pantalla para que no descubran que tengo escritas siete novelas terribles sobre esta maldita isla de Umbertha. Por una parte, pues, la íntima sensación de que en el fondo ardo en deseos de que me lean. Y por otra parte, con características más fuertes, el presentimiento de que un eventual destino de escritor pueda contener no sé qué simisntes de una siniestra aventura. Y por encima de todo ese dilema, la impresión o tal vez la certeza de que en la clandestinidad mi obra ha madurado más y mejor que si me hubiera apresurado a publicarla; y también la impresión o tal vez certeza de que estoy llegando a la última etapa de un viaje en el que he ido aprendiendo lentamente el difícil ejercicio de saber perderse en el emboscado mundo de lo impreso.
Nunca dejaste que leyera tus papeles (le dijo Yhma), y por eso yo siempre he vivido con cierta ignorancia acerca de aquello sobre lo que tú realmente escribías. Pero debo decirte que siempre, ¿me oyes?, siempre me he preguntado cuál debe ser la historia que subyace debajo de todas las historias que has contado en tus novelas.
Es triste (dijo Anatol desviándose de la cuestión), pero cada vez se glorifica menos al arte y más al artista creador; cada vez se prefiere más al artista que a la obra. Es triste, créeme.
Pero no has contestado a mi pregunta (insistió Yhma). ¿Cuál puede ser esa historia que debes estar repitiendo continuamente en tus novelas?
En el fondo, muy en el fondo (le contestó entonces Anatol simulando una confesión muy íntima y dolorosa), yo vengo repitiendo desde siempre la historia de alguien que se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le reconozcan.
Pues ya te han reconocido (le dijo su mujer con una sonrisa que a Anatol le pareció de una estupidez y grosería infinitas).
¿Me atreveré a subir al alambre y correr los riesgos del funámbulo? ¿Me atreveré a propiciar la publicación de la primera de mis novelas? (se preguntaba, al día siguiente, Anatol, mientras avanzaba con el manuscrito en dirección a la editorial de Hvulac). Si entrego la novela, ya nunca podré recobrarla, pertenecerá al mundo. ¿Debo entregarla? Hvulac no sabe que existe. Nada me obliga a dársela. De repente el poder de las palabras me parece exorbitante; su responsabilidad, insostenible. ¿Me atreveré a subir al alambre?
—Amigo Anatol —le diría poco después Hvulac al recibir el manuscrito—, quisiera que supiera que mi experiencia de autor reconocido confirma su presentimiento de que se trata de una aventura realmente siniestra. Entre otras cosas porque el escritor que consigue un nombre y lo impone, sabe muy bien que hay otros hombres que hasta tal punto son sólo escritores que precisamente por eso no pueden conseguir este nombre. Se trata de una aventura realmente siniestra, pero el hecho es que no se puede dejar de correrla, créame, no se puede escapar a un destino semejante.
—Pero es que a mí, amigo Hvulac, siempre me ha horrorizado el sentimiento de protagonismo. Yo siempre amé la discreción, el feliz anonimato, la gloria sin fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo, el prestigio propio. Ya de niño, el mundo de la escritura se me presentaba como precozmente apetecible y prohibido, relacionado, en cualquier caso, con una infracción, con una práctica furtiva. Y además, amigo Hvulac, en lo que yo escribo sospecho una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo. ¿A quién podría interesarle algo semejante?
—¿Y dice que un chisme sobre sí mismo? ¿Acaso es usted también un funámbulo como su héroe?
—Ya me gustaría, ya. Pero yo nunca me atreví a serlo, porque es un oficio muy duro. Si caes, mereces la más convencional de las oraciones fúnebres. Y no debes esperar nada más, porque el circo es así, convencional. Y su público es descortés. Durante tus movimientos más peligrosos, cierra los ojos. ¡Cierra los ojos el público cuando tú estás rozando la muerte para deslumbrarlo! Es un oficio duro que nunca me atreví a practicar. Yo más bien he huido siempre del menor riesgo, y es por eso que tal vez nunca me decidí a publicar, a correr ese peligro infinito de una aventura literaria que presentía que podía contener no sé qué simientes de una peripecia realmente siniestra. Publicar era y es, para mí, algo así como arriesgarse a dar un paso en falso en el vacío. Si yo algún día viera publicada mi novela, ese hecho yo lo sufriría como si fuera un baldón, un sentirme desnudo y humillado como delante de una uniformada comisión médica militar.
—Y sin embargo no me negará, amigo Anatol, que usted me acaba de entregar su novela para que la publique. Es más, sabe perfectamente que la voy a publicar.
Por toda respuesta, Anatol bajó la cabeza, como si estuviera confundido y avergonzado por sus manifiestas contradicciones. Pero en realidad se sentía íntimamente satisfecho por haberse atrevido a dar aquel decisivo paso sobre la cuerda floja, sobre el alambre circense de la literatura.
Después, comenzó a perderse. Se imaginó en un bosque de pinos y hayas, en un paisaje lluvioso, rodeado de ardillas que se mofaban de él. El bosque era tenebroso y en la madera de los árboles había leyendas grabadas en letra impresa. Decidió que había llegado la hora de retirarse prudentemente, la hora de desaparecer. Se despidió de Hvulac y alcanzó la calle, comenzó a caminar bajo la lluvia de Umbertha, pensativo. Dio vueltas a la idea de que su novela ya no podía ser recobrada, pues ahora pertenecía al mundo, que por fin sabría, a través de una voz extranjera, de la mezquindad y miseria moral que reinaba en la isla de Umbertha.
Un sentimiento de pánico le acompañó hasta el portal de su casa. Pero se trataba de un pánico fingido, provocado artificialmente por el propio Anatol. Se disponía a entrar ya en su casa cuando de repente se golpeó teatralmente con las manos en la frente y simuló que acababa de recordar que se encontraba sin tabaco. Y entonces, mientras anochecía, dirigió sus pasos hacia el cercano café Asha, en cuya antesala (nunca Anatol solía pasar de ella) había un luminoso kiosko con un viejo cartel en el que podía leerse: Tabaco y Prensa. Esas dos palabras unidas le producían siempre una inmensa sensación de felicidad, porque leer y fumar eran sus dos actividades favoritas y porque, además, aquella inscripción era como una señal confortable en el desierto ciudadano, pues le indicaba que se hallaba a dos pasos de su muer, de su pipa y de sus libros, de su hogar.
En contra de su más elemental costumbre, Anatol se perdió en el interior del local. Tabaco y prensa en ristre, abordó a un camarero que le pareció que también andaba perdido por allí, y le preguntó qué clase de secreto era el que ocultaban detrás de la puerta del fondo del bar y por qué desde hacía años ésta permanecía misteriosamente cerrada. Anatol, que sabía perfectamente que por la puerta trasera del bar pasaba a diario una verdadera multitud, escuchó con simulado interés las explicaciones del camarero:
—Por esa puerta pasa cada día más gente que por la mismísima Vía Vhico... ¿No ve que lleva al Callejón de la China?
—No me diga...—le dijo Anatol.
—Sí. Se lo digo — respondió molesto el camarero mientras le invitaba a abandonar el local precisamente por aquella puerta.
Anatol salió de buena gana al callejón, y se puso a caminar como si se hubiera perdido. Andando en deliberado zigzag bajo la luz de las farolas, Anatol no hacía más que entrenarse a perderse para más tarde poder perderse de verdad. Y andando de aquella forma, llegó finalmente, tras no pocas vacilaciones, a la oficina de viajes marítimos que languidecía junto a la lavandería china que daba nombre al callejón. Allí, un hombre que parecía muy impaciente, le saludó:
—Por fin, ya era hora, señor...Hace rato que debería haber cerrado. Creí que no vendría. Aquí tiene su billete, y que haya suerte, señor... Perdone, no logro nunca recordar su nombre que, por otra parte, si quiere que le diga la verdad, siempre me sonó falso.
—Señor Don Nadie —le sonrió con inmensa felicidad Anatol. Y tras dejar que su mirada vagara por las extrañas pinturas de remolcadores que se mecían en aguas manchadas de aceite y que junto a un calendario que exaltaba las vacaciones en Europa, decoraban la polvorienta oficina, Anatol pagó, y después salió silbando una habanera, y se perdió en la noche.
Una hora después, entró en un bar del puerto. Seguía jugando a estar perdido. Sabiendo perfectamente dónde estaba, preguntó si quedaba lejos el muelle de Europa. Le dijeron que estaba en él. Entonces pidió un café y dos fichas, y en primer lugar llamó por teléfono a Yhma.
—No te inquietes por la tardanza —le dijo—. He bajado a comprar tabaco.
—Pero ¿cómo que has bajado si no has subido a casa? A veces no te entiendo, Anatol.
—Ya lo entenderás —dijo y colgó.
Después, llamó a Hvulac.
—Enemigo Anatol —le dijo éste medio bromeando, pero también bastante en serio—, es usted un verdadero animal, permítame que le hable así. Estoy leyendo su novela, y nos deja muy mal. Pero ¿qué tiene usted contra nosotros? La verdad es que nunca imaginé que fuera usted tan extranjero...
Hubo una larga pausa en la que tal vez Hvulac estuvo esperando alguna seria justificación por parte de Anatol, pero éste permaneció en riguroso silencio.
Pero en fin —prosiguió Hvulac—, se trata de un texto valioso, para qué negarlo, y nosotros somos más liberales de lo que usted cree, así que lo publicaremos. Es más, tiene usted que firmarme un contrato en exclusiva, quiero asegurarme los derechos de sus próximos libros. Olvídese de la pensión con la que pensaba vivir tras su jubilación, y alegre esa cara, hombre, firmemos el contrato de su vida, y decídase a ser feliz entre nosotros.
Por un momento fue como si Anatol hubiera previsto desde hacía ya mucho tiempo que Hvulac le hablaría de esa forma, porque le contestó en un tono muy ceremonioso, como si recitara un papel aprendido de antemano:
—Hallará la puerta de mi casa abierta, amigo Hvulac, mi mujer se la franqueará con sumo gusto, encontrará todas las estancias iluminadas, y en una de ellas, en la que hasta el día de hoy fue mi estudio, hallará la llave que abre el baúl en el que descansa el resto de mi obra secreta. El baúl es suyo. La isla es bella. En mi escritorio hallará un documento que atestigua que el baúl es suyo y de la isla entera.
Hizo una breve pausa, mientras contemplaba a través de la ventana la fila de palmeras y de bancos de piedra del muelle de Europa. Y luego, añadió murmurando entre dientes y con voz muy baja y casi imperceptible:
—Y que os sea leve, porque os dejo seis perfectas bombas de relojería.
—¿Cómo dice? ¿Sigue ahí, Anatol?
—Sí, pero por poco tiempo. Porque el autor se va. Les dejo el baúl, que es lo único que interesa.
Anatol colgó el teléfono. Pensó: La obligación del autor es desaparecer. Tomó sin prisas el café, observó que había dejado de llover, y poco después se perdió en la oscuridad del muelle de Europa. Pensó: Hay personas que siempre se encuentran bien en otro lugar.
Al mediodía del día siguiente, en alta mar, el sol calentaba cada vez con más violencia, el alquitrán derretido se escurría por las paredes, el mar era azul, y el agua utilizada para lavar el puente se evaporaba directamente hacia el cielo también azul. El capitán del barco apareció sobre el puente de mando, se mojó un dedo, y comentó que ya se lo imaginaba, que la prisa estaba descendiendo y que muy pronto podría cambiar de dirección el viento. Anatol, que lo oyó, blasfemó en una larga y obscena frase que contenía cinco haches que él pronunció tan exageradamente aspiradas como pudo, y después sonrió. El capitán repitió lo de la dirección del viento, y Anatol entonces descendió, sin prisas, por la escalera que conducía a la única zona refrigerada del barco, y allí se perdió.