lunes, 26 de octubre de 2020

"LA MANO" DE gUY DE MAUPASSANT

 

La mano

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:

-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella:

-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:

-¡Oh! Cuéntenoslo.

El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:

-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:

«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.

«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.

«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.

«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.

«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.

«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.

«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.

«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.

«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.

«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.

«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.

«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.

«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose:

«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.

«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:

«-Todos esos animales son temibles.

«Sonrió:

«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.

«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:

«-He cazado mocho al hombre también.

«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.

«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:

«-Eso ser un tela japonesa.

«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.

«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté:

«-¿Qué es esto?

«El inglés contestó tranquilamente:

«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.

«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:

«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.

«El inglés dijo con dulzura:

«-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.

«Creí que bromeaba. Dije:

«-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.

«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:

«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.

«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: “¿Estará loco o será un bromista pesado?”

«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.

«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.

«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.

«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.

«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.

«Nunca pudimos encontrar al culpable.

«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.

«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.

«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.

«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras:

«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.

«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.

«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.

«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.

«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:

«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.

«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.

«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.

«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.

«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.

«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.

«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.

«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»

Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:

-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.

El magistrado sonrió con severidad:

-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.

Una de las mujeres murmuró:

-No, no debe de ser así.

Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:

-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.

FIN

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Idilio

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.

Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.

El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.

El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.

Las rosas están en aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y como el vino, embriagador.

El tren iba muy despacio, como entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba a cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas blancas, y en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo, después de haber lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase dicho que el mundo entero dormitaba, sin decidirse a dar un paso en aquella cálida mañana de primavera.

La gruesa mujer cerraba de cuando en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al sentir que la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se amodorraba de nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba con dificultad, como si la acometiese una opresión dolorosa.

El joven había dejado caer la cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.

Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de vino y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.

También el joven se había despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto de cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados, fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los labios.

Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbo de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.

Se lo tragó todo: el pan, los huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el joven cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó el corpiño. El joven volvió súbitamente a mirar.

Sin preocuparse por ello, la mujer se fue desabrochando el vestido; la fuerte presión de sus senos apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura creciente, algo de la ropa blanca interior y un trozo de piel.

Cuando la campesina se sintió más a sus anchas, dijo en italiano:

-No se puede respirar, de tanto calor como hace.

El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:

-Hace un tiempo hermoso para viajar.

Ella le preguntó:

-¿Es usted del Piamonte?

-Soy de Asti.

-Y yo de Casale.

Eran de pueblos cercanos, trabaron conversación.

Se dijeron la sarta de vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que bastan para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes. Hablaron de sus pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y a medida que descubrían una nueva persona conocida de los dos, iba creciendo su amistad. Las frases salían rápidas, precipitadas, de sus labios, con las sonoras terminaciones y el acento cantarín del idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.

Ella estaba casada y había dejado sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque había encontrado colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una buena señora francesa, en Marsella.

Él iba en busca de trabajo. Le habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba mucho.

Después guardaron silencio.

El calor se iba haciendo terrible, pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el perfume de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al paladar, como si se espesase y adquiriese más pesadez.

Otra vez se volvieron a dormir los dos viajeros.

Se despertaron casi a un tiempo. El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y parecía más ligero.

La nodriza, con el corpiño abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y exclamó con voz fatigosa:

-Desde ayer no he dado el pecho, y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.

El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:

-Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.

Él murmuró:

-Sí. Es una desgracia. Eso debe de molestarla mucho.

En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:

-Con sólo apretar encima, sale la leche como de una fuente. Es un espectáculo curioso. Parece increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.

-¡Ah, sí! -exclamó el joven.

-Como lo oye. Se lo haría ver a usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no sale toda la cantidad que en este momento necesitaría.

No dijo más.

El tren se detuvo. En pie, junto a una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era encanijada y harapienta.

La nodriza, que la contemplaba, dijo con voz de lástima:

-Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, mi familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.

Se calló otra vez. Luego se pasó varias veces la mano febril por la frente sudorosa, y se lamentó:

-No puedo aguantar más. Creo que me voy a morir.

Y se abrió completamente el corpiño con gesto inconsciente.

Surgió a la vista el seno derecho, enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:

-¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo?

El tren se había puesto otra vez en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se descubría un barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul, con sus blancas velas inmóviles, reflejándose en el agua como si hubiese otro barco boca abajo.

El joven, confuso, balbució:

-Señora… Tal vez yo mismo… podría aliviarla.

Ella le contestó con voz entrecortada:

-Desde luego…; si es usted tan amable. Me haría usted un gran favor. No puedo resistir más; no puedo resistir más.

El joven se arrodilló delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche. El joven se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada, Y se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular.

Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.

De pronto le dijo ella:

-Ya me ha descargado bastante de ésta. Coja ahora la otra.

La cogió, con docilidad.

La mujer había puesto sus dos manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las corrientes de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los vagones.

-¡Qué bien huele! -dijo ella.

El joven no contestó; seguía bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para saborear mejor.

Ella lo apartó con suavidad.

-Basta. Me siento mejor. Esto me ha dado vida y tranquilidad.

Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano.

Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:

-Me ha hecho usted un gran favor. Se lo agradezco mucho, señor.

Pero el joven le contestó con acento reconocido:

-Soy yo quien le da las gracias, señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!