Honoré de Balzac (Tours, 1799-1850)
Una pasión en el desierto
¡Este espectáculo es espantoso!
-exclamó ella saliendo del circo del señor Martín. Acababa de contemplar aquel
especulador audaz que trabajaba con su hiena, por decirlo con el estilo de los
anuncios.
-¿De qué manera -me preguntó
enseguida- puede haber domado estos animales hasta el punto de estar seguro de
su afecto por...?
-Eso, que os parece un problema, -le
respondí interrumpiéndola- asimismo es una cosa natural.
-¡Oh! -exclamó dejando errar por sus
labios una sonrisa de incredulidad.
-¿Creéis, entonces, que las bestias
están totalmente desprovistas de pasiones? -le pregunté yo-. Habéis de saber
que les podemos dar todos los vicios debido a nuestro estado de civilización.
Me miró con aire extraño.
-Pero -añadí-, viendo al señor Martín
por primera vez, reconozco que se me escapó, como a vos, una exclamación de
sorpresa. Me encontraba entonces cerca de un viejo militar mutilado de la
pierna derecha, que había entrado conmigo. Aquella cara me había impresionado.
Era una de aquellas cabezas intrépidas, marcadas por el sello de la guerra y en
las cuales hay escritas todas las batallas de Napoleón. Aquel viejo soldado
tenía sobre todo un aire de franqueza y exaltación que siempre me predisponen
favorablemente. Sin duda era uno de aquellos soldados a los que nada sorprende,
que encuentran materia para reír en el último gesto de un camarada, a quien
sepultan o desnudan con alegría y que interpela a las balas con autoridad, en
fin, alguien de decisiones rápidas, que fraternizan con el diablo.
Después de haber mirado muy
atentamente al propietario del circo en el momento en que salía del escenario,
mi compañero plegó los labios de manera que formulaba un desdén burlón, con esa
especie de risa significativa que se permiten los hombres superiores cuando
quieren distinguirse de los ingenuos. Así, cuando yo me maravillé del coraje
del señor Martín, el sonrió y me dijo, presuntuoso y moviendo la cabeza:
-¡Obvio...!
-¿Cómo que obvio? -le respondí-. Si
me queréis explicar este misterio os estaría muy agradecido.
Después de unos instantes durante los
cuales nos presentamos, fuimos a comer en el primer restaurante con vimos. A
los postres, una botella de vino de Champaña me devolvió los recuerdos de aquel
curioso soldado con toda su claridad. Me contó su historia y vi que tenía razón
en exclamar «¡Obvio!».
Volviendo a su casa, me hizo tantas
incitaciones, tantas promesas, que consentí en redactar la confidencia de aquel
soldado. A la mañana siguiente, me contó este episodio de una epopeya que se
podría titular «Los franceses en Egipto».
Durante la expedición del alto Egipto
emprendida por el general Desaix, un soldado provenzal, caído en el poder de
los magrebíes, fue llevado por los árabes a los desiertos situados más allá de
las cascadas del Nilo. Para poner entre ellos y la armada francesa un espacio
suficiente para su tranquilidad, los magrebíes forzaron el paso y no pararon
hasta la noche. Acamparon alrededor de un pozo oculto por las palmeras, cerca
de las cuales habían enterrado antes algunas provisiones. Sin suponer que el
prisionero tuviera la idea de huir, se contentaron con atarle las manos, y se
durmieron después de haber comido algunos dátiles y dado cebada a los
caballos.
Cuando el audaz provenzal vio a sus
enemigos poco dispuestos a vigilarlo, se hizo servir de los dientes para
hacerse con una cimitarra y después, ayudándose de las rodilla para sujetar la
hoja, cortó las cuerdas que le imposibilitaban el uso de las manos y se
encontró libre. Tan rápido como pudo agarró una carabina y un puñal, se equipó
de una provisión de dátiles secos, de un pequeño saco de cebada, de pólvora y
de balas, se ciñó la cimitarra, montó a caballo y lo espoleó vivamente hacia la
dirección donde se suponía que estaba la armada francesa. Impaciente por volver
a ver un vivac, espoleó tanto al caballo ya fatigado que el pobre animal murió
con los flancos rasgados, dejando al francés en medio del desierto.
Después de caminar durante algún
tiempo por la arena con todo el coraje de un prisionero que se escapa, el
soldado se vió forzado a detenerse cuando el día acababa. A pesar de la belleza
del cielo en las noches de Oriente, no tenía fuerzas para continuar su camino.
Felizmente había podido llegar a un altura, encima de la cual se elevaban
algunas palmeras y sus hojarascas, avistadas desde mucho tiempo antes, habían
despertado en su corazón la más dulce de las esperanzas. Su cansancio era tan
grande que se tumbó en una piedra de granito, caprichosamente esculpido como
una cama de campaña, y se durmió sin tomar ningún tipo de precaución para
defenderse durante el sueño. Había sacrificado su vida. Su último pensamiento
fue de contrición. Se arrepintió de haber dejado a los magrebíes, cuya vida
errante le empezaba a sonreír, ahora que se encontraba lejos de ellos y sin
auxilio.
El Sol le despertó, con sus rayos
despiadados cayendo a plomo sobre el granito y produciendo un calor
intolerable. Ahora bien, el provenzal haba tenido la desgracia de colocarse en
sentido inverso a la sombra proyectada por las copas verdosas y majestuosas de
las palmeras. Fue a mirar a esos árboles solitarios y se estremeció. Le
recordaron los troncos elegantes y coronados de largas hojas que distinguían
las columnas sarracenas de la catedral de Arlés. Pero, después de haber contado
las palmeras, cuando dio un vistazo a su entorno, su alma se deshizo en la más
horrible desesperación. Veía un océano sin límites. Las arenas negras del
desierto se extendían hasta que la vista se perdía en todas las direcciones y
fulguraban como una hoja de acero golpeado por una luz viva. No sabía si era un
mar de hielo o lagos unidos como un espejo. Traído por las olas, un vapor de
fuego se arremolinaba sobre aquella tierra inestable. El cielo tenía un
resplandor oriental de una pureza desesperadora porque no deja nada al deseo de
la imaginación. El cielo y la tierra quemaban. El silencio atemorizaba por su
majestad salvaje y terrible. El infinito y la inmensidad sobrecogían el alma
por todas partes: ni una nube en el cielo, ni un soplo de aire, ni una
irregularidad en la arena agitada por olas menudas; en fin, el horizonte
acababa como el mar en bonanza con una línea de luz tan fina como el tallo de
un sable. El provenzal apretó el tronco de una de las palmeras, como si hubiera
sido el cuerpo de un amigo; después, al abrigo de la sombra delgada se quedó
contemplando con tristeza profunda la escena implacable que se ofrecía a su
mirada. Gritó, como para tantear la soledad. Su voz, perdida en la cavidad de
la elevación, producida lejos un sonido débil que no despertó nada de eco; el
eco era en su corazón: el provenzal tenía veintidós años y se cargó la
carabina.
-¿Siempre habrá tiempo! -se dijo,
dejando a tierra el arma liberadora.
Mirando alternativamente al espacio
negro y al cielo azul, el soldado soñaba con Francia. Sentía con placer los
ríos de París, recordaba los pueblos por donde había pasado, las caras de sus
compañeros y las más pequeñas circunstancias de su vida. En fin, su imaginación
meridional le hizo entrever las piedras de su querida Provenza en los juegos
del calor que ondeaba sobre la superficie extendida como una tela en el
desierto. Temiendo todos los peligros de aquel cruel espejismo, descendió por
el lado opuesto de aquel por donde había subido a la colina el día anterior. Su
alegría fue grande al descubrir una especia de gruta tallada de forma natural
en los inmensos fragmentos de granito que formaban la base del montículo. Los
restos de una alfombra denotaban que ese refugio ya había sido habitado.
Después de algunos pasos se dio cuenta de que las palmeras estaban cargadas de
dátiles. Entonces, el instinto que nos liga a la vida se rebeló en su corazón.
Esperó vivir lo suficiente como para esperar el paso de algunos magrebíes o
posiblemente, sentiría bien pronto el estruendo de los cañones, porque en aquel
momento Bonaparte recorría Egipto. Reanimado por este pensamiento, el francés
hizo caer algunas ramas de frutos maduros, bajo el peso de los cuales las
datileras parecían doblarse, i se convenció, comiendo aquel maná inesperado, de
que el habitante de la gruta había cultivado las palmeras. La carne sabrosa y
fresca de los dátiles ciertamente denotaban las atenciones de su predecesor. El
provenzal pasó de golpe de una desesperación sombría a una alegría casi
loca.
Escaló a la colina y se dedicó
durante el resto del día a cortar una de las palmeras infecundas que durante la
vigilia le habían servido de techo. Un recuerdo vago le hizo pensar en los
animales del desierto y, previniendo que podrían venir a beber de la fuente
perdida entre las arenas que aparecía bajo los bloques de granito, decidió
asegurarse de las nuevas visitas poniendo una barrea a la entrada del refugio.
A pesar de su ardor, a pesar de las fuerzas que le prestó el miedo a ser
devorado durante su descanso, le fue imposible cortar la palmera en muchos
trozos aquel día; pero consiguió hacerla caer. Cuando, al anochecer, se
desplomó aquella reina del desierto, el ruido de su caída resonó por la
lejanía, y fue como un gemido en la solitud; el soldado se estremeció como si
hubiera oído una voz que le hubiera previsto la desgracia. Pero, como un
heredero que no se apiada durante mucho tiempo de la muerte de un pariente,
desnudó aquel bello árbol de las hojas verdes, anchas y altas, que son su
poético ornamento y se hizo servir de ellas para preparar la alfombra sobre la cual
iba a sentarse. Fatigado por el calor y el trabajo, se durmió en su gruta
húmeda. Pero en plena noche, su sueño fue turbado por un ruido extraordinario.
Se incorporó, el silencio
profundo que reinaba le permitió reconocer una respiración alternada, una
salvaje energía no podía pertenecer a una criatura humana. Un miedo profundo,
aumentado por la oscuridad, por el silencio y por las fantasías del sueño le
heló el corazón. Apenas pudo oír la contracción dolorosa de su cabellera
cuando, a fuerza de dilatar las pupilas, percibió en la oscuridad dos lucecitas
débiles y amarillas. En principio atribuyó aquellas luces a algún reflejo de
sus pupilas, pero el bello destello de la noche le ayudo poco a poco a
distinguir los objetos que se encontraban en la gruta y a un enorme animal
alargado a dos pasos de él. ¿Era un león, un tigre o un cocodrilo?
El provenzal no tenía la educación
suficiente para saber con toda seguridad en qué clase de género estaba
clasificado su enemigo, pero su espanto fue más terrible que su ignorancia y le
hizo suponer todas las desgracias de golpe. Soportó aquel cruel suplicio de
escuchar, captar los caprichos de aquella respiración, sin perderse detalle y
sin permitirse el más leve movimiento. Un olor tan fuerte como la que exhalan los
zorros, pero más penetrante, más grave, por decirlo así, llenaba la gruta;
cuando el provenzal lo sintió en la nariz, su terror llego al máximo, porque no
podía abandonar, dada la cercanía del terrible compañero, el cubil que estaba
usando como campamento. Los reflejos de la Luna, que apareció en el horizonte,
iluminaban la madriguera y poco a poco hicieron resplandecer la piel manchada
de una pantera.
Aquel león de Egipto dormía,
enroscado como un gran perro, plácidamente como un guardián a la puerta de un
palacio; sus ojos, abiertos durante un momento, ahora volvían a estar cerrados.
Tenía la cara girada hacia el francés. Mil pensamientos confusos pasaron por el
alma del prisionero de la pantera; en principio, la quiso matar de un disparo
con el fusil, pero se dio cuenta de que no había suficiente espacio entre los
dos para apuntarla, el cañón habría sobrepasado el animal. ¿Y si se despertaba?
Esta hipótesis le dejo inmóvil. Escuchando batir su corazón en medio del
silencio, maldecía las pulsaciones demasiado fuertes que producían la afluencia
de la sangre, temiendo turbar aquel descanso que le permitía buscar una manera
de salvarse. Puso la mano dos veces a la cimitarra con el deseo de cortar la
cabeza a su enemigo, pero la dificultad de cortar el pellejo liso y duro le
obligo a renunciar su atrevido proyecto.
«¿Fracasar? Seguramente sería morir»,
pensó. Prefería las posibilidades de un combate y resolvió a esperar el día. Y
el día no se hizo esperar mucho tiempo. El francés pudo examinar entonces a la pantera:
tenía la boca manchada de sangre. «Ha comido bien», pensó sin inquietarse por
si el festín había sido de carne humana, «no tendrá hambre cuando despierte».
Era una hembra. La piel del vientre y
de los muslos resplandecían de blancor, muchas manchas pequeñas, parecidas al
terciopelo, formaban bonitas pulseras entorno a las patas. La cola musculosa
también era blanca, pero rematada por anillos negros. En el pelaje, amarillo
como el oro, pero bien liso y suave, tenia aquellas manchas características,
matizadas en forma de rosas, que servían para distinguir las panteras de las
otras especies de felinos. Aquella belleza, tranquila y temible, roncaba en una
postura tan graciosa como la de un gato arropado en un cojín otomano. Las patas
ensangrentadas, nerviosas y bien armadas, estaban delante de su cabeza, donde
reposaban, y de donde salían aquellas barbas esclarecidas y rectas, parecidas a
hilos de plata. Si hubiera estado en una jaula, el provenzal ciertamente habría
admirado la gracia de aquella bestia y los vigorosos contrastes de vivos
colores que daban a su vestido un resplandor imperial, pero en aquel momento
sentía la vista enturbiada por aquella aparición siniestra.
La presencia de la pantera, incluso
dormida, le hacía experimentar el efecto que, dicen produce los ojos magnéticos
de una serpiente en un ruiseñor. El coraje del soldado acabó por deshacerse
durante un momento delante de aquel peligro, mientras que sin duda se habría
exaltado delante de la boca de los cañones vomitando metralla. Asimismo, un
pensamiento intrépido surgió en su alma y se secó el sudor frio que le bajaba
por la frente. Actuando como los hombres que, puestos en el límite de la
desgracia, llegan a desafiar a la muerte y se ofrecen a sus embestidas, vio sin
darse cuenta su papel en aquella aventura y resolvió interpretarlo hasta el
final con honor.
«Antes de ayer lo árabes me habrían
podido matar», se decía a sí mismo. Considerándose muerto, esperó
con coraje y con una curiosa inquietud el despertar de su enemigo. Cuando el
sol salió, la pantera abrió los ojos de repente; después alargo violentamente
las patas, para espabilarse y disipar los calambres. En fin, bostezo, mostrando
el aparato espantoso de sus dientes y una lengua partida y tan dura como una
lima.
«Es una belleza», pensó el francés
viendo como se revolcaba y hacia los movimientos más dulces y atractivos. Lamio
la sangre que teñía las patas y el muslo, y se rasco la cabeza con gestos
reiterados y llenos de gentileza.
«Bien. Haz tus abluciones», se dijo
el francés, que encontró alegría cuando le volvió el coraje, «que ya te daré yo
un buen día». Y cogió el puñal pequeño y corto que había robado a los
magrebíes.
En aquel momento, la pantera su tumbó
hacia el francés y lo miro fijamente sin acercarse. La severidad de aquellos
ojos metálicos y su claridad insoportable hicieron estremecer al provenzal,
sobre todo cuando la bestia se le acercó; pero le contemplaba con aire manso y
le miraba de manera furtiva, como para hipnotizarle, y dejó que se acercara.
Después, con un movimiento muy dulce, muy amoroso, como si hubiera estado
acariciando la mujer más hermosa, le paso la mano por todo el cuerpo, de la
cabeza a la cola, excitando con aquellas uñas las vertebras flexibles que
dividen el lomo amarillo del animal. La bestia enderezó voluptuosamente la cola
y sus ojos se endulzaron. Cuando, por tercera vez, el francés le hizo aquella
adulación interesada, ella le hizo uno de aquellos «rau-raus» como los que
nuestros gatos nos hacen como muestra de placer. Aquel murmullo surgía de una
garganta tan vigorosa y profunda que resonó en la gruta como uno de los últimos
ronquidos del órgano de una iglesia.
El provenzal, comprendiendo toda la
importancia de sus caricias, las redobló de manera que aturdiera y sorprendieran
a aquella cortesana imperiosa. Cuando creyó haber apaciguado seguro la
ferocidad de su caprichosa compañera, el hambre del que estaba felizmente
satisfecho la víspera le levantó y volvió a salir de la gruta. La pantera le
dejo partir, pero cuando hubo descendido el monte, saltó con la ligereza de los
monos que van de rama en rama y fue a restregarse contra las piernas del
soldado, arqueando todo el lomo al estilo de los gatos. Después, mirándole con
ojos cuyo resplandor se había hecho menos implacable, lanzó aquel grito salvaje
que los naturalistas comparan con el sonido de una sierra.
«¡Es exigente!» -exclamo el francés
risueño. Probó a jugar con las orejas, a acariciarle el vientre y rascarle con
vigor la cabeza con las uñas. Y viendo sus éxitos, le pellizco el cráneo con la
punta del puñal, esperando el momento para matarla, pero la dureza del hueso le
hizo temer un fracaso.
La sultana del desierto agradeció la
competencia de su esclavo levantando la cabeza, estirando el cuello, revelando
su embriaguez en la tranquilidad de su actitud. El francés de repente pensó
que, para asesinar de un solo golpe aquella princesa salvaje, le valdría
apuñalarla en la garganta, y levanto el arma cuando la pantera, sin duda saciada,
se agachó graciosamente a sus pies dirigiéndole de tanto en tanto miradas
donde, a pesar de su rigor natural, se dibujaba confusamente la benevolencia.
El pobre provenzal se comió sus
dátiles apoyado en una de las palmeras; pero dirigía alternativamente un ojo
escrutador hacia el desierto para buscar liberadores y otro hacia su terrible
compañera para espiar su clemencia. La pantera miraba el lugar donde caían los
piñones de dátil y cada vez que caía uno sus ojos experimentaban una
desconfianza increíble. Examinó al francés con una prudencia comercial, pero el
examen le fue favorable, porque cuando él se acabo su comida ligera, ella le
lamio los zapatos con una lengua ruda y fuerte, que quitó maravillosamente bien
el polvo incrustado en los pliegues.
« ¿Pero cuándo tenga hambre...?»,
pensó el provenzal. A pesar del estremecimiento que le causó la idea, el
soldado se puso a medir con curiosidad las dimensiones de la panetera,
ciertamente uno de los más bellos ejemplares de la especia: tenía tres pies de
altura y cuatro de longitud, sin contar la cola. Ese apéndice poderoso, redondo
como una porra, casi hacia tres pies de longitud. La cabeza, tan grande como la
de una leona, se distinguía por una extraña expresión de finura: la fría
crueldad de los tigres predominaba, pero también tenía una vaga semblanza con
la fisionomía de una mujer astuta. En fin, la cara de aquella reina solitaria
revelaba en aquel momento un tipo de alegría parecida a la de Nerón embriagado:
estaba saciada de sangre y tenía ganas de jugar. El soldado probó a ir y venir,
y la pantera le dejo libre; se contentaba con seguirlo con la vista, y se
parecía menos a un perro fiel que a un gato grande, inquieto por todos los
movimientos de su amo.
Cuando se giro vio al costado de la
fuente los restos de su caballo: la pantera había arrastrado hasta allí su
cadáver. En torno a dos tercios habían sido devorados. Aquel espectáculo calmó
al francés. Entonces le fue fácil explicar la distracción de la pantera y el
respecto que había tenido con él durante el descanso. Aquel primer éxito le
tentó a tantear el futuro y concibió la loca esperanza de estar a buenas con la
pantera durante todo el día, sin negar ningún medio para amansarla y conseguir
sus favores. Volvió a su lado y tuvo la suerte inefable de verla menear la cola
con un movimiento casi imperceptible. Entonces, se sentó a su lado y se
pusieron a jugar los dos. Él le presiono la patas, el muslo, le retorció las
orejas, la giró de espaldas y le rascó con fuerza los flancos cálidos y sedosos.
Ella le dejaba hacer y cuando el soldado probó a alisarle la piel de las patas,
escondió cuidadosamente sus curvas uñas, como hacen las damas. El francés, que
tenía una mano en el puñal, pensaba aún en hundirlo en el vientre de la
demasiada confiada fiera, pero temió ser inmediatamente estrangulado por una
última convulsión. Y, por otra parte, escuchó en su corazón el tipo de
remordimiento que obliga a respetar a una criatura inofensiva. Parecía que
hubiera encontrado una amiga en aquel desierto sin límites. Pensó
involuntariamente en su primera amante, a quien había llamado Mignonne por una
antífrasis, y es que ella era de unos celos tan atroces que durante todo el
tiempo que duró su pasión temió el cuchillo con el que lo tenía siempre
amenazado. Aquel recuerdo de juventud le inspiro la idea de ponerle aquel
nombre a la joven pantera, de quien admiraba, ahora con menos temor, la
agilidad, la gracia y la dulzura.
Hacia la tarde, estaba ya
familiarizado con su peligrosa situación, y casi disfrutaba de sus miedos. En
fin, su compañera había acabado de coger la costumbre de mirarlo cuando él le
decía con voz en falsete: «Mignonne». Cuando el sol se iba poniendo, Mignonne
dejó oír muchas veces un grito profundo y melancólico.
« ¡Está bien educada...!» -pensó el
feliz soldado- «¡Reza sus oraciones!». Esta broma mental no se le ocurrió sino
cuando vio la actitud pacífica en la cual permanecía su compañera.
-Venga, pequeña rosa, dejo que te
duermas primero -le dijo él, contando con la función de sus piernas para
escapar lo más rápido posible cuando ella estuviese dormida para a buscar otra
madriguera durante la noche. El soldado esperó con impaciencia la hora de su
huida y, cuando llego, marchó vigorosamente en dirección al Nilo, pero apenas
había recorrido un cuarto de legua por las arenas cuando sintió la pantera
venir detrás de él, dejando oír a intervalos aquel grito de sierra, más
atemorizador aún que el ruido pesado de sus zancadas.
«¡Vaya!» -se dijo él- «¡Me ha cogido
cariño! Esta joven pantera puede ser que no haya encontrado a nadie y es
halagador haber sido su primer amor». En aquel momento, el francés cayó en una
de esas arenas movedizas tan temidas por los viajeros, donde es imposible
salvarse. Sintiéndose apresado, lanzó un grito de alarma y la pantera lo agarró
con los dientes por el cuello de la ropa y, saltando con vigor hacia atrás, lo
sacó del abismo como por encantamiento.
-¡Ah! Mignonne -exclamó el soldado,
acariciándola con entusiasmo- ahora estaremos juntos para siempre. Pero basta
de bromas.
Y volvió sobre sus pasos.
Desde entonces el desierto estuvo
como poblado. Contenía un ser con quien el francés podía hablar, en quien la
ferocidad había desaparecido, sin que él pudiese explicar las razones de
aquella amistad increíble. Se durmió, por muy poderoso que fuera el deseo del
soldado de estar de pié y en guardia. Al despertarse, no vio a Mignonne; pero
subió a la colina y, lejos, la vio corriendo a saltos, como es la costumbre de
esos animales a los cuales les está vetado correr a causa de la extrema
flexibilidad de su columna vertebral. Mignonne llegó con los morros sucios de
sangre y recibió las caricias que le hizo su compañero, mostrando con
«rau-raus» muy graves, lo feliz que estaba. Sus ojos llenos de fatiga se
giraron con más dulzura aún que la vigilia anterior hacia el provenzal, que le
hablaba como a un animal doméstico.
-¡Ah! ¡Ah! Señorita. Porque eres una
señorita honesta, ¿no? ¿Veis esto? Nos gusta que nos acaricien. ¿No os
avergüenza?¿Os habéis comido algún magrebí? Asimismo los animales como vos...
Como mínimo no te vayas a comer a un francés. ¡Ya no os amaría más!
Ella jugaba como un cachorro con su
amo y se dejaba tumbar, pegar y acariciar alternativamente; a veces incitaba el
soldado poniéndole una pata encima con gesto suplicante.
Así pasaron algunos días. Aquella
compañía permitió al provenzal admirar las sublimes bellezas del desierto.
Desde aquel momento en que encontró horas de temor y tranquilidad, alimentos y
una criatura en que pensar, su alma estuvo agitada por contradicciones. Era una
vida llena de contrastes. La soledad le rebeló todos sus secretos, lo envolvió
con sus encantos. Descubrió en la salida y en la puesta de sol espectáculos
desconocidos por el mundo. Supo estremecerse escuchando sobre su cabeza el
dulce aleteo de un pájaro -¡precioso pasajero!-, o viendo las nubes unirse
-¿viajeros fluctuantes y coloridos! Estudió durante la noche los efectos de la
Luna en el océano de las arenas, donde el simún producía olas, ondulaciones y
cambios bruscos. Vivió con el día de Oriente, admiró las suntuosidades y
después de haber disfrutado el terrible espectáculo de un huracán en aquella
llanura donde las arenas excitadas producían nieblas rojizas y secas, nubes
mortales, veía llegar la noche con delicia, porque entonces caía la benefactora
frescura de las estrellas. Escuchó músicas imaginarias en los cielos. Después,
la soledad le enseñó a desplegar los tesoros del ensueño. Se pasaba las horas
pensando en nimiedades y comparando su vida pasado con la presente. En fin, se
apasionó por la pantera porque le faltaba afecto. Fuese que su voluntad,
vigorosamente propulsada, hubiera modificado el carácter de su compañera o
fuese que ella encontró alimentos en abundancia gracias a los combates que
libraba en los desiertos, el caso es que respetó la vida del francés, que acabó
por fiarse al verla tan bien domesticada. Él ocupaba la mayor parte de su
tiempo en dormir, pero estaba obligado a vigilar, como una araña en su tela,
para no dejar escapar el momento en que se libraría si alguien pasaba por el
círculo dibujado por el horizonte.
Había sacrificado su camisa para
hacerse una bandera, enarbolada en la copa de una palmera desprovista de hojas.
Aconsejado por la necesidad, supo encontrar la manera de tenerla desplegada,
mediante varillas porque el viento habría podido no moverla en el momento en
que algún viajero hubiera oteado el desierto.
Era durante las largas horas en las
que le abandonaba la esperanza, cuando se divertía con la pantera. Había
acabado por reconocer las diferentes inflexiones de su voz, la expresión de sus
miradas, había estudiado los caprichos de todas las manchas que matizaban el
oro de su vestidura. Mignonne no gruñía ni siquiera cuando él la cogía por la
mata de pelo en que acababa su cola para contar los anillos blancos y negros, gracioso
ornamento, que brillaban desde lejos al sol como piedras preciosas. Disfrutaba
contemplando las líneas suaves y finas de los contornos, la blancura de su
vientre, la gracia de su cabeza. Pero era sobre todo cuando ella estaba loca de
alegría cuando disfrutaba contemplándola; la agilidad, la juventud de sus
movimientos, le sorprendían siempre; admiraba su flexibilidad cuando se ponía a
saltar, a reptar, cuando se arrastraba, cuando se metía, cuando se enganchaba,
se revolcaba, se arropaba, cuando se lanzaba por todo. Por muy rápido que fuese
su impulso, por muy resbaladizo que fuese un bloque de granito, ella se paraba
de golpe al oír el nombre de Mignonne.
Un día en el que el sol estallaba, un
pájaro inmenso planeaba por los aires. El provenzal dejo la pantera para
examinar a aquel nuevo invasor, pero después de un movimiento de espera, la
sultana abandonada rugió sordamente.
-Creo, y que Dios me perdone, que
está celosa -exclamó al ver sus ojos que se habían quedado fijos- ¡El alma de
Virgilio le habrá entrado en el cuerpo, seguro!
El águila desapareció en el cielo
mientras el soldado admiraba la grupa redonda de la pantera. ¡Había tanta
gracia y juventud en sus contornos! Era bella como una mujer. El pelaje rubio
de su vestidura combinaba, con sus colores finos, con los tonos blanco mate que
se apreciaban en los muslos. La luz, profundamente lanzada por el sol, hacia
brillar aquel oro vivo, aquellas manchas brunas, confiriéndole atractivos
indefinibles. El provenzal y la pantera se miraron el uno al otro con una
expresión inteligente: la coqueta se estremecía cuando oía las uñas de su amigo
rascándole el cráneo y sus ojos brillaban como dos rayos. Después los cerraba
con energía.
-Tiene una alma -dijo el estudiando
la tranquilidad de aquella reina de las arenas, dorada como ellas, blanca como
ellas, y, como ellas, solitaria y ardiente...
Y bien -me dijo ella-, ya he leído su
alegato a favor de las bestias. Pero dos personas que se comprendían tan bien,
¿cómo acabaron?
-¡Ah!, he aquí... ¡Acabaron como
acaban todas las grandes pasiones, con un malentendido! Por una u otra parte se
crea alguna traición, que no se explica por orgullo y se acaba peleando por
testarudez.
-Y a veces, en los momentos más
bellos -dijo ella-, una mirada, una exclamación, bastan... Y bien, acabad la
historia.
-Es horriblemente difícil, pero
comprenderéis lo que me dijo el viejo soldado cuando, acabándose la botella de
vino de Champaña, exclamó:
-No sé qué mal hice, pero ella se
giró como si estuviera enrabiada y con los dientes afilados me cortó la pierna.
Yo, creyendo que me quería devorar, le hundí el puñal en el cuello. Se giró
dejando ir un grito que me heló el corazón y la vi debatirse, mirándome sin
cólera. Habría querido, por todo el oro del mundo, por la cruz que todavía no
tenía, devolverle la vida. Era como si hubiera muerto una persona de verdad. Y
los soldados que habían visto la bandera, y que corrieron en mi socorro, me
encontraron llorando. Señor -añadió el mutilado después de un momento de
silencio-, después de hacer la guerra a Alemania, a España, a Rusia, a Francia,
he paseado bien mi cadáver, sí, no he visto nada parecido al desierto... ¡Ah,
qué bella era!
-¿Qué sentíais? -le pregunté.
-Oh, esto no se dice, joven. Por un
lado, no añoro siempre mi ramo de palmeras y mi pantera... basta que esté
triste para añorarlos. En el desierto, fíjese, está todo y a la vez no hay
nada...
-Pero, explíquemelo.
-Sí -añadió dejando escapar un gesto
de impaciencia-: el desierto es Dios sin los hombres.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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