LOS TRES FRAILES
(LES TROIS MOINES)
HONORÉ DE BALZAC
Texto presentado y trabajado por
Dafne Natali Mejía Rivera y Erika Reyes Fuentes.
Grupo 11 de la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica
de la Facultad de Humanidades de la UAEMex
En la villa de Chinon, que el Laus de ínclito maestro Rabelais ha elevado a la categoría de los más ilustres, vivía, a los comienzos de este reinado, mi señor de Bezencourt, uno de los principales y más notables personajes. Poseía tierras en nuestra alegre provincia, había sido muy guapo de ver en su mocedad y habíanlo visto bien, más las damas que los hombres, que en aquel tiempo solo tenían ojos para la belleza de las mujeres. El dicho sieur de Bezencourt diose de lleno a folgar, entre Chinon y Tours; cabalgó, según dicen, a todas las mujeres bonitas de la comarca y se hizo acreedor al remoquete de El Gran Común que le pusieron los envidiosos de sus méritos. Pero luego que los cuarenta años le hicieron oír su toque de rebato en las orejas y se convenció de que el badajo de su campana se movía ya poco, tuvo aquel hombre discreto cuidado de reservar los timbres de aquella antigualla para una sola y honesta mujer, que acordó meter en su lecho con ayuda de las sacrosantas palabras del único sacramento que el diablo haya colado entre los siete, y eligió a mi demoiselle de Candé, que era una jovencita sumamente virtuosa, criada en perfecta obediencia y religión y que, siendo la séptima de sus hermanas, diose por muy contenta con ser la esposa del sieur de Bezencourt. Sirvióla con harta tacañería el buen hombre, gastado; pero no se dio ella por enterada, como algunas mujeres que las contrariedades de la cama se vengan, amenizando la pintura que cada una hace de su esposo. Puede que alguna vez le hubiese dado a la lengua, si el sieur de Bezencourt no le hubiese metido miedo y puesto en gran temor de violencia, pues reprochándose su poco valor en el campo de Venus, vino a dar en unos celos rabiosos, con el fin de saciar a su mujer de un gran amor espiritual a falta del carnal. Dijeron a ese respecto algunas damas antañonas de Turena que los más de los hombres se comportan como el sieur de Bezencourt, dando así lugar a los desastres de sus consortes. Hacia los treinta años, a los diez de esa conducta, que dejaba en la sombra su flor de amor, hubo de sentir mi dama de Bezencourt graves trastornos y creyóse amagada de gravísimos males, pues se le habían subido al corazón y a la cabeza, caprichos extraños como el de irse derecha, a la salida de la misa, a un guapo joven y decirle, sin más, que estaba dispuesta a brindarle placeres amorosos si le gustaba, lo que es contrario de la santimonia de las damas. Cuando estaba en su cámara, le entraban impulsos de irse a zacanear por las calles, y finalmente, fue poseída del demonio de la lujuria y hasta había días que creía volverse loca. Se dirigió en aquella coyuntura extrema a su madre, que vivía en el castillo de Candé, y le desembuchó su letanía de malas intenciones y occupassions que tenía. Le dijo mi dama de Candé, muy discretamente, que aquello era enfermedad, no pecado, cosa física y no moral, que daba fe de su virtud y de la cordura de su vida; que también ella en sus tiempos se vio aquejada de la misma temperatura, y había consultado con un célebre médico cirujano, el cual, con prolijas razones, le demostró que era menester buscarse un hombre de valor amoroso como quien compra en la botica una cataplasma para cubrir una herida, y que cuanto más pronto lo hiciese tanto mejor porque, si no, con el tiempo, aquel mal se subiría a las partes altas y ya no se le podría curar por aquel medio, y que la prudencia aconsejaba guardar el secreto sobre la aplicación de aquel remedio, ya que un hombre se avergonzaba tanto de ser el causante de tal peligro, que se defendía acusando a su mujer de libertina y de no pensar más que en la cosa, amén de otras palabras proditorias que suelen emplear los hombres refiriéndose a las mujeres. Le pareció muy sabio a la dama el consejo de aquel médico, que era un pozo de ciencia, y le pagó con esplendidez.
Ahora bien: como la casa de Candé llevaba más de un siglo de vivir en perfecta armonía con la hermosa abadía de Turpenay, eligió para confesor suyo a un buen fraile, que iba a comer al castillo y hacía veces de un marido a las mil maravillas y con mucha discreción, que solo tomaba ella lo necesario para cumplir con las prescripciones del médico y curarse y que, luego que ya se curó, despidió al frailecito aquel, que, por cierto, nunca se fuera de la lengua, de suerte que mi sieur de Candé no llegó a sospechar, y nadie en Turena, quitando al frailecico, sabía nada de su curación y todos la tenían por mujer discreta y de buena vida, y que era la verdad que nunca pensara ella en el amor, sino en su curación, que fuera lenta con gran contrariedad de su parte. Reputó la hija a su madre mujer bien enterada y, al volver a su casa, lo hizo pasando por la dicha abadía de Turpenay, en cuya iglesia vio congregados a los frailes y se fijó en uno que parecía reunir las cualidades aparentes y a él lo eligió por salvador, pidiéndole al abad que se lo cediera como confesor, a lo que de buen grado accedió el abad. Y a partir de aquel día fue el dicho fraile una vez o dos por semana a Chinon, donde mi dama de Bezencourt lo trató a cuerpo de rey.
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