LA MIRADA DEL NARRADOR nº 94 | 01/10/2004
Edgar Allan Poe (1809-1849), Guy de Maupassant (1850-1893), Leopoldo Alas Clarín
(1852-1901) y Antón Chéjov (1860-1904) son acaso los más significativos
representantes de la modernidad del cuento literario, y sin duda Poe y Chéjov han
venido a resultar los más influyentes, el primero en lo que pudiéramos denominar la
vertiente fantástica y el segundo desde la perspectiva del realismo. La influencia de
Poe llega por lo menos hasta Borges y Cortázar, como la de Chéjov acaba fructificando
en Carver y otros jóvenes escritores contemporáneos. Mas así como Poe es bien
conocido en todos los aspectos de su narrativa, la obra cuentística de Chéjov es aún
hoy, al menos en España, víctima de un conocimiento fragmentario. Durante muchos
años Chéjov fue para nosotros, sobre todo, un autor de relatos humorísticos –los que
coinciden con sus primeros tiempos de producción narrativa– y casi todos los demás
aspectos de su obra, con excepción de algún relato, como La dama del perrito, o
novelas cortas, como Los campesinos y El pabellón número seis, parecían quedar
referidos únicamente a sus obras de teatro. La progresiva traducción del resto de sus
novelas cortas y de muchos de sus cuentos posteriores a la etapa satírica y humorística,
ha ido permitiéndonos mejorar en español el conocimiento de la obra de un autor que,
señor indiscutible de ciertos temas propios, es bastante variado en sus registros y
proyectos dentro de la narrativa corta. La antología que ahora se comenta, y que
coincide con la conmemoración del centenario de su muerte, es en ese sentido muy
estimable: una selección ordenada cronológicamente, «amplia y representativa», según
palabras del traductor, seleccionador y prologuista, Víctor Gallego Ballestero, que
comprende sesenta y un cuentos escogidos entre la producción de Chéjov, desde sus
primeros tiempos de escritor a los últimos años de su vida, algunos ya conocidos por el
lector español, otros «que rara vez han sido traducidos», y todos en una versión bien
cuidada, hermosa de lenguaje. El propio traductor advierte sobre la dificultad de la
empresa, si consideramos que las obras completas de Chéjov en el original ruso ocupan
dieciocho tomos. Pero esta antología presenta la diversidad de facetas de la obra
cuentística de Chéjov, y de su lectura resulta una idea rica y profunda de la
singularidad de su obra literaria. Pues si los cuentos de Chéjov siguen vigentes a los
cien años de su muerte, es precisamente gracias a tal singularidad, que aporta a la
literatura, por un lado, una mirada distinta, que no ha perdido su agudeza ni su lucidez
y, por otro, una concepción técnica del relato corto que sigue coincidiendo con la
disposición lectora del tiempo que vivimos, o, mejor dicho, que fue precursora y hasta
generatriz de una manera actual de enfocar la narración literaria. La ordenación
cronológica de esta antología permite, además, conocer la evolución de la forma de
trabajar de Chéjov y su inclinación hacia determinados asuntos. Como en el caso de
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Clarín, un coetáneo lejano en el espacio con el que, sin embargo, pueden encontrarse
curiosos parentescos estéticos, reflexivos y hasta morales, fue la pura necesidad de
aumentar los medios de subsistencia lo que llevó a Chéjov a escribir, colaborando en
diversas revistas y centrando su trabajo en textos de carácter sarcástico o humorístico.
En esta antología se recogen varios cuentos de esa época que son, además de pequeñas
joyas en su ejemplaridad de condensación dramática, estupendos apuntes grotescos,
hasta esperpénticos, de una sociedad infectada por la corrupción, el alcohol, el
servilismo, el autoritarismo brutal y el hambre. Ya aparecen a lo largo de estos relatos
–que pueden comprender los quince primeros del libro– esos personajes vencidos,
apáticos, incapaces de luchar, junto a los que la vida pasa como un río extraño y sin
sentido. Algunos de estos cuentos humorísticos repiten el mismo esquema; así, la
estúpida reiteración en el error se encuentra en La muerte de un funcionario, en De
mal en peor y en ¡Qué público!, aunque no por ello pierda cada uno de ellos su eficacia
hilarante. Otros tienen el tono del absurdo y cierto sabor presurrealista: En la barbería,
en que el barbero conoce de labios de su cliente y padrino el fracaso de sus ilusiones
amorosas; Las ostras, terrible retrato del hambre; El cazador, con el diseño de un
personaje viviendo el desarraigo y la huida como una especie de felicidad. A partir de
Tristeza cambia el tono de los relatos de Chéjov. Este cuento no puede leerse y releerse
sin sentir la congoja de ese cochero que quiere contar que ha perdido a su hijo sin
conseguir un poco de atención respetuosa. Cuento sobre la soledad y la incomunicación
humana, Tristeza estrena en la antología los cuentos de un año, 1886, que marca la
trayectoria de Chéjov con abundancia de obras maestras. Los personajes dejan de ser
caricaturescos y comienzan a ofrecer un perfil misterioso en sus conductas. Resultan
redondos, verosímiles, consistentes y, sin embargo, están elaborados a costa de
eliminar detalles, de borrar apariencias. La fuerza de los personajes de Chéjov,
masculinos y femeninos, niños, adolescentes y aun animales, radica en lo que el autor
nos oculta o no considera necesario hacer explícito. Esa Aniuta que viene a ser uno más
de los objetos miserables del sórdido ajuar de los estudiantes; ese Ivan Matveich
impregnado de una piedad por su infeliz amanuense que, por escamotearse, se hace
patente en el relato; La corista, que sufre la humillación de la gente decente en una
escena inolvidable de una contraposición dramática de personajes; el niño traicionado
por el amante de su madre en Pequeñeces de la vida, o Vanka, el niño aprendiz del
zapatero que escribe a su abuelo una carta sin posible destino, son una muestra de que
Chéjov ya controla todas sus capacidades expresivas. En los cuentos de 1886 aparece
también un personaje que será habitual en el modo de narrar de Chéjov: el narrador
que da testimonio de lo que ve, de lo que vive o de lo que le cuentan. En Agafia, dicho
narrador será testigo, una noche de verano, del encuentro entre la mujer del
guardagujas y un vago profesional que encanta a las mujeres. También en los cuentos
de este período aparecerá otro de los elementos fundamentales de Chéjov: la
descripción intensa de escenarios naturales que parecen contraponer cruelmente su
ajena belleza a la condición solitaria y sufriente o insatisfecha de los seres humanos. La
mirada del narrador Antón Chéjov: Los cuentos que representan el año 1887 son
también excepcionales. Se van haciendo más largos –no obstante, el traductor señala
en el prólogo que no ha utilizado ninguno con mayor extensión de las veinticinco
páginas– y también están impregnados de más aspectos reflexivos en que, sobre el tono
predominante de general lucidez y lejanía no exenta de ternura, se van desarrollando
esos temas de incomunicación y soledad humana gratos a Chéjov. Verochka es
ejemplar por la utilización dramática del escenario –la noche en el jardín– y la
narración intensa y sintética de un amor que hace imposible la disposición del
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protagonista masculino, devorado por la conciencia de la inutilidad del tiempo. Sin
embargo, el personaje que rechaza la solicitación amorosa de la joven Vera, poco antes
ha pensado que «en la vida no hay nada más preciado que la gente». Algunos cuentos
de ese período apuntan el ecologismo premonitorio que se manifiesta en la obra de
Chéjov. Así, en El caramillo, un pastor le cuenta al personaje testigo cómo, de resultas
de la acción humana, han desaparecido en pocos años las aves, los lobos, los zorros, los
alces. El mismo pastor, que piensa que el mundo va al desastre, pregunta: «¿Qué falta
hace la inteligencia si todo se encamina a su fin?». El tema del amor se repite: en
Relato de la señorita NN, el amor entre tal personaje y un hombre no podrá lograrse
por los prejuicios de la diferencia social; sin embargo, en El beso, un incidente fortuito
–el beso que le dan por equivocación en un lugar oscuro– llenará de esperanza el
corazón del protagonista. A partir de 1888, y de ese cuento estremecedor titulado
Ganas de dormir, en que una criadita soñolienta acaba abruptamente con el motivo
principal de su invencible insomnio, puede decirse que todos los cuentos seleccionados
profundizan e intensifican los temas de Chéjov y su forma de concebir el relato breve
como una invención literaria en que el principio de economía, la primacía de la
sugerencia, debe regir implacablemente sobre el conjunto del texto. En Luces (1888),
un narrador testigo asiste, una noche de agosto, al relato del ingeniero de un
ferrocarril en construcción: la seducción de una antigua compañera, un error de
juventud a cuya luz quiere proponer una paradójica fe en el sentido de la humanidad
que sacuda a su joven interlocutor de una suerte de nihilismo. Mas la relación de
cuentos memorables, algunos con aire de apólogo tradicional (El zapatero y el diablo) y
otros con cierto tono fantástico (El monje negro), es larga y abundante en piezas
maestras. «Yo, amigo mío, no entiendo la vida y la temo. No sé, quizá sea un hombre
enfermo, desequilibrado. Un hombre normal y sano se figura que entiende todo lo que
ve y oye, pero yo he perdido esa certidumbre y cada día que pasa me dejo envenenar
más por el miedo. Existe una enfermedad que consiste en el miedo al espacio; yo, en
cambio, tengo miedo a la vida. Cuando me tumbo sobre la hierba y paso largo rato
contemplando un insecto nacido la víspera y que no comprende nada, tengo la
impresión de que su vida se compone de una sucesión ininterrumpida de terrores y me
reconozco en él», le cuenta un personaje al narrador testigo en Terror (1892). Con el
paso del tiempo, en los cuentos de Chéjov van proliferando esos narradores que
cuentan una historia, como si el hacerlo pudiese darle un significado que no tuvo al
producirse como hecho o suceso, y su conversión en narración fuese, precisamente, lo
único que puede dar sentido a tanto absurdo. Así se nos cuenta la historia de la frívola
Ariadna (1895), también por medio de un narrador testigo, y así nos cuenta su historia
el curioso personaje de Casa con desván (1896), para quien la instrucción pública es
sólo una trampa consoladora, y por medio de historias que los personajes se cuentan
los unos a los otros, en la forma de un corpus de «relatos de relatos» se cuentan y
escuchan historias extrañas y tristes los cazadores de esa curiosa trilogía formada por
El hombre enfundado, Las grosellas y Del Amor (1898). En el prólogo, el traductor
aclara que en su antología ha recogido cuentos ya conocidos junto con otros inéditos en
español, o que no tienen tanta difusión. Entre todos ellos incluye La dama del perrito
(1899), un cuento que para muchos lectores es el más representativo del universo de
Chéjov, por la sutileza con que se muestra el escenario –Yalta, ciudad de veraneo, y su
entorno–; por la magistral presentación de los personajes –utilizando solamente los
datos imprescindibles e incluso renunciando a señalar aspectos que podrían enriquecer
el relato–; por hacerles decir y hacer lo imprescindible para conseguir la máxima
expresividad narrativa; por lo perfectamente perfilado de la trama, trazada con
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naturalidad y sin estridencia pese al adulterio clandestino de que se trata. La dama del
perrito, en diecinueve páginas, es capaz de ofrecernos una densidad extraordinaria, y
puede ser paradigmático de la capacidad del cuento para conseguir en la mínima
extensión lo que en la novela requiere acumulación de material y caudalosos enredos
verbales. La asombrosa certeza y verosimilitud con que está desarrollada la
metamorfosis de ambos personajes es clara muestra de lo que puede llegar a dar de sí
el cuento literario. Sin embargo, dar a La dama del perrito el primer lugar entre los
cuentos de Chéjov recogidos en esta excelente antología no tendría sentido. Además de
algunos cuentos a los que ya se ha aludido, hay en la colección muchos otros relatos
excepcionales y que, además, complementan una obra que, definida por esos temas
centrales –la imposibilidad, o al menos la dificultad, del encuentro entre los seres
humanos, cuyo sentido no está claro, en un mundo natural lleno de fuerza y
hermosura–, ofrece facetas y planos diferentes. En Campesinas (1891) se describe una
historia de machismo y crueldad, con el estrambote de que el hijo de una víctima es la
nueva víctima del brutal sujeto, convertido en su tutor-explotador. En La cigarra (1892)
conocemos cómo una mujer con pretensiones artísticas no comprende la valía de su
marido hasta que éste fallece. Vecinos (1892), En el carro (1897), La nueva dacha
(1899), En fiesta (1900) o El obispo (1902), último relato que incluye el libro, serían
otras piezas magistrales, necesarias para completar la perspectiva narrativa, el juego
de voces, pero también el panorama moral que la obra de Chéjov pretende transmitir.
Porque estos cuentos, que siguen tan frescos y vivos al hablarnos de las inquietudes
existenciales del ser humano y su infierno terrestre, son también un extraordinario
documento para conocer el tiempo y el mundo en que fueron escritos, y para
comprender que, salvando el atrezzo, todos los tiempos se parecen demasiado los unos
a los otros.
http://www.revistadelibros.com/articulo_imprimible_pdf.php?art=2214&t=articulos
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