martes, 18 de agosto de 2015

Exordio y "Calipso, la ninfa despreciada" de Los olvidados.

Exordio
Las pasiones renacen en los
cuentos que contamos.
Luis Quintana Tejera.
Los olvidados, 
Editorial Miguel Ángel Porrúa.

La historia conserva el pasado, pero lo hace de una manera tan imperfecta que muchos nombres que brillaron ayer, hoy prácticamente nadie los recuerda. Aquella sonrisa del amante que fuera cancelada por el cuchillo asesino, las terribles nostalgias del guerrero sediento, las promesas incumplidas de quienes violaron los secretos sagrados de los dioses están guardadas en frágiles recipientes de papel que el tiempo y el tedio difuminan poco a poco.
     Porque en cada corazón que buscó a cada instante el elixir mágico de la eternidad se hallaba un ser humano, un ser humano integral entramado por la curiosa tela de la existencia en donde todo cabe: pasiones, entusiasmos, arrebatos, delirios, buenas y malas intenciones, fe, impulsos siniestros que alternaban con pesquisas auténticas; en fin, todo aquello que hace ser a un individuo lo que realmente es.
     Y la historia nunca supo descubrir ese sutil secreto que le hubiera permitido llegar al hondo abismo en que habita el hombre de todas las épocas y allí —guiada por la luz del carisma y la razón— habría desentrañado la esencia de quien ama y sufre, espera y sospecha; le hubiera autorizado a entender que detrás de cada uno de los acontecimientos que llegó a describir con parsimonia morbosa se hallaba alguien que se movía inquieto por los rincones de su propio pasado.
     Pero a la historia le faltó la capacidad para manejar los hechos con la suficiente veracidad como para permitirles llegar a ser eternos; le faltó ese toque mágico que sólo puede conceder la literatura. La historia de Cristo narrada en tantos manuales de confrontadas posiciones ideológicas no puede compararse con la frescura innata de los evangelios, con la palabra de Mateo y Marcos, Lucas y Juan quienes supieron volcar en términos poéticos las enseñanzas de alguien que vivió y sufrió, amó y se entregó por la causa inconsistente de la humanidad. Hoy se dicen tantas cosas, se remueven tantos supuestos misterios que llevan por firma la mentada autenticidad de la historia. Pero nada mejor que tomar contacto con las enseñanzas de aquel a quien Dante llamó “Suprema Sabiduría”, para desterrar de nuestros curiosos corazones la insidia que los mensajes de los “profetas” modernos nos traen. La historia enseña que hubo un pasado, la literatura recrea ese ayer con el toque fantástico que su capacidad para fabular le otorga.
     Los olvidados tiene derecho a ocupar en este presente de mi relato el sitio que la tradición les ha negado; ellos reaparecen selectivamente escogidos y emergen de sus mundos distantes, dueños de una palabra que les permitirá gritar sus propias verdades, les autorizará a ser por fin más allá de los esquemas que encuadraron sus vidas en el mínimo espacio de dos o tres renglones en que insanas enciclopedias los contienen.
     En medio de las sombras de la historia nace la luz que la literatura nos da. Hurgando en documentos imperfectos he hallado la esencia de hombres como tú y yo a quienes les faltó decir mucho más, quienes se quedaron a la mitad de discursos trascendentes y que hoy reaparecen para contarte lo que nunca llegaste a saber.
     Hagamos un recorrido por los corazones y dejemos a un lado la mentirosa verdad que la tradición nos enseñó a creer.














Calipso, la ninfa despreciada.
(820 a. C. — )

Siento latir en mi corazón
el gesto amargo que el pasado me envía.
Más allá de los hombres están los dioses
soberanos; ellos viven y sueñan,
desean cumplir con un fervor reverente
el papel que el hado les ha impuesto.
Pero, ¡oh destino ingrato que mueves los hilos
a tu antojo!, ¿por qué te empeñas en desviar hacia
la ruta de las sombras los claros senderos
de tus hijos?


¿Han reflexionado alguna vez sobre la soledad de los dioses? La infinita grandeza que los reviste proyecta su figura eterna en el espejo imperfecto de la vida y allí puede contemplarse de qué manera, en el mar de la existencia, hay olas más violentas que otras que marchan a su antojo por las corrientes terrenales.
     A Calipso y a Odiseo los une el mar inmenso; los une y los forja en destinos contradictorios y sangrientos. Ella, desde la isla Ogigia en que habitaba y él, desde su regreso azaroso por el ponto inmenso el cual reservaba —para su prepotencia varonil— obstáculos difíciles de sortear. Ambos buscaron con ahínco la felicidad que les permitiera ser individuos realizados más allá de cualquiera otra circunstancia.   Antes de que apareciera en su existencia Calipso, Odiseo sólo pensaba en la lejana Ítaca, en Penélope y en su hijo Telémaco. Este tríptico sagrado estaba en su corazón y había arraigado de tal manera que no pasaba un solo día de su estancia terrenal sin detener su pensamiento en ellos.
     Cuando el héroe naufragó en la isla misteriosa, Calipso le ofreció su generosa hospitalidad y lo alimentó con los manjares que sólo los dioses consumían. Odiseo no olvidó su objetivo último, pero sí se dejó consentir en los brazos de la ninfa, quien mediante promesas pretendía vanamente conservarlo a su lado.
     Calipso era la hija del poderoso Atlante y vivía en ese territorio rodeado por el mar infinito, acompañada únicamente por su servidumbre y algunos dioses que de vez en vez la visitaban para distraer sus ocios y disfrutar de la belleza que el paisaje —generoso sin reservas— ofrecía a sus ojos.
     La imagen de Calipso llega a mí a través de siglos de historia mitológica en donde la envidia, la rivalidad y el rencor han hecho su terrible cosecha. Ella me recuerda el modelo universal del amor contrariado por efecto del destino; es una mujer —aunque diosa imperfecta también— que ha sufrido por culpa de los hombres y que ha vivido la ingente contradicción de ser fémina en territorio sólo habitado por el macho humano. Dido, Cleopatra, Calpurnia y tantas otras saben del egoísmo del hombre que vertiginosamente ama, disfruta y olvida.
     Era una bella mujer y cuando me detengo a pensar en su físico perfecto mi corazón brinca de emoción incontenible. La veo ahí, cerca, muy cerca de mi pluma indagadora y no puedo menos que describir su belleza.
     La blancura de su cuerpo, la delicadeza de sus manos, el rubio cabello ensortijado, sus senos perfectos en donde rosados pezones irradiaban luz y despertaban al deseo, sus rodillas dispuestas a transitar por los largos senderos de la idea, sus pies envueltos en sandalias de oro, sus ojos, su boca, su sexo. Todo en ella era paz y alegría.
...
— La gente que me rodea sabe de mi soledad y trata de consolarme con fiestas vacías. Danzan a mi alrededor doncellas que el padre Atlante me ha enviado; tañen instrumentos de cuerda ejecutantes eternos de la música y cuando quiero dejarme llevar por el sonido hechicero una voz me recuerda que en mi vida falta la luz del amor.
Esta gruta en la que habito tiene todo lo que un ser viviente puede desear: la parra que oculta la entrada de miradas indiscretas, la verde pradera que la circunda sembrada del oloroso perejil y de los lirios fugaces, los cuatro riachuelos que riegan sin cesar los campos sedientos y, sobre todo, los bosquecillos con plantíos de robustos olmos, chopos estilizados que apuntan al cielo de cada mañana, multicolores álamos y pequeños cipreses que beben a orillas del río el alimento cotidiano.
Pero de manera muy especial, me maravillo y me lleno de emoción al contemplar los hermosos lirios que emergen entre las ramas de sus plantas como una fiesta de color y alegría; los hay de todos los matices: el verde tenue, el blanco pálido que mucho se acerca al amarillo, el intenso morado, el naranja jaspeado aquí y allá por sutiles manchas de color negro. Todo, todo esto llena mi alma y da luz a mi corazón. Pero esa luz no parece ser suficiente, porque cuando me alejo del paisaje y me sumerjo en el misterio de mi gruta, algo adentro, muy adentro, me grita que mi físico, mi alma, mis entrañas necesitan más.
Hoy he recorrido mi cuerpo con dedos ansiosos que lo exploran; toqué delicadamente mis senos frágiles y mis manos contemplaron mi organismo desnudo con una ansiedad sin límites; los vellos de mi pubis son rubios como lo son también los cabellos que trenzados diariamente iluminan mi cabeza.
Y he llegado hasta mi intimidad de mujer en donde domina un profundo silencio; mi clítoris —más sensible hoy que nunca— recibe las caricias de mis dedos y se contorsiona bajo el efecto del placer solitario.
...
     Calipso estaba acostumbrada a la grandeza de su origen y, aparentemente, se sentía muy bien en la bella isla de sus sueños; pero los arrebatos oníricos que noche a noche la perseguían sin enfado le anunciaban que la desgracia del ser vivo nunca amengua; por el contrario, puede ser mayor que lo que ha sido.
     Soñó con un hombre triunfador, prepotente y altanero que llegaba a su encuentro; que comía de las olorosas uvas en la entrada de la isla; que bebía el dulce néctar de los dioses y saboreaba el vino apacible que manos y pies diligentes habían preparado para ellos.
     Ese hombre se inclinaba ante su cuerpo y la besaba, la besaba con un beso infinito que unía sus labios sedientos de lujuria. Le prometía amor eterno y, de pronto, la imagen de ese individuo se perdía en medio de una nube arrebatadora y cruel.
     Lo que Calipso no sabía era que los dioses le tenían preparada una tregua para su soledad. Cuando llegó Odiseo ella lo recibió con curiosidad y, su carácter hospitalario  —así lo había aprendido de las divinidades— brindó protección, alimento y amparo al forastero. Un día, sin saber el porqué ni el cómo, se descubrió perdidamente enamorada de ese hombre de piel blanca quemada por el sol de tantos amaneceres.
     Se entregó a él sin contemplaciones. Lo amó con la intensidad que sólo puede amar un corazón herido de muerte por la soledad e inundado por el inmenso deseo de volver a latir al unísono con otro corazón.
     Odiseo llegaba hambriento y desgastado por el largo suplicio del exilio. Había cumplido con el objetivo primero de su empresa: destruir a Troya. Aún resonaba en sus oídos el eco del relincho funesto del caballo artificial que había sido engendrado por su ingenio magnífico.
     Sentía en sus entrañas el vibrar de la victoria; pero la enemistad con Poseidón resultó nefasta. Ahora sólo le quedaba buscar refugio en la isla Ogigia para meditar con calma su retorno.
     Los brazos de Calipso recibieron al recién llegado más con pasión que con amor, más con lujuria radiante que cariño verdadero, con mayor entrega carnal que realización auténticamente sensible. Pero poco a poco los sentimientos y actitudes de la diosa fueron cambiando y en su futuro vio la posibilidad que ella creía real — ¡pobre marioneta en manos del caprichoso destino!—, de tener un hogar en esta misma isla donde había vivido tan sola.
     Le dijo a Odiseo que le daría la vida eterna si se quedaba con ella para siempre y que lo haría feliz, inmensamente dichoso, con toda esa ternura que durante años había guardado únicamente para él.
     El héroe pareció aceptar la tentadora oferta aun cuando en lo más oculto de su condición de padre y esposo una voz le indicaba que debía alejarse.
     A las noches de desenfrenada pasión en brazos de Calipso seguían los amaneceres llenos de añoranza. Dejaba a la diosa en el lecho y se iba a la orilla del mar, y allí contemplaba el horizonte, miraba hacia el infinito y columbraba lejos, muy lejos a Ítaca, a Penélope y al inocente Telémaco. Sus ojos no podían contenerse en estos momentos y comenzaba a llorar con una ternura contrastante con su pecho de varón indomable.
     Una de esas mañanas vio o creyó ver en la calma infinita del océano recóndito una mujer que lo llamaba; se parecía a Penélope, pero no era ella; en realidad era semejante a una troyana que había conocido en Ilión y a la que hubiera llegado a amar si el recuerdo de su cónyuge no se lo impidiera. Le mostraba su cuerpo desnudo de la cintura hacia arriba y tenía los senos equilibrados y perfectos. Y esos pechos no eran pechos sensuales de mujer, sino fuente inmensa en donde alguna vez había amamantado; más que los senos de su madre recordó los de Euriclea y su llanto se redobló aún más. Había dejado hacía ya muchos años la tierra querida y el camino del mar lo podría llevar de regreso, pero para conseguirlo necesitaba derrotar la ira de Poseidón.
     En medio de sus cavilaciones su corazón latía con intensidad creciente; notaba más que nunca el abismo que separa el “querer” del “poder”. Temía que Calipso hubiera emponzoñado sus bebidas con un vino hechicero y, después de pasar varias horas a la orilla del ponto infinito, regresaba a los brazos de la reina.
...
— ¿Qué es la eternidad me pregunto? Acaso será grato seguir viviendo más allá de los límites que nuestro propio cuerpo imponga. En mi condición actual puedo correr, blandir la espada, tensar el arco, desafiar al destino; pero, ¿qué sucedería si todo se hallara previamente establecido, como me lo han enseñado, y yo no contara con la opción de morir? Es probable que Calipso tenga algo de razón al ofrecerme la inmortalidad; ella sabe que me veré tentado y aceptaré su oferta. Pienso que no todos los hombres anhelan pervivir más allá de su tiempo y su espacio. Encuentro a la eternidad aburrida en exceso, al menos la inmortalidad en la que uno debe participar como actor perenne; la otra, la inmortalidad que tiene asiento en la memoria de los hombres no me molesta tanto, porque yo seré en ella actor inconsciente. ¡Ojalá Zeus y Atenea me den la fuerza suficiente, el equilibrio y la inteligencia que me hacen falta para moverme en el terreno peligroso de las promesas y las dádivas! Si la vida es una carga que llevamos sobre nuestros hombros a pesar de nosotros mismos, ¿para qué desear prolongarla más allá de lo imprescindible?
...
     A Odiseo le ocurría como les sucede a muchos hombres; tratan de hallar justificación para los hechos que los atormentan y, cuando llegan a una conclusión, válida y suficiente —al menos para su micro universo— resultan convencidos por un breve lapso, para retornar después a los mismos planteamientos anteriores.
     Lo digo, porque Odiseo deseaba a Calipso mientras ella se aferraba a él con uñas y dientes, con decisión y firmeza, con insidia amorosa que por momentos se parecía a un tierno acto de amor y por otros resultaba un arrebato pasional desmedido y brutal.
     Ella le mostró los deleites del sexo: prolongó los momentos del placer más allá de lo imaginado; atrapó entre sus piernas perfectas ese otro cuerpo gallardo y descomunal; lo besó poco a poco: su boca, sus ojos, sus orejas, su cuello, su tórax prepotente, su vientre, su intimidad de varón conocieron el deleite de esos labios que habían nacido más para banquete de dioses que para deleite de mortales; le enseñó que el placer es infinito y le volvió a prometer que si se quedaba con ella el sexo sería inigualablemente infinito, sospechosamente perfecto; le dio a beber la pócima traicionera que obliga a amar a quien no ama; lo atrapó no sólo mediante la magia de su cuerpo, sino también gracias al hechizo de sus palabras.
     Cuando Odiseo quiso hablar guiado por la nostalgia de la batalla, Calipso lo escuchó con entrega y verdadera vocación; le oyó contar sus hazañas y se integró a ellas de tal manera que al hacerlo se estaba incorporando también al alma y al corazón de su amante. Fue un oído abierto que supo escuchar sin recelos, ni aburrimientos. El Laertíada volvió a vivir cada uno de los instantes que le hicieran saltar a la fama y por esta razón creyó amarla de una forma diferente, creyó amarla cuando en realidad le estaba agradeciendo la misericordia infinita que ella demostraba para sus hazañas inmortales; siendo diosa se tornaba mortal ante sus ojos para comprenderlo y quererlo mejor.
     No obstante lo anterior, al padre de Telémaco le aburría la inacción de la isla; no sabía si añoraba más el campo de batalla o su casa. Calipso —siempre pendiente de sus deseos— recreó para él una llanura inmensa en donde había guerreros sedientos de combate que querían destruirlo. Odiseo los venció a todos en menos de cinco días y al probar la sangre del combate recordó, no pudo evitarlo, que muchos guerreros semejantes estarían en su casa —huérfana de hombre— aguardando la decisión de Penélope. Al vibrar su corazón invadido por este sentimiento salió huyendo de la isla y se arrojó al mar, y comenzó a nadar en la dirección de Ítaca. Poseidón lo vio desarmado y solo y desencadenó una tormenta terrible que hubiera hecho sucumbir al guerrero a no ser por la intervención oportuna de Calipso.
     Los dioses seguían sin ver las desgracias del héroe itacense, pero muy pronto Atenea, la diosa que amaba a los griegos, intercedería por él.
     Un día Odiseo —frente al mar nuevamente— se entregó a una serie de reflexiones que terminaron de conmover el ánimo de la hija de Zeus, aquella, la de los ojos escudriñadores y perfectos como los de la lechuza en medio de la noche. Se dijo a sí mismo en intenso monólogo.
— Era él un hombre poderoso que en todo momento había cumplido con las reclamaciones de los dioses; se había enfrentado a su destino con honra y, a pesar de la distancia, seguía fiel a su esposa, a su patria y a sus ideales más queridos. En esta isla y en brazos de Calipso, ¿era un prisionero o un amante complaciente?
     Lo que no se detuvo a pensar es que en la peregrina condición del ser humano se puede llegar a ser un prisionero del amor, y en esto precisamente estribaba su verdadera condición.
      Observaba que sus sentimientos hacia Calipso habían ido cambiando con el tiempo; primero, la deseó con pasión incontenible; luego, disfrutó a su lado los encantos de la isla; por momentos se sentía tan bien que llegó a creer que la amaba, para comprender finalmente que esto último era tan sólo un espejismo producto de su soledad y ausencia;  se vio inmerso en el hastío que le ocasionaba el estar con ella y la                                                                                                                                                odió —a pesar de todo— con una entrañable ternura y se vio feliz cuando Zeus decretó su regreso.
     Atenea reprochó airada a su padre el abandono de Odiseo; le recordó que los hombres se buscan ellos solos sus desgracias como le pasó a Egisto, pero el héroe ingenioso no había hecho nada para merecer este presente de ingratitud y, sin embargo, estaba sufriendo por la ira irrefrenable de Poseidón.
     Hermes, el asesino del gigante Argos, el viajero incansable de los cielos de Grecia, el mensajero eficiente, batió las alas de sus sandalias y llegó a la isla para ordenar a Calipso en nombre del dios terrible que dejara partir a Odiseo.
...
— No te corresponde a ti —Calipso— juzgar las decisiones de los olímpicos; en tu ánimo debe prevalecer la obediencia; has disfrutado del héroe más de seis años; ya el tiempo de tu felicidad transitoria ha llegado a su fin. Eres diosa inmortal, pero en el amor te has comportado como mujer perecedera. Obra ahora como divinidad y reviste tu corazón de la fortaleza necesaria para renunciar al bien que la fortuna te había dado y que ahora te arrebata justicieramente.
...
     El destino trata por igual a los hombres de todas las épocas; tanto los antiguos como los contemporáneos están sujetos a decisiones superiores que no pueden ser controladas de manera alguna. Un hombre marcha a la guerra reclutado por el bien de la patria; un inocente es condenado a muerte por un asesinato que no cometió; una mujer confiesa bajo tortura que ella es la responsable de algo que ni siquiera entiende; un latino recibe las limosnas que los gringos le dan; un niño sufre hambre y no comprende; un demonio anda suelto y busca prosélitos para su causa. Son manifestaciones parciales de la injusticia en donde descubrimos a las almas desgastadas por la inercia y el dolor; son las expresiones del destino. Pero, ¿qué es el destino? Es esa fuerza ciega que nos obliga a actuar cuando quisiéramos estar quietos, nos obliga a gritar cuando permanecíamos callados, nos orilla al llanto justo en el instante en que a nuestros labios asomaba una sonrisa.
     Calipso acusa a los dioses de una de las plagas que ha aquejado a la humanidad desde sus orígenes: la envidia. Es la envidia nuestra de cada día la que ha llevado a los olímpicos a arrebatarle a Odiseo. Ella lo acepta y permite que el héroe parta en cumplimiento de su destino.
     La alegría del hijo de Laertes no podía ser mayor; sus preciosos momentos en los brazos de Calipso habían pasado ya; sentía una suerte de piedad por la reina, pero no podía remediarlo; su verdadero lugar estaba en Ítaca. Allí sería el rey que traería con su presencia el restablecimiento del orden; la paz y la reorganización social volverían a imperar con su retorno.
     Los grandes contrastes de la vida prevalecen de nuevo: La felicidad del que se iba se opone a la tristeza desoladora de aquella que permanece en el lugar de siempre. La diosa no podía contener las lágrimas y en medio de su llanto recordaba el breve pasado que la uniera al malagradecido Odiseo.
...
— Estoy nuevamente sola. Me enfrento a un futuro en donde toda la isla me hablará de Odiseo: la viña de la entrada me permite verlo saboreando la uva deliciosa; me parece encontrarlo en cada recoveco de la gruta; cuando las aves cantan expresan ellas también la nostalgia que me domina.
¿Qué haré ahora? Cuando él llegó creí poner fin a mi tristeza; a partir de su ausencia sólo la muerte tendrá sentido para mí. Pero, ¿cómo hablo de la muerte? La muerte únicamente puede ser el consuelo de los mortales; los inmortales no contamos siquiera con la opción del suicidio.
Suplico al padre Zeus que me arrebate la existencia y que —pasando por alto mi frágil eternidad— envíe uno de sus rayos para borrar mi imagen de la faz de la tierra.
...
     El Cronida la miraba desde lejos, la miraba sonriendo, porque él sabía mejor que nadie que los inmortales deben ajustarse a otros plazos diferentes en donde la posibilidad de la muerte es muy lejana.
     Calipso se duerme esa noche contemplando la inmensidad del sitio que habitaba. Piensa en Odiseo y se entrega a un canto silencioso, canto de dolor y angustia, de reproche y celos. No puede creer que ha perdido en un segundo lo que atesoró durante largos años.
...
—Aunque tendría que ser así, no puedo desearte lo mejor. Sumida en el silencio de mi propio paisaje siento odio por ti; porque me abandonaste cuando más te necesitaba y porque fuiste fiel a las palabras del Zeus tonante y dejaste a un lado mi propia realidad.
He conservado conmigo un par de sandalias que olvidaste en la alcoba; aunque parezca mentira ese calzado me habla de ti a cada instante. Con él recorriste nuestra isla, pisaste cada tramo que nos llevó desde el mar hasta el lecho. Te lo quitaste para estar conmigo y tus pies hermosamente perfectos vibraron bajo el impulso del amor.
Te sigo amando con un odio renovado. Nunca acabaré mi queja plañidera, porque la vida me ha enseñado que hombres como tú representan el alfa y el omega de una mujer. En el principio fuiste fiel a lo que supiste entregarme; en este fin que a mí me lastima como nada puede hacerlo en el mundo, te extraño hondamente. Seguiré viviendo sólo porque no me está autorizada otra salida. Cuando estés en brazos de Penélope me recordarás, no podrás evitarlo. Estas lágrimas que se deslizan por mi cara son el mejor testimonio de la pasión que nunca morirá. Te prometí la eternidad a mi lado y tú me has dado a cambio la inmortalidad de mi llanto.


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