sábado, 28 de noviembre de 2015

"Un encuentro" Joyce





  
Un encuentro
James Joyce
Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. Él y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de la Calle Gardiner y el aura apacible de la señora Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando:
-¡Ya, yaka, yaka, yaka!
Nadie quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad, sin embargo.
El espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física. Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de parecer aplicados o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives norteamericanos en que de vez en cuando pasan muchachas toscas, salvajes y bellas. Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con un número de The Halfpenny Marvel.
-¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el día hubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubo levantado... ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo?
Cuando Leo Dillon entregó la revista todos los corazones dieron un salto y pusimos cara de no romper un plato. El padre Butler la hojeó, ceñudo.
-¿Qué es esta basura? -dijo-. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en esta escuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de... escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o...
Tal reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que solamente estas crónicas desaforadas parecían ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas.
Las vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo:
-Hasta mañana, socios.
Esa noche dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí de lo más bien.
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente. Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo:
-Vámonos. Ya sabía yo que ese manteca era un fulastre.
-¿Y sus seis peniques...? -dije.
-Perdió prenda -dijo Mahony-. Y mejor para nosotros: en vez de seis, tenemos nueve peniques cada uno.
Caminamos por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo de niñas andrajosas, apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dos andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá, cuá, ¡cuáqueros!, creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la insignia de un equipo de críquet en su gorra. Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar la señora Ryan a las tres.
Luego llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas crujientes para activarnos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto -las barcazas anunciadas desde lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla opuesta. Mahony habló de la buena aventura que sería enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de nosotros y su influencia parecía que se esfumaba.
Cruzamos el Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran en compañía de dos obreros y de un judío menudo que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan serios que resultábamos casi solemnes, pero en una ocasión durante el corto viaje nuestros ojos se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos la descarga de la linda goleta de tres palos que habíamos contemplado desde el muelle de enfrente. Algunos espectadores dijeron que era un velero noruego. Caminé hasta la proa y traté de descifrar la leyenda inscrita en ella pero, al no poder hacerlo, regresé a examinar a los marinos extranjeros para ver si alguno tenía los ojos verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los ojos de los marineros eran azules, grises y hasta negros. El único marinero cuyos ojos podían llamarse con toda propiedad verdes era uno grande, que divertía al público en el muelle gritando alegremente cada vez que caían las albardas:
-¡Muy bueno! ¡Muy bueno!
Cuando nos cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta Ringsend. El día se había hecho sofocante y en las ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate, que comimos muy despacio mientras vagábamos por las mugrientas calles en que vivían las familias de los pescadores. No encontramos ninguna lechería, así que nos llegamos a un vendedor ambulante y compramos una botella de limonada de frambuesa para cada uno. Ya refrescado, Mahony persiguió un gato por un callejón, pero se le escapó hacia un terreno abierto. Estábamos bastante cansados los dos y cuando llegamos al campo nos dirigimos enseguida hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos ver el Dodder.
Se había hecho demasiado tarde y estábamos muy cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de visitar el Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony miró su tiraflechas, compungido, y tuve que sugerir regresar en el tren para que recobrara su alegría. El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los anhelos mustios y las migajas de las provisiones.
Estábamos solos en el campo. Después de estar echados en la falda de la loma un rato sin hablar, vi un hombre que se acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes que las muchachas cogen para adivinar la suerte. Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y con la otra agarraba un bastón con el que golpeaba la yerba con suavidad.
Se veía miserable en su traje verdinegro y llevaba un sombrero de copa alta. Debía de ser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros pies nos echó una mirada rápida y siguió su camino. Lo seguimos con la vista y vimos que no había caminado cincuenta pasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón, y lo hacía con tanta lentitud que pensé que buscaba algo en la yerba.
Se detuvo cuando llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días. Correspondimos y se sentó junto a nosotros en la cuesta, lentamente y con mucho cuidado. Empezó hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un verano caluroso, pero añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde su niñez -hace mucho tiempo. Habló de que la época más feliz es, indudablemente, la de los días escolares y dijo que daría cualquier cosa por ser joven otra vez. Mientras expresaba semejantes ideas, bastante aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si habíamos leídos los versos de Tomás Moro o las obras de Walter Scott y de Lytton. Yo aparenté haber leído todos esos libros de los que él hablaba, por lo que finalmente me dijo:
-Ajá, ya veo que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora -añadió, apuntando para Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos-, que éste se ve que es diferente: lo que le gusta es jugar.
Dijo que tenía todos los libros de Walter Scott y de Lytton en su casa y nunca se aburría de leerlos.
-Por supuesto -dijo-, que hay algunas obras de Lytton que un menor no puede leer.
Mahony le preguntó que por qué no las podían leer, pregunta que me sobresaltó y abochornó porque temí que el hombre iba a creer que yo era tan tonto como Mahony. El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su boca grandes huecos entre los dientes amarillos. Entonces nos preguntó que quién de los dos tenía más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres chiquitas. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me dijo que estaba seguro que debía de tener por lo menos una. Me quedé callado.
-Dígame -dijo Mahoney, parejero, al hombre- ¿y cuántas tiene usted?
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él era de nuestra edad tenía novias a montones.
-Todos los muchachos -dijo- tienen noviecitas.
Su actitud sobre este particular me pareció extrañamente liberal para una persona mayor. Para mí que lo que decía de los muchachos y de las novias era razonable. Pero me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por qué le darían tembleques una o dos veces, como si temiera algo o como si de pronto tuviera escalofrío. Mientras hablaba me di cuenta de que tenía un buen acento. Empezó a hablarnos de las muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las manos y de cómo no todas eran tan buenas como parecían si uno no sabía a qué atenerse. Nada le gustaba tanto, dijo, como mirar a una muchacha bonita, con sus suaves manos blancas y su lindo pelo sedoso. Me dio la impresión de que estaba repitiendo algo que se había aprendido de memoria o de que, atraída por las palabras que decía, su mente daba vueltas una y otra vez en una misma órbita. A veces hablaba como si hiciera alusión a hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y hablaba misteriosamente, como si nos estuviera contando un secreto que no quería que nadie más oyera. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y dándoles vueltas con su voz monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras lo escuchaba.
Después de un largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso en pie lentamente, diciendo que tenía que dejarnos por uno o dos minutos más o menos, y, sin cambiar yo la dirección de mi mirada, lo vi alejarse lentamente camino del extremo más próximo del terreno. Nos quedamos callados cuando se fue. Después de unos minutos de silencio oí a Mahony exclamar:
-¡Mira  lo que hace!
Como ni miré ni levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo:
-¡Pero mira eso!... ¡Qué viejo más estrambótico!
-En caso de que nos pregunte el nombre -dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamo Smith.
No dijimos más. Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando el hombre regresó y otra vez se sentó al lado nuestro. Apenas se había sentado cuando Mahony, viendo de nuevo el gato que se le había escapado antes, se levantó de un salto y lo persiguió a campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony empezó a tirarle piedras a la cerca por la que subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo del terreno, errático.
Después de un intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era un travieso y me preguntó si le daban azotes con frecuencia en la escuela. Estuve a punto de decirle que no éramos alumnos de la escuela pública para que nos dieran azotes, como decía él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre la manera de castigar a los muchachos. Su mente, como imantada de nuevo por lo que decía, pareció dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su nuevo eje. Dijo que cuando los muchachos eran así había que darles azotes y darles duro. Cuando un muchacho salía travieso y malo no había nada que le hiciera tanto bien como una buena paliza. Un manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que estaba pidiendo era una buena paliza en caliente. Me sorprendió su ánimo, por lo que involuntariamente eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mirada: un par de ojos color verde botella que me miraban debajo de una frente fruncida. De nuevo desvié la vista.
El hombre siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su liberalismo de hace poco. Dijo que si él encontraba a un muchacho hablando con una muchacha o teniendo novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaría a no andar hablando con muchachas. Y si un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba una paliza como nunca le habían dado a nadie en este mundo. Dijo que no había nada en el mundo que le agradara más. Me describió cómo le daría una paliza a semejante mocoso como si estuviera revelando un misterio barroco. Esto le gustaba a él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz, mientras me guiaba monótona a través del misterio, se hizo afectuosa, como si me rogara que lo comprendiera.
Esperé a que hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse en pie de repente. Por miedo a traicionar mi agitación me demoré un momento, aparentando que me arreglaba un zapato y luego, diciendo que me tenía que ir, le di los buenos días. Subí la cuesta en calma pero mi corazón latía rápido del miedo a que me agarrara por un tobillo. Cuando llegué a la cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo traviesa:
-¡Murphy!
Había un forzado dejo de bravuconería en mi voz y me abochorné de treta tan burda. Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con otro grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él corría hacia mí a campo traviesa! Corría como si viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente arrepentido: porque dentro de mí había sentido por él siempre un poco de desprecio.

James Joyce, Dublineses. Cuento: "Las hermanas"


Dublineses. James Joyce.

Este libro está integrado por quince relatos publicados en 1914. Los quince relatos, que en principio habían sido solo doce,  constituyen una representación realista, y aun naturalista,  en ocasiones sutilmente burlona, de las clases media y baja irlandesas, en el Dublín de los primeros años del siglo XX. En estos relatos el escritor trata de reflejar la "parálisis" cultural, mental y social que aquejaba a la ciudad, sometida secularmente a los dictados del Imperio Británico y de la Iglesia Católica.  
Los quince relatos son los siguientes:
·         Las hermanas – El sacerdote Padre Flynn muere, y un muchacho amigo suyo, junto con su familia, lo afrontan sólo superficialmente.
·         Un encuentro – Dos muchachos que faltan a clase se encuentran con un extraño anciano.
·         Araby – Un niño se enamora de la hermana de su amigo, quiere comnprarle un regalo en una feria llamada 'Araby' (Arabia) pero no lo hace.
·         Eveline – Una joven abandona sus planes de fugarse con un marinero.
·         Después de la carrera – El estudiante de College Jimmy Doyle intenta adaptarse a sus amigos más adinerados.
·         Dos galanes – Dos estafadores, Lenehan y Corley, engañan a una doncella para robarle a su empleador.
·         La casa de huéspedes – La señora Mooney manipula con éxito a su hija Polly para un matrimonio por interés con el señor Doran.
·         Una nubecilla – Little Chandler cena con su viejo y exitoso amigo Ignatius Gallaher, lo que le hace comprender lo fallido de sus propios sueños literarios. Además, se da cuenta de que su hijo recién nacido le ha reemplazado en el afecto de su esposa.
·         Duplicados – Farrington, un frustrado copista de oficina, desahoga sus murrias emborrachándose en distintos pubs y, al llegar a casa, golpea a su hijo Tom.
·         Polvo y ceniza – La señorita Maria celebra Halloween con su hijo adoptivo, Joe Donnelly, y familia.
·         Un triste caso – El señor Duffy desaira a la señora Sinico; cuatro años después, cuando ella muere en un confuso accidente ferroviario, comprende que ella pudo haber sido el amor de su vida.
·         Efemérides en el comité – Activistas políticos irlandeses no se ponen de acuerdo en hacer revivir la memoria del independentista Charles Stewart Parnell.
·         Una madre – La señora Kearney intenta organizar el perfecto recital de piano para su hija Kathleen.
·         A mayor gracia de Dios– El señor Kernan se hiere al tropezar borracho en un bar, y sus amigos intentan devolverlo al redil por la senda católica.
·         Los muertos – Gabriel Conroy acude con su mujer a una celebración en casa de sus tías. Al final de la noche, tras una revelación sentimental de su mujer, medita a solas sobre el sinsentido de la vida. Con más de 15.000 palabras, este cuento también ha sido considerado novela corta. Fue llevado al cine, en 1987, por el director John Huston, en la que sería su última película.
(Información extraída de https://es.wikipedia.org/wiki/Dublineses)



Los cuentos fueron tomados de la página de CiudadSeva:
www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/joyce/las_hermanas.htm


"Las hermanas"

James Joyce
No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:
-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.
-¿Quién? -dije.
-El padre Flynn.
-¿Se murió?
-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo Cotter.
-Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.
-Que Dios se apiade de su alma -dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
-No me gustaría nada que un hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con un hombre así.
-¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? -preguntó mi tía.
-Lo que quiero decir -dijo el viejo Cotter- es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es cierto, Jack?
-Ese es mi lema también -dijo mi tío-. Hay que aprender a manejárselas solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor acá el señor Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero -agregó a mi tía.
-No, no, para mí, nada -dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
-Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los niños? -preguntó ella.
-Es malo para estas criaturas -dijo el viejo Cotter- porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se Forran Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para leerla.
1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn (quien que perteneció a la parroquia de la
Iglesia de Santa Catalina, en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad,
ha fallecido.
R. I. P.
Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el labio inferior -costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no pude recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.
Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto: las flores.
Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
-Ah, pues ha pasado a mejor vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
-Y él... ¿tranquilo? -preguntó.
-Oh, sí, señora, muy apaciblemente -dijo Eliza-. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
-¿Y en cuanto a lo demás...?
-El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.
-¿Sabía entonces?
-Estaba muy conforme.
-Se le ve muy conforme -dijo mi tía.
-Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
-Pues es verdad -dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
-Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
-¡Pobre James! -dijo-. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.
-Así está la pobre Nannie -dijo Eliza, mirándola-, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.
-¿No es verdad que se portó bien? -dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Ah, no hay amigos como los viejos amigos -dijo.
-Pues es verdad -dijo mi tía-. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
-¡Ay, pobre James! -dijo Eliza-. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que...
-Le vendrán a echar de menos cuando pase todo -dijo mi tía.
-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le traeré más su taza de caldo de res al cuarto, ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:
-Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
-Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡Pobre James!
-¡Que el Señor lo acoja en su seno! -dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.
-Fue siempre demasiado escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
-Sí -dijo mi tía-. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se posesionó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
-Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!
-¿Y qué fue eso? -dijo mi tía-. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
-Eso lo afectó mentalmente -dijo-. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.
Eliza resumió:
-Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que, pues, que no andaba del todo bien...

lunes, 12 de octubre de 2015

Sobre Chéjov y otros maestros del cuento

LA MIRADA DEL NARRADOR nº 94 | 01/10/2004 

Antón Chéjov:Cuentos José María Merino Cuentos Cuentos de Antón Chéjov, selección y traducción de Víctor Gallego Ballestero, ha sido editado por Alba Editorial, Barcelona, 2004.

 Edgar Allan Poe (1809-1849), Guy de Maupassant (1850-1893), Leopoldo Alas Clarín (1852-1901) y Antón Chéjov (1860-1904) son acaso los más significativos representantes de la modernidad del cuento literario, y sin duda Poe y Chéjov han venido a resultar los más influyentes, el primero en lo que pudiéramos denominar la vertiente fantástica y el segundo desde la perspectiva del realismo. La influencia de Poe llega por lo menos hasta Borges y Cortázar, como la de Chéjov acaba fructificando en Carver y otros jóvenes escritores contemporáneos. Mas así como Poe es bien conocido en todos los aspectos de su narrativa, la obra cuentística de Chéjov es aún hoy, al menos en España, víctima de un conocimiento fragmentario. Durante muchos años Chéjov fue para nosotros, sobre todo, un autor de relatos humorísticos –los que coinciden con sus primeros tiempos de producción narrativa– y casi todos los demás aspectos de su obra, con excepción de algún relato, como La dama del perrito, o novelas cortas, como Los campesinos y El pabellón número seis, parecían quedar referidos únicamente a sus obras de teatro. La progresiva traducción del resto de sus novelas cortas y de muchos de sus cuentos posteriores a la etapa satírica y humorística, ha ido permitiéndonos mejorar en español el conocimiento de la obra de un autor que, señor indiscutible de ciertos temas propios, es bastante variado en sus registros y proyectos dentro de la narrativa corta. La antología que ahora se comenta, y que coincide con la conmemoración del centenario de su muerte, es en ese sentido muy estimable: una selección ordenada cronológicamente, «amplia y representativa», según palabras del traductor, seleccionador y prologuista, Víctor Gallego Ballestero, que comprende sesenta y un cuentos escogidos entre la producción de Chéjov, desde sus primeros tiempos de escritor a los últimos años de su vida, algunos ya conocidos por el lector español, otros «que rara vez han sido traducidos», y todos en una versión bien cuidada, hermosa de lenguaje. El propio traductor advierte sobre la dificultad de la empresa, si consideramos que las obras completas de Chéjov en el original ruso ocupan dieciocho tomos. Pero esta antología presenta la diversidad de facetas de la obra cuentística de Chéjov, y de su lectura resulta una idea rica y profunda de la singularidad de su obra literaria. Pues si los cuentos de Chéjov siguen vigentes a los cien años de su muerte, es precisamente gracias a tal singularidad, que aporta a la literatura, por un lado, una mirada distinta, que no ha perdido su agudeza ni su lucidez y, por otro, una concepción técnica del relato corto que sigue coincidiendo con la disposición lectora del tiempo que vivimos, o, mejor dicho, que fue precursora y hasta generatriz de una manera actual de enfocar la narración literaria. La ordenación cronológica de esta antología permite, además, conocer la evolución de la forma de trabajar de Chéjov y su inclinación hacia determinados asuntos. Como en el caso de Página 1 de 4 Clarín, un coetáneo lejano en el espacio con el que, sin embargo, pueden encontrarse curiosos parentescos estéticos, reflexivos y hasta morales, fue la pura necesidad de aumentar los medios de subsistencia lo que llevó a Chéjov a escribir, colaborando en diversas revistas y centrando su trabajo en textos de carácter sarcástico o humorístico. En esta antología se recogen varios cuentos de esa época que son, además de pequeñas joyas en su ejemplaridad de condensación dramática, estupendos apuntes grotescos, hasta esperpénticos, de una sociedad infectada por la corrupción, el alcohol, el servilismo, el autoritarismo brutal y el hambre. Ya aparecen a lo largo de estos relatos –que pueden comprender los quince primeros del libro– esos personajes vencidos, apáticos, incapaces de luchar, junto a los que la vida pasa como un río extraño y sin sentido. Algunos de estos cuentos humorísticos repiten el mismo esquema; así, la estúpida reiteración en el error se encuentra en La muerte de un funcionario, en De mal en peor y en ¡Qué público!, aunque no por ello pierda cada uno de ellos su eficacia hilarante. Otros tienen el tono del absurdo y cierto sabor presurrealista: En la barbería, en que el barbero conoce de labios de su cliente y padrino el fracaso de sus ilusiones amorosas; Las ostras, terrible retrato del hambre; El cazador, con el diseño de un personaje viviendo el desarraigo y la huida como una especie de felicidad. A partir de Tristeza cambia el tono de los relatos de Chéjov. Este cuento no puede leerse y releerse sin sentir la congoja de ese cochero que quiere contar que ha perdido a su hijo sin conseguir un poco de atención respetuosa. Cuento sobre la soledad y la incomunicación humana, Tristeza estrena en la antología los cuentos de un año, 1886, que marca la trayectoria de Chéjov con abundancia de obras maestras. Los personajes dejan de ser caricaturescos y comienzan a ofrecer un perfil misterioso en sus conductas. Resultan redondos, verosímiles, consistentes y, sin embargo, están elaborados a costa de eliminar detalles, de borrar apariencias. La fuerza de los personajes de Chéjov, masculinos y femeninos, niños, adolescentes y aun animales, radica en lo que el autor nos oculta o no considera necesario hacer explícito. Esa Aniuta que viene a ser uno más de los objetos miserables del sórdido ajuar de los estudiantes; ese Ivan Matveich impregnado de una piedad por su infeliz amanuense que, por escamotearse, se hace patente en el relato; La corista, que sufre la humillación de la gente decente en una escena inolvidable de una contraposición dramática de personajes; el niño traicionado por el amante de su madre en Pequeñeces de la vida, o Vanka, el niño aprendiz del zapatero que escribe a su abuelo una carta sin posible destino, son una muestra de que Chéjov ya controla todas sus capacidades expresivas. En los cuentos de 1886 aparece también un personaje que será habitual en el modo de narrar de Chéjov: el narrador que da testimonio de lo que ve, de lo que vive o de lo que le cuentan. En Agafia, dicho narrador será testigo, una noche de verano, del encuentro entre la mujer del guardagujas y un vago profesional que encanta a las mujeres. También en los cuentos de este período aparecerá otro de los elementos fundamentales de Chéjov: la descripción intensa de escenarios naturales que parecen contraponer cruelmente su ajena belleza a la condición solitaria y sufriente o insatisfecha de los seres humanos. La mirada del narrador Antón Chéjov: Los cuentos que representan el año 1887 son también excepcionales. Se van haciendo más largos –no obstante, el traductor señala en el prólogo que no ha utilizado ninguno con mayor extensión de las veinticinco páginas– y también están impregnados de más aspectos reflexivos en que, sobre el tono predominante de general lucidez y lejanía no exenta de ternura, se van desarrollando esos temas de incomunicación y soledad humana gratos a Chéjov. Verochka es ejemplar por la utilización dramática del escenario –la noche en el jardín– y la narración intensa y sintética de un amor que hace imposible la disposición del Página 2 de 4 protagonista masculino, devorado por la conciencia de la inutilidad del tiempo. Sin embargo, el personaje que rechaza la solicitación amorosa de la joven Vera, poco antes ha pensado que «en la vida no hay nada más preciado que la gente». Algunos cuentos de ese período apuntan el ecologismo premonitorio que se manifiesta en la obra de Chéjov. Así, en El caramillo, un pastor le cuenta al personaje testigo cómo, de resultas de la acción humana, han desaparecido en pocos años las aves, los lobos, los zorros, los alces. El mismo pastor, que piensa que el mundo va al desastre, pregunta: «¿Qué falta hace la inteligencia si todo se encamina a su fin?». El tema del amor se repite: en Relato de la señorita NN, el amor entre tal personaje y un hombre no podrá lograrse por los prejuicios de la diferencia social; sin embargo, en El beso, un incidente fortuito –el beso que le dan por equivocación en un lugar oscuro– llenará de esperanza el corazón del protagonista. A partir de 1888, y de ese cuento estremecedor titulado Ganas de dormir, en que una criadita soñolienta acaba abruptamente con el motivo principal de su invencible insomnio, puede decirse que todos los cuentos seleccionados profundizan e intensifican los temas de Chéjov y su forma de concebir el relato breve como una invención literaria en que el principio de economía, la primacía de la sugerencia, debe regir implacablemente sobre el conjunto del texto. En Luces (1888), un narrador testigo asiste, una noche de agosto, al relato del ingeniero de un ferrocarril en construcción: la seducción de una antigua compañera, un error de juventud a cuya luz quiere proponer una paradójica fe en el sentido de la humanidad que sacuda a su joven interlocutor de una suerte de nihilismo. Mas la relación de cuentos memorables, algunos con aire de apólogo tradicional (El zapatero y el diablo) y otros con cierto tono fantástico (El monje negro), es larga y abundante en piezas maestras. «Yo, amigo mío, no entiendo la vida y la temo. No sé, quizá sea un hombre enfermo, desequilibrado. Un hombre normal y sano se figura que entiende todo lo que ve y oye, pero yo he perdido esa certidumbre y cada día que pasa me dejo envenenar más por el miedo. Existe una enfermedad que consiste en el miedo al espacio; yo, en cambio, tengo miedo a la vida. Cuando me tumbo sobre la hierba y paso largo rato contemplando un insecto nacido la víspera y que no comprende nada, tengo la impresión de que su vida se compone de una sucesión ininterrumpida de terrores y me reconozco en él», le cuenta un personaje al narrador testigo en Terror (1892). Con el paso del tiempo, en los cuentos de Chéjov van proliferando esos narradores que cuentan una historia, como si el hacerlo pudiese darle un significado que no tuvo al producirse como hecho o suceso, y su conversión en narración fuese, precisamente, lo único que puede dar sentido a tanto absurdo. Así se nos cuenta la historia de la frívola Ariadna (1895), también por medio de un narrador testigo, y así nos cuenta su historia el curioso personaje de Casa con desván (1896), para quien la instrucción pública es sólo una trampa consoladora, y por medio de historias que los personajes se cuentan los unos a los otros, en la forma de un corpus de «relatos de relatos» se cuentan y escuchan historias extrañas y tristes los cazadores de esa curiosa trilogía formada por El hombre enfundado, Las grosellas y Del Amor (1898). En el prólogo, el traductor aclara que en su antología ha recogido cuentos ya conocidos junto con otros inéditos en español, o que no tienen tanta difusión. Entre todos ellos incluye La dama del perrito (1899), un cuento que para muchos lectores es el más representativo del universo de Chéjov, por la sutileza con que se muestra el escenario –Yalta, ciudad de veraneo, y su entorno–; por la magistral presentación de los personajes –utilizando solamente los datos imprescindibles e incluso renunciando a señalar aspectos que podrían enriquecer el relato–; por hacerles decir y hacer lo imprescindible para conseguir la máxima expresividad narrativa; por lo perfectamente perfilado de la trama, trazada con Página 3 de 4 naturalidad y sin estridencia pese al adulterio clandestino de que se trata. La dama del perrito, en diecinueve páginas, es capaz de ofrecernos una densidad extraordinaria, y puede ser paradigmático de la capacidad del cuento para conseguir en la mínima extensión lo que en la novela requiere acumulación de material y caudalosos enredos verbales. La asombrosa certeza y verosimilitud con que está desarrollada la metamorfosis de ambos personajes es clara muestra de lo que puede llegar a dar de sí el cuento literario. Sin embargo, dar a La dama del perrito el primer lugar entre los cuentos de Chéjov recogidos en esta excelente antología no tendría sentido. Además de algunos cuentos a los que ya se ha aludido, hay en la colección muchos otros relatos excepcionales y que, además, complementan una obra que, definida por esos temas centrales –la imposibilidad, o al menos la dificultad, del encuentro entre los seres humanos, cuyo sentido no está claro, en un mundo natural lleno de fuerza y hermosura–, ofrece facetas y planos diferentes. En Campesinas (1891) se describe una historia de machismo y crueldad, con el estrambote de que el hijo de una víctima es la nueva víctima del brutal sujeto, convertido en su tutor-explotador. En La cigarra (1892) conocemos cómo una mujer con pretensiones artísticas no comprende la valía de su marido hasta que éste fallece. Vecinos (1892), En el carro (1897), La nueva dacha (1899), En fiesta (1900) o El obispo (1902), último relato que incluye el libro, serían otras piezas magistrales, necesarias para completar la perspectiva narrativa, el juego de voces, pero también el panorama moral que la obra de Chéjov pretende transmitir. Porque estos cuentos, que siguen tan frescos y vivos al hablarnos de las inquietudes existenciales del ser humano y su infierno terrestre, son también un extraordinario documento para conocer el tiempo y el mundo en que fueron escritos, y para comprender que, salvando el atrezzo, todos los tiempos se parecen demasiado los unos a los otros.

http://www.revistadelibros.com/articulo_imprimible_pdf.php?art=2214&t=articulos

martes, 18 de agosto de 2015

Exordio y "Calipso, la ninfa despreciada" de Los olvidados.

Exordio
Las pasiones renacen en los
cuentos que contamos.
Luis Quintana Tejera.
Los olvidados, 
Editorial Miguel Ángel Porrúa.

La historia conserva el pasado, pero lo hace de una manera tan imperfecta que muchos nombres que brillaron ayer, hoy prácticamente nadie los recuerda. Aquella sonrisa del amante que fuera cancelada por el cuchillo asesino, las terribles nostalgias del guerrero sediento, las promesas incumplidas de quienes violaron los secretos sagrados de los dioses están guardadas en frágiles recipientes de papel que el tiempo y el tedio difuminan poco a poco.
     Porque en cada corazón que buscó a cada instante el elixir mágico de la eternidad se hallaba un ser humano, un ser humano integral entramado por la curiosa tela de la existencia en donde todo cabe: pasiones, entusiasmos, arrebatos, delirios, buenas y malas intenciones, fe, impulsos siniestros que alternaban con pesquisas auténticas; en fin, todo aquello que hace ser a un individuo lo que realmente es.
     Y la historia nunca supo descubrir ese sutil secreto que le hubiera permitido llegar al hondo abismo en que habita el hombre de todas las épocas y allí —guiada por la luz del carisma y la razón— habría desentrañado la esencia de quien ama y sufre, espera y sospecha; le hubiera autorizado a entender que detrás de cada uno de los acontecimientos que llegó a describir con parsimonia morbosa se hallaba alguien que se movía inquieto por los rincones de su propio pasado.
     Pero a la historia le faltó la capacidad para manejar los hechos con la suficiente veracidad como para permitirles llegar a ser eternos; le faltó ese toque mágico que sólo puede conceder la literatura. La historia de Cristo narrada en tantos manuales de confrontadas posiciones ideológicas no puede compararse con la frescura innata de los evangelios, con la palabra de Mateo y Marcos, Lucas y Juan quienes supieron volcar en términos poéticos las enseñanzas de alguien que vivió y sufrió, amó y se entregó por la causa inconsistente de la humanidad. Hoy se dicen tantas cosas, se remueven tantos supuestos misterios que llevan por firma la mentada autenticidad de la historia. Pero nada mejor que tomar contacto con las enseñanzas de aquel a quien Dante llamó “Suprema Sabiduría”, para desterrar de nuestros curiosos corazones la insidia que los mensajes de los “profetas” modernos nos traen. La historia enseña que hubo un pasado, la literatura recrea ese ayer con el toque fantástico que su capacidad para fabular le otorga.
     Los olvidados tiene derecho a ocupar en este presente de mi relato el sitio que la tradición les ha negado; ellos reaparecen selectivamente escogidos y emergen de sus mundos distantes, dueños de una palabra que les permitirá gritar sus propias verdades, les autorizará a ser por fin más allá de los esquemas que encuadraron sus vidas en el mínimo espacio de dos o tres renglones en que insanas enciclopedias los contienen.
     En medio de las sombras de la historia nace la luz que la literatura nos da. Hurgando en documentos imperfectos he hallado la esencia de hombres como tú y yo a quienes les faltó decir mucho más, quienes se quedaron a la mitad de discursos trascendentes y que hoy reaparecen para contarte lo que nunca llegaste a saber.
     Hagamos un recorrido por los corazones y dejemos a un lado la mentirosa verdad que la tradición nos enseñó a creer.














Calipso, la ninfa despreciada.
(820 a. C. — )

Siento latir en mi corazón
el gesto amargo que el pasado me envía.
Más allá de los hombres están los dioses
soberanos; ellos viven y sueñan,
desean cumplir con un fervor reverente
el papel que el hado les ha impuesto.
Pero, ¡oh destino ingrato que mueves los hilos
a tu antojo!, ¿por qué te empeñas en desviar hacia
la ruta de las sombras los claros senderos
de tus hijos?


¿Han reflexionado alguna vez sobre la soledad de los dioses? La infinita grandeza que los reviste proyecta su figura eterna en el espejo imperfecto de la vida y allí puede contemplarse de qué manera, en el mar de la existencia, hay olas más violentas que otras que marchan a su antojo por las corrientes terrenales.
     A Calipso y a Odiseo los une el mar inmenso; los une y los forja en destinos contradictorios y sangrientos. Ella, desde la isla Ogigia en que habitaba y él, desde su regreso azaroso por el ponto inmenso el cual reservaba —para su prepotencia varonil— obstáculos difíciles de sortear. Ambos buscaron con ahínco la felicidad que les permitiera ser individuos realizados más allá de cualquiera otra circunstancia.   Antes de que apareciera en su existencia Calipso, Odiseo sólo pensaba en la lejana Ítaca, en Penélope y en su hijo Telémaco. Este tríptico sagrado estaba en su corazón y había arraigado de tal manera que no pasaba un solo día de su estancia terrenal sin detener su pensamiento en ellos.
     Cuando el héroe naufragó en la isla misteriosa, Calipso le ofreció su generosa hospitalidad y lo alimentó con los manjares que sólo los dioses consumían. Odiseo no olvidó su objetivo último, pero sí se dejó consentir en los brazos de la ninfa, quien mediante promesas pretendía vanamente conservarlo a su lado.
     Calipso era la hija del poderoso Atlante y vivía en ese territorio rodeado por el mar infinito, acompañada únicamente por su servidumbre y algunos dioses que de vez en vez la visitaban para distraer sus ocios y disfrutar de la belleza que el paisaje —generoso sin reservas— ofrecía a sus ojos.
     La imagen de Calipso llega a mí a través de siglos de historia mitológica en donde la envidia, la rivalidad y el rencor han hecho su terrible cosecha. Ella me recuerda el modelo universal del amor contrariado por efecto del destino; es una mujer —aunque diosa imperfecta también— que ha sufrido por culpa de los hombres y que ha vivido la ingente contradicción de ser fémina en territorio sólo habitado por el macho humano. Dido, Cleopatra, Calpurnia y tantas otras saben del egoísmo del hombre que vertiginosamente ama, disfruta y olvida.
     Era una bella mujer y cuando me detengo a pensar en su físico perfecto mi corazón brinca de emoción incontenible. La veo ahí, cerca, muy cerca de mi pluma indagadora y no puedo menos que describir su belleza.
     La blancura de su cuerpo, la delicadeza de sus manos, el rubio cabello ensortijado, sus senos perfectos en donde rosados pezones irradiaban luz y despertaban al deseo, sus rodillas dispuestas a transitar por los largos senderos de la idea, sus pies envueltos en sandalias de oro, sus ojos, su boca, su sexo. Todo en ella era paz y alegría.
...
— La gente que me rodea sabe de mi soledad y trata de consolarme con fiestas vacías. Danzan a mi alrededor doncellas que el padre Atlante me ha enviado; tañen instrumentos de cuerda ejecutantes eternos de la música y cuando quiero dejarme llevar por el sonido hechicero una voz me recuerda que en mi vida falta la luz del amor.
Esta gruta en la que habito tiene todo lo que un ser viviente puede desear: la parra que oculta la entrada de miradas indiscretas, la verde pradera que la circunda sembrada del oloroso perejil y de los lirios fugaces, los cuatro riachuelos que riegan sin cesar los campos sedientos y, sobre todo, los bosquecillos con plantíos de robustos olmos, chopos estilizados que apuntan al cielo de cada mañana, multicolores álamos y pequeños cipreses que beben a orillas del río el alimento cotidiano.
Pero de manera muy especial, me maravillo y me lleno de emoción al contemplar los hermosos lirios que emergen entre las ramas de sus plantas como una fiesta de color y alegría; los hay de todos los matices: el verde tenue, el blanco pálido que mucho se acerca al amarillo, el intenso morado, el naranja jaspeado aquí y allá por sutiles manchas de color negro. Todo, todo esto llena mi alma y da luz a mi corazón. Pero esa luz no parece ser suficiente, porque cuando me alejo del paisaje y me sumerjo en el misterio de mi gruta, algo adentro, muy adentro, me grita que mi físico, mi alma, mis entrañas necesitan más.
Hoy he recorrido mi cuerpo con dedos ansiosos que lo exploran; toqué delicadamente mis senos frágiles y mis manos contemplaron mi organismo desnudo con una ansiedad sin límites; los vellos de mi pubis son rubios como lo son también los cabellos que trenzados diariamente iluminan mi cabeza.
Y he llegado hasta mi intimidad de mujer en donde domina un profundo silencio; mi clítoris —más sensible hoy que nunca— recibe las caricias de mis dedos y se contorsiona bajo el efecto del placer solitario.
...
     Calipso estaba acostumbrada a la grandeza de su origen y, aparentemente, se sentía muy bien en la bella isla de sus sueños; pero los arrebatos oníricos que noche a noche la perseguían sin enfado le anunciaban que la desgracia del ser vivo nunca amengua; por el contrario, puede ser mayor que lo que ha sido.
     Soñó con un hombre triunfador, prepotente y altanero que llegaba a su encuentro; que comía de las olorosas uvas en la entrada de la isla; que bebía el dulce néctar de los dioses y saboreaba el vino apacible que manos y pies diligentes habían preparado para ellos.
     Ese hombre se inclinaba ante su cuerpo y la besaba, la besaba con un beso infinito que unía sus labios sedientos de lujuria. Le prometía amor eterno y, de pronto, la imagen de ese individuo se perdía en medio de una nube arrebatadora y cruel.
     Lo que Calipso no sabía era que los dioses le tenían preparada una tregua para su soledad. Cuando llegó Odiseo ella lo recibió con curiosidad y, su carácter hospitalario  —así lo había aprendido de las divinidades— brindó protección, alimento y amparo al forastero. Un día, sin saber el porqué ni el cómo, se descubrió perdidamente enamorada de ese hombre de piel blanca quemada por el sol de tantos amaneceres.
     Se entregó a él sin contemplaciones. Lo amó con la intensidad que sólo puede amar un corazón herido de muerte por la soledad e inundado por el inmenso deseo de volver a latir al unísono con otro corazón.
     Odiseo llegaba hambriento y desgastado por el largo suplicio del exilio. Había cumplido con el objetivo primero de su empresa: destruir a Troya. Aún resonaba en sus oídos el eco del relincho funesto del caballo artificial que había sido engendrado por su ingenio magnífico.
     Sentía en sus entrañas el vibrar de la victoria; pero la enemistad con Poseidón resultó nefasta. Ahora sólo le quedaba buscar refugio en la isla Ogigia para meditar con calma su retorno.
     Los brazos de Calipso recibieron al recién llegado más con pasión que con amor, más con lujuria radiante que cariño verdadero, con mayor entrega carnal que realización auténticamente sensible. Pero poco a poco los sentimientos y actitudes de la diosa fueron cambiando y en su futuro vio la posibilidad que ella creía real — ¡pobre marioneta en manos del caprichoso destino!—, de tener un hogar en esta misma isla donde había vivido tan sola.
     Le dijo a Odiseo que le daría la vida eterna si se quedaba con ella para siempre y que lo haría feliz, inmensamente dichoso, con toda esa ternura que durante años había guardado únicamente para él.
     El héroe pareció aceptar la tentadora oferta aun cuando en lo más oculto de su condición de padre y esposo una voz le indicaba que debía alejarse.
     A las noches de desenfrenada pasión en brazos de Calipso seguían los amaneceres llenos de añoranza. Dejaba a la diosa en el lecho y se iba a la orilla del mar, y allí contemplaba el horizonte, miraba hacia el infinito y columbraba lejos, muy lejos a Ítaca, a Penélope y al inocente Telémaco. Sus ojos no podían contenerse en estos momentos y comenzaba a llorar con una ternura contrastante con su pecho de varón indomable.
     Una de esas mañanas vio o creyó ver en la calma infinita del océano recóndito una mujer que lo llamaba; se parecía a Penélope, pero no era ella; en realidad era semejante a una troyana que había conocido en Ilión y a la que hubiera llegado a amar si el recuerdo de su cónyuge no se lo impidiera. Le mostraba su cuerpo desnudo de la cintura hacia arriba y tenía los senos equilibrados y perfectos. Y esos pechos no eran pechos sensuales de mujer, sino fuente inmensa en donde alguna vez había amamantado; más que los senos de su madre recordó los de Euriclea y su llanto se redobló aún más. Había dejado hacía ya muchos años la tierra querida y el camino del mar lo podría llevar de regreso, pero para conseguirlo necesitaba derrotar la ira de Poseidón.
     En medio de sus cavilaciones su corazón latía con intensidad creciente; notaba más que nunca el abismo que separa el “querer” del “poder”. Temía que Calipso hubiera emponzoñado sus bebidas con un vino hechicero y, después de pasar varias horas a la orilla del ponto infinito, regresaba a los brazos de la reina.
...
— ¿Qué es la eternidad me pregunto? Acaso será grato seguir viviendo más allá de los límites que nuestro propio cuerpo imponga. En mi condición actual puedo correr, blandir la espada, tensar el arco, desafiar al destino; pero, ¿qué sucedería si todo se hallara previamente establecido, como me lo han enseñado, y yo no contara con la opción de morir? Es probable que Calipso tenga algo de razón al ofrecerme la inmortalidad; ella sabe que me veré tentado y aceptaré su oferta. Pienso que no todos los hombres anhelan pervivir más allá de su tiempo y su espacio. Encuentro a la eternidad aburrida en exceso, al menos la inmortalidad en la que uno debe participar como actor perenne; la otra, la inmortalidad que tiene asiento en la memoria de los hombres no me molesta tanto, porque yo seré en ella actor inconsciente. ¡Ojalá Zeus y Atenea me den la fuerza suficiente, el equilibrio y la inteligencia que me hacen falta para moverme en el terreno peligroso de las promesas y las dádivas! Si la vida es una carga que llevamos sobre nuestros hombros a pesar de nosotros mismos, ¿para qué desear prolongarla más allá de lo imprescindible?
...
     A Odiseo le ocurría como les sucede a muchos hombres; tratan de hallar justificación para los hechos que los atormentan y, cuando llegan a una conclusión, válida y suficiente —al menos para su micro universo— resultan convencidos por un breve lapso, para retornar después a los mismos planteamientos anteriores.
     Lo digo, porque Odiseo deseaba a Calipso mientras ella se aferraba a él con uñas y dientes, con decisión y firmeza, con insidia amorosa que por momentos se parecía a un tierno acto de amor y por otros resultaba un arrebato pasional desmedido y brutal.
     Ella le mostró los deleites del sexo: prolongó los momentos del placer más allá de lo imaginado; atrapó entre sus piernas perfectas ese otro cuerpo gallardo y descomunal; lo besó poco a poco: su boca, sus ojos, sus orejas, su cuello, su tórax prepotente, su vientre, su intimidad de varón conocieron el deleite de esos labios que habían nacido más para banquete de dioses que para deleite de mortales; le enseñó que el placer es infinito y le volvió a prometer que si se quedaba con ella el sexo sería inigualablemente infinito, sospechosamente perfecto; le dio a beber la pócima traicionera que obliga a amar a quien no ama; lo atrapó no sólo mediante la magia de su cuerpo, sino también gracias al hechizo de sus palabras.
     Cuando Odiseo quiso hablar guiado por la nostalgia de la batalla, Calipso lo escuchó con entrega y verdadera vocación; le oyó contar sus hazañas y se integró a ellas de tal manera que al hacerlo se estaba incorporando también al alma y al corazón de su amante. Fue un oído abierto que supo escuchar sin recelos, ni aburrimientos. El Laertíada volvió a vivir cada uno de los instantes que le hicieran saltar a la fama y por esta razón creyó amarla de una forma diferente, creyó amarla cuando en realidad le estaba agradeciendo la misericordia infinita que ella demostraba para sus hazañas inmortales; siendo diosa se tornaba mortal ante sus ojos para comprenderlo y quererlo mejor.
     No obstante lo anterior, al padre de Telémaco le aburría la inacción de la isla; no sabía si añoraba más el campo de batalla o su casa. Calipso —siempre pendiente de sus deseos— recreó para él una llanura inmensa en donde había guerreros sedientos de combate que querían destruirlo. Odiseo los venció a todos en menos de cinco días y al probar la sangre del combate recordó, no pudo evitarlo, que muchos guerreros semejantes estarían en su casa —huérfana de hombre— aguardando la decisión de Penélope. Al vibrar su corazón invadido por este sentimiento salió huyendo de la isla y se arrojó al mar, y comenzó a nadar en la dirección de Ítaca. Poseidón lo vio desarmado y solo y desencadenó una tormenta terrible que hubiera hecho sucumbir al guerrero a no ser por la intervención oportuna de Calipso.
     Los dioses seguían sin ver las desgracias del héroe itacense, pero muy pronto Atenea, la diosa que amaba a los griegos, intercedería por él.
     Un día Odiseo —frente al mar nuevamente— se entregó a una serie de reflexiones que terminaron de conmover el ánimo de la hija de Zeus, aquella, la de los ojos escudriñadores y perfectos como los de la lechuza en medio de la noche. Se dijo a sí mismo en intenso monólogo.
— Era él un hombre poderoso que en todo momento había cumplido con las reclamaciones de los dioses; se había enfrentado a su destino con honra y, a pesar de la distancia, seguía fiel a su esposa, a su patria y a sus ideales más queridos. En esta isla y en brazos de Calipso, ¿era un prisionero o un amante complaciente?
     Lo que no se detuvo a pensar es que en la peregrina condición del ser humano se puede llegar a ser un prisionero del amor, y en esto precisamente estribaba su verdadera condición.
      Observaba que sus sentimientos hacia Calipso habían ido cambiando con el tiempo; primero, la deseó con pasión incontenible; luego, disfrutó a su lado los encantos de la isla; por momentos se sentía tan bien que llegó a creer que la amaba, para comprender finalmente que esto último era tan sólo un espejismo producto de su soledad y ausencia;  se vio inmerso en el hastío que le ocasionaba el estar con ella y la                                                                                                                                                odió —a pesar de todo— con una entrañable ternura y se vio feliz cuando Zeus decretó su regreso.
     Atenea reprochó airada a su padre el abandono de Odiseo; le recordó que los hombres se buscan ellos solos sus desgracias como le pasó a Egisto, pero el héroe ingenioso no había hecho nada para merecer este presente de ingratitud y, sin embargo, estaba sufriendo por la ira irrefrenable de Poseidón.
     Hermes, el asesino del gigante Argos, el viajero incansable de los cielos de Grecia, el mensajero eficiente, batió las alas de sus sandalias y llegó a la isla para ordenar a Calipso en nombre del dios terrible que dejara partir a Odiseo.
...
— No te corresponde a ti —Calipso— juzgar las decisiones de los olímpicos; en tu ánimo debe prevalecer la obediencia; has disfrutado del héroe más de seis años; ya el tiempo de tu felicidad transitoria ha llegado a su fin. Eres diosa inmortal, pero en el amor te has comportado como mujer perecedera. Obra ahora como divinidad y reviste tu corazón de la fortaleza necesaria para renunciar al bien que la fortuna te había dado y que ahora te arrebata justicieramente.
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     El destino trata por igual a los hombres de todas las épocas; tanto los antiguos como los contemporáneos están sujetos a decisiones superiores que no pueden ser controladas de manera alguna. Un hombre marcha a la guerra reclutado por el bien de la patria; un inocente es condenado a muerte por un asesinato que no cometió; una mujer confiesa bajo tortura que ella es la responsable de algo que ni siquiera entiende; un latino recibe las limosnas que los gringos le dan; un niño sufre hambre y no comprende; un demonio anda suelto y busca prosélitos para su causa. Son manifestaciones parciales de la injusticia en donde descubrimos a las almas desgastadas por la inercia y el dolor; son las expresiones del destino. Pero, ¿qué es el destino? Es esa fuerza ciega que nos obliga a actuar cuando quisiéramos estar quietos, nos obliga a gritar cuando permanecíamos callados, nos orilla al llanto justo en el instante en que a nuestros labios asomaba una sonrisa.
     Calipso acusa a los dioses de una de las plagas que ha aquejado a la humanidad desde sus orígenes: la envidia. Es la envidia nuestra de cada día la que ha llevado a los olímpicos a arrebatarle a Odiseo. Ella lo acepta y permite que el héroe parta en cumplimiento de su destino.
     La alegría del hijo de Laertes no podía ser mayor; sus preciosos momentos en los brazos de Calipso habían pasado ya; sentía una suerte de piedad por la reina, pero no podía remediarlo; su verdadero lugar estaba en Ítaca. Allí sería el rey que traería con su presencia el restablecimiento del orden; la paz y la reorganización social volverían a imperar con su retorno.
     Los grandes contrastes de la vida prevalecen de nuevo: La felicidad del que se iba se opone a la tristeza desoladora de aquella que permanece en el lugar de siempre. La diosa no podía contener las lágrimas y en medio de su llanto recordaba el breve pasado que la uniera al malagradecido Odiseo.
...
— Estoy nuevamente sola. Me enfrento a un futuro en donde toda la isla me hablará de Odiseo: la viña de la entrada me permite verlo saboreando la uva deliciosa; me parece encontrarlo en cada recoveco de la gruta; cuando las aves cantan expresan ellas también la nostalgia que me domina.
¿Qué haré ahora? Cuando él llegó creí poner fin a mi tristeza; a partir de su ausencia sólo la muerte tendrá sentido para mí. Pero, ¿cómo hablo de la muerte? La muerte únicamente puede ser el consuelo de los mortales; los inmortales no contamos siquiera con la opción del suicidio.
Suplico al padre Zeus que me arrebate la existencia y que —pasando por alto mi frágil eternidad— envíe uno de sus rayos para borrar mi imagen de la faz de la tierra.
...
     El Cronida la miraba desde lejos, la miraba sonriendo, porque él sabía mejor que nadie que los inmortales deben ajustarse a otros plazos diferentes en donde la posibilidad de la muerte es muy lejana.
     Calipso se duerme esa noche contemplando la inmensidad del sitio que habitaba. Piensa en Odiseo y se entrega a un canto silencioso, canto de dolor y angustia, de reproche y celos. No puede creer que ha perdido en un segundo lo que atesoró durante largos años.
...
—Aunque tendría que ser así, no puedo desearte lo mejor. Sumida en el silencio de mi propio paisaje siento odio por ti; porque me abandonaste cuando más te necesitaba y porque fuiste fiel a las palabras del Zeus tonante y dejaste a un lado mi propia realidad.
He conservado conmigo un par de sandalias que olvidaste en la alcoba; aunque parezca mentira ese calzado me habla de ti a cada instante. Con él recorriste nuestra isla, pisaste cada tramo que nos llevó desde el mar hasta el lecho. Te lo quitaste para estar conmigo y tus pies hermosamente perfectos vibraron bajo el impulso del amor.
Te sigo amando con un odio renovado. Nunca acabaré mi queja plañidera, porque la vida me ha enseñado que hombres como tú representan el alfa y el omega de una mujer. En el principio fuiste fiel a lo que supiste entregarme; en este fin que a mí me lastima como nada puede hacerlo en el mundo, te extraño hondamente. Seguiré viviendo sólo porque no me está autorizada otra salida. Cuando estés en brazos de Penélope me recordarás, no podrás evitarlo. Estas lágrimas que se deslizan por mi cara son el mejor testimonio de la pasión que nunca morirá. Te prometí la eternidad a mi lado y tú me has dado a cambio la inmortalidad de mi llanto.