martes, 18 de agosto de 2015

Exordio y "Calipso, la ninfa despreciada" de Los olvidados.

Exordio
Las pasiones renacen en los
cuentos que contamos.
Luis Quintana Tejera.
Los olvidados, 
Editorial Miguel Ángel Porrúa.

La historia conserva el pasado, pero lo hace de una manera tan imperfecta que muchos nombres que brillaron ayer, hoy prácticamente nadie los recuerda. Aquella sonrisa del amante que fuera cancelada por el cuchillo asesino, las terribles nostalgias del guerrero sediento, las promesas incumplidas de quienes violaron los secretos sagrados de los dioses están guardadas en frágiles recipientes de papel que el tiempo y el tedio difuminan poco a poco.
     Porque en cada corazón que buscó a cada instante el elixir mágico de la eternidad se hallaba un ser humano, un ser humano integral entramado por la curiosa tela de la existencia en donde todo cabe: pasiones, entusiasmos, arrebatos, delirios, buenas y malas intenciones, fe, impulsos siniestros que alternaban con pesquisas auténticas; en fin, todo aquello que hace ser a un individuo lo que realmente es.
     Y la historia nunca supo descubrir ese sutil secreto que le hubiera permitido llegar al hondo abismo en que habita el hombre de todas las épocas y allí —guiada por la luz del carisma y la razón— habría desentrañado la esencia de quien ama y sufre, espera y sospecha; le hubiera autorizado a entender que detrás de cada uno de los acontecimientos que llegó a describir con parsimonia morbosa se hallaba alguien que se movía inquieto por los rincones de su propio pasado.
     Pero a la historia le faltó la capacidad para manejar los hechos con la suficiente veracidad como para permitirles llegar a ser eternos; le faltó ese toque mágico que sólo puede conceder la literatura. La historia de Cristo narrada en tantos manuales de confrontadas posiciones ideológicas no puede compararse con la frescura innata de los evangelios, con la palabra de Mateo y Marcos, Lucas y Juan quienes supieron volcar en términos poéticos las enseñanzas de alguien que vivió y sufrió, amó y se entregó por la causa inconsistente de la humanidad. Hoy se dicen tantas cosas, se remueven tantos supuestos misterios que llevan por firma la mentada autenticidad de la historia. Pero nada mejor que tomar contacto con las enseñanzas de aquel a quien Dante llamó “Suprema Sabiduría”, para desterrar de nuestros curiosos corazones la insidia que los mensajes de los “profetas” modernos nos traen. La historia enseña que hubo un pasado, la literatura recrea ese ayer con el toque fantástico que su capacidad para fabular le otorga.
     Los olvidados tiene derecho a ocupar en este presente de mi relato el sitio que la tradición les ha negado; ellos reaparecen selectivamente escogidos y emergen de sus mundos distantes, dueños de una palabra que les permitirá gritar sus propias verdades, les autorizará a ser por fin más allá de los esquemas que encuadraron sus vidas en el mínimo espacio de dos o tres renglones en que insanas enciclopedias los contienen.
     En medio de las sombras de la historia nace la luz que la literatura nos da. Hurgando en documentos imperfectos he hallado la esencia de hombres como tú y yo a quienes les faltó decir mucho más, quienes se quedaron a la mitad de discursos trascendentes y que hoy reaparecen para contarte lo que nunca llegaste a saber.
     Hagamos un recorrido por los corazones y dejemos a un lado la mentirosa verdad que la tradición nos enseñó a creer.














Calipso, la ninfa despreciada.
(820 a. C. — )

Siento latir en mi corazón
el gesto amargo que el pasado me envía.
Más allá de los hombres están los dioses
soberanos; ellos viven y sueñan,
desean cumplir con un fervor reverente
el papel que el hado les ha impuesto.
Pero, ¡oh destino ingrato que mueves los hilos
a tu antojo!, ¿por qué te empeñas en desviar hacia
la ruta de las sombras los claros senderos
de tus hijos?


¿Han reflexionado alguna vez sobre la soledad de los dioses? La infinita grandeza que los reviste proyecta su figura eterna en el espejo imperfecto de la vida y allí puede contemplarse de qué manera, en el mar de la existencia, hay olas más violentas que otras que marchan a su antojo por las corrientes terrenales.
     A Calipso y a Odiseo los une el mar inmenso; los une y los forja en destinos contradictorios y sangrientos. Ella, desde la isla Ogigia en que habitaba y él, desde su regreso azaroso por el ponto inmenso el cual reservaba —para su prepotencia varonil— obstáculos difíciles de sortear. Ambos buscaron con ahínco la felicidad que les permitiera ser individuos realizados más allá de cualquiera otra circunstancia.   Antes de que apareciera en su existencia Calipso, Odiseo sólo pensaba en la lejana Ítaca, en Penélope y en su hijo Telémaco. Este tríptico sagrado estaba en su corazón y había arraigado de tal manera que no pasaba un solo día de su estancia terrenal sin detener su pensamiento en ellos.
     Cuando el héroe naufragó en la isla misteriosa, Calipso le ofreció su generosa hospitalidad y lo alimentó con los manjares que sólo los dioses consumían. Odiseo no olvidó su objetivo último, pero sí se dejó consentir en los brazos de la ninfa, quien mediante promesas pretendía vanamente conservarlo a su lado.
     Calipso era la hija del poderoso Atlante y vivía en ese territorio rodeado por el mar infinito, acompañada únicamente por su servidumbre y algunos dioses que de vez en vez la visitaban para distraer sus ocios y disfrutar de la belleza que el paisaje —generoso sin reservas— ofrecía a sus ojos.
     La imagen de Calipso llega a mí a través de siglos de historia mitológica en donde la envidia, la rivalidad y el rencor han hecho su terrible cosecha. Ella me recuerda el modelo universal del amor contrariado por efecto del destino; es una mujer —aunque diosa imperfecta también— que ha sufrido por culpa de los hombres y que ha vivido la ingente contradicción de ser fémina en territorio sólo habitado por el macho humano. Dido, Cleopatra, Calpurnia y tantas otras saben del egoísmo del hombre que vertiginosamente ama, disfruta y olvida.
     Era una bella mujer y cuando me detengo a pensar en su físico perfecto mi corazón brinca de emoción incontenible. La veo ahí, cerca, muy cerca de mi pluma indagadora y no puedo menos que describir su belleza.
     La blancura de su cuerpo, la delicadeza de sus manos, el rubio cabello ensortijado, sus senos perfectos en donde rosados pezones irradiaban luz y despertaban al deseo, sus rodillas dispuestas a transitar por los largos senderos de la idea, sus pies envueltos en sandalias de oro, sus ojos, su boca, su sexo. Todo en ella era paz y alegría.
...
— La gente que me rodea sabe de mi soledad y trata de consolarme con fiestas vacías. Danzan a mi alrededor doncellas que el padre Atlante me ha enviado; tañen instrumentos de cuerda ejecutantes eternos de la música y cuando quiero dejarme llevar por el sonido hechicero una voz me recuerda que en mi vida falta la luz del amor.
Esta gruta en la que habito tiene todo lo que un ser viviente puede desear: la parra que oculta la entrada de miradas indiscretas, la verde pradera que la circunda sembrada del oloroso perejil y de los lirios fugaces, los cuatro riachuelos que riegan sin cesar los campos sedientos y, sobre todo, los bosquecillos con plantíos de robustos olmos, chopos estilizados que apuntan al cielo de cada mañana, multicolores álamos y pequeños cipreses que beben a orillas del río el alimento cotidiano.
Pero de manera muy especial, me maravillo y me lleno de emoción al contemplar los hermosos lirios que emergen entre las ramas de sus plantas como una fiesta de color y alegría; los hay de todos los matices: el verde tenue, el blanco pálido que mucho se acerca al amarillo, el intenso morado, el naranja jaspeado aquí y allá por sutiles manchas de color negro. Todo, todo esto llena mi alma y da luz a mi corazón. Pero esa luz no parece ser suficiente, porque cuando me alejo del paisaje y me sumerjo en el misterio de mi gruta, algo adentro, muy adentro, me grita que mi físico, mi alma, mis entrañas necesitan más.
Hoy he recorrido mi cuerpo con dedos ansiosos que lo exploran; toqué delicadamente mis senos frágiles y mis manos contemplaron mi organismo desnudo con una ansiedad sin límites; los vellos de mi pubis son rubios como lo son también los cabellos que trenzados diariamente iluminan mi cabeza.
Y he llegado hasta mi intimidad de mujer en donde domina un profundo silencio; mi clítoris —más sensible hoy que nunca— recibe las caricias de mis dedos y se contorsiona bajo el efecto del placer solitario.
...
     Calipso estaba acostumbrada a la grandeza de su origen y, aparentemente, se sentía muy bien en la bella isla de sus sueños; pero los arrebatos oníricos que noche a noche la perseguían sin enfado le anunciaban que la desgracia del ser vivo nunca amengua; por el contrario, puede ser mayor que lo que ha sido.
     Soñó con un hombre triunfador, prepotente y altanero que llegaba a su encuentro; que comía de las olorosas uvas en la entrada de la isla; que bebía el dulce néctar de los dioses y saboreaba el vino apacible que manos y pies diligentes habían preparado para ellos.
     Ese hombre se inclinaba ante su cuerpo y la besaba, la besaba con un beso infinito que unía sus labios sedientos de lujuria. Le prometía amor eterno y, de pronto, la imagen de ese individuo se perdía en medio de una nube arrebatadora y cruel.
     Lo que Calipso no sabía era que los dioses le tenían preparada una tregua para su soledad. Cuando llegó Odiseo ella lo recibió con curiosidad y, su carácter hospitalario  —así lo había aprendido de las divinidades— brindó protección, alimento y amparo al forastero. Un día, sin saber el porqué ni el cómo, se descubrió perdidamente enamorada de ese hombre de piel blanca quemada por el sol de tantos amaneceres.
     Se entregó a él sin contemplaciones. Lo amó con la intensidad que sólo puede amar un corazón herido de muerte por la soledad e inundado por el inmenso deseo de volver a latir al unísono con otro corazón.
     Odiseo llegaba hambriento y desgastado por el largo suplicio del exilio. Había cumplido con el objetivo primero de su empresa: destruir a Troya. Aún resonaba en sus oídos el eco del relincho funesto del caballo artificial que había sido engendrado por su ingenio magnífico.
     Sentía en sus entrañas el vibrar de la victoria; pero la enemistad con Poseidón resultó nefasta. Ahora sólo le quedaba buscar refugio en la isla Ogigia para meditar con calma su retorno.
     Los brazos de Calipso recibieron al recién llegado más con pasión que con amor, más con lujuria radiante que cariño verdadero, con mayor entrega carnal que realización auténticamente sensible. Pero poco a poco los sentimientos y actitudes de la diosa fueron cambiando y en su futuro vio la posibilidad que ella creía real — ¡pobre marioneta en manos del caprichoso destino!—, de tener un hogar en esta misma isla donde había vivido tan sola.
     Le dijo a Odiseo que le daría la vida eterna si se quedaba con ella para siempre y que lo haría feliz, inmensamente dichoso, con toda esa ternura que durante años había guardado únicamente para él.
     El héroe pareció aceptar la tentadora oferta aun cuando en lo más oculto de su condición de padre y esposo una voz le indicaba que debía alejarse.
     A las noches de desenfrenada pasión en brazos de Calipso seguían los amaneceres llenos de añoranza. Dejaba a la diosa en el lecho y se iba a la orilla del mar, y allí contemplaba el horizonte, miraba hacia el infinito y columbraba lejos, muy lejos a Ítaca, a Penélope y al inocente Telémaco. Sus ojos no podían contenerse en estos momentos y comenzaba a llorar con una ternura contrastante con su pecho de varón indomable.
     Una de esas mañanas vio o creyó ver en la calma infinita del océano recóndito una mujer que lo llamaba; se parecía a Penélope, pero no era ella; en realidad era semejante a una troyana que había conocido en Ilión y a la que hubiera llegado a amar si el recuerdo de su cónyuge no se lo impidiera. Le mostraba su cuerpo desnudo de la cintura hacia arriba y tenía los senos equilibrados y perfectos. Y esos pechos no eran pechos sensuales de mujer, sino fuente inmensa en donde alguna vez había amamantado; más que los senos de su madre recordó los de Euriclea y su llanto se redobló aún más. Había dejado hacía ya muchos años la tierra querida y el camino del mar lo podría llevar de regreso, pero para conseguirlo necesitaba derrotar la ira de Poseidón.
     En medio de sus cavilaciones su corazón latía con intensidad creciente; notaba más que nunca el abismo que separa el “querer” del “poder”. Temía que Calipso hubiera emponzoñado sus bebidas con un vino hechicero y, después de pasar varias horas a la orilla del ponto infinito, regresaba a los brazos de la reina.
...
— ¿Qué es la eternidad me pregunto? Acaso será grato seguir viviendo más allá de los límites que nuestro propio cuerpo imponga. En mi condición actual puedo correr, blandir la espada, tensar el arco, desafiar al destino; pero, ¿qué sucedería si todo se hallara previamente establecido, como me lo han enseñado, y yo no contara con la opción de morir? Es probable que Calipso tenga algo de razón al ofrecerme la inmortalidad; ella sabe que me veré tentado y aceptaré su oferta. Pienso que no todos los hombres anhelan pervivir más allá de su tiempo y su espacio. Encuentro a la eternidad aburrida en exceso, al menos la inmortalidad en la que uno debe participar como actor perenne; la otra, la inmortalidad que tiene asiento en la memoria de los hombres no me molesta tanto, porque yo seré en ella actor inconsciente. ¡Ojalá Zeus y Atenea me den la fuerza suficiente, el equilibrio y la inteligencia que me hacen falta para moverme en el terreno peligroso de las promesas y las dádivas! Si la vida es una carga que llevamos sobre nuestros hombros a pesar de nosotros mismos, ¿para qué desear prolongarla más allá de lo imprescindible?
...
     A Odiseo le ocurría como les sucede a muchos hombres; tratan de hallar justificación para los hechos que los atormentan y, cuando llegan a una conclusión, válida y suficiente —al menos para su micro universo— resultan convencidos por un breve lapso, para retornar después a los mismos planteamientos anteriores.
     Lo digo, porque Odiseo deseaba a Calipso mientras ella se aferraba a él con uñas y dientes, con decisión y firmeza, con insidia amorosa que por momentos se parecía a un tierno acto de amor y por otros resultaba un arrebato pasional desmedido y brutal.
     Ella le mostró los deleites del sexo: prolongó los momentos del placer más allá de lo imaginado; atrapó entre sus piernas perfectas ese otro cuerpo gallardo y descomunal; lo besó poco a poco: su boca, sus ojos, sus orejas, su cuello, su tórax prepotente, su vientre, su intimidad de varón conocieron el deleite de esos labios que habían nacido más para banquete de dioses que para deleite de mortales; le enseñó que el placer es infinito y le volvió a prometer que si se quedaba con ella el sexo sería inigualablemente infinito, sospechosamente perfecto; le dio a beber la pócima traicionera que obliga a amar a quien no ama; lo atrapó no sólo mediante la magia de su cuerpo, sino también gracias al hechizo de sus palabras.
     Cuando Odiseo quiso hablar guiado por la nostalgia de la batalla, Calipso lo escuchó con entrega y verdadera vocación; le oyó contar sus hazañas y se integró a ellas de tal manera que al hacerlo se estaba incorporando también al alma y al corazón de su amante. Fue un oído abierto que supo escuchar sin recelos, ni aburrimientos. El Laertíada volvió a vivir cada uno de los instantes que le hicieran saltar a la fama y por esta razón creyó amarla de una forma diferente, creyó amarla cuando en realidad le estaba agradeciendo la misericordia infinita que ella demostraba para sus hazañas inmortales; siendo diosa se tornaba mortal ante sus ojos para comprenderlo y quererlo mejor.
     No obstante lo anterior, al padre de Telémaco le aburría la inacción de la isla; no sabía si añoraba más el campo de batalla o su casa. Calipso —siempre pendiente de sus deseos— recreó para él una llanura inmensa en donde había guerreros sedientos de combate que querían destruirlo. Odiseo los venció a todos en menos de cinco días y al probar la sangre del combate recordó, no pudo evitarlo, que muchos guerreros semejantes estarían en su casa —huérfana de hombre— aguardando la decisión de Penélope. Al vibrar su corazón invadido por este sentimiento salió huyendo de la isla y se arrojó al mar, y comenzó a nadar en la dirección de Ítaca. Poseidón lo vio desarmado y solo y desencadenó una tormenta terrible que hubiera hecho sucumbir al guerrero a no ser por la intervención oportuna de Calipso.
     Los dioses seguían sin ver las desgracias del héroe itacense, pero muy pronto Atenea, la diosa que amaba a los griegos, intercedería por él.
     Un día Odiseo —frente al mar nuevamente— se entregó a una serie de reflexiones que terminaron de conmover el ánimo de la hija de Zeus, aquella, la de los ojos escudriñadores y perfectos como los de la lechuza en medio de la noche. Se dijo a sí mismo en intenso monólogo.
— Era él un hombre poderoso que en todo momento había cumplido con las reclamaciones de los dioses; se había enfrentado a su destino con honra y, a pesar de la distancia, seguía fiel a su esposa, a su patria y a sus ideales más queridos. En esta isla y en brazos de Calipso, ¿era un prisionero o un amante complaciente?
     Lo que no se detuvo a pensar es que en la peregrina condición del ser humano se puede llegar a ser un prisionero del amor, y en esto precisamente estribaba su verdadera condición.
      Observaba que sus sentimientos hacia Calipso habían ido cambiando con el tiempo; primero, la deseó con pasión incontenible; luego, disfrutó a su lado los encantos de la isla; por momentos se sentía tan bien que llegó a creer que la amaba, para comprender finalmente que esto último era tan sólo un espejismo producto de su soledad y ausencia;  se vio inmerso en el hastío que le ocasionaba el estar con ella y la                                                                                                                                                odió —a pesar de todo— con una entrañable ternura y se vio feliz cuando Zeus decretó su regreso.
     Atenea reprochó airada a su padre el abandono de Odiseo; le recordó que los hombres se buscan ellos solos sus desgracias como le pasó a Egisto, pero el héroe ingenioso no había hecho nada para merecer este presente de ingratitud y, sin embargo, estaba sufriendo por la ira irrefrenable de Poseidón.
     Hermes, el asesino del gigante Argos, el viajero incansable de los cielos de Grecia, el mensajero eficiente, batió las alas de sus sandalias y llegó a la isla para ordenar a Calipso en nombre del dios terrible que dejara partir a Odiseo.
...
— No te corresponde a ti —Calipso— juzgar las decisiones de los olímpicos; en tu ánimo debe prevalecer la obediencia; has disfrutado del héroe más de seis años; ya el tiempo de tu felicidad transitoria ha llegado a su fin. Eres diosa inmortal, pero en el amor te has comportado como mujer perecedera. Obra ahora como divinidad y reviste tu corazón de la fortaleza necesaria para renunciar al bien que la fortuna te había dado y que ahora te arrebata justicieramente.
...
     El destino trata por igual a los hombres de todas las épocas; tanto los antiguos como los contemporáneos están sujetos a decisiones superiores que no pueden ser controladas de manera alguna. Un hombre marcha a la guerra reclutado por el bien de la patria; un inocente es condenado a muerte por un asesinato que no cometió; una mujer confiesa bajo tortura que ella es la responsable de algo que ni siquiera entiende; un latino recibe las limosnas que los gringos le dan; un niño sufre hambre y no comprende; un demonio anda suelto y busca prosélitos para su causa. Son manifestaciones parciales de la injusticia en donde descubrimos a las almas desgastadas por la inercia y el dolor; son las expresiones del destino. Pero, ¿qué es el destino? Es esa fuerza ciega que nos obliga a actuar cuando quisiéramos estar quietos, nos obliga a gritar cuando permanecíamos callados, nos orilla al llanto justo en el instante en que a nuestros labios asomaba una sonrisa.
     Calipso acusa a los dioses de una de las plagas que ha aquejado a la humanidad desde sus orígenes: la envidia. Es la envidia nuestra de cada día la que ha llevado a los olímpicos a arrebatarle a Odiseo. Ella lo acepta y permite que el héroe parta en cumplimiento de su destino.
     La alegría del hijo de Laertes no podía ser mayor; sus preciosos momentos en los brazos de Calipso habían pasado ya; sentía una suerte de piedad por la reina, pero no podía remediarlo; su verdadero lugar estaba en Ítaca. Allí sería el rey que traería con su presencia el restablecimiento del orden; la paz y la reorganización social volverían a imperar con su retorno.
     Los grandes contrastes de la vida prevalecen de nuevo: La felicidad del que se iba se opone a la tristeza desoladora de aquella que permanece en el lugar de siempre. La diosa no podía contener las lágrimas y en medio de su llanto recordaba el breve pasado que la uniera al malagradecido Odiseo.
...
— Estoy nuevamente sola. Me enfrento a un futuro en donde toda la isla me hablará de Odiseo: la viña de la entrada me permite verlo saboreando la uva deliciosa; me parece encontrarlo en cada recoveco de la gruta; cuando las aves cantan expresan ellas también la nostalgia que me domina.
¿Qué haré ahora? Cuando él llegó creí poner fin a mi tristeza; a partir de su ausencia sólo la muerte tendrá sentido para mí. Pero, ¿cómo hablo de la muerte? La muerte únicamente puede ser el consuelo de los mortales; los inmortales no contamos siquiera con la opción del suicidio.
Suplico al padre Zeus que me arrebate la existencia y que —pasando por alto mi frágil eternidad— envíe uno de sus rayos para borrar mi imagen de la faz de la tierra.
...
     El Cronida la miraba desde lejos, la miraba sonriendo, porque él sabía mejor que nadie que los inmortales deben ajustarse a otros plazos diferentes en donde la posibilidad de la muerte es muy lejana.
     Calipso se duerme esa noche contemplando la inmensidad del sitio que habitaba. Piensa en Odiseo y se entrega a un canto silencioso, canto de dolor y angustia, de reproche y celos. No puede creer que ha perdido en un segundo lo que atesoró durante largos años.
...
—Aunque tendría que ser así, no puedo desearte lo mejor. Sumida en el silencio de mi propio paisaje siento odio por ti; porque me abandonaste cuando más te necesitaba y porque fuiste fiel a las palabras del Zeus tonante y dejaste a un lado mi propia realidad.
He conservado conmigo un par de sandalias que olvidaste en la alcoba; aunque parezca mentira ese calzado me habla de ti a cada instante. Con él recorriste nuestra isla, pisaste cada tramo que nos llevó desde el mar hasta el lecho. Te lo quitaste para estar conmigo y tus pies hermosamente perfectos vibraron bajo el impulso del amor.
Te sigo amando con un odio renovado. Nunca acabaré mi queja plañidera, porque la vida me ha enseñado que hombres como tú representan el alfa y el omega de una mujer. En el principio fuiste fiel a lo que supiste entregarme; en este fin que a mí me lastima como nada puede hacerlo en el mundo, te extraño hondamente. Seguiré viviendo sólo porque no me está autorizada otra salida. Cuando estés en brazos de Penélope me recordarás, no podrás evitarlo. Estas lágrimas que se deslizan por mi cara son el mejor testimonio de la pasión que nunca morirá. Te prometí la eternidad a mi lado y tú me has dado a cambio la inmortalidad de mi llanto.


Hernán, el amigo de las sombras (cuento) de Lecciones de mitomanía

Hernán, el amigo de las sombras.

Luis Quintana Tejera. 
Lecciones de mitomanía, 
Editorial Miguel Ángel Porrúa. 

¡Qué espectáculo, pero espectáculo tan solo;
por donde asirte naturaliza infinita, por donde
aferrarme a tus pechos de los que mana
toda vida.! Goethe. Fausto.

     Si mi computadora comenzara en este momento a escribir guiada por su sola voluntad, quizás no creería en los espíritus, pero sí al menos en que algo más poderoso que la razón humana existe, está ahí, latente y dispuesto a enseñorearse del universo infinito. O, posiblemente la fuerza de lo desconocido no tiene tiempo que perder con escépticos de mi calaña y por ello no se hace cargo de completar el texto que se desliza entre tecla y tecla.
     El mundo en que vivimos se vuelve cada vez más extraño y a medida que la ciencia se dedica a revelar misterios que antes eran insondables, el hombre se aferra a la superstición de cada día y no quiere o no puede comprender que muchos supuestos acontecimientos que carecen de lógica no representan más que intentos vanos de mentes débiles que desean dominar al otro.
     Cuando en la tragedia Macbeth aparecían las hermanas fatídicas, la crítica ha insistido en subrayar que ellas engañaban al personaje con la verdad. No se trataba de actos exentos de coherencia, sino que —por el contrario— hincaban sus raíces en la espontánea naturalidad que deviene del hecho de anunciar sucesos reales que momentáneamente están ocultos para el hombre cotidiano que no ve o no quiere detenerse a observar con un poco más de precisión y agudeza. Estas brujas eran la manifestación de un destino que iba tras la flaca naturaleza humana para imponerle sus propias reglas. Macbeth sabía que había nacido para ser grande, pero sólo el impacto de lo desconocido lo forzó a aceptar dichas reglas. No en balde en el Fausto de Goethe ese encuentro del personaje con la magia del macrocosmos le revela lo oculto y lo pone frente a frente con el misterio totalizador y perfecto. Aún así sabemos que el mencionado hallazgo del poderoso científico sirve únicamente para demostrarle que las reglas del proceso mágico no están claramente definidas o, al menos, que la mente humana no se halla en condiciones de entender tales oscuros procesos.
     Ahora bien, he hablado de Shakespeare y de Goethe. ¿Qué sucede con el hombre común sometido a estos mismos procesos devastadores en donde lo desconocido corre a su encuentro para “resolverle” los problemas cotidianos? ¿Es tan difícil vivir sin pagar tributo a la ignorancia nuestra de cada día? ¿De qué le sirven al pobre individuo la ciencia, los largos estudios, las noches en vela para tratar de entender si de un momento a otro niega todo lo vivido y se entrega al rito satánico revestido de nihilismo decadente?
     Todo el proceso anterior de reflexión lo motivó Tiburcio. Pienso que cuando nos enfrentamos a la teoría de los mundos paralelos, a la metempsicosis, a la metempsomosis recurrente de los seres que ya han vivido, no hacemos más que poner en un primer plano procesos que ya han existido en la larga vida de la humanidad. Posiblemente —y esto constituye tan sólo una opinión de alguien que si bien no expulsa espíritus del interior de otros seres humanos, sí está acostumbrado a lidiar con la negra sustancia que habita en los más ocultos rincones del hermano nuestro, de nuestro igual— posiblemente, decía, el hombre está inmensamente solo y es esta misma soledad (la tuya, la mía, la del vecino de la casa de enfrente, la del maestro que enseña sin entender) quien nos condiciona y apresura nuestro doloroso karma interior.
     En un pasado una persona me leyó las cartas y supo encontrar en ellas huellas de un ayer que quería repetirse. Me anunció un viaje prometedor, un libro que ensombrecería la gloria de otros y me advirtió que me cuidara de un amigo o amiga que traicionaría la confianza depositada en él/ ella. En verdad he viajado más de una vez, mis libros no han quitado el sueño a nadie, excepto a mis editores cuando tratan de venderlos; y, en cuanto a la amiga, sí he sido traicionado como me lo anunció la pitonisa de reyes y ases, pero es casi imposible excluir la envidia humana y no contar en nuestra personal bitácora con alguien que pase por alto la idea de la fidelidad, porque así somos los seres humanos. En fin, se pueden anunciar muchas cosas, pero lo que nunca podremos saber realmente es para qué estamos luchando día con día si finalmente terminamos en el seudo consultorio de un charlatán de turno para escucharle tantas promesas, profecías, exorcismos y búsquedas que supuestamente ayudarán a nuestra alma.
     “Y Tiburcio fue expulsado del interior de una persona que sufría por su causa.” Conocí a Hernán indirectamente y en circunstancias que prefiero olvidar o pasar por alto porque aquejan aún mi pobre corazón. Hernán Campbell expulsaba espíritus rebeldes en prolongadas sesiones en donde su medio —un anciano casi paralítico que prácticamente había olvidado la buena costumbre de dormir por escuchar el verbo preñado de su amo y señor de cada día— le apoyaba en este acto de hurgar en el imposible.
     Nuestro personaje había estudiado medicina al igual que su padre, pero los hiatos, los rincones que el conocimiento humano dejaba ocultos, las dudas lacerantes que el cadáver del desconocido despertaba en su alma le hicieron titubear, porque ese conocimiento que se ofrecía revestido de certeza no la poseía en lo más mínimo. Cuantas veces recorriendo por las noches los corredores glaciales del hospital de su pueblo se había preguntado al enfrentarse al recurrente fenómeno de la desgracia humana, qué papel jugaba él realmente y por qué Dios, ese dios semi despierto ante la desdicha, no imponía al menos otras normas que nos permitieran saber con relativa certeza qué teníamos que hacer ante un cuerpo ensangrentado, ante ese niño que se negaba a nacer, ante la vida misma con esa justicia insana con que medía a los más variados individuos.
     Le había oído decir al doctor Gerardo Centeno —su profesor de Clínica General— que todo el universo se movía entre la vida y la muerte, pero era en verdad esta última quien imponía sus reglas de fuego con una persistencia tan sagaz que ningún ser viviente escapaba de ella. Hablaba también de la medicina, la cual estaba al servicio del hombre aun cuando éste poseía muy pocas armas para enfrentarse al poder devastador de la eterna enemiga. Se expresaba así con alegre suficiencia. Desde una boca bordeada a lo alto por un bigote incipiente y rubio aludía de la medicina preventiva, a los alcances de esta técnica antigua redescubierta en el siglo XX, a la posibilidad que se otorgaba al cuerpo para vivir un poco más mientras la muerte distraída miraba en otra dirección.
     No sé, me lo he preguntado varias veces, he interrogado a mi alma cansada por tanto deambular qué piensa y qué siente ese hombre que tiene en sus manos la vida del otro. Y sin quererlo llega a mi mente —por el ajetreado sendero del recuerdo— la imagen del Dr. Mario Loria, el médico de mi familia. Él se acostumbró tanto a lidiar con la muerte que un día llegó a verla cara a cara y sin temor. Tenía un aire de suficiencia propio de su profesión y una capacidad innata para otorgar el diagnóstico preciso. Aún vive en Maldonado con sus ochenta y cuatro años cansados a cuesta. Creo que la muerte —temerosa— no se atreve a pararse en su puerta.
     Hernán Campbell es también un hombre que cura al otro, pero a diferencia de Centeno y Loria él quería ir más allá. Por eso, cual nuevo Fausto llegó a interesarse en algunas facetas de las ciencias ocultas que algunos llaman magia; quiso saber el porqué del misterio de la vida; ahondó en el sufrimiento humano, se metió de lleno en el drama eterno de lo desconocido y, de pronto, se descubrió un día en un consultorio en donde no sólo curaba el cuerpo, sino también el alma de sus pacientes.
     Al narrar estos hechos una suerte de escepticismo creciente domina mi espíritu. Me cuesta creer en el poder de la palabra y más aún me cuesta creer en el poder sensible que se fundamenta en logros profundos ajenos a la lógica. Es difícil aceptar que alguien pueda ver en el interior del otro para rescatar de allí la forma sublime del perdón. Es más complicado aún incorporar la noción de que un individuo pueda ser “curado” sin quererlo en lo más mínimo y sin ingresar siquiera para ello en el terreno de la sugestión.
     Pero dejemos las especulaciones que sólo reflejan el asombro de quien relata estas líneas y vayamos a los hechos. Son tan sólo tres o cuatro circunstancias que me llevaron al encuentro del Dr. Campbell sin buscarlo yo y sin quererlo tampoco; no obstante esto, son hechos reales que bien pueden ofrecer un punto de reposo para el análisis de acontecimientos extraños.
     Me enteré en cierta ocasión de un primer suceso que ubicaba a Hernán en una clínica para enfermos mentales en donde trabajaba como médico forense y lo hacía en verdad no como el resultado de una búsqueda personal basada en su vocación, sino más bien como consecuencia de un bolsillo vacío y una necesidad impostergable de alimentar su estómago. Ya en su cabeza revolvían aquellas ideas algo raras que hemos comentado y en más de una ocasión se le había visto pensativo contemplando el espectáculo de la muerte en medio de una actitud que parecía querer recobrar de las sombras esa vida inerte.
     Precisamente en estos momentos sucedió algo que puede ser interpretado con total naturalidad por quien sepa confiar con fundamento en los procesos naturales por los que el ser humano pasa. Estaba ante el cadáver de una mujer de mediana edad y se disponía a hurgar en su cuerpo cuando de pronto la mencionada señora despertó; Campbell no expresó nada en ese instante aunque un cierto temor lo dominaba. Con toda naturalidad le habló a este ser que parecía regresar del más allá y luego de tranquilizarla se encargaron de ella los otros especialistas.
     Un breve paréntesis nos puede autorizar para reflexionar nosotros frente a este fenómeno, antes que nuestro personaje nos diga lo que pensaba. El diagnóstico de los galenos hizo referencia a un estado de catalepsia, es decir a una suspensión momentánea  —de una duración de unos pocos minutos hasta algunas horas— de la motricidad voluntaria. La mencionada dama habría muerto sólo en apariencia y después recuperado la vida, también sólo en apariencia, porque en verdad no estaba muerta.
     Además el testimonio de los parientes más cercanos nos ubicaba ante otro hecho que no tenía más de unos cinco años de acaecido según el cual  la resucitada ya lo había hecho antes, pero en esta ocasión con un doctor que huyó despavorido y a quien le costó recuperar el sueño tranquilo en las siguientes semanas.
     Ahora bien, el amigo de las sombras no sólo se hallaba sereno y dueño de sí mismo, sino que además sostenía con firmeza inquebrantable que la señora había vuelto a la vida como resultado de la poderosa energía que él en ese momento le había transmitido. Daban inicio así las hazañas de Hernán Campbell quien no se detuvo a considerar ni la resurrección anterior ni el diagnóstico mencionado. Para él todo estaba claro y el destino le mostraba el camino que debía seguir para ayudar a sus semejantes.
     Mi conciencia de narrador no me permite dudar de los acontecimientos aunque éstos encuentren un determinado fundamento en la realidad que desmienta su condición fantástica. Menos aún pondré en controversia la posibilidad de transmitir al otro la energía que nos caracteriza y define; pero, hay aquí un controvertido pero, todo tiene un límite y Campbell se va a caracterizar por quebrar estos límites de manera constante, por alterar la paciencia de todo el conocimiento europeo, asiático e inter galáctico; esa genial tozudez lo guiará por los senderos de su propia condición indagadora y lo convencerá cada vez más que ha sido enviado a la tierra desde algún rincón novedoso del Renacimiento soñado para liberar al hombre de la pesada carga que la vida misma le ha impuesto.
     En una segunda oportunidad Hernán Campbell acude a la casa de unos amigos a expulsar los espíritus que deambulaban por ella. Enfrentados a este tema de la pervivencia de los seres que se han ido, las opiniones se dividen radicalmente: están aquellos que sonríen con malicia cuando escuchan hablar de semejante manera —son los escépticos de siempre que llegan a catalogar como enfermos mentales a quienes de tal forma razonan—; y los otros, los que se aferran a esta creencia como lo haría el náufrago al único leño que en medio de la inmensidad marina aparece. La vida se compone ciertamente de contrarios y al indagar en el pensamiento humano podremos constatar también que los indiferentes ante este asunto en verdad no existen; desde los que conciben al universo como una entidad real compuesta tan sólo de sujetos observables, hasta los que admiten la idea de los mundos paralelos se yergue una curiosa teoría moderna del conocimiento en donde los esquemas se alteran a cada instante para dar paso —muchas veces así sucede— al curioso territorio de la opinión en donde la ciencia desaparece.
     Además no hago a un lado la posibilidad metafísicamente cierta de que los seres que se han ido no encuentren franca y abierta la senda que los conduce al otro mundo y permanezcan en tránsito en un acá y un ahora que les resulta tortuoso y lejano al mismo tiempo que descubren elementos familiares que aún los atraen. Sí me preocupa el hecho de que eso mismo pensaba Homero hace ya muchos siglos y lo repetía Platón en su propio lenguaje tiempo después. Más aún, el segundo de los filósofos aquí nombrados superó radicalmente al primero en su concepción macro universal de las cosas; y, volver sin reservas al pensamiento griego, ¿no representa acaso una forma de atraso que se adueña del siglo XXI ajeno a la natural evolución del pensamiento? No lo sé con certeza total; ni siquiera lo abarco de una manera parcial, pero sí me conmueve esa ingenua observación de un fenómeno nada nuevo aunque retomado por estos especialistas metafísicos que deambulan por las sombras y el misterio.
     Hernán Campbell se había presentado ese día impecablemente vestido de blanco y en la “ceremonia” que llevó a cabo no faltó el incienso ni tampoco la serena actitud meditativa. Los espíritus que recorrían la casa sin molestar a nadie serían importunados por la presencia de este exorcista laico y moderno. El amigo de Hernán era un amante de las letras y leía mucho, leía con esa paciencia que caracterizó en otras épocas a Balzac y a Lope de Vega. Se había atrevido inclusive a entrarle de lleno a las memorias de aquel escritor colombiano y navegaba con verdadero valor y decisión por las más de quinientas páginas de Vivir para contarla. ¿Acaso Márquez no había utilizado semejantes sortilegios con los espíritus que recorrían sus novelas y probablemente él también hubiera requerido de la ayuda de Campbell para expulsarlos para siempre del texto?
     El personaje de esta historia recorría sereno cada rincón de la casa; removía objetos revestidos por el polvo de muchos días, abría algunos libros como buscando en ellos la presencia delatora del ayer, husmeaba en la chimenea solitaria; en fin, un acto curioso de magia moderna lo condujo por todos y cada uno de los rincones de la morada y se retiró ese día feliz por la tarea cumplida, mientras regañaba a unos espíritus rebeldes que querían transformarlo en su nueva residencia.
     Ricardito, el nieto mayor de la casa, comentó después —con esa sagacidad sana y profunda que sólo los niños saben ostentar— que le pareció ver salir del estudio —consternados y despavoridos— a Shakespeare y a Moliere quienes habían decidido distraer los ocios de la muerte con la lectura serena de tantos libros olvidados por el tiempo.
     De frente al tercero de los hechos conectados con la personalidad de Hernán, recuerdo la ocasión en que llegó a su consultorio doña Eulalia Tejera quien había enfrentado no hacía más de dos o tres semanas una curiosa aventura no exenta de profundo dolor. En las vacaciones de verano y hallándose con su familia en Acapulco había muerto de manera imprevista su papá —un anciano venerable y sereno que no pudo continuar sustentando la tarea de vivir— y reunida la familia en improvisada consulta, decidieron regresar antes de lo previsto al DF con el angustioso cadáver que acondicionaron con profundo respeto en la parte alta de la camioneta, más exactamente, en la canastilla del vehículo.
     Pero el inquieto destino les jugó una mala pasada. Como consecuencia de todas las presiones del viaje decidieron detenerse en un restaurante sólo para ingerir rápidamente algunos alimentos. En esto estaban cuando el cadáver fue robado junto con la camioneta y demás pertenencias. El horror se apoderó de toda la familia, se vieron paralizados por el terror y no intentaron nada para recuperar lo perdido. Hasta la fecha no hay noticia ni de los ladrones ni de lo robado incluido el tierno abuelo quien con su lento caminar anunciara en el pasado el desenlace inevitable.
     Se me ocurre imaginar por un momento la cara que habrán puesto los amigos de lo ajeno cuando al ir por el botín se encontraron con tan macabro acontecimiento. Sólo puedo interpretar que este pícaro sino que nos condiciona y maltrata no pudo dejar de actuar a doble punta de lanza para castigar por un lado la comodidad explicable de una familia, y por el otro los excesos que diariamente cometen estos enemigos de la sociedad que momento a momento castigan con sus acciones a quienes menos lo esperan.
     En resumidas cuentas, doña Eulalia Tejera venía a solicitar los servicios de Hernán para saber de su padre muerto, para tratar de hablar con él al menos una vez más. Quiero contarte —cómplice lector en cada momento de mi relato, subsidiario sereno de esta materia novelesca que corroe el interior de mi mundo— que el asombro que provocaron en mí estos sucesos tiene que ver con el hecho de que Hernán se sintiera capaz de ayudar a esta mujer y no con la circunstancia de que ella lo pidiera. Si la desesperada señora acudió a los servicios del médico fue porque en su misma angustia llegó a confundirlo con un convocador de espíritus en sesiones de lujuria metafísica y resulta así perfectamente justificada en el marco de su misma necesidad. Pero que el propio Hernán haya aceptado el ejercer tan extraña mediación, eso sí, ¡vale Dios! es lo que me preocupa y mortifica.
     ¿Qué aconteció entonces? Sólo tuve noticias relativas a dos visitas de doña Eulalia al consultorio de nuestro personaje. En la primera de ellas, Campbell preparó el terreno mediante preguntas múltiples a su paciente; la condicionó en lo espiritual, quiso sugestionarla un poco. En la segunda, se armó con todos los recursos posibles incluido el medio —aquel anciano paralítico del comienzo— y se dispuso a llevar a cabo la incursión por el más allá para tratar de regresar al menos por unos momentos al anciano robado. La habitación estaba en penumbras, el medio rezaba a media voz, Hernán se manifestaba nervioso mientras tomaba entre las suyas las manos de doña Eulalia. Faltó quizás como en las sesiones más logradas de los chamanes o hechiceros el círculo de fuego, los cuatro espejos triangulares, el huevo con hierbas, el bálsamo de alcohol; pero lo realmente cierto es que el médico de nuestro relato tenía la mejor intención de comunicarse con ese territorio nebuloso en donde supuestamente habitan los que se han ido. Nada resultó como lo tenían planeado: el medio hablaba sin parar y distraía más que lo que concentraba; don Hernán Campbell en verdad no sabía lo que estaba haciendo, buenos deseos lo caracterizaban, pero carecía de la técnica adecuada —si es que la hay— para establecer esa comunicación con el misterio; doña Eulalia Tejera entre atemorizada y ansiosa sólo quería que terminara de una buena vez lo apenas empezado; quizás también los espíritus que se sentían dueños del extraño consultorio se resistían a aceptar que uno diferente a ellos viniera a perturbar la paz de esos momentos.
     Sea una cosa u otra, lo cierto es que en esa tarde nada sucedió. Doña Eulalia debió renunciar a su deseo de saber qué había pasado realmente después de la incursión de los irreverentes profanadores de tumbas improvisadas sobre ruedas, y no regresó nunca más al consultorio del querido doctor metafísico. Hernán, en cambio, se montó en la teoría de que en verdad los resultados habían sido positivos, inclusive afirmaba haber escuchado de su medio extrañas palabras mitad en italiano, mitad en alemán, pero que jamás pudieron trasladarse a la única lengua que el pretendido espíritu hablara en vida: el español.
     Y en este intento por desbrozar detalle a detalle el contenido de la anécdota contada llego así al cuarto acontecimiento que me permite —si bien no arribar a conclusiones definitivas— al menos terminar la tarea que me he propuesto de visualizar y tratar de entender la esencia de estos hechos y el alcance de las acciones humanas enfocadas a la luz de Hernán.
     Era Dante Isauro Cabrera, un hombre como cualquier otro, un ser humano lleno de estos conflictos inconclusos que pueblan tantas veces nuestros mundos interiores. Él le había pedido al doctor de nuestro relato ayuda para calmar agudos problemas psíquicos que no sólo no le dejaban dormir, sino que constantemente torturaban su mundo interior con una intensidad tal que lo ponían a caminar al borde de ese abismo inconsciente en el que tantas veces estamos sin presentirlo siquiera.
     A horcajadas en el barandal del enorme puente que diariamente daba un gran salto de gimnasta sobre la hormigueante avenida de seis carriles, Dante estaba a punto de terminar con su existencia, o al menos eso pretendía hacerles creer a los transeúntes que llenos de morbo curioso se habían agolpado a ambos lados del puente peatonal para ver el desenlace de aquel extraño acontecimiento.
     Yo estaba allí ese día, lo confieso no sin cierta vergüenza. Formaba parte de la turba que esperaba, porque a mí también me había invadido aquella necesidad acuciante de saber qué estaba ocurriendo. ¿Morbo? ¿Atrevimiento voyeurista que nos lleva a balconear a otros desesperados? Más aún, creo que se trataba nuevamente de un reflejo universal: ese hombre a punto de morir me reproducía a mí y reproducía a todos los incautos allí agolpados. Ellos no lo sabían, yo apenas lo presentía. De verdad quería salvarlo, porque rescatándolo a él de la muerte de alguna forma me salvaba a mí mismo.
     Todo era confusión. Dante Isauro sudaba intensamente y antes que su cuerpo, sus gotas de agua salada caían al pavimento anunciando el horror de lo inevitable. Fue entonces  que vi surgir de entre la muchedumbre a Hernán, al insólito indagador de aconteceres escatológicos. Subió rápidamente por la escalera empinada, se acercó en forma lenta al suicida y habló con él. Habló tan sólo unos segundos y el hombre se abrazó llorando de quien al menos, momentáneamente, le había salvado la vida.
     ¿Qué le dijo en aquella mañana calurosa? ¿Qué palabras fueron suficientes para alejar a este individuo de la red letal que estaba a punto de abrazarlo? Después se escucharon muchos comentarios. Desde los que sostenían que Campbell le había hablado de la soledad de sus familiares al perderlo, hasta los que se atrevieron a afirmar que este metafísico individuo había llegado a convencer a Dante del infierno terrible que lo aguardaba.
     La verdad —como siempre sucede— la verdad de los hechos es un patrimonio accesible sólo a gente iluminada por el don infinito de la razón, ajeno a supersticiones y engaños; y ésta tantas veces permanece oculta como ahora sucede y vanos fueron los intentos de quien trabaja estas líneas para llegar a conocer al menos una versión cercana a los hechos que ese día arrancaron a Dante de la muerte, alejaron a Isauro de la soledad del otro universo y le permitieron intentarlo de nuevo.
     Lo único cierto: Cabrera se retiró de allí con día y hora fijados por el Dr. Hernán Campbell para recibirlo en su consultorio redentor y oír de sus propios labios el triste relato de los largos aconteceres que hoy lo mortificaban de tal modo.
     Es un lunes de noviembre, para ser exactos, el lunes 4 del mes señalado mientras corre tranquilo el año 2002. Dante ha llegado al consultorio de Hernán de acuerdo con lo pactado y ni siquiera se imagina la sorpresa que el intenso Campbell le tiene preparada.
     Se sientan ambos ante una mesa marcada aquí y allá por las huellas traviesas de algún niño que se atrevió a pintar con marcas indelebles la superficie café del mueble que sirve de apoyo a las manos de los hombres mientras platican. Hernán lo observa y trata de entender; a su manera intenta comprender la razón del aturdimiento personal de Isauro. Éste habla de su pasado, de sus padres, de una novia que lo abandonó y que no ha regresado a pesar de la intensidad con que ha sido aguardada en cada amanecer, de la muerte del amigo más querido, de la soledad en cada crepúsculo cuando la cama vacía le grita su terrible verdad. En fin, le habló tanto que en determinado momento nuestro personaje estaba un poco confundido y al retirarse ese día del consultorio, Hernán todavía pensaba en lo que el desaprovechado suicida le había dicho. No podía llegar a una conclusión a pesar de que algo le gritaba que las cosas estaban más claras de lo que parecían. Aguardaba con impaciencia al próximo lunes y ya había resuelto someter a su enfermo a una regresión que lo autorizara a deambular por las vidas pasadas de Isauro para establecer causas y consecuencias que presumiblemente estuvieran afectando el presente poblado de conflictos de este hombre.
     ¿Realmente somos repetición infinita de ayeres lejanos en donde vivimos y poblamos un cosmos del cual hoy no nos acordamos? ¿No será ésta una forma de nueva mitomanía obsesiva que nos lleva a justificar el presente a la luz de un supuesto pasado? En siglos que se fueron, ¿ fuimos realmente?
     Las preguntas que persiguen a este narrador de ensueños de ninguna manera preocupaban a Hernán quien no sólo ya las había respondido, sino que además se manejaba en el marco de un dogmatismo convencido que le autorizaba a abarcar y entender de forma simple los complejos fenómenos.
     Sentado en un confortable sillón Dante Isauro ingresa poco a poco en un tranquilo reposo; las palabras seductoras de Hernán lo guían por el universo de la hipnosis, lo consuelan de todos sus temores y le hacen olvidar —al menos por unos instantes— los conflictos que torturan su alma. Vienen luego las preguntas que como serpientes de movimientos ondulatorios y profundos se enroscan en el espíritu de quien descansa, con el objeto de tratar de motivarlo para que finalmente entienda.
     Estas interrogaciones iban de lo más simple a lo más profundo. ¿Dónde vives? ¿Cómo se llamaba tu madre? ¿Cuál es tu color favorito? Las respuestas se sucedían de manera fluida y clara. Quien indagaba estaba muy atento a la coherencia de la réplica. De pronto, al ser interrogado por su edad Isauro contestó desde sus jóvenes treinta y dos años, que tenía cincuenta y siete. Bien pudo haber sido una confusión propia del letargo en que se hallaba o tan sólo una manera de estar más cerca de la muerte que se aproxima con el transcurrir de la edad. Pero Hernán no lo interpretó así y vio en ello un indicio que marcaba despersonalización, abandono de uno mismo; habló de una forma de dejar de ser en el dominio individual, un no reconocernos y llegar a ver a otro ocupando el espacio que ocupamos.
     Dante se hallaba en un universo distinto no había duda; de manera inmediata fue acorralado por preguntas que revelaban la necesidad de saber más por parte del sorprendido doctor. Un dato, un solo dato parecía bastar al interrogador de misterios para concluir que Isauro en ese momento al menos no era Isauro. Pero las limitaciones de un carácter acostumbrado a la duda como opción de cada día me hacen dudar. Hernán le preguntó entonces en dónde estaba en ese momento, le pidió que describiera lo que observaba y que buscara —de ser posible— un reloj en donde descubrir la hora, un calendario en donde leer la fecha.
     —Muchos caballos están jalando una enorme carreta que lleva varias personas enjauladas. Pasan enfrente de un castillo alto, muy alto. Junto a esta construcción hay un templo, pero en la torre principal de éste no veo ningún reloj. La gente viste de forma extraña; no usan pantalones como nosotros lo hacemos hoy y no hablan, caminan silenciosos—. Dante tartamudeaba de asombro y en medio de su letargo quería continuar como si las palabras no fueran suficientes para contener lo que tenía que decir; Hernán arremetía con más fuerza aún: observa a las mujeres, ¿de qué color tienen el cabello?; intenta hallar a alguien parecido a ti, intenta verte en la multitud.
     Isauro se metía más y más en ese pasado que la hipnosis le ofrecía. —Las mujeres son muy bellas y ninguna se parece siquiera a la mujer que amo. Sin embargo, hay un hombre muy pequeño, un enano casi, que se mueve de un extremo al otro de la calle; esta calle no está pavimentada; la carreta avanza; el olor es penetrante y ácido; un olor a materia fecal humana se apodera de todo el espacio. No puedo, no quiero ver más; me alejo de allí como si volara y al hacerlo, ¡Un reloj! ¡Un enorme reloj cuyas manecillas son largas, muy largas! Las cuatro y siete minutos de la tarde; de la tarde ciertamente, porque el sol deja caer su estela dorada con mucha intensidad. Alguien me empuja y no me permite hablar con el individuo pequeño; me hacen con violencia a un lado y al caer, las patas de los caballos están a punto de arrollarme. Tengo miedo, tanto miedo como cuando me condenaron a muerte por un delito que yo no cometí—.
     Campbell considera que ha sido bastante por hoy y no quiere insistir. Lo regresa al siglo XXI lentamente, muy lento. Desde las sombras de la Edad Media en donde Cabrera ha estado lo toma de la mano y lo hace retornar mediante tranquilo movimiento.
     Confidente lector, ¿qué ha pasado realmente? Hernán Campbell está perturbado, pero feliz. Las contradicciones bombardean su espíritu. Algunos datos parecen indicar que se trata de la Edad media europea; la presencia de un reloj mecánico nos hace dudar; Dante se ha visto a sí mismo y sin advertirnos siquiera esta circunstancia, empieza a hablar de sí mismo; Hernán Campbell no ha dicho nada; de mi boca salen palabras tales que indican que Isauro ha regresado del medioevo...
     La intensa sesión de ese lunes terminó ya bastante tarde. Arribamos así al último lunes de nuestro cuarto relato. Dante Cabrera llega después de la hora establecida y le dice a Hernán que ha soñado con el lugar que visitó y que no le cabe la menor duda que se trataba del año 1315 y que estaba en una ciudad italiana. Además, consiguió hablar con el enano y éste le había advertido que ya no regresara porque podría irle muy mal. Estaba asustado y dispuesto a salir disparado del consultorio. Hernán intentó calmarlo; le dio un sedante y lo sentó nuevamente en el sillón de cuero.
     A esta altura de mi relato no sé qué pensar. Después de las revelaciones de Isauro debidas a la auto regresión practicada en una noche cualquiera todo parece clarificarse. Pero, ¿por qué tanto temor? Continuemos revisando los hechos de esta crónica enajenada mientras Dante se duerme con profunda inquietud.
—Es de noche. El hombre de cincuenta y siete años no logra conciliar el sueño y advierte de pronto que se halla en una celda y que junto a él duerme el individuo diminuto. Afuera, en el patio de la prisión preparan una horca. Se siente el golpear nervioso de los martillos y al amanecer todo está dispuesto. Alguien va a morir.
     Los sucesos se precipitaron. Hubo sangre, horror de muerte, gritos, espacios manchados por el silencio, reticencias increíbles, lecturas en libros gastados por el tiempo, amores que se desnudaban de placer. En fin, al concluir la sesión de ese día, Dante despertó con dificultad. A pesar de la opinión del médico: —Ya estamos cerca; el problema se resolverá muy pronto—, los hechos no hablaron así. Cabrera se fue esa noche sin despedirse siquiera. Algo dijo del reloj y de la hora. En el estacionamiento donde acostumbraba dejar su coche estuvo buscando los caballos de la carreta y apresuró su paso nervioso al cruzar la calle y comprender que este siglo en el que se hallaba era definitivamente algo extraño.
     No regresó al consultorio ni volvió a pensar en el suicidio. Campbell supo muy poco de él. Lo han visto como delirante en medio de la multitud; del cine lo han sacado ya tres veces cuando en mitad de la proyección se ha puesto a llorar con mucho miedo ante escenas de violencia. Está viejo y encorvado prematuramente.
     Un apasionado de las regresiones, de esos que nunca faltan, me ha comentado hace apenas unos días de ciertos riesgos a los que se expone al paciente en el momento de someterlo a tal proceso. Entre estos peligros se incluye la posibilidad de que el individuo en cuestión se extravíe en los laberintos del tiempo y no regrese. Yo no sé que sucedió con Dante, pero lo cierto es que perdió por completo la noción del presente y parece buscar de manera constante ese ayer que visitó y no olvidó. ¿Qué habrá visto? ¿Qué le habrá hecho ver Hernán? Todo se sumerge en hondo misterio mientras Dante Cabrera divaga por las calles de mi ciudad; monologa con el ser perdido en el espacio infranqueable del medioevo; busca ese reloj anacrónico y pide piedad al destino el cual no conforme con torturarlo en el presente lo ha  mancillado también en ese pasado de donde no debió haber salido nunca.
     Llego al final de mi relato presumiblemente confundido y respetuoso. Quiero confesarles que no conozco personalmente a Hernán; sólo lo he visto dos veces: una vez, en el puente peatonal y otra, cuando premeditadamente he ido a tomar un café en negocio de su propiedad. Me sigue pareciendo interesante y misteriosa la manera cómo los acontecimientos planteados se han ido inter conectando: la resurrección de la señora, la visita a casa del amigo intelectual, la probable comunicación con el espíritu del anciano y los irreverentes actos de búsqueda en el pasado tienen como eje central la figura de don Hernán Campbell que por extraña coincidencia de los tiempos y los espacios estuvo allí, precisamente allí cuando todo esto aconteció. En los lugares imprecisos de mi relato está presente también el metafísico doctor, merodeador de abismos y amigo de las sombras. Yo le pido a él, yo también lo hago, que a partir de este momento los espíritus inquietos que pueblan mi alma alcancen la paz y la tranquilidad necesarias; que ellos sigan viviendo en mí y me sigan dictando cautelosos los términos de la existencia; que ellos no mueran para siempre y que tan sólo corrijan el rumbo de mi convulsionado mundo interior si es necesario. Y, desde el abismo infinito de la literatura y el pensamiento en el cual habito, dirijo mi palabra para que ese don supremo de la comunicación con el otro sea posible y aun lo sea cuando ese otro ya no esté con nosotros.

     

Decálogo del mitómano por Luis Quintana

Decálogo del mitómano
Luis Quintana 
Fragmento de Lecciones de mitomanía.
Editorial Miguel Ángel Porrúa.

1.      Tu mentira debe tener tal validez que el primero en creerla serás tú.
2.             Ama el discurso como arma principal para convencer al otro.
3.             Seduce constantemente con tu presencia, modales y actitudes.
4.       Cuando te pidan algo, por imposible que sea, promete que lo conseguirás. Ya habrá tiempo para inventar un pretexto revestido de verdad.
5.        Donde haya molinos verás gigantes y esos pequeños gigantes del corazón guiarán tus pasos firmes hacia la nada.
6.             Hay maestros en los que debes depositar tu fe             -Alighieri, Cervantes, Rabelais—. Ellos conocieron el secreto de la ficción que los condujo por el controvertido universo de los hombres. Aprende y bebe en éstos el tesoro infinito de la golosa recreación mítica.
7.            La dirección de la existencia aparece cada día más clara ante tus ojos. No te desvíes de la ruta segura que tu convencimiento de cada día ofrece.
8.      Conduce sereno la nave de tu vida y ten fe, fe ciega y no permitas que los extraños huéspedes que representan la culpa y el arrepentimiento aniden en ti.
9.    Considera siempre que todos te respetan por esa inmensa convicción con la cual sabes inventar aquello que ni siquiera existe.

10.    Y por fin, al terminar el camino, duerme tranquilo porque muchos hombres habrá que te recuerden y te imiten con perversa idolatría irreverente.

Marcos (cuento) de Juegos de amor y muerte

Marcos

Quiero que sepas que solo
está el mundo desde que me
dejaste...
Luis Quintana Tejera de 
Juegos de amor y muerte.

     Era el hermano menor de Alcibíades.  Había nacido una tarde calurosa del mes de enero en momentos en que se temía por la vida de su madre.  Don Leobardo —su hipotético padre, como diría años después el propio Marcos— estaba resuelto a esperar lo peor y aparentemente pasó lo mejor: nació el último hijo de la familia, el hijo mimado de Marcolfa, el rubio lindo que sería el eje de atención por mucho tiempo en la casa.
     Si como señala el dicho popular "los niños vienen con un pan debajo del brazo", faltaría saber quién arrebató el que traía Marcos, porque la miseria de la casa era notable en aquellos días; don Leobardo se había quedado sin trabajo una vez más y la pobre Marcolfa no se daba abasto para alimentar sin alimentos a la querida prole.
     Los días en la vida del hombre parece que pasan todos iguales, recorren diametralmente cada recóndito lugar de la existencia, nos dejan marcados y se alejan presurosos en cualquier tarde de otoño.  Marquitos había nacido en verano, pero nació sin suerte.  Lo caracterizó siempre un agudo sentido del humor que le permitió en su vida incorporar y aceptar los más difíciles momentos.
     Ya te veo en el seminario al cual tu hermano mayor te envió para paliar la pobreza de la familia.  Estás acostado en el dormitorio colectivo de los seminaristas y tus escasos once años no te dejan dormir.  En tus ojos azules hay una chispa, un resplandor de vida, una ráfaga de sutil pensamiento que al adentrarse en ti transforma el instante como rueda herida que avanza en las tinieblas.
     Muchas metáforas escuché que pretendían caracterizar al hermano menor.  "Es la piel de Judas" decían las viejas del lugar cuando lo veían correr con la ropa hecha jirones, la lágrima a flor de ojos, y el paso rápido y certero.
      Era la misa de medianoche en Navidad, la misa del gallo, la hora sublime del nacimiento de Cristo.  El templo estaba repleto de gente en el seminario Conciliar.  Doce sacerdotes concelebraban en el altar mayor, mientras un público fervoroso seguía de cerca el latinesco ritual.  Sólo Marcos no estaba involucrado en aquel momento.  Veía el santo espectáculo desde el fondo de la iglesia y en tanto que otros se revertían en actitud piadosa, él, Marcos, el rubio feliz, se introducía furtivamente en un confesionario y cerraba las cortinas en espera del incauto penitente.
     Una anciana piadosa llegó hasta él implorando el imposible perdón.  Nadie supo en verdad qué le dijo Marcos a la pobre viejita, nadie se atreve a pensar que la haya recibido  con el conocido "Ave María Purísima, ¿cuánto hace que no te confiesas...?; lo único cierto tiene que ver con el horrorizado descubrimiento del padre Domingo, quien al notar movimiento en la caja mágica del perdón y sabiendo que todos los ministros de Dios estaban junto a él, comenzó a lanzar improperios angustiosos, que se oían quizás como sagradas reclamaciones; clamaba al cielo mientras decía que cerraran las puertas, porque se estaba cometiendo —en ese preciso instante—, un sacrilegio, una violación del santo secreto del confesionario.
     Marcos logró escapar furtivamente dejando a la anciana en medio de la proverbial confusión del momento.
     Así actuaba Marcos, sin saber muchas veces por qué el demonio que llevaba adentro se manifestaba con tanto carisma y atrevimiento.  Llegó un día en que el joven Satanás debió abandonar el seminario conciliar; lo expulsaron con la terminante aclaración del sacerdote a cargo de que no quería volver a verlo nunca más.
     Al marcharse quedaron atrás tanto recuerdos: la primera masturbación que dejó huellas en la cama conciliar; el beso inicial a la hija de la cocinera; la mano atrevida que buscaba entre las únicas faldas femeninas del lugar el erótico tesoro; el sabroso vino sacramental que lo inició en la senda de Baco y que le permitiera obtener —años y años después— el premio al bebedor más comprometido y constante, que le dieran sus compañeros del bar de la calle Soriano (desde sus quince años hasta el triste instante de su muerte nunca dejó de beber una copa al menos; el día en que le dieron una taza de café junto al cadáver de Alcibíades casi se va con él al más allá, tanto daño le hizo el colombiano elemento que sólo pudieron salvarlo a tiempo con una copa del báquico néctar obtenida en el bar que estaba justo enfrente de la funeraria); en fin, se llevó también el recuerdo de la triste anciana a medio confesar, los latines repetidos por él en una medio voz maliciosa en donde se podía escuchar la rima profana: "Orate frater", "rascate el mate" en boca del demonio rubio de la lejana Marcolfa.
     El resto de su infancia pasó en medio de tantas cosas que bien podrían ser motivo de otra narración diferente, se podrían contar junto al fuego de la chimenea en una larga noche de invierno que nos trajera el recuerdo picaresco del rubio infernal.
     Pero nos debemos conformar con saber que el tiempo pasó irremediablemente; un día —caminando por la concurrida avenida 18 de julio del lejano Montevideo—, encontré a Marquitos, en la esquina de 18 y Yi, lustrando sus relucientes zapatos marrones que todavía llevo en la memoria cuando me acuerdo de él.
     Se había casado con Marta, una hermosa mujer mucho más esbelta que él y que cuando se ponía tacones altos dejaba al pobre hermano menor sumergido en la pequeñez del instante.  Marcos y Marta vivían muy cerca de ahí, en pleno centro; él se dedicaba —igual que su hermano Leobardo—, a cortar el pelo y ejercitar el don de la palabra con sus cotidianos clientes.
     Hacía bien su oficio, pero hablaba mucho mejor.  Nunca pude saber si sus clientes llegaban a su sillón de barbero para que les arreglara el cabello o para platicar ampliamente.  Marcos conocía todos los temas y a todos les descubría el lado amable y, a veces, en su media lengua aguardentosa, contaba anécdotas de infinitos lugares y tiempos.
     Eran sus historias inacabables del seminario, los velorios de varios conocidos en los que había participado con entrega y dedicación al oficio de entretener a los asistentes en alguna perdida noche, enlutada por los llantos de las dolientes y matizada por las risas de los irrespetuosos que al oír los chistes de Marquitos estallaban en el inapropiado recinto; todo era alegre y santamente satánico en la existencia del rubio peluquero.
     Él también asistía a la casa señorial de su madre, de la abuela Marcolfa.  Él también estaba sentado a la mesa que presidía Mariano en los fríos domingos del julio uruguayo, del invierno fernandino.  Reprimido siempre por la santa presencia del hermano cura, quien no le perdonaba nunca los desmanes cometidos en el pasado; Marquitos lo escuchaba con una inexplicable sonrisa y hasta hablaba con él mientras permanecía sobrio.  Porque siempre terminaba borracho, hasta la Coronilla y el Chuy, como decían los fernandinos.
     Un día murió Marcolfa.  A Marquitos lo trajeron de Montevideo para despedir a su madre, y todo lo que tenía de borracho y parrandero, lo tenía de artista trágico para estos momentos.  Entró a la habitación apagada de la abuela y, patético, con una mueca de dolor dibujada en el rostro, con ademán impreciso avanzó hacia el féretro.  En medio de la obscuridad del recinto no vio al obispo que había venido a presentar sus condolencias a Mariano; tropezó con él, lo pisó duramente en el callo del pie izquierdo, lo ignoró y siguió hacia Marcolfa.  Se abrazó del cajón en medio de un escándalo doloroso y, entregado a gemidos similares a los de Clitemnestra en la lejana Argos, actuó como si quisiera irse con la abuela.
     Lo tuvieron que sacar entre seis hombres y lo condujeron a la cocina para calmar sus ímpetus fúnebres.  Minutos después, en el silencio de la casa señorial, sólo se oían las risas apagadas de los oyentes de Marquitos: estaba contando chistes de profana condición, chistes que únicamente cambiaron de tono cuando vieron pasar al obispo, que cojeaba santamente.
     Está de más explicar que nuestro personaje, un poco por las copas ya ingeridas, y otro poco por no poder controlar adecuadamente sus ímpetus teatrales, casi se cayó dentro de la fosa de la abuela en el cementerio.
     Extraña condición la de este hombre, capaz de hacer sonreír al más serio, tambalear al más centrado, violentar al más pacífico.
     Murieron después todos sus hermanos antes que él y hasta un sobrino, cuyo cansado corazón no quiso ya responder a las urgencias de la vida.
     La existencia continuaba con todo lo que tiene de seria y monótona.  Marcos envejecía ineludiblemente.
     En uno de sus tantos ataques provocados por el alcohol, parecía agonizar a los pies de Marta, mientras ésta lo sacudía con desesperación y le preguntaba en medio de gritos: "Viejo, viejo, pagaste la última cuota de la funeraria"... Así eran las cosas de la vida de Marquitos; y esto se lo oí contar como tantas otras anécdotas que quedarán escritas en el libro de su existencia.  Quizás no sean tan ciertas como lo suponemos, quizás sean tan mentirosas como estas páginas que se deslizan tras el golpe sordo del teclado;  pero lo que más importa es —oh lector—, hablarte de él, de quien deberá tener un sitio en el lugar del recuerdo.