Berenice
Edgar
Allan Poe
Recopilado por Karla Fernanda Estrada. Narrativa Breve 2016.
La
desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada
sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como
los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre
el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un
tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en
la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace
la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las
agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi
nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi
país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha
sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el
carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las
colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de
armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la
biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay
elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los
recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus
volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací
yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no
tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy
convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas
aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque
tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga,
variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad
de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese
aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía,
sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación,
a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro
que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi
infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro
que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la
mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes
de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis
pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones,
y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se
tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en
mi sola y entera existencia.
Berenice
y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de
distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa,
desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios
del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a
la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida,
sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de
alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de
la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida
acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su
dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre
los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces
todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La
enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo
la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su
mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible
llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima,
¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como
Berenice.
Entre
la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que
ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe
mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que
terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución
efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y
repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo
darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo,
por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que
ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente.
Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de
esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra
atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que
no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente
una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las
facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se
sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar
largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al
margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano
absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la
puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama
de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de
una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por
obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente;
perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta
y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias
más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades
mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o
explicación.
Mas no
se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por
objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la
meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las
personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al
principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y
esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático,
interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a
poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta
que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum
o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi
caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través
del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas
deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban
tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran
placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de
vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía
el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más
ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en
el soñador son las de la especulación.
Mis
libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno,
participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e
inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo
recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De
Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y
la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius;
credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia
impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e
inútil investigación.
Se
verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón
semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía
firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los
vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para
un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración
producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me
brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación,
cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste
el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy
conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar
con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había
llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas
reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran
semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el
común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los
cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución
física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad
personal.
En los
días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la
extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del
corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba
gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi
biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había
visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un
sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción;
no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor,
sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora,
ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo,
lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado
largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al
fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en
uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la
nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete
interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue
mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz
incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su
figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría
decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de
pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una
sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y,
reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con
los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio
del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas
cayeron, por fin, en su rostro.
La
frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera
cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes
con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz
fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro.
Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé
involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y
contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los
dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá
nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El
golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi
prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente,
¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los
dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una
melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en
mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los
dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y
palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios
contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a
distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano
contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del
mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un
deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se
absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a
mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la
esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar
todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades.
Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me
estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun,
sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien
de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo
creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées!
¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso
era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía
devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la
tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo
día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil,
sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el
fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la
claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras
del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y
consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas
con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de
par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una
criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había
tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la
noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos
del entierro.
Me
encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de
despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde
la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio
no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo
estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible
por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia,
escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por
descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un
sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis
oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y
los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la
mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía
nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la
familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al
mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron,
al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant
mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore
levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se
congeló en mis venas?
Entonces
sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de
la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y
me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases
entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la
noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz
cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba
violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún
palpitaba, aún vivía.
Señaló
mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me
tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a
un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una
pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude
abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se
hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de
cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos,
marfilinos, que se desparramaron por el piso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario