William Wilson
Edgar Allan Poe
Recopilación de los siguientes alumnos del grupo 11 de Narrativa Breve. 2016.
Jared Ortiz Quiroz, Lizeth Salazar Del Villar, Lilian García Arzate, Juan Fernando Ortiz y Adolfo David Aranda Martínez
Además las siguientes estudiantes:
García Romero María Guadalupe
Estrada Bernal Dulce Karina
Aguilera Cárdenas María José
López Tello Marja Clarissa
¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva conciencia,
ese espectro en mi camino?
-Camberlayne, Pharronida
Permitan que, por el momento, me presente
como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse
con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del desprecio,
horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su
incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el
más abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la
tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas
ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre
tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera
registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha
y de crimen imperdonable. Esa época -esos años recientes- llegaron
repentinamente al colmo de l depravación cuyo origen es lo único que en el
presente me propongo señalar. Por lo general los hombres caen gradualmente en
la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi
cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente trivial pasé, con
la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo.
Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que
provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede
ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle
de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis
semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de
circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que
estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un erial de
errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que aunque
hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así
tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta
manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima
del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya
imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y
desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el
carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se
desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave
preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con
voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las
más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y
asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres
poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me
distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo
fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en
adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han
abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí,
de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida
escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo
de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos
y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad,
esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del
espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de
sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos,
y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y
profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y
repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado
campanario gótico se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado
alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que
con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia,
¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero,
en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles,
triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña
importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco
la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me
envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e
irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de
ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la
propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de
nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana:
una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos
permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos
vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente
formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El
director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda
sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando
con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante
tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente
ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme… ¿podía ser el
mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba,
férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja,
demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared
rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con
tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué
impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres
salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes
encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes
comentarios o para aun más solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular,
con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes
constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava
fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido.
Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había
un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta
sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o
el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a
buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones
de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel
viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran
infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento
resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos
hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres
o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran
innumerables -inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras
ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las
que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca
pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los
pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte
alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la
casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo,
angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo
raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento
cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba “entre una clase y otra” nuestro director, el
reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes
de abrirla en ausencia del “dómine” hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos
había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no
por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor
“clásico”, otro el correspondiente a “inglés y matemáticas”. Dispersos por el
salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había innumerables bancos y
pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros
manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas
y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en
lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un
inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de
esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro
de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no
requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la
monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones
más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del
crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de
lo común… y hasta tenía mucho de outré.
Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo
definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un
recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y
fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber
sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi
memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los
exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista
mundano- ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el
llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones
periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos,
sus intrigas… todo eso que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado
después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos
incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y
entusiasta excitación. “¡Oh, le bon
temps, que ce siècle de fer!”
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza
imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente,
fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre
todos… con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente
mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable
porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes
que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la
plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no
muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología
del colegio formaban nuestro “grupo”, se atrevía a competir conmigo en el
estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a creer
ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos… en una palabra,
pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un
despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una
mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una
fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que
trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y
no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente
era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba
una lucha permanente. Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en
realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una
inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su
competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia
en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si
careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía
mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al
caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había
momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro,
humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o
sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo
afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto
de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia
y la protección.
Quizás fuera este último rasgo en la
conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple
coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los
alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos.
Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de
los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni
remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido
hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del
doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el
diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia bastante notable, pues
se trata precisamente del día de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la
continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable
espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin
duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía
públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir
que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte,
y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en
llamar “buenas relaciones”, mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos
congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas
posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil
definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla
abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio,
cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante
curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y
yo éramos compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que
existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran
muchos, francos o encubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas
(que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en
una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre
resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el
carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que,
aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles
y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto
vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una
enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista
menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que
le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé
de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas;
pero había una que me perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo
descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero
una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado
aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era
casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi
llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con
él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que
lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría
constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa
de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así
engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un
parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había
descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que
éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras
facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las
clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía
molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a
un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad
no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso
del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera
por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos
sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias
hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser
atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una
imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba
admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin
dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto
constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no
intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era
idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde
me exasperaba este minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de
caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la
imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente
sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto
esperado, parecía reír en secreto por el aguijón que acababa de clavarme y
desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría haber obtenido con sus
astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que
la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus
intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez
la gradación de su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi
seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo
que ven los obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del
original para mi contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del
desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus
frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta
interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo,
consejo más insinuado que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una
repugnancia que se fue acentuando con los años. Y, sin embargo, en este día tan
lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo ocasión
alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o
tonterías tan habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento o
su sabiduría mundana. por lo menos su sentido moral y su sensatez eran mucho
más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera podido ser un hombre mejor, y
por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia los consejos
encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y
despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en
extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me sentía más agraviado
por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante
nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson
bien podrían haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi
residencia en la academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin
duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron en similar proporción; en
odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces me
evitó, o simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época
tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un
punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su
carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y
en su apariencia general, algo que al principio me sorprendió y luego me
interesó profundamente, trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia:
vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria
misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía
diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado
vinculado en alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí…
una vinculación en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la
ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la
refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación con mi
extraño tocayo en la academia.
La enorme casa vieja, con sus
innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde
dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un
edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor
tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el ingenio económico del
doctor Bransby también había habilitado como dormitorios; pese a que por su
tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo. Wilson
ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto
año en la escuela e inmediatamente después del altercado que acabo de
mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por
interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho
que planeaba hacerle una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento
siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan,
y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al llegar a su cuarto, entré en
silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y
escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a
tomar la lámpara y me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de
pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio
hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se
clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado.
Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un
horror sin sentido, pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a
su cara. ¿Eran esos… ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran
los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que
no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo
mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No
era esa su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El
mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y
después su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis
costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las
posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su
constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué
la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de
esa vieja academia a la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses
holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve
intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos
ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los
sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del
drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las
pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede
llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que
poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era
lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en
el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera
el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y
dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el
curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y
eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que
no me dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera
insólita, aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana
de tonta disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una
orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque
nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad
el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris
de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio
estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el
alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente
atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa
de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el
vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la
inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y
en pocos pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y
bajo, no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso
por la ventana semicircular. Al transponer el umbral percibí la presencia de un
joven casi de mi misma estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada
al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me
permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al
verme entrar, vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto
de petulante impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el
temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de
indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia.
Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes
pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el
tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas,
que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que
golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera
recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido
efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana
me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube
de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad
del singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos
y que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese
Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible
encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a
averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia
del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de
pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto
de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su
irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me
permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y
rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos
ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar
el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca
infatuación de mis francachelas mancillé las más elementales normas de
decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias.
Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre
a una multitud de nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo
catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta universidad de
Europa.
Sin embargo, resultaba casi increíble que
pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de
llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que,
habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con
frecuencia, corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de
mis compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la
misma enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables
demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la única razón de la
impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no
hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar
culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson
-el más noble y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían
sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos
errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran
sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente
entregado a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan
rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían sido
fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente,
lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades. Lo invité
a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar
sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez
maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la
última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo
por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota
sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de
ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las
cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar
un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de
situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía
existan seres tan tontos que caigan en la trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de
la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning
quedaba como mi único adversario. El juego también era mi preferido: el écarté.
El resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus
propias cartas y nos rodeó. El parvenú,
a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba
las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en
parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante
suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo
fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas.
Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le
provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la
propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué
punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se
cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte
rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él
una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque en
respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido presentado
como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes
en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos
afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por
el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos de
mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con tono
perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi
alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me
dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que,
al convertirlo en objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta
de los ataques de un espíritu maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi
conducta en ese momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima
de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de
profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas
abrasadoras de desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del
grupo. Confieso que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves
instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas
puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan
vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las
velas del cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la
entrada de un desconocido, un hombre aproximadamente de mi estatura,
completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora total y sólo
podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie
pudiera recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva,
oímos la voz del intruso.
-Señores -dijo en una voz baja y clara,
en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la médula-. Señores, no me
disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo
con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del
que esta noche le ha ganado a lord Glendinning una importante suma al écarté.
Por lo tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria
información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los
pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata
bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan
profundo que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al
terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo
describir… describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos
los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me
aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron
a prender las luces. Enseguida me registraron. En el forro de mi manga
encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi
bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras
partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se
denomina arrondées: los honores eran
levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a
los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo
acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el
tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de
importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante
lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso
desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.
-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión,
inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales-
señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me
había echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena
del juego). Supongo que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad
-comentó, observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos
bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford y, en todo
caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es
probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de
violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho
sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles
extremadamente raras; tan poco comunes y extravagantemente costosas que no me
aventuraré a hablar de su precio. También el modelo era de mi propia y
fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en cuestiones
de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que
acababa de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación
vi, con un asombro que se acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa
colgando del brazo (donde distraídamente la había colocado) y que la que él me
entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus detalles.
Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una
capa al entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa.
Con la poca presencia de ánimo que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston,
la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la habitación con una resuelta
expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje al
continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me
persiguió exultante y me demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio
acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del
odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que
yo pudiera experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso
entre mis ambiciones y yo con inoportuna y espectral solicitud! También en
Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad, no tuve amargos motivos para
maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable
tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos
confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con
mi espíritu, me preguntaba; “¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?” Pero no
encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los
métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en
eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna
de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo
había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse
cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es
ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación
para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar
que, durante un largo período, mi verdugo (que escrupulosamente y con
maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica que yo)
consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad,
nunca y en ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson,
esto, al menos, era el colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante
que en quien me amonestó en Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi
venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera
como mi avaricia en Egipto. que en éste -mi archienemigo y genio maligno-,
dejaría de reconocer al William Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al
compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor
Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena
del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia
a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente
contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente
ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su
naturaleza, y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí
la idea de mi absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita
aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente me
había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta
ejercía sobre mi temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más
ante esa vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi
imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza,
la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere,
empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo
fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de
no seguir tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18…,
que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di
Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de
bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta
un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la
aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor;
porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven,
alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa
confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche,
y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En
ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a
escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví
de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con
violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española
de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de
seda negra le cubría por completo la cara.
-¡Miserable! -grité con voz ronca por la
furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor!
¡Maldito villano! ¡No permitiré… no permitiré que me persigas hasta la muerte!
¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña
antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé
para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la
puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló
un instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se
preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de
feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud.
En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder,
le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el
pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al
lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir
adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que
tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser
suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo
lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso me
pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé
hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi
propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba.
Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara
y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa,
cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los
míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en
susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir
de ahora tú también estás muerto… muerto para el mundo, para el cielo y para la
esperanza. ¡En mí existías… y observa esta imagen, que es la tuya, porque al
matarme te has asesinado tú mismo!
EL CORAZÓN DELATOR
EDGAR ALLAN POE
¡Es verdad! Soy muy nervioso,
horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué pretendéis que esté
loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni embotarlos.
Tenía el oído muy fino;
Ninguno le igualaba; he escuchado todas las
cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar
loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo
referirles toda la
Historia.
Me es imposible decir cómo se me ocurrió
primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni
de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al
buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no
envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí,
esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez
que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente,
por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al
viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me molestaba.
¡He aquí el quid!
! Me creéis loco; pero advertid que los
locos no razonan. ¡Su hubierais visto con qué buen juicio procedí, con qué
tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan
amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce,
levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero, ¡qué suavemente! Y cuando
quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda
bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh! Os
hubierais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza,
muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos
una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su
cama. ¡Ah!
Un loco no habría sido tan prudente. Y
cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo
cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba.
No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz
iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las
doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue
imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino
su maldito ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto
y le hablaba con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso
y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debería
ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce
le examinaba durante su sueño.
Llegada la octava noche, procedí con más
precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más
rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más
desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta
poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos! Esta idea me
hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de
pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada
de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas,
pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los
ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola
más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto
de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se
cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando: —¿Quién anda ahí?
Permanecí inmóvil sin contestar; durante
una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de
nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.
Pero he aquí que de repente oigo una
especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era
de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del
fondo de un alma poseída por el espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas
noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho,
aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía
bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa
entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto
desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron,
y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo
conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o
de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó para
confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la
Muerte, que se acercaba, había pasado
delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la
influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque
no distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.
Después de esperar largo tiempo con mucha
paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna;
pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente, que
más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña,
saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
Estaba abierto, muy abierto, y no me
enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo entero, con su color
azul opaco, y cubierto con una especie de velo hediondo que heló mi sangre
hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de
la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto,
hacia el maldito ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por
locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido
sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en
algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al punto, era el latido
del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor
sobreexcita el valor del soldado.
Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin
respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo
tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y
con más ruido.
El terror del anciano «debía» ser
indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me
escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto. En
medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella
antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve
aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante;
hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una
nueva angustia:
¡Algún vecino podría oír el rumor! Había
llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí bruscamente la
linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un
grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver
mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía
oír a través de la pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo
había muerto, levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido,
completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada
algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y
su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.
Si persistís en tomarme por loco, esa
creencia se desvanecerá cuando os diga qué precauciones adopté para ocultar el
cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar activamente, aunque en
silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo
de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví
a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni
aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario
lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedía. Un barreno la
había absorbido toda. ¡Ja, ja!
Terminada la operación, a eso de las cuatro
de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj
señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la mayor calma para
abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose
cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito
durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las
oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer
el local.
Yo sonreí, porque nada debía temer, y
recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había
gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a
los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar
perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus tesoros,
completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza
ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo,
con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo
donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y,
convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo—, se sentaron y hablaron
de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sentí
que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me
parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados,
hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza;
me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue
inútil y al fin descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero
hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el
sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo, ahogado,
frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré
fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor
vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levanté y comencé a discutir sobre
varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; más el
ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban
sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el
rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé
a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el
suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los
oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen?
¡Dios todo poderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se
divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible
a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas.
¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada
vez más alto, «siempre más alto»!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más
tiempo; confieso el crimen. ¡
Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está!
¡Es el latido de su espantoso corazón!
Título Original:
The
Tell-Tale
Heart
© 1843.
Digitalización, Revisión y Edición
Electrónica de Arácnido.
Revisión 4.
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