El pozo y el péndulo
[Cuento -
Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Narrativa Breve 2016. Recopilado por Gabriela Itzel Galindo y María José Aguilera
Impia tortorum longas hic turba furores
Sanguina innocui, nao satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.
Sanguina innocui, nao satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado
que ha de ser erigido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)
Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando
por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me
abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido
reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los
inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo
a mi mente la idea de revolución, tal vez porque
imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró
muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver… ¡aunque
con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me
parecieron blancos… más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras,
y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza,
de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los
decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios.
Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las
sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y
en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y
suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia.
Entonces mi visión recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me
parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me
salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu
y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de
una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros
espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de
ellos. Como una profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que
la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a
poco y sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo
plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo,
las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas
bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió
la más negra de las tinieblas. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el
torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego
el universo no fue más que silencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido
completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba de ella, y
menos describirla; pero no la había perdido por completo. En el más profundo
sopor, en el delirio, en el desmayo… ¡hasta la muerte, hasta la misma
tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad
para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los sopores, rompemos la
tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede
haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la
vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del
sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia
física. Es probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las
impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que
se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus
sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer
momento no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan
inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos
preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no
descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas
del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones que
la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el perfume de una
nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia
musical que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas
luchas para apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el
cual se había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el
triunfo; breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz
de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente
inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas
siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo… descendiendo…
siempre descendiendo… hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de
lo interminable de ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón,
precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene luego una
sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos
que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites
de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a
la mente como un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la
locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el
tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir.
Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y
tacto -una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera
conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto,
bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el
esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un
profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del
espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo
vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea,
el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos
posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas
y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo
y duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me
hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me
atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban.
No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la
posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de
atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se
confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo
intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de
una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el
proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de
ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde
entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me
consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que
leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera
existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo
regular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de
realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a
la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más
tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demanda
inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los
condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente
suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi
corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse,
temblando convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en
todas direcciones. No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por
temor de que me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba
el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero
la agonía de la incertidumbre terminó por volverse intolerable, y
cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los
ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos
pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad;
por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi
recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo.
Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por
invenciones, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas
para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este
subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor?
Demasiado conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado
sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo que me
preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro,
probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo,
avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado.
Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del calabozo,
ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo,
hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que
llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había
desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña.
Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, a fin de
identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de
importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el
primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido
y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi
celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo
que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y
con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un
trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer
postrado y el sueño no tardó en dominarme.
Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de
agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y
bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo
llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había
contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho,
hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando
una yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de
cincuenta yardas. No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de
modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que
llamo así pues no podía impedirme pensar que lo era.
Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una
vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví
cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma
precaución, pues aunque el piso parecía de un material sólido, era
peligrosamente resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y
terminé caminando con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta
posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo
desgarrado del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí
violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente
detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó
mi atención. Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero
mis labios y la parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse
a un nivel inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo
me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de
los hongos podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí
al descubrir que me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular,
cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la
mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré
al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su
descenso las paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual
sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de
abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de
luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma
precipitación.
Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de
haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de mi
caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa de
escapar tenía justamente las características que yo había rechazado como
fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición.
Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena
de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales
todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos
padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el
sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso constituía en todo
sentido el sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la
pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a los horrores de
los pozos -ya que mi imaginación concebía ahora más de uno- situados en
distintos lugares del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez
me hubiera alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis desgracias
precipitándome en uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en el
peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos
pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se
extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas,
pero finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi
lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo
trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube
bebido me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí,
un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví
a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un
resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio,
pude contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los
muros no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó
de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en
las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del
calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me
esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin
se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado
cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese
instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que
había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi
sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo
sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su
verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que
había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé
teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del calabozo.
Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que
el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las
tinieblas sobre alguien que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos
no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi
prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser
hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse,
ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta celda metálica
aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes
imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de
concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes
todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las
siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los
colores parecían borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los
hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se
abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de
escapar; pero no había ningún otro en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación
había cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas,
completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba
firmemente amarrado por una larga banda que parecía un cíngulo. Pasaba, dando
muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad
la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta los
alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi
que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más
intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era
estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente
condimentada.
Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos
treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los
muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por
completo de mi atención. La pintura representaba al Tiempo tal como se lo suele
figurar, salvo que, en vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un
pesado péndulo, semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin
embargo, en la apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más
detalle. Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se
encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un
segundo después esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve
y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que
temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a
los restantes objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar
varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi
vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo
en cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la
carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una
noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo
que entonces vi me confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo
había aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su
velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el
péndulo había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es
inútil agregar con cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida
por una media luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba a
un pie. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y
desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una ancha y sólida masa.
Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al
balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio
de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido
mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores
estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo
típico del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según los
rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer en
el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos,
constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en
aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis
verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no
quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más apacible.
¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del espanto al pensar en semejante
aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que
mortal, durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo?
Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo podía apreciarse después de
intervalos que parecían siglos… más y más íbase aproximando. Pasaron días
-puede ser que hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí
que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba
en mis sentidos… Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el
péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo
posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y
después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella
brillante muerte como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar
otra vez en la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible
del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que
aquellos demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber detenido el
péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil,
como después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la
naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo
izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña
cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los
labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría… de
esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era
aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que
no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero
sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración.
Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había
aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que
un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo
extendido. Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona
del corazón. Desgarraría la estameña de mi sayo…, retornaría para repetir la
operación… otra vez…, otra vez… A pesar de su carrera terriblemente amplia
(treinta pies o más) y la sibilante violencia de su descenso, capaz de
romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería
cortar mi sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues
no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija
la atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el
descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar acerca del sonido que haría
la media luna cuando pasara cortando el género y la especial sensación de
estremecimiento que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas
estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.
Bajaba… seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar
su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha… a la izquierda… hacia
los lados, con el aullido de un espíritu maldito… hacia mi corazón, con el paso
sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u
otra idea me dominara.
Bajaba… ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas
de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo,
que sólo estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el
plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las
ataduras arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo
hubiera sido pretender atajar un alud!
Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada
oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos
seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable
desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso,
aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno
de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento
del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era
la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi
cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el
potro del suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los
calabozos de la Inquisición.
Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en
contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió
mi espíritu toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por
primera vez en muchas horas -quizá días- me puse a pensar. Acudió
a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una
sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas
separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción
de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría
desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero!
¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los
esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad?
¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde
pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera
esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con
claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas
direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi
mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de
liberación a que he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba
inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora
el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas
definido… pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la
desesperación, procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad
inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran
salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como
si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento
-pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por
impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras.
Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la
regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las
odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los
fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con
ellos mis ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi
mano del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.
Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y
sorprendidos por el cambio… la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de
alarma, y muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un
momento. No en vano había yo contado con su voracidad. Al observar que seguía
sin moverme, una o dos de las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y
olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran.Salían
del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera,
corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado
movimiento del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se
precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en
cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos
hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un
asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con
su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha
terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di
cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución
que excedía lo humano, me mantuveinmóvil.
No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí
que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de
mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña
de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y
un agudísimo dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de escapar había
llegado. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un
movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé,
lentamente, fuera de mis ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por
el momento, al menos, estaba libre.
Libre… ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de
aquel lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra, cuando cesó el
movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza
invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que
debí tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis
movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una
tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte.
Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me
encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me fue posible
apreciar claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos,
sumido en una temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas
conjeturas. En estos momentos pude advertir por primera vez el origen de la
sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada
de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las
cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas del piso. A
pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la
abertura.
Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio
que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las siluetas de las
imágenes pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores
parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían tomado un
brillo intenso y sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas
espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera quebrantado nervios
más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora
vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido
antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi
imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal…! Al respirar llegó a mis narices el olor característico
del vapor que surgía del hierro recalentado… Aquel olor sofocante invadía más y
más la celda… Los sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a
ponerse rojos… Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la
intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más
demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del
metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me
aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo.
Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del
ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un
horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía.
Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma,
hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh
espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi
cara en las manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto, temblando
como en un ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de producirse en la
celda…, y esta vez el cambio tenía que ver con la forma. Al
igual que antes, fue inútil que me esforzara por apreciar o entender
inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no duraron mucho. La
venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya
no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los Espantos. Hasta
entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de
hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La
horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y
quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por la de un rombo.
Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba que se detuviera.
Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si fueran vestiduras de
eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte, menos la del pozo!»
¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por
objeto precipitarme en el pozo?¿Podría acaso resistir su fuego? Y
si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y
más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por
tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché hacia
atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a avanzar. Por
fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero para mi
chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se
expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me
tambaleaba al borde del pozo… Desvié la mirada…
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un
toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos!
¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el
instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general
Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba
en poder de sus enemigos.
FIN
No hay comentarios.:
Publicar un comentario