Biografía y obra de Anton Chéjov
Chéjov, Antón Pávlovich (1860-1904)
Narrador y dramaturgo ruso, nacido en Taganrog (un puerto menor en el mar de Azov, dentro de la región de Rostov) en 1860, y fallecido en la ciudad-balneario de Badenweiler (Alemania) en 1904. A pesar de su breve existencia -no llegó a cumplir los cuarenta y cinco años de edad-, dejó una rica y variada producción narrativa y teatral centrada en la decadencia de las clases medias rusas y en la búsqueda desesperada de algún sentido que permita explicar la mera existencia. Utiliza un estilo terso y límpido para acabar configurando -en su globalidad- una tierna, irónica y melancólica contemplación del ser humano y un grito de dolor contra los males que de continuo se ciernen sobre la desamparada humanidad (la injusticia social, la crueldad, la infelicidad, etc.). Considerado como uno de los máximos exponentes de la literatura rusa de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria, llegó a gozar en vida de un merecido prestigio literario. Pero su obra y su figura se agigantaron sobre todo durante el período soviético, cuando -ya desaparecido el autor- sus ideales de justicia e igualdad y sus agudas denuncias sociales calaron hondo en la ideología de la mayor parte de sus compatriotas y lo elevaron hasta esos puestos de privilegio que aún sigue ocupando entre los dramaturgos de cualquier época y lugar.
Vida
Nacido en el seno de una familia humilde (su padre, un modesto tendero propietario de un pequeño establecimiento de productos ultramarinos, era hijo de un siervo campesino que había logrado comprar su libertad y la de los suyos mediante el desembolso de setecientos rublos por cabeza), se vio forzado a contribuir desde niño a la frágil economía doméstica, por lo que trabajó en el modesto negocio familiar al tiempo que cursaba con provecho sus estudios básicos y, poco después, su formación secundaria en el liceo de Taganrog. Las penosas dificultades económicas y la estricta disciplina que soportaba en su casa y en la tienda de ultramarinos -donde solía ser azotado por su padre tan pronto como cometía el menor descuido- no bastaron para agriar su carácter alegre y jovial, ni para desviar su natural inclinación hacia las burlas y las travesuras. Esta envidiable disposición anímica tampoco varió cuando, a partir de 1876, hubo de permanecer él solo en Taganrog para concluir sus estudios secundarios, pues su padre se había visto forzado a cerrar su ruinoso medio de subsistencia y a abandonar con premura la ciudad natal de sus hijos, acosado por numerosos acreedores.
Así pues, a los dieciséis años de edad el joven Antón Pávlovich Chéjov se hallaba a miles de leguas de los suyos -establecidos, tras su precipitada huida, en Moscú- y obligado, por tanto, a procurarse por sí mismo los recursos que asegurasen su supervivencia y, desde luego, le permitiesen obtener por fin el título de bachiller (objetivo por el que se había negado a dejar su escuela a orillas del mar de Azov). Fue así, como se vio impelido a compaginar sus estudios con una serie de servicios que comenzó a prestar en el mismo centro de enseñanza al que asistía como alumno (entre ellos, el de atender a los compañeros que se iban quedando rezagados en su proceso normal de aprendizaje), y, simultáneamente, con los duros encargos que le encomendaban muchos comerciantes de la ciudad, para los que trabajaba sin descanso (unas veces, con el fin de obtener algún suplemento monetario; y otras veces, para satisfacer algunas de las muchas deudas contraídas por su progenitor). Estas penosas condiciones de vida le sumieron en un estado de agotamiento que, agravado por la debilidad provocada por la pobreza y mala alimentación, acabó por minar su salud cuando todavía era un adolescente. Sin embargo, ni la crudeza de esa turbulenta vida laboral que llevaba ni el evidente deterioro de su estado físico lograron arrebatarle tres de sus cualidades innatas más positivas: la curiosidad intelectual (manifiesta en la brillantez con que, pese a todas las dificultades, acabó culminando sus estudios secundarios), la infatigable capacidad de trabajo (que le salvó de morir de hambre durante aquel duro período de su vida) y la saludable inclinación hacia el humor y las diversiones (que logró apartarle de los muchos procesos depresivos que podrían haberle generado sus penosas condiciones de existencia).
Entretanto, los Chéjov habían logrado enderezar en Moscú el rumbo económico de la familia, lo que en 1879 permitió a ese buen estudiante que había demostrado ser el joven Antón reunirse con los suyos en dicha ciudad y matricularse en la universidad moscovita para cursar la carrera de Medicina, materia en la que obtuvo el grado de doctor en 1884. Fue precisamente en el transcurso de aquel año cuando comenzaron a manifestarse en su salud los primeros síntomas de la grave dolencia que habría de llevarle a la tumba (la temible tuberculosis, que seguía causando estragos entre la población europea a finales del siglo XIX). Sin embargo, esta circunstancia, a pesar de su dramatismo, no bastó para arrebatarle el entusiasmo que se había apoderado de él a raíz del descubrimiento de su vocación literaria, manifiesta en futuro dramaturgo durante sus años de estudiante universitario, cuando había comenzado a costearse su carrera con la publicación de sus primeros escritos en diferentes revistas humorísticas.
Fue, en efecto, la necesidad de ganar algunos rublos lo que empujó al Chéjov estudiante de medicina a publicar una serie de textos originales en los que dejaba constancia de su buen humor, tanto en los temas tratados como en la mera elección de los géneros que frecuentaba por aquel entonces, tan caros a la literatura satírico-burlesca como la aleluya, la parodia y la historieta cómica. El éxito cosechado por estos escritos primerizos -que mandaba imprimir bajo el pseudónimo de "Antosha Chejonte"- le animó a costearse la edición de su primer libro -Cuentos de Melpómene (1884)- al tiempo que obtenía su titulación oficial como facultativo. Además fue en ese momento cuando decidió optar entonces por su vocación literaria en detrimento de la profesión médica, que sólo ejerció de vez en cuando y con carácter humanitario, principalmente cuando se requería su colaboración en situaciones de especial dramatismo o necesidad extrema (como las provocadas por la extensión de alguna epidemia o los estragos de cualquier catástrofe natural). Así, v. gr., en 1890 -cuando era ya un escritor de reconocido prestigio que había dado a la imprenta varios centenares de pequeñas piezas humorísticas y dramáticas-, emprendió un largo viaje hasta la isla de Sajalín, sede de una célebre -y temida- colonia de presidiarios, con el fin de conocer in situ las infrahumanas condiciones de vida que tenían que soportar los deportados que allí se enfrentaban al rigor de sus respectivas condenas. Sin temor a los efectos devastadores que podía causar en su ya frágil salud ese prolongado desplazamiento que le obligaba a atravesar el país de punta a punta, Chéjov llegó en persona hasta los presos, se entrevistó con ellos, les prestó sus servicios como galeno y, a su regreso a Moscú, escribió un libro en el que denunciaba la crueldad y las vejaciones sufridas por estos tristes deportados (obra que puede encontrarse en castellano bajo los títulos de La isla de Sajalín o Viaje a Sajalín). Pero, además del alcance de su airada protesta humanitaria, esta obra sirvió para revelar la extraordinaria capacidad de observación de Antón Pávlovich Chéjov, quien ofreció en sus páginas una curiosa y detallada descripción de las costumbres, creencias y formas de vida del pueblo giliak, asentado en la zona septentrional de la isla de Sajalín y clasificado hasta entonces como uno de los grupos indígenas del territorio ruso peor conocidos por los etnólogos ("no se lavan nunca -dejó escrito Chéjov acerca de los giliak-, de ahí que a los etnógrafos les resulte difícil saber cuál es su color [...]. Tampoco se lavan la ropa, y viendo sus prendas y calzados de piel diríase que acaban de arrancárselos a un perro muerto [...]. En invierno sus tiendas están llenas de un humo pestilente que surge del hogar. Aquí fuman los hombres, las mujeres y hasta los niños [...]. Nada se sabe de sus tasas de mortalidad o sus enfermedades" -anotó, en fin, ese humanista siempre atento a las cuestiones sociales de su tiempo). En su condición de facultativo luchó, asimismo, como voluntario contra los terroríficos estragos causados por el cólera y el hambre entre 1891 y 1892. Y, aunque nunca llegó a ejercer la medicina como una actividad profesional constante y sostenida, en numerosas ocasiones atendió de forma desinteresada a enfermos pertenecientes a los grupos sociales menos favorecidos.
Cada vez más afectado por la tuberculosis, pasaba largas temporadas en su pequeña finca campestre de Milichovo, próxima a Moscú, en donde mostró también un gran interés por la mejora de las condiciones de vida de la población agraria. Absorbido por su creatividad literaria, se consagró plenamente a la escritura de relatos, piezas teatrales, epístolas y reseñas periodísticas. Sólo interrumpía esta ocupación para rendir culto a la amistad y atender en casa a sus abundantes amigos, que coincidieron en describir al escritor de Taganrog como un hombre cordial, afable, generoso y amabilísimo, dotado de una acusada sensibilidad que se acentuaba hasta extremos insospechados cuando recibía cualquier noticia que pusiera de manifiesto las crueles lacras sociales de su tiempo, como la miseria y la injusticia. Entre esos grandes camaradas de Antón Pávlovich Chéjov figuraban algunos de los más reputados escritores rusos de todos los tiempos, como León Tolstoi (a quien conoció en 1895 y con el que compartió, a partir de entonces, una íntima relación de amistad personal y complicidad literaria) o Máximo Gorki. A éste último tuvo ocasión de mostrar su apoyo y fidelidad cuando el zar Nicolás II decretó su expulsión de la Academia y su arresto y confinamiento en Crimea. Chéjov, elegido miembro de la Academia Rusa de las Ciencias dos años antes de este penoso episodio -es decir, en 1900-, presentó su dimisión como protesta por la decisión despótica y arbitraria del Zar, a quien había molestado mucho la publicación por parte de Gorki de su poema El canto de Petrel, en el que se anunciaba alegóricamente la llegada de la revolución.
Su éxito como autor dramático le llevó también a relacionarse intensamente con el mundo de la farándula, a cuyos representantes frecuentó tanto en Moscú como en las diversas ciudades del resto de Rusia y de Europa que se vio obligado a visitar en busca de unas condiciones climáticas más benignas para su grave dolencia (como Biarritz, Niza y Yalta). Fue precisamente en el transcurso de esas visitas a los teatros moscovitas cuando conoció a Olga L. Knipper, actriz del afamado Teatro del Arte de Moscú, con la que contrajo nupcias en 1901 para compartir felizmente con ella los pocos años que le quedaban de vida. Esta extraordinaria mujer, que había sabido interpretar mejor que nadie sobre los escenarios los papeles femeninos de las principales comedias del propio Chéjov, fue, en efecto, su mayor fuente de felicidad durante los postreros años de su vida, en los que el matrimonio hubo de trasladarse a la península de Crimea para buscar, en la ciudad de Yalta, la salubridad que el escritor no hallaba ya en su finca de los alrededores de Moscú. Ante el agravamiento de su enfermedad, Chéjov, en un intento desesperado por procurarse su cada vez más difícil curación, se desplazó en compañía de su inseparable Olga hasta el balneario alemán de Badenweiler, en plena Selva Negra, donde el gran narrador y dramaturgo perdió la vida en 1904 (sus restos mortales, repatriados poco después, yacen en una sepultura del cementerio del convento Novidévichi de Moscú).
La noticia de su muerte se extendió velozmente por todos los rincones de Rusia y buena parte del continente europeo, donde el autor de Taganrog era conocido y celebrado con tanta devoción como en su país natal. Pero sus mayores cotas de prestigio literario llegaron -como ya se ha apuntado en parágrafos superiores- en los momentos de mayor esplendor del régimen soviético, cuando Antón Pávlovich Chéjov empezó a ser propuesto desde los primeros cursos escolares como uno de los mejores ejemplos del humanista sabio, sensible y comprometido que, en su asombrosa capacidad para reflejar la realidad circundante y denunciar el inmovilismo y la hipocresía de las clases más reaccionarias, es capaz de devolver, a través de la dimensión artística de su obra, la fe en la libertad del individuo y en la dignidad del ser humano.
Los nuevos montajes de algunas de las obras más famosas de Chéjov, estrenados en Moscú en 2004, con motivo del centenario de su muerte, volvieron a demostrar la actualidad de la obra del autor de Taganrog. Según el director ruso Lev Dodin, uno de los responsables de estos montajes, "la actualidad de Chéjov viene de su capacidad de plasmar los valores de la vida, las esperanzas que se han cumplido y las que se han evaporado, y también la fugacidad del tiempo y la comunicación e incomunicación entre las personas".
Obra
Desde criterios puramente metodológicos, la extensa producción literaria de Chéjov suele glosarse atendiendo bien a su división en los dos géneros que mayor renombre le proporcionaron (el relato y el teatro), o bien a su clasificación en tres etapas de escritura que, en su evolución cronológica, presentan cada una de ellas ciertos rasgos específicos claramente diferenciados de los dominantes en las otras dos. A continuación se ofrece un comentario de la obra del escritor ruso basado en esta segunda clasificación.
Primera etapa (1880-1885)
Ya se ha mencionado, en la anterior semblanza de su peripecia vital, ese pseudónimo de "Antosha Chejonte" del que se sirvió el joven estudiante de medicina para presentar sus primeros escritos. Entre ellos sobresale una serie de pequeños relatos humorísticos que fueron quedando diseminados entre las secciones literarias de algunas publicaciones moscovitas como El Despertador, La Libélula, Luces y Sombras, El Espectador, Moscú, Esquirlas, etc., y que pasaron luego a engrosar las páginas de su primera recopilación de narraciones breves, titulada Cuentos de Melpómene (1884). Maestro insuperable en el cultivo de esta compleja modalidad de la prosa de ficción, Chéjov se presentó ante los lectores rusos del último cuarto del siglo XIX con una amena y preciosa gavilla de historias agudas en cuya innegable comicidad dominaban los tintes grotescos. Así, encontramos historias cómicas y chispeantes que anunciaban, por un lado, esa constante apelación del escritor al sentido del humor de sus lectores, pero, por otro lado, dejaban entrever también los cimientos de una sólida edificación posterior (el resto de su extensa y variada obra) en la que habría de cobrar un protagonismo extremo el análisis de la naturaleza humana y, muy especialmente, de las vilezas, miserias y defectos del alma. Se trata, pues, de unos escritos primerizos que, a pesar de su precocidad, sentaron ya las bases -probablemente, sin que el propio escritor tuviera conciencia de ello- del particular universo literario que estaba llamado a forjar Antón Chéjov: un mundo ficticio mucho más sólido y unitario de lo que la brevedad y multiplicidad de sus textos parece, a priori, reflejar, en el que ya desde estos primeros pasos titubeantes queda patente el afán del autor por ofrecer una visión caleidoscópica -a fuer de fragmentada- del drama existencial del hombre, de su radical soledad y desamparo en la tierra.
Entre las piezas más notables de este primer período de la producción literaria de Chéjov, cabe citar los títulos de algunos cuentecillos humorísticos en los que resulta notoria la influencia de Gogol, como "El juicio" (fechado en 1881), "La señora" (1882), "El saúco" (1883), "En otoño" (1883), "La muerte de un funcionario" (1883), "Ostras" (1884), "El sargento Prishibéyev" (1885), "El liberal", "Palabras, palabras, palabras", "Cirugía", "Mal humor", "El camaleón", etc. Asimismo, el animoso estudiante de medicina triunfó desde estos primeros compases de su carrera literaria como un avezado artífice de parodias y pastiches, entre los que destaca la narración Las islas voladoras (1883) -una soberbia imitación caricaturesca de las novelas fantásticas y futuristas del francés Julio Verne-, así como el relato extenso titulado La cerilla sueca (1884) -en el que amalgama de forma burlesca los temas, tópicos, motivos y recursos estructurales propios de la novela policíaca-. Y no conviene olvidar, desde luego, sus primeras incursiones en el género dramático, que anunciaron bien a las claras las elevadas cotas que habría de alcanzar en su faceta de autor teatral. Se trata de una serie de ocho piezas breves compuestas de un único acto que, adscritas a la modalidad genérica del vaudeville, continuaban explorando esos terrenos cómicos por los que se había adentrado la narrativa del escritor de Taganrog, a veces con armazones todavía muy cercanas al relato (como sucede en Los perjuicios del tabaco, Un trágico a su pesar y El canto del cisne), pero otras veces plenamente arropadas por los mejores elementos estructurales de la escritura teatral (como se aprecia con nitidez y asombro -por su perfecto acabado formal- en El oso y La petición de mano). Algunos de estos vaudevilles primerizos datan de 1884, pero otros (como los citados en último lugar, fechados -respectivamente- en 1888 y 1889) se adentran ya, cronológicamente, en la segunda etapa de la producción literaria de Chéjov. Sin embargo, la similitud de su enfoque, tratamiento e intención con los de los relatos mencionados al inicio de este párrafo invita a incluirlos dentro de este primer período (a pesar de que, simultáneamente, Chéjov estaba escribiendo otras piezas teatrales que, como pronto se verá, pertenecen ya claramente a la segunda fase de su obra).
Segunda etapa (1886-1894)
Los auténticos e inconfundibles protagonistas de las obras del mejor Chéjov (esos personajes ingenuos o ilusos que, en su desesperada búsqueda de un mundo mejor -o, por lo menos, más humanizado-, se complacen engañándose entre ellos mismos para acabar configurando una patética galería de seres indefensos, incomprendidos, embaucados, humillados y, en definitiva, anclados en su insoslayable fracaso vital) comienzan a aparecer perfectamente definidos en los cuentos recopilados en Relatos abigarrados (1886) y En el crepúsculo (1887). Se trata de unas narraciones breves en las que la acción, adelgazada hasta extremos insospechados, reduce su intriga a una mera anécdota en beneficio de la caracterización psicológica de esos personajes y, en no pocas ocasiones, de una progresiva tendencia a la dramatización. Se produce así, pues, una curiosa inversión del proceso inicial de su carrera literaria, en el que la construcción de las primeras piezas teatrales de Chéjov delataba claramente su mayor experiencia dentro del campo de la narrativa. Ahora, por contra, el autor dramático ha avanzado considerablemente en el dominio de las técnicas de la escritura teatral, y son sus cuentos los que acusan esta voluntaria inclinación hacia las estructuras dramáticas. Junto a esa sensación de amargura e impotencia que produce la constatación de la insignificancia del ser humano y de su permanente condena a la infidelidad, en la prosa de ficción de esta segunda etapa se hacen cada vez más estridentes los gritos de rabia y denuncia provocados por la injusticia, la crueldad y la estupidez. Ambas líneas temáticas, la angustia vital y la denuncia social, dominan -por separado o, en no pocas ocasiones, firmemente entrelazadas entre sí- los contenidos de algunos relatos tan característicos de este segundo período de la obra de Chéjov como "El orador", "Amorcito", "Tortura navideña" y -entre otros muchos cuentos que evidenciaban ya la asombrosa fecundidad del médico escritor- "¡Qué sueño!", pero también las narraciones extensas que vinieron a acreditar al autor de Taganrog como un consumado novelista: tenemos, por ejemplo, La estepa (1888) -espléndido relato de las andanzas de un estudiante por tierras del sur de Rusia-, Una historia aburrida (1889) y El duelo (1889). Asimismo, hay que ubicar en este período el singular y excepcional relato titulado El pabellón nº 6 (1892), texto en el que Chéjov abandonó sorprendentemente esos senderos del realismo que venía trillando desde sus primeros escritos para adentrarse en una estética simbolista que, aunque anecdótica en su trayectoria literaria, habría de reaparecer años después en una de sus narraciones de mayor proyección universal: El monje negro.
En lo que atañe a su dedicación a la escritura teatral propiamente dicha, Chéjov no alcanzó aún en esta fase de su producción esa maestría como dramaturgo que habría de hacer asombrosa eclosión dentro de muy pocos años. Dejó, empero, un par de piezas teatrales de gran interés, como el drama Ivanov (1888) -en el que tal vez resulta excesiva, hasta la caricatura, la caracterización del protagonista como un desaforado psicópata- y El brujo del bosque (1889) -cuyo mayor mérito estriba en la presentación de los primeros atisbos de una de sus obras maestras: El tío Vania (1899).
Tercera etapa (1895-1904)
El agravamiento de las crisis sociales que afectaban a la sociedad rusa de finales del siglo XIX marcó decisivamente la obra de madurez de Antón Pávlovich Chéjov, cada vez más obsesionada por el reflejo de esa abulia y pasividad que se había apoderado de las clases medias y, de forma muy señalada, de una burguesía inmovilista y anestesiada que parecía complacerse en sus vergonzantes lacras antes de reconocer y atacar los síntomas premonitorios de su inmediato fin. Se diría que, con la misma autocomplaciente resignación, el autor y su obra se entregaron también a esta pasividad ante lo que era percibido como inevitable. Y, también, asumida esa doliente decisión de no intervenir en el fluir de la historia, se centraron aún más en la recreación de unas atmósferas literarias asfixiantes y en la indagación en la psicología de los personajes, para "jibarizar" hasta extremos insospechados cualquier rastro argumental, y reproducir en esa quietud de la ficción el adormecimiento de la conciencia individual y el inmovilismo de la mayor parte de la sociedad rusa. Estos planteamientos estético-ideológicos gobiernan los grandes relatos publicados por Chéjov en esta tercera fase de su producción, en la que el médico escritor dio a la imprenta algunas de las narraciones más brillantes de las letras rusas de todos los tiempos, como Historia de mi vida (1895); La casa con buhardilla (1896); Los aldeanos (1897), también traducida como Los campesinos;Relato de un desconocido -o El hombre enfundado- (1898); La dama del perrito(1898); Espino blanco (1898); Lónych (1898); y En el barranco (1900), que también puede encontrase en castellano bajo el epígrafe de En la hondonada.
Pero el mejor reflejo de esa mentalidad colectiva de la sociedad rusa y esa actitud personal y literaria de Chéjov se pudo contemplar, ahora, sobre los escenarios moscovitas, donde, merced a las excelentes puestas en escena de Stanilavski al frente del Teatro del Arte de Moscú, las nuevas piezas dramáticas del escritor de Taganrog cosecharon ruidosos éxitos de crítica y público, y consagraron definitivamente a Chéjov como uno de los nombres más rutilantes del teatro universal. Fue, en efecto, esta tercera y última fase de su trayectoria literaria la que contempló el estreno de cuatro piezas magistrales, cuatro dramas que, por sí mismos, habrían bastado para elevar a Chéjov a la categoría de gran maestro de la escritura teatral. En todos ellos se condensa, al máximo, ese interés por exprimir la psique de cada protagonista hasta destilar los detalles reveladores que delatan su vacuidad, su estolidez, su maldad o su frustración. En todos, se aísla a los personajes en una atmósfera estanca y opresiva, hasta dar la sensación de que se hallan incapacitados para comunicarse entre sí. Y en todos, se acentúa la endeblez y quietud de argumentos y acciones, para presentar un inmovilismo escénico que -apoyado en el tradicional estatismo del teatro realista ruso- hace preludiar en todo momento al espectador la irrupción violenta y dramática de algo que apenas se nombra, pero que todo el mundo parece aguardar con inquietud y temor. Se trata de La gaviota (1896), El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904), obras con las que -como parece innecesario advertir después de esa somera exposición de las principales características del teatro de madurez de Chéjov- el médico escritor se anticipó, con su clarividencia dramatúrgica, a las principales corrientes estéticas que habrían de dominar la escena universal durante el siglo XX, especialmente al teatro existencialista de un Samuel Beckett y al teatro del absurdo de un Eugène Ionesco. Vale la pena ofrecer, pues, siquiera una apresurada cala en cada una de estas cuatro piezas magistrales de Chéjov:
La gaviota (1896)
Se trata de una obra en prosa, compuesta de cuatro actos, que cuenta la trágica historia de Trepliov, un joven aspirante a dramaturgo que está enamorado de Nina, actriz aficionada. Pero la muchacha resulta seducida y engañada por Trigorin, un escritor amante de la madre de Trepliov (que es una actriz de reconocido prestigio), y ambos -Nina y su seductor- huyen a Moscú, después de abandonar en secreto el lugar en el que todos estaban veraneando. Al cabo de dos años, Trepliov vuelve a encontrarse con una ahora pobre y desgraciada Nina, que subsiste merced a su infame trabajo de actriz de segunda fila, y que ha pasado grandes penalidades en el transcurso de aquellos dos años (entre ellas, la pérdida del hijo que le engendrara Trigorin y el abandono por parte de éste). Trepliov descubre que, a pesar de estas desgracias, la joven posee una decisión y un coraje que le permiten afrontar su dura vida con una voluntad de hierro, mientras que él, cada vez más abúlico y abatido, ha ido cayendo en un apático ensimismamiento que le impide comunicarse con quienes le rodean. Consciente de que ni su propia madre, la afamada actriz Irina Arkádina, se interesa por él, Trepliov decide poner fin a su triste existencia.
El tío Vania (1897)
Obra en prosa, compuesta de cuatro actos, en la que Chéjov traza magistralmente el perfil de uno de los personajes más admirables del teatro universal. Se trata de Iván Petróvich, que vive junto con su sobrina Sonia -para quien es, cariñosamente, el "tío Vania"- en una finca propiedad del padre de ésta, el profesor Serebriákov. Vania, hermano de la difunta primera esposa del profesor, se ocupa de administrar con escrupulosa fidelidad la finca y las rentas de su eminente cuñado, a quien tanto Sonia como el propio Vania admiran con devoción, a pesar de que apenas tienen contacto con él. La vida del tío y la sobrina transcurre gris y monótona en la finca provinciana, reducida al culto que ambos rinden al genio Serebriákov, y sólo animada por la espera ansiosa de sus esporádicas visitas. Pero de pronto el profesor, que acaba de contraer segundas nupcias con Elena, decide instalarse con su nueva esposa en la casa ocupada hasta entonces por Vania y Sonia, quienes irán descubriendo poco a poco, presas de amarga desazón, el error en que estaban al admirar tan sincera como profundamente a Serebriákov. Éste, en efecto, se revela no sólo como un ser mediocre que, en el plano intelectual, anda muy alejado de esa genialidad que le atribuían su hija y su cuñado; sino también como un hombre mísero e ingrato que no sabe valorar la honradez y fidelidad con que Vania ha administrado sus bienes. La tensión alcanza su punto culminante cuando el bondadoso y apacible Vania llega a disparar a Serebriákov; pero este esforzado acto de rebeldía resulta totalmente inútil, pues el disparo de Vania no logra hacer blanco en su objetivo. A la postre, Serebriákov y su esposa deciden regresar a la ciudad, y Vania y Sonia quedan de nuevo solos en la finca rural, condenados a su sumisa rutina y resignándose a aceptar que nada ha cambiado en sus vidas. De hecho, Vania continúa enviando puntualmente a su cuñado las rentas que él tan honradamente sabe administrar.
Las tres hermanas (1901)
Obra en prosa, compuesta de tres actos, que describe las vidas irrelevantes de las hermanas Olga, Masha e Irina, residentes junto su hermano Andréi en un aburrida ciudad de provincias. Tras el fracaso de unas ilusiones juveniles en las que ocupaba un plano central el proyecto -siempre frustrado- de abandonar el hogar familiar e instalarse en Moscú, han pasado veloz y anodinamente los años para dejar, en la casa donde siguen viviendo los cuatro, un panorama desolador. Olga ha envejecido en soledad, condenada a una sempiterna monotonía doméstica y provinciana; Masha, que no amaba a su marido -el maestro Kuliguin- pero sí a otro hombre casado -el coronel Vershinin-, sufre el dolor de tener que despedirse de éste cuando, en su condición de militar, es trasladado a un nuevo destino; e Irina, que parece ser la única acariciada por la felicidad cuando acepta por esposo al barón Tusenbach, recibe bruscamente la noticia de que éste ha fallecido a consecuencia de un estúpido e innecesario duelo. Por su parte, Andréi, el único hermano varón, se ha casado con Natalia, una mujer ordinaria y arrogante que le hace la vida imposible a él y al resto de las mujeres que viven en la casa familiar (incluida la anciana aya Anfisa, que ha criado a los cuatro hermanos). A la postre, con el convencimiento de haber sobrellevado unas vidas inútiles, las tres hermanas abandonan la casa y acaban separándose.
El jardín de los cerezos (1904)
A su regreso a su espléndida finca rural después de haber protagonizado un alegre y disipado recorrido por el extranjero, la indolente Liubov Raniévskaia desprecia el consejo de Lopajin -el hijo enriquecido de uno de sus siervos-, quien le sugiere que parcele y ponga a la venta el magnífico jardín de cerezos adyacente a la mansión señorial, como único remedio para hacer frente al empobrecimiento vertiginoso que amenaza a Liubov por culpa de su conducta irresponsable y disoluta. Pero la altiva propietaria, apoyada por su necio e irresoluto hermano Gáiev, se niega a tomar ésta y cualquier otra medida, en medio de una inconsciente pasividad que acaba dando lugar a la ruina total de la familia y a la perentoria necesidad de poner en venta no ya el jardín de los cerezos, sino la finca entera. Es entonces cuando Lopajin adquiere la propiedad de los incapaces e indecisos Liubov y Gáiev, pone a ambos hermanos en la calle y, como gesto supremo de soberbia contra quienes no quisieron tener en cuenta sus consejos, manda talar el jardín. Como símbolo de la ruina de esa antigua Rusia que, abandonada a su indolente inmovilismo, se está dejando morir, en la vieja mansión abandonada sólo permanece, víctima del olvido y el desprecio de todos, el anciano y enfermo criado Firs.
Conclusión
Durante cerca de tres lustros (1891-1904), Antón Pávlovich Chéjov aprovechó su asombrosa fertilidad creativa para alternar la composición de todas esas narraciones y piezas dramáticas con la redacción de un minucioso diario que, integrado por cuatro cuadernos de notas, vio la luz póstumamente bajo el título de Los cuadernos del Dr. Chéjov. Gran parte de la valiosa labor de recopilación y edición de sus archivos, epístolas, anotaciones manuscritas (con interesantes opiniones críticas acerca de las letras de su tiempo) y bocetos de inconclusas obras literarias se debe a su hermano menor Mijáil, quien fundó en Yalta -junto con una hermana de ambos, de nombre María- el famoso Museo Antón Chéjov, centro obligado de peregrinación para los estudiosos de su vida y obra y, en general, para cualquier lector curioso que haya disfrutado con los escritos del médico de Taganrog. También se hallaron, muchos años después de su desaparición, dos piezas teatrales desconocidas que no aportan ningún detalle de calidad al conjunto de su obra. Se trata de un titubeante drama juvenil escrito hacia 1880, hallado sin título (aunque hoy conocido comoPlatónov) y contemplado en la actualidad como una especie de ensayo de sus posteriores inquietudes dramáticas (en el que ya sorprende la presencia de un protagonista indolente y abúlico, así como la contraposición de dos clases sociales tan opuestas como la nobleza decadente y la burguesía mercantil). Y, por otra parte, de un drama caricaturesco de nula relevancia, Tatiana Répina (1899), concebido como la continuación paródica de otro drama escrito por el editor A. S. Suvorin.
En general, el estilo sobrio, sereno y equilibrado de Antón Pávlovich Chéjov, así como su deslumbrante visión del mundo que le rodeaba y su inquietante plasmación de los hondones del alma, no encajan plenamente en ninguna de las corrientes literarias de su tiempo; antes bien, como ya se ha sugerido en el lugar oportuno, preludian nuevas y sugerentes escuelas y tendencias que estaban todavía por llegar. Puede afirmarse que el lenguaje sobrio y depurado que utiliza en sus textos está siempre al servicio de ese drama rutinario y cotidiano que constituye el eje central de su obra, como si con esta serenidad y sencillez quisiera reforzar la idea de que las mayores tragedias forman parte inherente de la angustiosa normalidad en la que está condenado a desenvolverse el hombre. Por otra parte, el escritor de Taganrog es un especialista consumado en el difícil arte de elevar a categoría universal la anécdota más nimia; en la compleja técnica de captar el detalle aparentemente irrelevante, la minucia -de índole física o psicológica- menos llamativa, y presentarlos junto a otros muchos rasgos de pareja insignificancia que, a la postre, acaban conformando, por mera acumulación, una elocuente representación de la realidad o de las formas que ésta adopta en la conciencia de un personaje. De ahí que su aparente objetividad, su reposado equilibrio expresivo y su serena tolerancia a la hora de emitir juicios no sean sino máscaras y disfraces que ocultan esa extraordinaria perspicacia para captar los detalles menos relevantes y elaborar, a partir de ellos, un rico universo de ficción en el que ya se hace mucho más evidente la intención subjetiva del autor.
Bibliografía
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- MEMIROVSKY, Irene. La vida de Chéjov (Barcelona: Noguer y Caralt Editores, 1991) [tr. de Adela Tintore].
- RITZEN, Quentin. Chéjov (Barcelona: Fontanella, 1963) [tr. de Rafael Andreu].
- SALGADO GÓMEZ, Enrique. Chéjov, el médico escritor (Barcelona: Ediciones Marte, 1968).
- TROYAT, Henri. Chéjov (Buenos Aires: Emec, 1986) [tr. de Amanda María Forns de García].
- ZERNASK, Heino. El otro jardín: Vida y obra de Antón Chéjov (Buenos Aires: Eudeba, 1986).
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