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Bibliografía y anexos
1. La
muerte del autor Por Roland Barthes
Traducción: C. Fernández
Medrano
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html
Balzac, en su
novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo
siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos
irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas
y su exquisita delicadeza de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe
de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer?
¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una
filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas
“literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología
romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la
escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese
lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el
blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la
propia identidad del cuerpo que escribe. Siempre ha sido así, sin duda: en
cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la
finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin
más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz
pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No
obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las
sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino
de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la
“performance” (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el
“genio”. El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra
sociedad, en la medida que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al
empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma,
descubre el prestigio del individuo o dicho de manera más noble, de la “persona
humana”. Es lógico, por lo tanto, que en materia de la literatura sea el
positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya
concedido la máxima importancia a la “persona” del autor. Aún impera el autor
en los manuales de historia literaria, las bibliografías de escritores, las
entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia misma de los literatos, que
tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo;
la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene
su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus
pasiones; la crítica aún consiste, la mayoría de las veces, en decir que la
obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su
locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre
en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos
transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y
misma persona, el autor, la que estaría entregando sus “confidencias”. Aunque
todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva crítica lo único que ha
hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo
que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido, sin
duda, Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de
sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su
propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor,
el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa
impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento con la
objetividad castradora del novelista realista– ese punto en el cual sólo el
lenguaje actúa, “performa”1 , y no “yo”: toda la poética de Mallarmé consiste
en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es
devolver su sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología
del Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero al remitir, por amor al
clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la
duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como “azarosa” de su
actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición
esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la
interioridad del escritor le parecía pura superstición. El mismo Proust, a
pesar del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar su
análisis, se impuso de modo claro como tarea el emborronar inexorablemente,
gracias a una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus
personajes: al convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni
siquiera en el que está escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de
la novela –pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven?– quiere
escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la
escritura), Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna:
realizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela,
como tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue
su propio libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es Charlus el
que imita a Montesquieu, sino que Montesquieu, en su realidad anecdótica,
histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de Charlus. Por
último, el Surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de la modernidad,
indudablemente, no podía atribuir al lenguaje una posición soberana, en la
medida que el lenguaje es un sistema, y que lo que este movimiento postulaba,
románticamente, era una subversión directa de los códigos –ilusoria, por otra
parte, ya que un código no puede ser destruido, tan sólo es posible
“burlarlo”–; pero al recomendar de modo incesante que se frustraran bruscamente
lo sentidos esperados (el famoso “sobresalto” surrealista), al confiar a la
mano la tarea de escribir lo más aprisa posible lo que la mente misma ignoraba
(eso era la famosa escritura automática), al aceptar el principio y la
experiencia de una escritura colectiva, el Surrealismo contribuyó a
desacralizar la imagen del Autor. Por último, fuera de la literatura en sí (a
decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), la lingüística
acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico
precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que
funciona a la perfección sin 1 Es un anglicismo. Lo conservo como tal,
entrecomillado, ya que parece aludir a la “performance” de la gramática
chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [N. del T.] que sea necesario
rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor
nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa
sino el que dice yo: el lenguaje conoce un “sujeto”, no una “persona”, y ese
sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es
suficiente para conseguir que el lenguaje se “mantenga en pie”, o sea, para
llegar a agotarlo por completo. El alejamiento del Autor (se podría hablar,
siguiendo a Brecht, de un auténtico “distanciamiento”, en el que el Autor se
empequeñece como una estatuilla al fondo de la escena literaria) no es tan sólo
un hecho histórico o un acto de escritura: transforma de cabo a rabo el texto
moderno (o –lo que viene a ser lo mismo– que el autor se ausenta de él a todos
los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en el
Autor, éste se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el
autor se sitúan por sí solos en una misma línea, distribuida en un antes y un
después: se supone que el Autor es el que nutre al libro, o sea, que existe
antes que él, que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma
relación de antecedente que un padre respecto a su hijo. Por el contrario, el
escritor moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un
ser que preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo
predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y
todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que)
escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de
constatación, de representación, de “pintura” (como decían los Clásicos), sino
que más bien es lo que los lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana,
llaman un performativo, forma verbal extraña (que se da exclusivamente en
primera persona y presente) en la que la enunciación no tiene más contenido
(más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere: algo así como
el Yo declaro de los reyes o el Yo canto de los más antiguos poetas; el
moderno, después de enterrar al Autor, no puede ya creer, según la patética visión
de sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su
pasión, y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar
ese retraso y “trabajar” indefinidamente la forma; para él, por el contrario,
la mano, alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no
de expresión), traza un campo de origen, o que, al menos, no tiene más origen
que el mismo lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de poner en duda
todos los orígenes. Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una
fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en
cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de
múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas
escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de
citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard y
Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda
ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita
a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es
el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera
que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al
menos debería saber que la “cosa” interior que tiene la intención de “traducir”
no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras
no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así indefinidamente:
aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de Quincey cuando joven,
que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes
absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, “había creado para sí
mismo un diccionario siempre a punto y de muy distinta complejidad y extensión
del que resulta de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios” (Los
paraísos artificiales); como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene
pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario del
que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la vida nunca hace otra
cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de signos,
una imitación perdida, que retrocede infinitamente. Una vez alejado del Autor,
se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto. Darle a un texto un
Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la
escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces
pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus
hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una
vez hallado el Autor, el texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la
victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente,
el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco el hecho de
que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor. En
la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por
descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de
media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un
fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la
escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo:
precede a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura
(sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la
asignación al texto (y al mundo como texto) de un “secreto”, es decir, un
sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contrateología,
revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en
definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.
Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna “persona”) la está
diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la
lectura. Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes
investigaciones (J. P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza
constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido
con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera
unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo “trágico”);
no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras por su
duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los
personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector
(en este caso el oyente). De esta manera se desvela el sentido total de la
escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de
varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un
cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa
multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el
lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni
una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está
en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo
personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología;
él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las
huellas que constituyen el escrito. Y esta es la razón por la cual nos resulta
risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se
erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica
clásica no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro
hombre que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la
trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad
recrimina soberbiamente a favor de lo que precisamente ella misma está apartando,
ignorando, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a
la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga
con la muerte del Autor. Manteia, 1968.
2. Horacio
Quiroga
(1879-1937)
Decálogo del perfecto cuentista
I Cree en un maestro —Poe,
Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II Cree que su arte es una cima
inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin
saberlo tú mismo.
III Resiste cuanto puedas a la imitación,
pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el
desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV Ten fe ciega no en tu capacidad
para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu
novia, dándole todo tu corazón.
V No empieces a escribir sin saber
desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres
primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI Si quieres expresar con exactitud
esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua
humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus
palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII No adjetives sin necesidad.
Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas
el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII Toma a tus personajes de la mano
y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les
trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver.
No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por
una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX No escribas bajo el imperio de la
emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal
cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X No pienses en tus amigos al
escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no
tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que
pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuent
3.
Algunas
observaciones en torno al acto de narrar
Luis
Quintana Tejera
1. Paciencia, dedicación y algo de disciplina son
ingredientes básicos para comenzar a escribir.
2. Piensa en un hecho del pasado; ubica el
paisaje y una o dos circunstancias que hayan enmarcado ese acontecimiento.
Entrégate al deleite del recuerdo. Vívelo primero en tu conciencia y cuando ya
estés saciado de ello, déjalo salir.
3. Empieza a componer cuando tengas ganas de
hacerlo; no esperes a las musas, ellas con frecuencia faltan a la cita.
4. La literatura es tan sencilla como la vida y
sólo le tiene miedo a la muerte del genio.
5. La recreación de acontecimientos más o menos
lejanos, más o menos familiares, debe ser el punto de partida; pero tienes que
dejar en libertad al impulso más puro que anida en ti: el deseo de conocer cada
día algo nuevo.
6. Empieza tu cuento con una frase contundente
que de un modo u otro anuncie el final. Nada de lo que escribas podrá
desecharse, por el contrario, en el universo personal de quien redacta anida el
misterio ontológico de una existencia.
7. En una novela, no abuses de las metadiégesis.
Si no tienes nada más que decir llévala honestamente hacia el final.
8. Al parecer, todo cuento reclama un
inicio in medias res, porque todo en la vida del hombre es
continuidad y en ese mismo devenir está la clave de una auténtica escritura.
9. Un incipiat en extrema
res muestra y esconde en misteriosa simultaneidad el final del relato.
Hazlo con cautela; la clave está en decir mucho menos de lo que el lector
espera descubrir.
10. Si piensas que todo empieza con el
nacimiento de tu personaje para permitirle luego vivir y finalmente morir,
estarás en lo cierto si sabes manejar correctamente el sistema contextual en
que se ubican los hechos.
11. La emoción intensa que muchas veces se
apodera de tu alma no es quizás la mejor consejera, pero te ayuda a poner las
cosas en su verdadero lugar. Un cuento triste se diferencia de otro
alegre no sólo por el estado de ánimo de tus personajes, sino también por tu
propio equilibrio individual.
12. Si el autor es un alter Deus, compórtate
siempre a la altura de un dios. Crea con empeño y sin reclame; no sólo vivas
para crear, sino que también crea para vivir.
13. Un cuento es un fragmento de vida; no
dejes de darle todos los elementos necesarios para que sea al menos verosímil.
Un lector analítico confiará en ti y tú tendrás como misión demostrarle que
sabes mentir diciendo la verdad.
14. Nada será revelado, porque el espíritu
santo de las letras no existe. El contenido de lo literario seguirá siendo un
misterio sin desvelar plenamente. Sólo tú sabrás otorgarle a la palabra
la magia necesaria para que logre expresar los millones de deseos que anidan en
el alma humana.
15. No importa si el final de un relato es
feliz o amargo; si es continuo o reticente. Sólo basta con que se llegue a él
con la convicción de haberlo alcanzado.
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