sábado, 4 de marzo de 2023

 CAPÍTULO 3. 

El cuento contemporáneo

Mark Twain y los cuentos breves

Mark Twain (1835-1910), seudónimo de Samuel Langhorne Clemens. Humorista, periodista, conferencista y novelista estadounidense que adquirió fama internacional por sus relatos de viajes, especialmente The Innocents Abroad (1869), Roughing It (1872) y Life on the Mississippi (1883), y por sus historias de aventuras de la infancia, especialmente The Adventures of Tom Sawyer (1876) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1885). Narrador talentoso, humorista distintivo y moralista irascible, trascendió las aparentes limitaciones de sus orígenes, para convertirse en una figura pública popular y uno de los mejores y más queridos escritores de Estados Unidos.

Madurez literaria de Mark Twain

Los siguientes años fueron importantes para Clemens. Después de haber terminado de escribir la historia de la rana saltadora, pero antes de que se publicara, declaró en una carta a Orión que tenía una “llamada” a la literatura de bajo nivel, es decir, humorística. No es nada de lo que estar orgulloso”, continuó, “pero es mi punto fuerte”. Por mucho que desprecie su vocación, parece que estaba comprometido a hacer una carrera profesional por sí mismo. Continuó escribiendo para periódicos y también escribió para diarios de Nueva York. Pero aparentemente quería convertirse en algo más que un periodista. Hizo su primera gira de conferencias, hablando principalmente en las Islas Sandwich (Hawai) en 1866. Fue un éxito, y por el resto de su vida, aunque las giras le resultaron agotadoras, sabía que podía subir a la plataforma de conferencias cuando necesitaba dinero. Mientras tanto, intentó, sin éxito, publicar un libro compuesto por sus cartas desde Hawai. De hecho, su primer libro fue La célebre rana saltarina del condado de Calaveras y otros bocetos (1867), pero no se vendió bien. Ese mismo año, se mudó a la ciudad de Nueva York y se desempeñó como corresponsal viajero del San Francisco Alta California y de los periódicos de Nueva York. Tenía la ambición de aumentar su reputación y su audiencia, y el anuncio de una excursión transatlántica a Europa y Tierra Santa le brindó esa oportunidad. Finalmente, su relato del viaje se publicó como Los inocentes en el extranjero (1869). Fue un gran éxito.

El viaje al exterior fue fortuito en otro sentido. En el barco conoció a un joven llamado Charlie Langdon, quien invitó a Clemens a cenar con su familia en Nueva York y le presentó a su hermana Olivia; el escritor se enamoró de ella. El noviazgo de Clemens con Olivia Langdon, la hija de un próspero hombre de negocios de Elmira, Nueva York, fue apasionante, principalmente a través de la correspondencia. Se casaron en febrero de 1870. Con la ayuda financiera del padre de Olivia, Clemens compró una participación de un tercio en Express of Buffalo, Nueva York, y comenzó a escribir una columna para una revista de la ciudad de Nueva York, Galaxy.

Un cuento breve de Mark Twain

“El Cuento del Niño Malo”

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis, ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.

Comentario

El desenfado y la ironía propias del autor caracterizan a este relato en donde nada sucede como se supone que debería ser. Desde el nombre del niño malo: Jim, el narrador plantea la divertida situación de que todos los niños malos de los cuentos se apodan James. Estas generalizaciones mueven a la risa y al desacuerdo con el juicio que la voz que cuenta los hechos nos propone.

Agrega el narrador: “Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él”. Nueva burla velada, debido a que este tipo de mujer está tomada de los esquemas del romanticismo, del cual se burla el autor.

La madre real, en cambio, no reúne las características que deberían esperarse: “La mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas”.

El retrato de esta malvada madre la muestran como fuerte y poco religiosa. No se preocupaba por su hijo y lo maltrataba en lugar de mimarlo en el momento de llevarlo a la cama. Pienso que, tratándose de un escritor que posee un marcado sentido del humor, esta descripción tiene el carácter de una hipérbole, una exageración en donde tal progenitora adopta la pose completamente contraria al estereotipo que la literatura tradicional nos ofrece.

En resumen, la prosa de Twain es alegre, irreverente y parece que persigue la finalidad de epater le bourgeos (asustar al burgués) como lo expresaran los decadentistas franceses del siglo XIX.

Franz Kafka (1883-1924).

Datos sobre su producción

Al igual que Gregorio Samsa, el protagonista de La Metamorfosis, una de las obras más famosas del escritor checo Franz Kafka, éste murió en el anonimato el 3 de junio de 1924 a causa de una tuberculosis. A pesar de que su vida personal fue tan tormentosa como refleja su obra, Kafka fue en realidad un hombre agradable y de trato fácil. Poseía un sentido del humor que fascinaba a sus amigos, casi todos intelectuales judíos con los que asistía a conferencias en Praga. En una de ellas conoció al escritor Max Brod, quien a la postre se convertiría en su mejor amigo y, a su muerte, en un “traidor”.

Agradable pero incomprendido

Franz Kafka fue el mayor de seis hermanos y de él se esperaba que en un futuro se hiciera cargo del negocio familiar. Pero los planes del joven eran muy distintos, lo que provocó un violento enfrentamiento con su padre, un hombre dominante y de carácter irascible. Sintiéndose incomprendido, Kafka ocultó sus sentimientos reales en una especie de caparazón para que nadie lo tildara de “bicho raro”. Tras abandonar el hogar familiar, plasmó sus emociones más íntimas en La metamorfosis, obra publicada en 1915.

Sintiéndose incomprendido, Kafka ocultó sus sentimientos reales en una especie de caparazón para que nadie lo tildara de “bicho raro”.

Anteriormente había publicado La condena (1913), donde narra la historia de un padre ya viejo y aparentemente enfermo que logra recobrar de repente la vitalidad y su autoridad opresiva para maldecir a su hijo, que tan sólo deseaba vivir su propia vida. La particularidad de esta obra es que fue escrita de una tirada, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Según cuenta Kafka en su diario personal, cuando la terminó temblaba y tenía las piernas entumecidas de estar tanto tiempo sentado; las pocas fuerzas que le quedaban las aprovechó para irse a la cama y dormir de un tirón.

Otra de las grandes obras de Kafka es El proceso, libro que se publicó póstumamente en 1925 gracias a su amigo Max Brod. De no haber sido así, esta obra se hubiera perdido para siempre por expreso deseo del autor. La novela empieza con el arresto de Joseph K. en su casa acusado por un desconocido de un crimen del que tampoco sabe nada. Desde ese momento, K. se adentra en una auténtica pesadilla. Ante unos jueces enigmáticos que aparentemente ignoran los detalles del caso, K. acaba repasando su vida en busca de algún hecho que sea merecedor de la denuncia y su posterior detención. La inaccesibilidad de las altas instancias de la justicia y del Estado atrapará al protagonista en un laberinto desmoralizante.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/franz-kafka-escritor-atormentado_15357, consultado el 30/10/2022.

Fragmentos de La metamorfosis

1.      El despertar de Gregorio

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto.

·         ¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había desparramado un muestrario de paños —Samsa era viajante de comercio—, y de la pared colgaba una estampa recientemente recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a una mujer tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su antebrazo.

Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía. «Bueno —pensó—; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara, volvía a quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, pero no cesó hasta que notó en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.

¡Qué cansada es la profesión que he elegido! —se dijo—. Siempre de viaje. Las preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no hablar de las molestias propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente, que nunca llegan a ser en verdad cordiales, y en las que no tienen cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo!

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto —pensó— le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma.

La hermana de Gregorio

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha  comenzó a sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al principal?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacía perdonar su comportamiento.

2.      Señor Samsa — exclamó entonces el principal levantando la voz—. ¿Qué ocurre? Muerte de Gregorio. Paz familiar contradictoria

Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el piso— en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad. ¡Fíjense, la ha dañado, ahí está, la ha dañado del todo!

El matrimonio Samsa estaba sentado— en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama, el señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? — dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo. Digo, ¡ya lo creo! — dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.

(Si quieren leer la Metamorfosis completa y creo que deben hacerlo, vean el siguiente link: https://biblioteca.org.ar/libros/1587.pdf. Consultado el 30/10/2022

Comentario

Introducción

Al observar las numerosas contradicciones que se producen entre las distintas exégesis dedicadas a la obra kafkiana -teológica, filosófica, psicológica, temática- e incluso entre diversas interpretaciones de un mismo tipo de exégesis, algunos críticos han visto la necesidad de abandonar esta clase de estudio y orientarse exclusivamente hacia planteamientos predominantemente formales.

Muestra evidente del cambio de orientación en el estudio de Kafka es el nuevo presupuesto del que se parte y que refleja, de manera muy clara, Martin Walser cuando afirma: “Ya no nos hará falta recurrir [...] al poeta mismo, puesto que la obra lo es todo en sí misma. En el caso de Kafka la vida debe ser esclarecida a la luz de la obra, mientras que la obra puede prescindir del esclarecimiento que surge de la realidad biográfica”. (1969: 89).

Sin embargo, la relatividad de este presupuesto lo torna fácilmente detractable. Bastaría a este respecto recordar las conocidas y estrechas relaciones que se establecen, incluso por parte del mismo Kafka, entre la vida del escritor y sus obras. El fundamento biográfico de determinadas narraciones parece indudable. Para sustentar lo anterior, citamos los Preparativos de boda en el campo, escrito que presenta paralelismos con la romántica aventura vivida por Kafka en Zuckmantel, durante las vacaciones de 1905. Las coincidencias entre las experiencias del autor y su producción literaria se encuentran también en el Castillo en donde, por ejemplo, el personaje de Klamm parece ser una caricatura de Ernst, el marido de Milena, mujer con quien el escritor en cuestión había mantenido, hasta poco tiempo antes, una intensa relación amorosa.

Ahora bien, Walser, siguiendo a su maestro Friedrich Beissner, se dedica fundamentalmente a lo que él considera análisis del texto, pero que se limita tan sólo al estudio de las técnicas narrativas. Describe así la función de los personajes, las relaciones entre éstos, la naturaleza de los acontecimientos narrados, todo ello con el fin de definir la forma del relato kafkiano en relación con los géneros novela y epopeya. El trabajo resultante está orientado exclusivamente en función de su calidad de filólogo.

Mayor trascendencia han tenido, sin embargo, los estudios de Marthe Robert. La ensayista francesa, de gran importancia en el análisis de Kafka, reacciona violentamente contra la atribución al escritor checo-judío de tantos y tan opuestos simbolismos y significaciones. Según Marthe Robert el problema reside en el propio concepto de “símbolo”. Para ella, el símbolo implicará una relación cifrable entre un significante y un significado. Esta relación puede ser todo lo compleja y abstracta que se quiera, pero no por ello hemos de pensar que no se encuentre estrictamente definida y constante en una tradición dada. El símbolo es por su propia naturaleza ambiguo puesto que vela y devela simultáneamente lo que sugiere. Pero, siempre, según Marthe Robert, el símbolo para cumplir correctamente su función, debe contener indicios de los dos órdenes de la realidad que intenta relacionar. Si no ocurriera así, el símbolo pasaría de ser ambiguo a convertirse en intransmisible. Precisamente en esta situación se encontraría el símbolo kafkiano. A pesar de lo dicho anteriormente, se trata de un símbolo fuerte y literariamente eficaz cuya sola anomalía afecta el mensaje por transmitir. Será en esta contradicción donde surgirá:

El enigma que fascina continuamente a la crítica, sin por ello descorazonarla, porque cada exégeta sigue persuadido de que los símbolos de Kafka son traducibles a un lenguaje claro por cualquiera que posea la clave. (1970: 34)[1].

Como consecuencia de la búsqueda de esta clave, se produce ese “delirio de interpretación” que, para Marthe Robert, no ha aportado nada nuevo. Este “delirio” seguiría un camino predecible. En primer lugar, hay que dar el paso fundamental consistente en admitir que una de las novelas del autor, cualquiera de ellas, no es sino una alegoría. Una vez dado este paso no queda más que localizar la clave que nos permitirá descubrir y analizar los símbolos.

El problema estaría, según Marthe Robert, en que Kafka jamás estableció la menor orientación tendiente a determinar cuál pudiera ser esta clave, situación que obliga a buscarla en campos ajenos a la literatura. En consecuencia, debido a esta polivalencia de los símbolos, cada exégeta puede elegir la clave que más le convenga, sin que, las más de las veces, ello sea válido exclusivamente para él y no convenza a nadie; todas y cada una de las interpretaciones se verán, pues, obligadas a coexistir, “las claves abren tantas puertas a la vez que finalmente acaban por cerrarlas todas” (35).

De todas estas incoherencias deducirá Marthe Robert dos consecuencias complementarias: el método está mal planteado y las imágenes de Kafka no son símbolos propiamente dichos. Pero, si no son símbolos, ¿qué son? La autora responderá que se trata de simples alusiones, “que tienen conexión con un mundo cuyo sentido no pueden enunciar, pero que son capaces de hacer conocer explorando sus múltiples significaciones posibles” (1970:113).

Así pues, queriendo a toda costa salvar la coherencia en Kafka, Marthe Robert no encuentra otra solución que mantener la tesis de un Kafka anti simbolista. Esta conclusión ha sido atacada duramente por determinados autores. Alguno de ellos mantiene que la teoría se basa en la confusión entre alegoría y símbolo (Cfr. 1962).

La alegoría, que tiene como característica el haber sido prefabricada intencionalmente, no podrá tener, por definición, más de un sentido, después del literal. El símbolo, sin embargo, siendo vivo y espontáneo, sobrepasa las intenciones del autor. Es una fuerza de la imaginación no reductible a una sola traducción; esto último resulta una manifiesta oposición a la alegoría, pues mientras ésta representa un pensamiento ya preestablecido que bien podría haber sido formulado de otro modo, el símbolo expresa directamente lo que sin él sería inexpresable.

Lo importante es que la multiplicidad de sentidos que el símbolo produce no supone, como asegura Marthe Robert, ningún tipo de incoherencia. Esta multiplicidad de sentidos corresponde a una multiplicidad de planos y de perspectivas que no sólo no se anulan entre sí, sino que se sostienen los unos a los otros. Sólo se creerá en su incoherencia en la medida en que se confunda el simbolismo con la trivialidad en las dimensiones de la alegoría que no pueden representar nunca más que un solo diseño. Pero más aún, en la medida en que el mundo del símbolo admitiría gran variedad de figuras, el admitir sólo uno de estos símbolos supondría un empobrecimiento de la obra de Kafka. La gran riqueza de ésta se encontraría, pues, en esa multitud de planos, de perspectivas y de interferencias.

Sin querer entrar en profundas disquisiciones sobre los desacuerdos entre símbolo y alegoría, creo haber analizado el punto de vista más adecuado. No considero que la multitud de interpretaciones sea motivo para descalificarlas. Cabría preguntarse, además, si Marthe Robert nos está ofreciendo una interpretación no menos contradictoria que el resto, es decir, si no cae en el pecado de la exégesis que ella misma denuncia.

Establecidos los presupuestos anteriores, estoy en condiciones de analizar algunos aspectos de La metamorfosis, con la finalidad de profundizar en el contenido de esta obra.

He escogido con este fin el despertar de Gregorio después de una noche intranquila.

En la acción de La metamorfosis no hay ningún tipo de introducción. El aspecto fundamental de la anécdota aparece ante nosotros en las primeras palabras del narrador:

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto (1970:15).

Algo ha sucedido en esa noche y Gregorio se encuentra de pronto con la horrible transformación. Es el despertar que nos ubica en la toma de conciencia ante una realidad. La noche anterior representa la vida del personaje, que se caracterizó por el sometimiento y el cumplimiento servil de las órdenes de quienes ejercían sobre él, un poder ilimitado.

Es la historia del hombre contemporáneo, con toda la carga de amargura y desazón que deriva del hecho lamentable de no ser considerado como un ser humano, sino tan solo como un objeto.

Comienza así el planteamiento de la relación existente entre su condición de objeto y su situación como sujeto. Gregorio ha sido, hasta este momento, un objeto útil; por esto la alegoría del insecto me permite observar el inmenso grado de soledad en que se encuentra el joven Samsa. Además, el mencionado animal representa -en el plano de la alegoría-, la incomunicación frente al mundo exterior.

El sueño ha sido intranquilo, primordialmente por dos razones: 1. porque durante esa noche figurada se gestará, poco a poco, la metamorfosis; 2. porque Gregorio iba perdiendo, gradualmente, confianza en sí mismo, de igual manera descubría su grado de extrañeza en relación con el universo en que vivía.

El personaje se encuentra indefenso y muy asombrado. Lo que ha ocurrido escapa a los esquemas normales. Al narrador no le interesa hacer creíble su relato; simplemente los hechos se han dado de esa manera y basta.

Cuando el autor describe al insecto lo hace con la intención de ubicarnos en la verosimilitud de éste; el acontecer literario no importa por el grado de veracidad que conlleve, basta con que se mueva en el terreno de lo posible. Desde mi perspectiva de análisis, ese animal representa un momento muy duro en la vida del joven Samsa; realmente existe en su convulsionado microcosmos, frente a lo cual, destaco que la actitud adoptada por Gregorio representa su intención de no dejarse vencer por los hechos consumados.

El primer intento del personaje se da en el terreno de la reflexión: “¿Qué me ha sucedido? (1970: 18).

No es un sueño, porque su habitación es la misma de siempre. En ella aparecen los elementos conocidos que me permite definir la vida de Gregorio cuando era insecto y no lo sabía.

El muestrario de paños que está sobre la mesa, bien puede simbolizar el mundo laboral, su condición de viajante de comercio. La estampa, recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marquito dorado, es la representación de algo muy querido por el personaje, al extremo de llegar a defenderlo valientemente, en el entorno de la segunda salida.

Es una mañana lluviosa y esto acrecienta la nostalgia del protagonista. Su decisión consiste en seguir siendo él mismo, a pesar de lo evidente de la metamorfosis.

Pronuncia un extenso monólogo en el que recapacita acerca de su humana condición. En este monólogo advierto el alto grado de desarraigo y soledad en que vive. La profesión lo deja cada día más vacío, mientras que las amistades, en continuo cambio como natural consecuencia de sus múltiples viajes, no perduran. El trasladarse en los trenes es molesto y ni siquiera puede comer tranquilamente. A todo lo anterior, se agrega la imagen implacable de su jefe y la dependencia laboral se impone como una carga insoportable.

El despertador no ha sonado, o si esto ha sucedido, Gregorio no lo oyó. En verdad, el protagonista sabía que el sonido del reloj lo llamaba a su condición de objeto útil; quizás por esto no quiso escucharlo.

A partir de la metamorfosis, el fin de Gregorio se impondrá gradualmente, es la imagen del héroe contemporáneo traumado y abandonado por la sociedad, a la cual había servido durante tanto tiempo. Simultáneamente, subrayo el carácter extraño de este hombre, quien sufrió y luchó por un mundo que le volvió la espalda, en el momento en el que él más lo necesitaba.

Sus relaciones con la familia

Agrego, además, que el personaje pertenece a una familia normal, de clase media. En el seno de esa familia ha cumplido, hasta ese momento, las funciones de padre, hermano e hijo. Desde lo más íntimo de su condición de ser humano, el personaje vive el grado de responsabilidad que le corresponde frente a los miembros de la casa. Más allá de lo que le ha acontecido, le preocupa la situación en que quedarán su padre, madre y hermana si él no puede continuar trabajando. Ciertamente, el grado de toma de conciencia en Gregorio es relativo: todavía no ha comprendido la gravedad de los hechos y por eso continúa luchando. Debo subrayar que la transformación del protagonista es sin regreso. Desde el momento en que descubrió su condición de insecto, no podrá dejar de serlo. Si lo hiciera, significaría aceptar la opresión y el menosprecio como sujeto. Sucede que hay dos fuerzas en pugna en el interior del joven: por un lado, su sentido del deber y de la responsabilidad lo obligan a reintegrarse al trabajo; se siente culpable por lo sucedido y no puede imaginarse un mundo familiar sin su presencia actuante, sin la constante preocupación que lo llevaba a solucionar todos los problemas que se presentaban. Por otro lado, desde su actual perspectiva de animal, de objeto útil, no puede permitir que se le siga utilizando. El hacerlo sería una forma de reconocer y aceptar su actual condición.

Por todo lo dicho, las dos fuerzas se manifiestan así: una lo obliga a salir; la otra le impide moverse con normalidad y retrasa todos sus intentos.

Desde la perspectiva de los miembros de la familia, las reacciones son diferentes. En ellos también obrará una especie de metamorfosis que los lleva, desde una actitud inicial de relativa aceptación, hasta la postura final de total rechazo hacia el horrible insecto.

La primera en dejar oír su voz, a través de la puerta cerrada de la habitación de Gregorio es la madre:

·         Gregorio -dijo una voz, la de la madre-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje? (1970: 18).

Evidentemente la madre está preocupada por su hijo. Una de las características predominantes en esta mujer es su alto grado de incapacidad para ayudar, eficazmente, a Gregorio. Tiene la mejor intención, pero no posee los medios para concretar, en los hechos, sus aspiraciones de acercamiento válido al hijo enfermo.

Por su parte, el joven casi no reconoce la voz de su progenitora:

“¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír, en cambio, la suya propia, que era la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído” (18).

La metamorfosis se manifiesta también en el discurso. Es obvio que el actual Gregorio no va a expresar los mismos conceptos que el anterior. El de antes era sumiso, sometido, obediente; el de ahora es rebelde y opuesto a todos los esquemas del pasado. Si llegara a creer que el personaje acepta su actual condición y la defiende, hasta el extremo de continuar actuando en forma eficaz, entonces tendría que aceptar la absoluta falta de rebeldía en Gregorio. Pero los hechos no suceden así: Gregorio quiere salir de su habitación, es cierto, pero su conciencia rebelde se lo impide.

Por su parte, el padre procede con desconfianza, pero no adopta aún actitudes terminantemente violentas. Le dice: “Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa?” (18).

La hermana está muy preocupada. Parece tenerle miedo a lo que ha sucedido. Kafka establece: “Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?” (18).

Es obvio que la hermana manifiesta una actitud mucho más condescendiente. Se preocupa por el sujeto, por el hombre que hay en Gregorio. Le habla con dulzura y lo interroga acerca de su condición física. En el desarrollo del relato, puedo observar cómo Grethe se acerca válidamente a Gregorio y lo ayuda.

De todas formas, al analizar las dos salidas del personaje, retomaré el tema de la relación familiar.

Primera salida de Gregorio. Reacciones provocadas

Después de una intensa lucha del protagonista, primero por abandonar la cama y luego por salir de la habitación, sus acciones se ven coronadas por el éxito.

Afuera lo esperan el padre, la madre, y el principal del almacén en donde trabaja. Ha generado una inmensa expectativa por todas las razones que ya he expuesto. La puerta se abre lentamente y él queda oculto detrás de una de las hojas de ésta:

“Este modo de abrir la puerta fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le viese. Hubo todavía de girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral” (28).

El primero que ve a Gregorio es el principal:

“Cuando sintió un ¡oh! del principal, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible” (28).

La reacción del principal resulta no sólo impactante, sino que se justifica plenamente a la luz de lo que representa para él la metamorfosis de Gregorio. Ha visto que su objeto útil se rebela descaradamente contra el mundo organizado que él simboliza. No puede tolerar semejante actitud. Si todos sus empleados procedieran como el joven Samsa, el desorden y el pánico se apoderarían de los defensores de la gran empresa.

La madre olvida la presencia del principal, pues, aun despeinada como se encontraba, se presenta e intenta adoptar y mantener una actitud de consideración y respeto hacia el hijo enfermo. “Miró primero a Gregorio, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó, por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho” (29).

La madre es una mujer débil, de ahí que su proceder responda a esquemas tradicionales. Gregorio, en su nueva modalidad existencial, ha escapado a estos esquemas, como consecuencia de ello, la madre se siente impotente.

Destaco que se atreve a mirar frente a frente a su hijo, pero lo que ve en él le provoca horror y desesperación; a pesar de esto, avanza hacia donde está el ser amado, pero lo hace con tan poco convencimiento que, no pudiendo soportarlo, se desmaya.

El padre, consternado, reacciona en forma distinta:

“El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibimiento, y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho... (29)”.

Este hombre vive también la situación de impotencia como consecuencia de lo imprevisto de todo lo sucedido. Pero él es el más violento. Siente que la rebeldía de su hijo es injusta y por eso comienza amenazándolo con los puños. Desea hacerlo regresar al sitio de donde salió, transformado en un animal repulsivo; quiere que nadie lo vea así y, menos aún, el principal. No se decide a adoptar medidas inmediatas; al contrario, se aleja hacia el recibidor, donde rompe a llorar en una actitud netamente contrastante con su condición física.

Gregorio trata de hablar como si nada hubiera sucedido y promete regresar inmediatamente al trabajo. Todos saben que esto es imposible, y más aún lo conoce el principal, quien lentamente, retrocede hacia la escalera, atemorizado. El joven está realmente solo, ante un mundo que no lo comprende. Añora la presencia de su hermana, quien ha salido en busca de socorro.

En ese momento, la madre recobra el conocimiento por unos instantes, para encontrarse de nuevo con el espantoso panorama. Grita, pide ayuda, suplica por alguien que le diga que todo lo que está pasando no es más que un sueño; en fin, procede de una manera explicable en el entorno de su condición de madre protectora. El café se derrama en la mesa en el mismo momento en que la mujer se refugia en los brazos del padre. Todo es caótico, paradójicamente, Gregorio parece ser el único que conserva la calma. Centra su atención en el principal, quien al ver que Gregorio se dirige hacia él, abandona rápidamente la casa.

Es en este momento que el padre decide actuar en su carácter de defensor de la estabilidad familiar, por lo cual, llevando en la diestra el bastón que el principal había olvidado y en la siniestra un gran periódico, se dispone a asediar al hijo enfermo, a obligarlo a regresar a la habitación.

El cuadro que se ofrece es grotesco: el padre, exaltado, da fuertes patadas en el suelo; Gregorio entiende que algo no anda bien, e intenta desandar el camino para volver a su cuarto.

De esta forma, mientras la madre se había asomado a la ventana a pesar del tiempo frío, el padre actúa con la violencia que manifestaba una absoluta incomprensión hacia su hijo. Los silbidos salvajes que escapaban de su boca llenaban el ambiente. El protagonista retrocedía como podía. No acostumbrado a su actual condición, tenía dificultades para moverse. Finalmente lo consigue y el padre lo ayuda con el extremo del periódico.

Cuando Gregorio ha caído dentro de la habitación, su progenitor cierra la puerta, acción presentada por el narrador con el comentario de: “Todo volvió por fin a la tranquilidad” (24).

Quedan expresadas en este pasaje, las incompatibilidades existentes entre padre e hijo. Si recordamos aspectos de la biografía del autor, sabremos que la relación entre ambos se caracterizó, no sólo por un alejamiento espiritual, sino también por las constantes imposiciones de un padre dominante y cruel.

La cita inmediata anterior, demuestra que la única forma de reconciliación entre Gregorio y su familia consiste en el aislamiento, en la definitiva desaparición, si ello fuera posible.

Los hechos posteriores muestran la vida del joven Samsa en su condición de insecto. La hermana se preocupa por él y manifiesta así la clásica actitud del adolescente generoso. Ha tomado a su hermano como una causa propia que ella debe sacar adelante.

En cierta ocasión, la hermana nota que la habitación resulta chica para Gregorio y decide retirarle algunos muebles, con el fin de dejarle más espacio. Su intención es buena pero no ha comprendido que hacerlo significa despojarlo de lo que él más quiere. Lo dicho constituye el antecedente de la segunda salida.

La segunda salida de Gregorio

La hermana pide ayuda a su madre para comenzar a retirar los muebles mencionados. Ésta ingresa al cuarto en el bien entendido de que no verá a Gregorio: su solo aspecto la espanta. Comienza la tarea que cumplirán las dos mujeres:

“Y Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y harto pesado baúl, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se fatigase demasiado” (47).

El acto de Grethe, bien inspirado y razonable, significa, sin embargo, un paso más en el proceso de degradación de Gregorio. Hasta ahora la presencia de los muebles en el cuarto equivale, de algún modo, a una esperanza. Quitarlos representa romper definitivamente con el pasado, aceptar para siempre y como parte de la familia a este taciturno y nauseabundo insecto que es ahora el protagonista. En alguna medida, los muebles de Gregorio constituyen un nexo entre el mundo del joven Samsa y el que está más allá de la puerta.

El narrador, pues, va destruyendo, primero por eliminación -la habitación queda desierta- y luego por transformación -se convierte en un sucio desván para los trastos-, el viejo dormitorio de Gregorio, que cada vez es más autónomo del resto de la casa.

Gregorio, por su parte, piensa que la vida monótona de esos dos meses ha perturbado su mente. Aclaro que no hay en verdad perturbación, sino cambio: él acepta ahora que su habitación esté vacía y lo acepta porque está pensando como insecto. A medida que la metamorfosis progresa, Gregorio piensa y actúa y siente cada vez menos como hombre.

Mientras las mujeres vacían la habitación, Gregorio se mantiene prudentemente oculto. Pero cuando advierte lo que realmente sucede -que se llevan todo cuanto ama- una ola de recuerdos y nostalgias le hace reaccionar. Un cuadro -ya mencionado en el desarrollo del análisis-, adquiere súbitamente importancia fundamental para el protagonista, quien trepa por la pared y se adhiere fuertemente al vidrio del mencionado cuadro, en un típico acto de posesión y deseo al no permitir que le arrebaten lo que no quiere perder.

Pese a los esfuerzos de Grethe la madre lo ve y cae desmayada. En ese preciso instante, y como consecuencia de lo sucedido, la hermana abandona toda tentativa de comprender a Gregorio, se pone de parte del mundo “normal” y llega a increpar duramente a su hermano: “¡Ojo, Gregorio! -gritó la hermana con el puño en alto y enérgica mirada” (51).

En la tercera parte de la obra, en un breve discurso, Grethe ha de asegurar que ese insecto repugnante no es, no puede ser su hermano. El proceso de alejamiento, que ahí culmina, ha empezado ya.

Con extraordinaria habilidad, Kafka, por medio del narrador, saca a Gregorio de su cuarto y quedan solas en él la madre y la hermana. La inesperada presencia del padre viene a complicar las cosas. La hermana sólo alcanza a decirle al padre que la madre se ha desmayado y que Gregorio ha escapado.

Es ésta la primera vez que Gregorio ve a su padre después de la transformación sufrida por este último al tener que cargar sobre sus hombros la responsabilidad de la casa. Lo encuentra muy cambiado; el padre también ha sufrido una metamorfosis: está más joven, más enérgico, súbitamente repuesto.

Su progenitor trata entonces de hacerlo regresar a su habitación. Comienza el bombardeo de las manzanas, otro pasaje digno del mejor de los grotescos. No es que en un arrebato el padre arroje unas manzanas a su hijo, sino que se aprovisiona de ellas y las lanza fría y sistemáticamente sobre su enemigo. La última se incrusta sobre el “lomo” de Gregorio: allí permanecerá descomponiéndose, hasta el final.

Herido, Gregorio encuentra por fin la puerta que se vuelve de pronto salvación ante los embates de su progenitor, y se precipita a su cuarto.

El pasaje termina con una fugaz visión: la madre, ya recuperada, abrazando al padre le suplica perdone la vida de su hijo. Es un final casi teatral, pero de todas formas recatado y eficaz.

Así pues, he constatado cómo comienza en la tercera parte de la obra un proceso rápido de agravamiento de la enfermedad de Gregorio que concluye con su muerte. La sirvienta es quien descubre el cuerpo y los convoca a todos para que vean como “reventó”. La familia recibe la noticia como una verdadera liberación. Todos resuelven consagrar ese día al reposo y al paseo.

El relato concluye con la certeza de que una vida nueva se inicia para todos. Al observar las formas juveniles de Grethe, parece renacer una esperanza fundamentada en esta hija que les ha quedado, a pesar de la pérdida de quien en otro tiempo fuera el sostén y la alegría de la casa.

Gregorio representa la imagen del héroe contemporáneo, traumatizado y abandonado por la sociedad a la cual había servido durante tanto tiempo. El movimiento del personaje, en el desarrollo de la narración, se da en tres planos: Gregorio y el círculo familiar, Gregorio y el aspecto laboral regido por el sometimiento, y Gregorio y el resto de la sociedad, caracterizada por la exclusión del personaje.

Como elementos válidos a los efectos de las conclusiones que estoy analizando, sirve subrayar el carácter de este hombre que sufrió y luchó por un mundo que le volvió la espalda en el momento en el que más lo necesitaba. A nivel familiar es donde se dan los hechos más dolorosos, según he argumentado.

Por último, Gregorio llega a desconocerse a sí mismo. La sociedad lo ha herido hasta tal punto que ni siquiera le deja la opción de sentirse en paz con su propia e individual condición. Cfr.  http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/metamorf.html

La perspectiva que aguarda no sólo a los miembros de esa familia, sino también a la sociedad entera, es el riesgo de que lo sucedido al protagonista llegue a pasar, tiempo después, a los demás. ¿Veremos a la hermana padeciendo su propia transformación? Aquí se halla el reto y dilucidarlo representa una opción válida.

William Faulkner (1897-1962)

Se erige como uno de los escritores estadounidenses más importantes en tanto ideó nuevos estilos de escritura que, de hecho, han influido a distintos autores posteriores; los temas que trata en su obra giran básicamente en torno a los conflictos raciales y las confrontaciones entre los grupos del norte y el sur de su país.

Algunos de los rasgos de su obra son:

a)  Escasez de signos de puntuación, lo que provoca periodos muy largos.

b)  Introducción sorpresiva de aclaraciones extensas (por ejemplo, entre paréntesis) que distraen la atención del relato principal.

c)  Utilización de ambientes constantes: poblados en decadencia, campos de algodón, casonas sureñas antiguas, caminos sucios y largos.

Obras destacadas de su producción: La paga de los soldados (1926), Sartoris (1929), El sonido y la furia (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón!, Absalón! (1936) y Las palmeras salvajes (1939).

En el contexto de sus cuentos subrayamos los que siguen:

De Relatos no reunidos escojo los siguientes:

1.      “Ninfolepsia”.

2.      “El sacerdote”.

3.      “Ahorro”.

4.      “Idilio en el desierto”.

5.      “La esposa de dos dólares”.

6.      “La tarde de una vaca”.

7.      “El señor Acarius”.

8.      “Sepultura en el sur: luz de gas”.

“El sacerdote”

Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.

La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:

·         A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.

Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado. “Ciertamente, debido a mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras”.

¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!

El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. “Cuántas de ellas tendrán amantes? —se preguntó—. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar”.

Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar —el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser—, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.

“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿O es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, ¿dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: ¿obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?”.

“Purificaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó.

“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!”

En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.

Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana! ¡Mañana!”.

Ave María, deam gratiam. (https://www.zendalibros.com/sacerdote-cuento-william-faulkner/… torre de marfil, rosa del Líbano, consultado el 30/10/2022).

Nota crítica

En este cuento el llamado de la carne parece ser más poderoso que el llamado de la vocación y de Dios. Se narra como un aplicado y riguroso aprendiz del sacerdocio contempla su vida el día antes de ser ordenado, en lo que finalmente será la conclusión de tantos años de estudio; el punto en que alcanzará la esperada comunión definitiva con lo místico. Sin embargo, azuzado por las conversaciones de sus compañeros en el seminario en torno a las mujeres, su mente fantasea en torno al sentido de la abnegación. Las horas pasan; su ordenación se aproxima.

 

 

“Las palmeras salvajes”

(fragmento)

Sonó otro aldabonazo, a la vez discreto y perentorio, mientras el doctor bajaba las escaleras, y el resplandor de la linterna eléctrica lo precedía en el hueco (con manchas pardas) de la escalera y en el cubo (con manchas pardas) del vestíbulo.

Era una casita de playa, aunque tenía dos pisos, alumbrada por lámparas de petróleo —o por una lámpara, que su mujer había llevado al piso alto cuando subieron después de cenar. El doctor usaba camisón, no piyama; por la misma razón que fumaba en pipa, que nunca le había gustado y que nunca le gustaría, entre el cigarro ocasional que le regalan sus clientes, entre un domingo y otro en los que fumaba los tres cigarros que le parecía podía permitirse comprar, aunque era propietario de la casita de la playa y de la casita vecina, y también de la residencia con electricidad y paredes revocadas, en la aldea a cuatro millas de distancia. Porque ahora tenía cuarenta y ocho años y había tenido dieciséis y dieciocho y veinte en la época en que el padre le decía (y él lo creía) que los cigarrillos y los pijamas eran para maricas y para mujeres.

Era después de medianoche, aunque no mucho. Lo sabía, aunque no fuera más que por el viento aun aquí tras las cerradas y trancadas puestas y postigos. Porque aquí había nacido, en esta costa, no en esta casa sino en la otra, en la residencia de la ciudad, y había vivido aquí toda su vida, salvo los cuatro años de la escuela de medicina en la Universidad del Estado y los dos años como interno en Nuevo Orleáns, donde (gordo hasta de muchacho, con gordas y blandas manos de mujer, él, que nunca debía haber sido médico, que después de unos seis años metropolitanos miraba desde el fondo de un asombro incomunicado y provinciano a sus condiscípulos, los muchachos flacos y fanfarrones con sus delantales de brin condecorados —para él— implacable y jactanciosamente, con las infinitas caras anónimas de las enfermeras novicias, como trofeos florales) la había añorado tanto. Así se doctoró, más cerca de los últimos de la clase que de los primeros, aunque no el último, y volvió a su casa y en el año se casó con la mujer que su padre le había elegido y en cuatro años fue suya la casa que su padre había edificado y también la clientela que se había formado su padre, sin perder ni añadir un cliente, y en diez años no sólo poseía la casa de la playa donde él y su esposa pasaban sus veranos sin hijos, sino también la propiedad vecina, que alquilaba a veraneantes o a bandas de personas que hacían picnics o a pescadores. En la tarde de la boda, él y su mujer se fueron a Nueva Orleáns y pasaron dos días en un cuarto de hotel, aunque nunca tuvieron luna de miel. Y aunque dormían juntos en la misma cama desde hacía veintitrés años, todavía no tenían hijos.

Pero aparte del viento podía decir la hora aproximadamente, por el olor a viejo del gumbo ya frío en la gran olla de barro sobre la hornalla fría, más allá de la endeble pared de la cocina —la gran olla que su mujer había preparado esa mañana para mandar algo a sus inquilinos y vecino de la casa del al lado: el hombre y la mujer que hacía cuatro días habían alquilado la casita y probablemente ni sospechaban que los donantes del gumbo eran no sólo los vecinos, sino también propietarios…

Actividades

1.                  Identifica en los relatos anteriores las características de la obra de Faulkner.

 

Hermann Hesse (1877-1967).

Algo sobre su obra

Hesse publicó su primer libro, una colección de poemas, en 1899. Permaneció en el negocio de la venta de libros hasta 1904, cuando se convirtió en escritor independiente y publicó su primera novela, Peter Camenzind, sobre un escritor fracasado y disipado. La novela fue un éxito y Hesse retomó el tema de la búsqueda interior y exterior del artista en Gertrudis (1910) y  Rosshalde (1914). Una visita a la India en estos años se reflejó más tarde en Siddhartha (1922), novela poética, ambientada en la India en la época de Buda, sobre la búsqueda de la iluminación.

Durante la Primera Guerra Mundial, Hesse vivió en la Suiza neutral, escribió denuncias del militarismo y el nacionalismo, y editó un diario para prisioneros de guerra e internados alemanes. Se convirtió en residente permanente de Suiza en 1919 y en ciudadano en 1923, instalándose en Montagnola.

Una sensación cada vez más profunda de crisis personal llevó a Hesse al psicoanálisis con JB Lang, un discípulo de Carlos Jung. La influencia del análisis aparece en Demian (1919), un examen del logro de la autoconciencia por parte de un adolescente con problemas. Esta novela tuvo un efecto generalizado en una Alemania convulsa e hizo famoso a su autor. El trabajo posterior de Hesse muestra su interés en los conceptos junguianos de introversión y extraversión, el inconsciente colectivo, el idealismo y los símbolos. Hesse también llegó a estar preocupado por lo que él veía como la dualidad de la naturaleza humana.

El lobo estepario (1927) describe el conflicto entre la aceptación burguesa y la autorrealización espiritual, en un hombre de mediana edad. En Narziss und Goldmund (1930), un asceta intelectual que está contento con la fe religiosa establecida se contrasta con un sensualista artístico, que busca su propia forma de salvación. La última y más larga novela de Hesse, Das Glasperlenspiel[2] (1943; títulos en inglés The Glass Bead Game and Magister Ludi, está ambientado en el siglo XXIII. En él, Hesse vuelve a explorar el dualismo de la vida contemplativa y activa, esta vez a través de la figura de un intelectual supremamente dotado. Posteriormente publicó cartas, ensayos y cuentos.

Cuentos

1.      “Parábola china”

Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo, el anciano replicó:

·         ¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

·         ¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

·         ¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.

2.      La fábula de los ciegos

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

3.“La ejecución”

En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

·         ¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

·         Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

·         Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

·         ¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

·         No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

4.  “El lobo”

Nunca las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.

Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Sólo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo, un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.

La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.

Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.

Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.

Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.

El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.

Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.

Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.

Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.

Características de la obra de Hermann Hesse. El lobo estepario

La admiración que despertó la literatura de Hermann Hesse entre los jóvenes rebeldes y descontentos de los años sesenta y setenta se transformó con el tiempo en un lastre. La crítica se mostró implacable con su obra cuando las protestas se apagaron, y se enfriaron los sueños revolucionarios. Hesse sufrió el mismo ajuste de cuentas que la generación beat y el Mayo francés. A pesar de los juicios adversos, la literatura de Hesse, lejos de ser mediocre o deleznable, ocupa un lugar indiscutible entre los clásicos, reflejando los conflictos del individuo para construir y preservar su identidad, sin sucumbir al dogmatismo religioso o político y sin desembocar en un nihilismo impregnado de tendencias autodestructivas.

El lobo estepario se publicó en 1928. La novela surgió a consecuencia de una crisis emocional y psicológica de Hesse, que sufrió un cuadro depresivo tras separarse de Ruth Wenger, su segunda esposa. Durante esa época, el escritor experimentaba serias dificultades para relacionarse con sus semejantes y buscaba el aislamiento para mitigar su inseguridad y el dolor que le producía el contacto con el mundo exterior. El lobo estepario recrea ese estado, que incluyó fantasías suicidas y una agresiva misantropía. La novela se interpretó como el diario de una rebeldía que ensalza al individuo frente a la masa, gregaria y estúpida. Muchos lectores se identificaron con la figura del “lobo estepario”, un disidente existencial que defiende ferozmente su independencia y su derecho a ser diferente, sin comprender el verdadero sentido de la obra. Hesse no concibe la soledad de Harry Haller, el protagonista de la novela, como un desafío o un gesto de libertad, sino como un fracaso. Su incapacidad para amar y ser amado le reduce a un ascetismo improductivo, donde el yo repudia cualquier lazo comunitario o responsabilidad sobre los otros.

El lobo estepario comienza con las observaciones del sobrino de la mujer que alquila una habitación a Harry Haller. Haller, de unos cincuenta años, exhibe “una desesperanza callada” y un talante reflexivo sin apariencia de vanidad, ambición o narcisismo. Posee “la mirada del lobo estepario” que se conduele de la fatuidad del género humano, afanado en naderías e indiferente ante las grandes creaciones del espíritu. Es evidente que Harry Haller es Hermann Hesse, sometido a insoportables tensiones morales e intelectuales: “Haller era un genio del sufrimiento. En el sentido de muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de sufrimiento ilimitada, genial, terrible”. Esa dureza interior convive con un profundo odio hacia sí mismo que le impide amar al prójimo. Haller es un hombre desarraigado, que interpreta su dolor como una herramienta al servicio del conocimiento. Su angustia existencial lo convierte en el testigo privilegiado de una profunda crisis histórica. No se trata de un simple cambio de época, sino de la colisión entre dos paradigmas culturales que sólo aceptarán la destrucción de su antagonista. Hesse no menciona la muerte de Dios ni habla del Estado totalitario, pero es evidente que se refiere a la crisis religiosa y política de la Europa de entreguerras, donde se gestan los genocidios de la segunda mitad del siglo XX.

Sin disimular su fascinación, el autor de la nota introductoria presenta las “Anotaciones de Harry Haller. Sólo para locos”, un manuscrito inédito donde “el lobo estepario” relata su itinerario espiritual. Haller no oculta su desprecio hacia “todo lo mediocre, normal y corriente”. Nada le parece más ofensivo que el “optimismo del burgués”, confortablemente acomodado en “el templo del orden”. En esa concepción del mundo, no hay espacio para la búsqueda de Dios o del sentido de las cosas. Aunque reconoce que el jazz - “rudo, alegre y salvaje”- le atrae, opina que sólo un necio o un insensato podrían compararlo con Bach o Mozart, verdaderas cimas del espíritu humano. Haller teme que esa música vulgar e infantil sólo sea el preludio de un tiempo de estupidez y banalidad. Durante un paseo, Haller se topa con un hombre que lleva un cartel donde se lee: “Velada anarquista. Teatro mágico. Entrada no para cualquiera”. Se acerca al desconocido y acepta el folleto que le ofrece con aparente desinterés. Haller se retira a su habitación y comienza a leerlo. El folleto se titula “Tractac del Lobo Estepario. No para cualquiera” y habla sobre el propio Harry, donde el lobo y el hombre luchan entre sí con un “odio constante y mortal”, preguntándose si el ser humano es “un tremendo error, un ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza” o “un hijo de los dioses destinado a la inmortalidad”. El “lobo estepario” presume de su soledad y su independencia, pero su rebeldía es inofensiva. Harry no es un revolucionario, sino un diletante, que desprecia el estilo de vida burgués, sin advertir que su existencia es tan sencilla y conformista como la de un tendero aficionado a la ópera. No es un santo ni un libertino. No pertenece a la estirpe de esos artistas que “logran lo absoluto y sucumben de manera admirable”. Harry sólo es un hombre y el hombre no es algo acabado, sino “un ensayo y una transición; no es otra cosa sino un puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu”. Ese carácter inacabado, de proyecto sin terminar, explica que el ser humano albergue infinidad de identidades. La personalidad es un mito, una absurda reducción de la pluralidad de fuerzas que conviven en el interior de un individuo. “El hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto por muchos hilos”. El lobo estepario también es “zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso”. Harry presume que la verdadera sabiduría no consiste en volver a ser niño (la alusión a Nietzsche es evidente), sino en “acoger al mundo entero en un alma dolorosamente ensanchada”. Ése y no otro es el camino “hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios”. Sin embargo, en esa filosofía trágica no hay un ápice de alegría. Acoger el mundo no debe implicar dolor, sino gozo, dicha, plenitud y Haller no experimenta nada de eso.

Después de leer el “Tractac del Lobo Estepario”, Harry entiende que su vida es una impostura y que el “lobo estepario” debe morir. Pablo, un saxofonista alegre y desinhibido, Armanda, una mujer que ama sin celos ni exclusividad, y María, que carece de sentimientos de culpa o pecado, le enseñarán a vivir de otro modo. La risa y el baile reemplazarán a los largos encierros entre partituras de Bach, poemas de Novalis y novelas de Dostoievski. Armanda le enseñará a bailar. El baile no es algo pueril, sino un ejercicio de amor a la vida. Harry ha cultivado excesivamente el espíritu y ha descuidado la inmediatez de los sentidos, la ligereza de sentir sin elaborar juicios reflexivos. Pablo le descubrirá la belleza del jazz, una música que constituye la apoteosis de la libertad, pues no está sujeta a una partitura, sino a intuiciones e inspiradas improvisaciones. El saxofón es más libre que la batuta y no anhela la eternidad. El instante colma todas sus expectativas. Armanda y María le mostrarán que el sexo no es algo solemne, que implica lealtad y compromiso, sino un juego hermoso y sencillo, un jardín donde es posible ser bestia y niño, sin perder la inocencia ni sufrir el acoso de un moralismo enemistado con el placer. Armanda y María también le revelarán que las pequeñas cosas (un bolso, una pitillera, una sortija) no son objetos desdeñables, sino la discreta manifestación de la poesía de lo minúsculo. La poesía de lo minúsculo no es un canto a la riqueza material, pues -según Armanda- “el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte”. Inquieto, Haller replica: “¿Fuera de eso, nada en absoluto?” Armanda responde: “Sí, la eternidad”, pero la eternidad no es algo heroico, sino un presente interminable que recoge cualquier gesto de generosidad, belleza o audacia.

El aprendizaje y la redención de Harry Haller culminan en el “Teatro Mágico”, un espacio simbólico y metafórico donde Armanda se transmuta en Armando y cuestiona los roles sexuales, insinuando que el deseo, libre del lastre de la moral, cambia de objeto continuamente, transitando por todas las formas de placer. En el “Teatro Mágico”, Harry descubre “la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unión mística de la alegría”. Puede decirse que -gracias al viaje físico, carnal y espiritual realizado con sus jóvenes e inesperados maestros- el “lobo estepario” ha muerto. “Yo ya no era yo -afirma Harry, lleno de júbilo-; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua”. Los otros ya no son extraños: “su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos”.

Es evidente que El lobo estepario se interpretó mal. Harry Haller no es un héroe, sino un pobre diablo que se ha parapetado detrás de Mozart y Goethe para disimular su incapacidad de convivir con los otros, experimentando sentimientos de placer y comunidad. Armanda, María y Pablo le proporcionarán la educación sentimental que le permitirá abrirse a los otros y liberarse de sus inhibiciones. En esta novela, Hesse se aleja indistintamente del budismo y el cristianismo. El budismo identifica la dicha con la extinción del deseo y el cristianismo redunda en la oposición platónica entre cuerpo y alma como realidades opuestas. Ambas tradiciones menosprecian la materia y exaltan el espíritu, si bien se separan en su concepción del más allá. Hesse se aproxima a la filosofía de Nietzsche, al “gran sí a la vida” de Zaratustra, pero sin aceptar la inversión de valores, la nueva moral de amos y esclavos que justifica la esclavitud y la guerra. Hesse escribió: “Nunca he vivido sin religión, y no podría vivir sin ella un solo día, pero he podido pasar toda la vida sin ninguna iglesia”. Su religiosidad no implica la execración del instinto o la penitencia corporal, sino un humanismo abierto, tolerante y sensual. Antibelicista, místico y con un amor hacia la naturaleza de connotación panteísta, Hesse concibió El lobo estepario como el relato de una crisis personal. Su experiencia de la depresión le mostró que soledad es un estado enfermizo, donde el yo se escinde del otro, exacerbando su subjetividad. Ese estado sólo conduce a una deshumanización radical, pues lo verdaderamente humano es fundirse con el otro y difuminarse en el nosotros. Hesse no elogia el gregarismo, sino el amor y la fraternidad. “La felicidad es amor, no otra cosa. El que sabe amar es feliz”. La enseñanza última de El lobo estepario es de una sencillez evangélica. No debe sorprendernos. Los clásicos desconfían de la retórica y, a finales de los años 30, el nazismo ya era una amenaza real, que explotaba lo dramático y grandilocuente. Al igual que otros intelectuales, Hesse intuía que el totalitarismo provocaría una nueva guerra, con un enorme caudal de sufrimiento. “No reniego del patriotismo, pero primeramente soy un ser humano, y cuando ambas cosas son incompatibles, siempre le doy la razón al ser humano”. A diferencia de Heidegger, Hesse no se dejó seducir por el ideal comunitario del nacionalismo alemán. Conoció el exilio y la prohibición de sus obras. Su editor fue detenido por la Gestapo y sus libros desaparecieron de las bibliotecas.

Al igual que su buen amigo Thomas Mann, deseó la derrota de su propio país, pero cuando obtuvo el Premio Nobel en 1946 manifestó que no quería llegar a ver el ocaso de las diferencias nacionales, pues eso llevaría a “una humanidad intelectualmente uniforme”. La paz y la reconciliación le parecían inconcebibles sin la diversidad: “¡Es fantástico que existan muchas razas, muchas lenguas y una infinidad de actitudes y perspectivas!”. Los “poderes oscuros” que amenazan a la civilización sólo podrán ser vencidos con amor, tolerancia y apertura hacia la diferencia, pues “el amor es más fuerte que la violencia”. La figura del lobo estepario sólo es una etapa de la conciencia humana. La plenitud del ser humano se halla en la risa, el baile, el juego. (Cfr. https://ciudadseva.com/texto/el-lobo-hesse/

Consultado el 30/10/2022). Cfr. además: https://lamenteesmaravillosa.com/el-lobo-estepario-una-obra-para-reflexionar/

Ernest Hemingway (1899-1961).

Narrador estadounidense cuya obra, considerada ya clásica en la literatura del siglo XX, ha ejercido una notable influencia tanto por la sobriedad de su estilo como por los elementos trágicos y el retrato de la época que representa.

Ya se había iniciado en el periodismo cuando se alistó como voluntario en la Primera Guerra Mundial, como conductor de ambulancias, hasta que fue herido de gravedad. De vuelta a Estados Unidos retomó el periodismo hasta que se trasladó a París, donde alternó con las vanguardias y conoció a Ezra Pound, Pablo Picasso, James Joyce y Gertrude Stein, entre otros. Participó en la Guerra Civil Española y en la Segunda Guerra Mundial como corresponsal, experiencias que luego incorporaría a sus relatos y novelas.

El propio Hemingway declaró que su labor como periodista lo había influido incluso estéticamente, pues lo obligó a escribir frases directas, cortas y duras, excluyendo todo lo que no fuera significativo. Su producción periodística, por otra parte, también influyó en el reportaje y las crónicas de los corresponsales futuros.

Entre sus primeros libros se encuentran Tres relatos y diez poemas (1923), En nuestro tiempo (1924) y Hombres sin mujeres (1927), que incluye el antológico cuento “Los asesinos”. Ya en este cuento es visible el estilo de narrar que lo haría famoso y maestro de varias generaciones. El relato se sustenta en diálogos cortos que van creando un suspense invisible, como si lo que sucediera estuviera oculto o velado por la realidad. El autor explicaba su técnica con el modelo del iceberg, que oculta la mayor parte de su materia bajo el agua, dejando visible sólo una pequeña parte a la luz del día.

Otros cuentos de parecida factura también son antológicos, como “Un lugar limpio y bien iluminado”, “La breve vida feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “Colinas como elefantes blancos”, “Un gato bajo la lluvia” y muchos más. En algunas de sus mejores historias hay un vago elemento simbólico sobre el que gira el relato, como una metáfora que se desarrolla en el plano de la realidad.

La mayor parte de su obra plantea a un héroe enfrentado a la muerte y que cumple una suerte de código de honor; de ahí que sean matones, toreros, boxeadores, soldados, cazadores y otros seres sometidos a presión. Tal vez su obra debe ser comprendida como una especie de romanticismo moderno, que aúna el sentido del honor, la acción, el amor, el escepticismo y la nostalgia como sus vectores principales. Sus relatos inauguran un nuevo tipo de “realismo” que, aunque tiene sus raíces en el cuento norteamericano del siglo XIX, lo transforma hacia una cotidianidad dura y a la vez poética, que influiría en grandes narradores posteriores como Raymond Carver.

Uno de los personajes de Hemingway expresa: “El hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. Y uno de sus críticos corrobora: “Es un código que relaciona al hombre con la muerte, que le enseña cómo morir, ya que la vida es una tragedia. Pero sus héroes no aman mórbidamente la muerte, sino que constituyen una exaltación solitaria de la vida, y a veces sus muertes constituyen la salvaguarda de otras vidas”. A este tipo de héroe suele contraponer Hemingway una especie de antihéroe, como su conocido personaje Nick Adams, basado en su propia juventud, y que hilvana buena parte de los relatos como una línea casi novelesca.

Sus novelas tal vez sean más populares, aunque menos perfectas estilísticamente que los cuentos. Sin embargo, Fiesta (1926) puede ser considerada una excepción; en ella se cuenta la historia de un grupo de norteamericanos y británicos, integrantes de la llamada “generación perdida”, que vagan sin rumbo fijo por España y Francia. En 1929 publicó Adiós a las armas, historia sentimental y bélica que se desarrolla en Italia durante la guerra. En Tener y no tener (1937), condena las injusticias económicas y sociales. En 1940 publicó Por quién doblan las campanas, basada en la Guerra Civil española. Esta obra fue un éxito de ventas y se llevó a la pantalla.

En 1952 dio a conocer El viejo y el mar, que tiene como protagonista a un modesto pescador de La Habana, donde vivió y escribió durante muchos años, enfrentado a la naturaleza. Algunos críticos han visto en este texto la culminación de su obra, porque en él confluyen el humanismo y la economía artística; otros, sin embargo, opinan que éste no es el mejor Hemingway, por una cierta pretensión didáctica. Hacia el final de una vida aventurera, cansado y enfermo, se suicidó como lo haría alguno de sus personajes, disparándose con una escopeta de caza. Para muchos, es uno de los escasos autores míticos de la literatura contemporánea. Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Ernest Hemingway». En Biografías y Vidas. La enciclopediabiográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible

en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hemingway.htm [Consultado el 01/11/2022].

Nick Adams

Nick Adams es una recopilación de cuentos de Ernest Hemingway. En todos los cuentos incluidos aparece el personaje semi-autobiográfico de Nick Adams. Fueron compilados en un solo volumen y publicados póstumamente en 1972. El libro se compone de 24 cuentos y relatos, 8 de los cuales eran inéditos. Algunos de los primeros trabajos de Hemingway, como «Campamento indio» están incluidos, así como algunos de sus cuentos más conocidos, tales como «El río de dos corazones».​ La primera edición en español fue publicada en 1972 por el editorial Emecé en Buenos Aires

El libro se divide en varias secciones.

https://en.wikipedia.org/wiki/The_Nick_Adams_Stories, consultado el 01/11/2022

La primera sección, llamada Northern Woods (Bosques del norte), incluye las siguientes historias: “Tres tiros, “Campamento indio”, “El doctor y su mujer”, “Diez indios” “Los indios se mudaron”.

La segunda sección, titulada On His Own (Por su cuenta), incluye los siguientes cuentos:

“La luz del mundo”, “El batallador”. “Los asesinos”, “El último buen país” y “Cruzando el Mississippi”.

La tercera sección, War (Guerra), incluye:

“La noche antes del aterrizaje”, “Nick se sentó contra la pared”, “Ahora me acuesto”, “Una forma en la que nunca serás” y “En otro país”.

En la cuarta sección, Una casa de soldado encontramos los siguientes relatos:

“Gran río de dos corazones”, “El final de algo “,”El golpe de los tres días”, “Gente de verano “

En la quinta sección titulada Compañía de dos: Día de la boda”, “Sobre la escritura”, “Un idilio alpino”, “Nieve de campo traviesa” “Padres e hijos”.

“Los asesinos”. El arte de narrar sugiriendo.

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

          ¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

          No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

          Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

          Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

          Todavía no está listo.

          ¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

          Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

          Son las cinco.

          El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

          Adelanta veinte minutos.

          Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

          Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

          A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

          Esa es la cena.

          ¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

          Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…

          Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobre todo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

          Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

          ¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

          Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

          Dije si tienes algo para tomar.

          Sólo lo que nombré.

          Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

          Summit.

          ¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.}

          No -le contestó éste.

          ¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

          Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

          Así es -dijo George.

          ¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

          Seguro.

          Así que eres un chico vivo, ¿no?

          Seguro -respondió George.

          Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

          Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

          Adams.

          Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

          El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

          ¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

          ¿No te acuerdas?

          Jamón con huevos.

          Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

          ¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

          Nada.

          Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

          En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

          Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

          Está bien -dijo George.

          Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

          Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

          ¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

          Eh, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

          ¿Por? -preguntó Nick.

          Porque sí.

          Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

          ¿Qué se proponen? -preguntó George.

          Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

          El negro.

          ¿El negro? ¿Cómo el negro?

          El negro que cocina.

          Dile que venga.

          ¿Qué se proponen?

          Dile que venga.

          ¿Dónde se creen que están?

          Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

          Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

          ¿Qué le van a hacer?

          Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

          Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

          ¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

          Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

          Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

          Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

          Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

          ¿De qué se trata todo esto?

          Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

          ¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

          ¿De qué crees que se trata?

          No sé.

          ¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

          No lo diría.

          Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

          Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

          Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

          Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Anderson?

          Sí.

          Viene a comer todas las noches, ¿no?

          A veces.

          A las seis en punto, ¿no?

          Si viene.

          Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

          De vez en cuando.

          Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

          ¿Por qué van a matar a Ole Anderson? ¿Qué les hizo?

          Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

          Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

          ¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

          Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

          Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

          Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

          Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

          ¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

          Uno nunca sabe.

          En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

          Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

          Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

          Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

          Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

          Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

          Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

          Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

          Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

          No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

          Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

          El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

          ¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Anderson, no va a venir.

          Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

          Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

          Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

          ¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

          Vamos, Al -insistió Max.

          ¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

          No va a haber problemas con ellos.

          ¿Estás seguro?

          Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

          No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

          Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

          Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobre todo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

          Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

          Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobre todos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

          No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

          ¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.

          Querían matar a Ole Anderson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

          ¿A Ole Anderson?

          Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

          ¿Ya se fueron? -preguntó.

          Sí -respondió George-, ya se fueron.

          No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

          Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Anderson.

          Está bien.

          Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

          Si no quieres no vayas -dijo George.

          No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

          Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

          Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

          Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

          Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

          ¿Está Ole Anderson?

          ¿Quieres verlo?

          Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

          ¿Quién es?

          Alguien que viene a verlo, señor Anderson -respondió la mujer.

          Soy Nick Adams.

          Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Anderson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

          ¿Qué pasa? -preguntó.

          Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Anderson no dijo nada.

          Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Anderson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

          George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

          No hay nada que yo pueda hacer -Ole Anderson dijo finalmente.

          Le voy a decir cómo eran.

          No quiero saber cómo eran -dijo Ole Anderson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

          No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

          ¿No quiere que vaya a la policía?

          No -dijo Ole Anderson-. No sería buena idea.

          ¿No hay nada que yo pueda hacer?

          No. No hay nada que hacer.

          Tal vez no lo dijeron en serio.

          No. Lo decían en serio.

Ole Anderson volteó hacia la pared.

          Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

          ¿No podría escapar de la ciudad?

          No -dijo Ole Anderson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

          Ya no hay nada que hacer.

          ¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

          No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

          Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

          Chau -dijo Ole Anderson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Anderson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

          Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Anderson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.

          No quiere salir.

          Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

          Sí, ya sabía.

          Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

          Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

          Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

          Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

          Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

          ¿Viste a Ole?

          Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

          No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

          ¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

          Sí. Le conté, pero él ya sabe de qué se trata.

          ¿Qué va a hacer?

          Nada.

          Lo van a matar.

          Supongo que sí.

          Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

          Supongo -dijo Nick.

          Es terrible.

          Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

          Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

          Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

          Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

          Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

          No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

          Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso. (https://ciudadseva.com/texto/los-asesinos/, consultado el 01/11/2022).

Comentario

En este conocido relato de Hemingway el narrador nos enfrenta a la posible muerte de un individuo apellidado Anderson y llamado “el sueco”. Los asesinos llegan al restaurante del pueblo y se sientan a esperar. Todos se preguntan a qué han venido y ellos finalmente contestan cuál era su macabra función.

Estos asesinos no tienen prisa alguna y, sobre todo, observo que, después de esperar un tiempo prudente, se retiran. El tema de la muerte está trabajado por el narrador desde un ángulo muy particular. Conozco, por los medios de comunicación, que los criminales que tienen que cumplir una misión no esperan, más bien van tras su presa. En este caso debo consignar que el sueco ya está muerto desde el momento en que han decidido enviar a estos sicarios. De nada sirve huir de ellos porque, tarde o temprano, lo atraparán. El acto de valentía de Nick cuando va a la pensión de Anderson a avisarle lo que está sucediendo, no tiene ninguna trascendencia; por un lado, el sueco ya no va a huir y, por el otro, los asesinos no consideran necesario buscarlo en donde vive, porque muy pronto caerá víctima de sus armas.

El acto de narrar en Hemingway consiste en mostrar una parte aparentemente mínima del tema enfocado —teoría del iceberg— y esconder la esencia de dicho asunto en aspectos y planteamientos que el narrador no revela. Todos los hombres estamos condenados a morir, lo único que nos falta saber es cuándo y cómo sucederá.

“Campamento indio”. Una muerte inesperada.

Reflexiones y preguntas del niño en torno al suicidio y a la muerte.

Habían preparado otro bote en la orilla del lago y dos indios esperaban a su lado.

Nick y su padre se colocaron en la popa y los indios pusieron la embarcación en marcha. Uno de ellos remaba. Tío George se sentó en la popa del bote del campamento. El indio joven lo alejó un poco de la orilla y después montó para remar.

Las dos embarcaciones empezaron a navegar en la oscuridad. Nick oyó el ruido de los remos del otro bote, más delante, ya que la niebla le impedía verlo. Los nativos remaban con golpes rápidos y violentos. Nick estaba recostado, y su padre lo rodeaba con el brazo. Hacía frío en el lago. El indio remaba con todas sus fuerzas, pero el otro bote siempre le llevaba ventaja.

·         ¿Adónde vamos, papá? —preguntó Nick.

·         Al campamento indio. Hay una señora muy enferma.

·         ¡Ah! —dijo Nick.

El bote de tío George llegó antes a la otra orilla. Cuando ellos desembarcaron, ya estaba fumando un cigarro. La oscuridad era completa. El indio joven empujó el bote hacia la playa y el tío George les dio cigarros a los dos remeros.

Después atravesaron un prado empapado de rocío. El joven indio iba delante con el farol. Pasaron por el monte y siguieron un sendero hasta el camino. Allí había más luz, pues el monte estaba cortado a ambos lados. El guía se detuvo y apagó el farol de un soplo. Finalmente, avanzaron todos por el ancho camino.

Doblaron una curva y apareció un perro ladrando. Más allá se veían las luces de las chozas de los leñadores indios. Unos cuantos perros más salieron al encuentro de los recién llegados. Los dos indios los hicieron regresar a las chozas. En la que estaba más cerca del camino, había luz en la ventana, y en la puerta esperaba una anciana con el farol encendido.

Dentro, una india joven estaba tendida en una litera de madera. Durante dos días había tratado de dar a luz. Todas las ancianas del campamento la habían ayudado. Los hombres, por su parte, iban a fumar al camino, lejos de allí, por no oír los lamentos de la mujer. Cuando Nick y los dos indios entraron detrás de su padre y el tío George, estaba gritando. Estaba acostada en la estera inferior. Parecía enorme bajo la colcha. La litera superior la ocupaba su marido, que tres días antes se había cortado un pie con el hacha. Fumaba en pipa. La habitación apestaba.

El padre de Nick ordenó que pusieran un poco de agua al fuego, y mientras se calentaba habló con el muchacho:

·         Esta señora va a tener un hijo, Nick.

·         Ya lo sé.

·         No, no lo sabes —prosiguió su padre—. Escúchame. Está sufriendo los llamados dolores del parto. La criatura quiere nacer y ella quiere que nazca. Todos sus músculos están tratando de que salga la criatura. Eso es lo que ocurre cuando grita.

·         Comprendo —asintió Nick.

En ese instante, la mujer lanzó un grito.

·         ¡Oh! ¿Y no puedes darle algo para calmarla, papá?

·         No. No tengo ningún anestésico. Pero sus gritos no tienen importancia. No los oigo, porque no tienen importancia.

En la litera superior, el marido se volvió hacia la pared.

La mujer que vigilaba el agua indicó al médico que ya estaba caliente. El padre de Nick fue a la cocina y echó la mitad del líquido de la enorme olla en una palangana. Después sumergió en el agua que quedaba en la olla varias cosas que llevaba envueltas en un pañuelo.

·         Esto tiene que hervir —dijo, mientras empezaba a lavarse las manos en la palangana con el trozo de jabón que había traído del campamento.

Nick observó atentamente el cuidado con que su padre se frotaba las manos. En aquel momento volvió a dirigirle la palabra:

·         Como verás, Nick, primero tiene que salir la cabeza de la criatura, aunque a veces no ocurre así. Entonces se producen muchos inconvenientes para todos. Quizá tengamos que operar a esta mujer. Dentro de un ratito lo sabremos.

Una vez terminado el minucioso lavado, se dispuso a trabajar.

·         ¿Quieres retirar esa colcha, George? Prefiero no tocarla, ahora que tengo las manos limpias.

Luego, cuando empezó a operar, tío George y tres indios sujetaron a la mujer, que en una ocasión mordió a tío George en el brazo, haciéndole exclamar:

·         ¡Perra india!

Y el indio que había remado en su bote lanzó una carcajada. Nick sostenía la palangana al lado de su padre, que tardaba mucho. Finalmente, sacó la criatura, le dio una palmada para hacerla respirar y la entregó a la anciana.

·         Mira, es un niño, Nick. ¿Qué opinas como practicante?

·         Que está muy bien —dijo Nick, mirando hacia otro lado para no ver lo que hacía su padre.

·         Así. Eso es —dijo este poniendo algo en la palangana.

Nick apartó la mirada de nuevo.

·         Ahora hacen falta varias puntadas. Haz lo que te parezca, Nick. Si quieres mirar, mira, y si no, no. Voy a coser la incisión anterior.

Nick no contempló la operación. Había perdido toda curiosidad…

Su padre terminó, incorporándose. Tío George y los tres indios también se pusieron de pie. Nick llevó la palangana a la cocina.

Tío George se miró el brazo, y el indio joven sonrió al recordar la escena del mordisco.

·         Te pondré un poco de peróxido, George —le dijo el médico.

Luego se inclinó sobre la mujer, que estaba muy pálida y quieta y con los ojos cerrados. Había perdido el sentido.

·         Volveré por la mañana —explicó el doctor, poniéndose de pie—. La enfermera de San Ignacio llegará aquí a mediodía con todo lo que necesitamos.

Estaba muy alegre y locuaz, igual que los jugadores de fútbol en los vestuarios después del partido.

·         Esto es como para publicarlo en el boletín médico, George —manifestó—. ¡Imagínate! ¡Hacer una operación cesárea con una navaja y coser después la herida con hilo de tripa! ¡Casi nada!

Tío George estaba apoyado contra la pared. Seguía mirándose el brazo.

·         ¡Oh! No hay duda de que eres un gran hombre —afirmó.

·         Ahora hay que echarle un vistazo al orgulloso padre. Generalmente, son los que más sufren en estas pequeñas tragedias. Aunque hay que reconocer que se portó bastante bien.

Pero al retirar la colcha que cubría la cabeza del indio, sacó la mano mojada. Entonces se subió al borde de la litera inferior y miró la otra con la ayuda del farol. El nativo yacía con la cara hacia la pared. Un tajo, de oreja a oreja, le atravesaba el cuello. La sangre formaba un charco en la parte del lecho hundida por el peso del cuerpo. La cabeza descansaba sobre el brazo izquierdo, y la navaja abierta estaba encima de las mantas.

·         Haz salir a Nick, George —dijo el doctor.

Pero no hubo necesidad de hacerlo, pues Nick, desde la puerta de la cocina, había visto la litera cuando su padre, farol en mano, echó hacia atrás la cabeza del indio.

Empezaba a clarear cuando regresaron al lago por el camino de los leñadores.

—Estoy arrepentidísimo de haberte traído, Nickie —dijo su padre. Ya había desaparecido la alegría que había sucedido a la operación—. Ha sido algo espantoso y poco conveniente para ti.

·         ¿Siempre sufren tanto las mujeres cuando dan a luz? —preguntó Nick.

·         No, esto ha sido algo excepcional, muy excepcional.

·         ¿Y por qué se suicidó él, papá?

·         No sé, Nick. No habrá podido aguantar lo que ocurrió, supongo.

·         ¿Se suicidan muchos hombres en casos como este?

·         No muchos, Nick.

·         ¿Y muchas mujeres?

·         Es raro.

·         ¿No se suicidan nunca?

·         ¡Oh! Sí. A veces lo hacen.

·         Papá…

·         ¿Qué?

·         ¿Adónde fue Tío George?

·         Volverá en seguida.

·         ¿Se sufre mucho al morir, papá?

·         No, creo que no, Nick. Depende…

Luego se sentaron en el bote; Nick en la popa, y su padre en el centro, remando. El sol ya se asomaba por las colinas. Un róbalo saltó y formó un círculo en el agua. Nick introdujo la mano en el agua, que estaba tibia a pesar del frío matinal.

En el lago, sentado en la popa del bote, en aquella hora temprana, mientras su padre remaba, Nick tuvo la completa seguridad de que nunca moriría…

Observación. Sugiero que comentes este relato con base en los elementos conceptuales y de estilo que he mencionado en el desarrollo del tema.

 


 

 

Carmen Laforet y la generación de Posguerra española

Carmen Laforet (1921-2004)

Un estudio cronológico permitirá observar la evolución de la escritora en cuanto a temas, estructuras y estilo. Presentamos a continuación, precedidas por la fecha de publicación, las narraciones de Laforet: 1944, Nada; 1948-1952 La muertaRecopilación de los cuentos publicados en este período. 1952 La isla y los demonios; 1954 La llamada. Novelas cortas. 1955 La mujer nueva, 1963 La insolación. Inicio de la trilogía Tres pasos fuera del tiempo.

“La muerta”

El señor Paco no era un sentimental. Era un buen hombre al que le gustaba beber, en compañía de amigos, algunos traguitos de vino al salir del trabajo y que sólo se emborrachaba en las fiestas grandes, cuando había motivo para ello. Era alegre, con una cara fea y simpática. Debajo de la boina le asomaban unos cabellos blancos, y sobre la bufanda una nariz redonda y colorada. Al entrar en la casa esta nariz quedó un momento en suspenso, en actitud de olfatear, mientras el señor Paco, que se acababa de quitar la bufanda, abría la boca, con cierto asombro. Luego reaccionó. Se quitó el abrigo viejo, en una de las mangas le habían cosido sus hijas una tira negra de luto, y lo colgó en el perchero que adornaba el pasillo desde hacía treinta años. El señor Paco se frotó las manos, y luego hizo algo totalmente fuera de sus costumbres. Suspiró profundamente. Había sentido a su muerta. La había sentido, allí, en el callado corredor de la casa, en el rayo de sol que por el ventanuco se colaba hasta los ladrillos rojos que pavimentaban el pasillo. Había notado la presencia de su mujer, como si ella viviese. Como si estuviese esperándolo en la cálida cocina, recién encalada, tal como sucedía en los primeros años de su matrimonio... Después las cosas habían cambiado. El señor Paco había sido muy desgraciado y nadie podría reprocharle unos traguitos de vino y algunas aventurillas que le costaron, es verdad, sus buenos cuartos... Nadie podría reprochárselo con una mujer enferma siempre y dos hijas alborotadas y mal habladas como demonios. Nadie se lo había reprochado jamás. Ni la pobre María, su difunta, ni su propia conciencia. Cuando las lenguas de sus hijas se desataron en alguna ocasión más de lo debido, la misma María había intervenido desde su cama o desde su sillón para callarlas, suavemente, pero con firmeza. En la soledad de la alcoba, cuando algunas noches había estado él, malhumorado, inquieto, revolviéndose en la cama. María misma lo había compadecido.” Alguna vez, la verdad, había él especulado con la muerte de su mujer. Y esto lo sentía ahora. ¡Pero... había estado desahuciada tantas veces!... Se avergonzaba de pensarlo, pero no pudo menos de hacer proyectos, en una ocasión, con una viuda de buenas carnes, que vivía en la vecindad, y que lo dejaba sin respiración cuando le soltaba una risa para contestar a sus piropos... Esto fue en época en que María estaba paralítica... “Cosa progresiva -decían los médicos- “, llegará el día en que la parálisis ataque al corazón y entonces... hay que estar preparados. El señor Paco estuvo preparado. Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando el tumor en el pecho, cuando... La vida de Maria en los últimos veinte años había sido un ir de una enfermedad mala a otra peor... Y ella tan contenta. ¡Con tal de tener sus medicinas! Y hasta sin eso; porque a la hija casada había llegado a darle el dinero de sus medicinas, muchas veces para comprarle cosas a los niños... Pero lo que era seguro es que, sufrir, lo que decían los médicos que estaba sufriendo... no, Maria no notaba aquellos padecimientos. Nunca se quejó. Y cuando uno sufre, sí se queja. Eso lo sabe todo el mundo... Entre una enfermedad y otra, ayudaba torpemente a las hijas a poner orden en aquella casa descuidada, donde, continuamente, resonaban gritos y discusiones entre las dos hermanas, que no se podían ver... Esto sí mortificaba a la pobre, aquellas discusiones que eran el escándalo de la vecindad, y nunca, ni en su agonía, pudo gozar de paz. El señor Paco, durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido aquellos secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar a las hijas como fuera y quedarse con el piso... No faltaba más... Y luego, a vivir... Alguna compensación tenía que ofrecerle el destino. Todos los días acechaba la cara pálida y risueña de Maria, que, hundida en su sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las rodillas paraliticas al nieto más pequeño, o cosía, con sus manos aun hábiles, sin dar importancia a aquello que el señor Paco le ponía de tan mal humor: Que la cocina estuviese sucia, con las paredes negras de no limpiarse en años, y el aire lleno de humo y de olor a aceite malo. María levantaba hacia él sus ojos suaves, aquella boca pálida donde siempre flotaba la misteriosa e irritante sonrisa, y el señor Paco desviaba los ojos; él notaba que ella le compadecía, como si le adivinase los pensamientos, y desviaba los ojos. Podía compadecerle todo lo que quisiera; pero el caso es que no se moría nunca; aunque para la vida que llevaba, como decía él a sus amigos, cuando el vino le soltaba la lengua, para la vida que llevaba la pobre mujer, mejor estaría ya descansando... Un día el señor Paco sintió derrumbarse todos sus proyectos. Al volver del trabajo, cuando abrió la puerta de la cocina, encontró a la mujer de pie, como si tal cosa, fregando cacharros. La sonrisa con que le recibió fue un poco tímida. - ¡Sabes?... Esta mañana vi que me podía levantar sola, que podía andar... ¡Me alegré por las chicas... tienen tanto trabajo las pobres!... Parece que también ha salido de ésta. El señor Paco no dijo nada. No pudo manifestar ninguna clase de alegría ni de asombro. Por otra parte, tampoco hacía falta. Las hijas, el yerno y hasta los nietos, tomaban la curación de la paralitica como la cosa más natural. Discutían lo mismo, cuando la madre estaba en pie y les ayudaba en la medida de sus fuerzas que cuando estaba sentada en un sillón de hule. Al señor Paco con la imposibilidad de realizar el nuevo matrimonio que soñaba se le pasó el enamoramiento por la viuda frescachona y, en verdad, cuando, al fin, Maria cayó enferma de muerte, él no tenía ningún deseo del desenlace. Lo que le sucedió fue que hasta el último minuto estuvo sin creerlo. Lo mismo les sucedía a las hijas, que estaban acostumbradas a tener años y años a una madre agonizante. La noche antes de morir, sin poder ya incorporarse en la cama, María hilvanaba torpemente el trajecillo de un nieto... Y, como de costumbre, no pudo hacer nada para impedir las discusiones habituales de la familia, en su último día en la tierra. El señor Paco se portó decentemente en su entierro, con una cara afligida. Pero al volver del cementerio ya la había olvidado. ¡Era tan poca cosa allí aquella mujer menuda y silenciosa! Habían pasado ya más de tres semanas que estaba bajo la tierra. Y ahora, sin venir a cuento, el señor Paco la sentía. Llevaba varios días sintiéndola al entrar en la casa, y no podía decir por qué. La recordaba como cuando era joven, y él había estado orgulloso de ella, que era limpia y ordenada como ninguna; con aquel cabello negro anudado en un modo, siempre brillante, y aquellos dientes blanquísimos. Y aquel olor de limpieza, de buenos guisos que tenía su cocina, que ella misma encalaba cada sábado, y aquella tranquilidad, aquel silencio que ella parecía poner en dondequiera que entraba... Aquel día cayó el señor Paco en la cuenta de que era por eso... Aquel silencio... Hacía tres semanas que las hijas no discutían. Ellas también, quizá, sentían a la muerta. -Pero no... -el señor Paco se sonó ruidosamente -no... eso son cosas de viejo, de lo viejo que está uno ya. Sin embargo, era indudable que las hijas no discutían. Era indudable que, en vez de dejar las cosas por hacer, pretextando cada una que aquel trabajo urgente le pertenecía a la otra, en vez de eso, se repartían las labores, y la casa marchaba mejor. El señor Paco quiso por esto, o quizás porque se iba haciendo viejo, como él pensaba, estaba más en la casa, y hasta se había aficionado algo a uno de los nietos. Dio unos pasos por el corredor, sintió el calor de la mancha de sol en la nariz y en la nuca, al atravesarla, y empujó la puerta de la cocina, quedando unos momentos deslumbrado en el umbral. La cocina estaba blanca y reluciente como en los primeros tiempos de su matrimonio. En la mesa estaban puestos los platos. El yerno estaba comiendo y, cosa nunca vista, lo atendía la hija soltera, mientras la hermana se ocupaba de los dos mocosos pequeños... Aquello era tan raro que le hizo carraspear. -Esto parece otra cosa. ¿Eh, señor Paco? El yerno estaba satisfecho de aquellas paredes blancas oliendo a cal. El señor Paco miró a sus hijas. Le parecía que hacía años que no las miraba. Sin saber por qué dijo que se le estaban pareciendo ahora a la madre. -Ya quisieran. La señora Maria era una santa. Esta idea entró en la cabeza del señor Paco, mientras iba consumiendo su sopa, lenta y silenciosamente. La idea apuntada por el yerno de que la muerta había sido una santa. -La verdad, padre -dijo de pronto una de las hijas-, que a veces no sabe uno como viven algunas personas. La pobre madre no hizo más que sufrir y aguantar todo... Yo quisiera saber de qué le sirvió vivir así para morirse sin tener ningún gusto... Después de esto, nada. El señor Paco no tenía ganas de contestar, ni nadie... Pero parecía que en la cocina clara hubiese como una respuesta, como una sonrisa, algo... Otra vez suspiró el señor Paco, honda, sentidamente, después de limpiarse los labios con la servilleta. Mientras se ponía el abrigo, para irse a la calle de nuevo; las hijas cuchichearon sobre él, en la cocina. -Te has fijado en el padre?... se está volviendo viejo. Te fijaste como se quedó, así, alelado, ¿después de comer? Ni se dio cuenta cuando Pepe salió... El señor Paco las estaba oyendo. Sí, él tampoco sabía bien lo que le pasaba. Pero no podía librarse de la evidencia. Estaba sintiendo de nuevo a la muerta, junto a él. No tenía esto nada de terrible. Era algo cálido, infinitamente consolador. Algo inexpresable. Ahora mismo, mientras se enrollaba al cuello la bufanda, era como si las manos de ella se la atasen amorosamente... Como en otros tiempos... Quizá para eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña, insignificante y magnífica. Santa... para poder volver a todo, y a todos consolarles después de muerta.

‘‘La muerta”. Analepsis y cronología del relato

El cuento se fundamenta en una analepsis[3]. El señor Paco, personaje central, enfrenta una vida solitaria, aunque tranquila, después de la muerte de su esposa. La ubicación cronológica del relato nos permite partir de un presente para que -después de decirnos que el señor Paco siente la presencia de la muerta en la casa- el narrador dedique, parte del relato, a contarnos cómo había sido la vida y los sufrimientos de esta pobre mujer, mediante un regreso en el tiempo, una analepsis. La otra dimensión temporal involucrada en el relato es el pasado: del análisis de este tiempo transcurrido se inferirán conclusiones que permitan al personaje dar un sentido y una interpretación a la existencia de su mujer. El contenido de la analepsis, por lo que se refiere a las ideas desarrolladas en ella, tiene como finalidad relatarnos la vida de una mujer enferma, quien estuvo constantemente al borde de la muerte y motivó determinadas reacciones en el resto de los miembros de la familia. Dice el narrador al respecto: “El señor Paco estuvo preparado. Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando el tumor en el pecho, cuando... La vida de María en los últimos veinte años había sido un ir de una enfermedad mala a otra enfermedad peor... Y ella tan contenta. ¡Con tal de tener sus medicinas! Complementando lo señalado, Illanes Adaro comenta: Hay cierto humorismo amargo en este hacerse proyectos sobre la vida de alguien y que, no obstante, la vida misma que se prolonga los interrumpe. Éste, al mismo tiempo, disfraza algo la sutil tristeza de saber de esa vida que se apaga.

Ubicación espacial

El ambiente cerrado de la casa constituye el único sitio en que se desarrollan los hechos. No hay lugares de alternativa. En esta casa vivió y murió María, y en esta casa también se la recuerda. Al igual que Andrea en la novela Nada encuentra un ambiente cerrado en la casa de Aribau, así también María se limita a ese sitio, no sale de él, pero -a diferencia de Andrea- es feliz en ese espacio.

Realismo descarnado de la descripción

Advertimos un planteamiento cruelmente realista, el cual nos enfrenta de golpe a los acontecimientos, además de que nos permite observar las actitudes de un hombre cansado y marginado, como consecuencia de la larga enfermedad de su esposa. El señor Paco, durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido aquellos secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar a las hijas como fuera y quedarse con el piso... No faltaba más... Y luego, a vivir... Alguna compensación tenía que ofrecerle el destino[4]. El narrador presenta así la actitud antiheroica de un hombre común y corriente que se encuentra hastiado; de tal manera que llega a excluir de su conciencia todos los buenos recuerdos del pasado, para quedarse tan sólo con la miserable imagen actual de su mujer, y para planificar -no sé si egoístamente- su futuro. En abierto contraste con su proceder, observamos la actitud estoica de su mujer: Todos los días acechaba la cara pálida y risueña de María, que, hundida en su sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las rodillas paralíticas al niño más pequeño, o cosía, con sus manos aún débiles. Descubro la intención del narrador de llevarnos al encuentro de una mujer abnegada, y de alguna manera, víctima de las circunstancias; es el modelo romántico que en el simbolismo del cuento seguirá vivo aún después de la muerte. Final del cuento. Oxímoron.

El narrador presenta un final romántico que contrasta con el desarrollo marcadamente realista del cuerpo del relato. Considero que es un final muy débil, si se le compara con el resto del relato. Queda enmarcado en un espacio impreciso e irreal: la presencia de la mujer muerta se impone más allá de las fronteras del mundo material, tangible, cognoscible, en que habitamos. Todos han cambiado en la casa porque todos “sienten a la muerta”. Esa realidad actual contrasta con lo sucedido durante la enfermedad, cuando el señor Paco planeaba su futuro con la vecina viuda. Parece imponerse una pregunta: ¿Fue necesaria la muerte de María para que todos llegaran a la conclusión de que era una santa? Esta reflexión me lleva a ubicar a la muerte como una especie de fuerza redentora. Los hombres, al pasar por ella, cambian automáticamente y regresan de ella llenos de bondad. Una consideración pseudo moral -según mi criterio, cierra el relato: “Quizá para eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña, insignificante y magnífica. Santa... para poder volver a todo, y a todos consolarles después de muerta”. (18) El narrador ha dicho “quizá”, y esta palabra lo libera de una responsabilidad definitiva enmarcada en el entorno de lo expresado. Es una ironía muy grande alabar en la muerte a aquellos que en la vida fueron rechazados o por lo menos insignificantes. Es tan sólo una manera de calmar nuestra conciencia. Precisamente esta ironía resulta remarcada por el narrador mediante el empleo del oxímoron: “doliente y risueña, insignificante y magnífica”. Las parejas de adjetivos se contraponen en la significación, si las aislamos del contexto, pero, integradas a él, constituyen una unidad de sentido complementaria.

 

 

 

 

Microcuento. Teoría y ejemplos representativos.

Qué es el minicuento

En los últimos años han surgido con fuerza nuevas tendencias en el mundo de la literatura, algunas de ellas retomando formatos que ya existían con anterioridad, como es el caso del minicuento, también llamado microrrelato o nanoficción, cuya existencia moderna podría surgir a mediados de los años cincuenta, de la mano de grandes autores como Borges, Ramón Gómez de la Serna o Max Aub.

El nacimiento de esta nanoficción vino de la mano, probablemente, de la elección de un formato de publicación que exigía, en algunas revistas, texto corto y una ilustración llamativa. Es curioso que este tipo de relato obtenga, tras muchos años casi en el olvido, una segunda juventud, por los mismos motivos: hoy en día, conseguir captar la atención de un lector en una página de Internet se hace cada vez más complicado; los lectores saltan de enlace en enlace con facilidad y los autores apenas tienen unos segundos para captar su atención. Es entonces cuando el minicuento cumple su función y aparece como una alternativa a textos largos -normalmente mal maquetados- que se pierden en el cementerio de las páginas web no visitadas.

Habría que definir qué puede ser un minicuento, claro. Por ejemplo:

“Era de noche y todas las mariposas bailaban a la luz de una luna azul”

No es una nanoficción, es una imagen evocadora, lírica, pero no nos propone ni un juego, ni un planteamiento ni una resolución, es tan sólo un paisaje desconectado Este suele ser uno de los grandes errores a la hora de escribir minicuentos. Sin embargo:

“El zombi apuró la última copa de ácido. Todas las mariposas escaparon de su interior para bailar bajo la luz de la luna azul metano sobre el camposanto”.

Pese a ser un texto todavía muy pequeño presenta una estructura más apropiada, con personaje, situación y complicidad con el lector. Un cuento, cuanto más corto es, debe apelar a todo el mundo que puede tener en común con sus lectores. En el caso anterior, es una historia de terror, pero puede ser algo más común como el mundo del circo:

“Ni el jefe de pista, ni los payasos, ni el trapecista o el forzudo de barba negra pudieron imaginar que la cuerda por la que el faquir trepaba, colgando desde ninguna parte, era en realidad una serpiente invisible a la que pintaba de blanco para cada función. Sólo el mimo descubrió su secreto poco antes de morir de su mortal picadura entre horribles espasmos y grandes aplausos de un público ignorante de su grave situación”.

Minicuentos los puede haber de varios tamaños, claro, estos ejemplos están dedicados a la nanoficción, que es mi preferida. Como ejercicio para comprender cómo hacer un microrrelato interesante les propongo un juego. Coged una cuartilla en blanco y escribid un relato que ocupe una cara por completo. Luego dobladla por la parte escrita y reducid vuestra historia hasta que quepa en la media cuartilla. Repetid el proceso hasta que ya no podáis doblar más la hoja o ya no podáis reducir las palabras, entonces desplegad la cuartilla y leed el resultado… divertido, ¿verdad?

Alfredo Álamo (Valencia, 1975) escribe bordeando territorios fronterizos, entre sombras y engranajes, siempre en terreno de sueños que a veces se convierten en pesadillas. Actualmente es el Coordinador de la red social Lecturalia al mismo tiempo que sigue su carrera literaria.

“El deseo de ser un indio” Minirrelato de Kafka

Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.

Minicuentos de Augusto Monterroso

Dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Fecundidad
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.

Historia Fantástica

Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.

Nube
La nube de verano es pasajera, así como las grandes pasiones son nubes de verano, o de invierno, según el caso.

Imaginación y destino

En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva.

El paraíso imperfecto

          Es cierto -dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.

El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

La fe y las montañas

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

La mosca que soñaba que era un águila

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.

En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.

En realidad, no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.

Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

El grillo maestro

Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.

Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.

La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

La vaca

Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí, pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha. https://www.blogger.com/blog/post/edit/, consultado el 01/11/2022.

Minicuentos de mi autoría

Mini relatos ignorados. Reflexiones de una mente ociosa. Crítica mordaz y otros recuerdos

L. Quintana

De varia invención

1.      Cuando vivía pensaba que soñaba; cuando soñaba dejaba de vivir.

2.      La toqué con suavidad en el hombro. Me miró con ojos llenos de ternura impaciente.

3.      Estoy solo; la compañía del mundo es inútil; la existencia es una vez y nunca más.

4.      Quiero creer en un dios redentor; quiero creer en una existencia en la que el mal falte a la cita.

5.      Me encerraron en la torre en donde no había arañas, sino paredes sudadas que reclamaban la fugacidad del instante.

6.       Abrieron la puerta de mi celda y salí temeroso al encuentro del futuro.

7.      He muerto diez veces y he renacido muchas más. ¿En dónde está mi alma que extravié en tanto comienzos inútiles?

8.      La perdí tantas veces que ya ni siquiera me atrevo a buscarla.

9.      Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos. Cerraron sus ojos y volvió a nacer.

10.  Soñé que despertaba de un sueño tenebroso. Soñé con un sueño y desperté para volver a soñar.

11.  “¡Chojé, chojé!”, repetía en el espacio siniestro de mi sombra.

12.  Ahora debo irme; pero muy pronto volveré para reencontrarme con mi pensamiento que enhebra ideas absurdas sin descanso alguno.

13.  Estamos condenados irremediablemente a morir; pero nadie habla del martirio de vivir a cada instante.

14.  Más allá de todo, está el carisma de unos pocos y la absurda estulticia de la mayoría.

15.  Hoy soy lo que mañana anhelaré volver a ser.

16.  Pienso en el misterio de la muerte. Veo ángeles, demonios y luces infinitas. Contemplo lo que en realidad no deseo tener entre mis ensueños oníricos.

17.  Los políticos critican hoy lo que ellos mismos no supieron llevar a cabo ayer.

18.  Margaret ha dejado de existir y está en “el seno de Dios”. ¡Ojalá que no se repita la hazaña de Lázaro!

19.   ¿Por qué? Por orgullo mentiroso que no se resigna a morir.

20.  Cuando evalúan son duros como la roca; cuando piensan en sus propios errores son blandos como el almidón.

21.  Muchas veces es mejor callar que decir cosas que deberíamos haber callado antes de decirlas.

Intertextuales

22.       Soy un fue, un será y un es más cansado que nunca.

23.       ¿Ariadna? ¿Helena? ¿Antígona? Quién sabe: El nombre es sólo humo que vela la celeste llama del amor.

24.       Una mentira repetida con saña se vuelve verdad aparente. ¿Mentira? ¿Verdad? Dos polos que se encuentran en el nudo de la existencia.

25.       Volveré cansado para repetir aquellas resentidas palabras de triunfo aparente: “Decíamos ayer”. Pero ¿quién me devuelve los días perdidos?

26.       La utopía nunca ha existido. La distopía regresó con más ahínco para zaherir el destino de los hombres.

27.       Las interminables golondrinas de Bécquer vuelan incansables por el espacio de la canción popular.

28.       Cuando desperté el presidente todavía estaba allí.

29.       ¿Traición, resignación, olvido? Cuándo me lo dijeron mi frente ya se había adaptado.

30.       No quiero que nadie me diga que has muerto, menos quiero verte resucitar cuando ya mi vida ha tomado por otros senderos.

31.       “Levántate y anda” es la voz que, según el poeta, le habló a Lázaro en el momento de su resurrección. La magia de la poesía no radica en el conocimiento, sino en la impecable pureza de su creación.

32.       Soergel compró a coste de sangre la memoria de Shakespeare; yo no pagaría ni un centavo por la memoria de Gioconda Belli, la improvisada escritora de la FIL.

33.       “Tu pupila es azul” y tu iris también. Es cierto, Bécquer, que el corazón y la cabeza prosiguen batallando en lucha sin fin.

34.       ¿Cuándo? Mañana. Lo mismo me dirás mañana.

35.       ¿Desde cuándo? Hace ya mucho tiempo que dejé de pensar en Bajtín: si el plagio no es al coste de sangre puede ser tolerable.

36.       He mandado un cuento de Faulkner con mi nombre a una revista de alto prestigio y lo rechazaron por su mala redacción.

37.       García Márquez nunca pensó que un grupo de mediocres dejarían de leerlo por las palabras altisonantes que, con frecuencia, utilizó en sus gloriosos escritos.

38.       Pablo Neruda es un misógino dicen hoy algunos defensores de los derechos de la mujer. Estoy dispuesto a aceptarlo con el único comentario de que es un “exquisito misógino” que amó y respetó sin ofender a nadie.

39.       “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Los convidados de piedra, que nunca faltan al gran banquete de la poesía, han leído mal estos versos. No hay desprecio, hay admiración y reconocimiento por la fémina amada.

40.       Me acusan cuando callo porque estoy como disperso; disperso y pensativo como si hubieras muerto.

41.       Dante y Balzac escribieron comedias que son novelas. Al genio, a diferencia del académico, no lo desvelan los géneros literarios.

42.       Bufe el eunuco; crear es la única regla válida en la literatura, lo demás es basura que se pierde con el desgaste de los siglos.

43.       Repetir lo que otros han escrito ya es otra de las normas por las que el plagiario se rige.

44.       Roberto Bolaño copió sus propios textos. Quiso verse repetido hasta el infinito sin miedo al “qué dirán”.

45.       Borges y Menard idolatraron al manco de Lepanto sin titubear un momento, porque descubrieron que la verdadera creación no es del que la hace sino del que, feliz, la recibe.

Paisajes del mundo

46.       Desde lo alto de la torre Eiffel puedo ver la inmensidad de París. Desde lo alto de mi torre de marfil, apenas si puedo escuchar tus palabras diciéndome adiós.

47.       Mientras subo por la enorme escalinata del Sacré Coeur, el misterio del Déjà vu

me regresa al pasado que perdí.

48.       Me arrojé desde lo alto del Big Ben; mientras caía pensaba: presente absurdo y futuro irremediable.

 

 

 

 

 

Al amigo muerto con opiniones compartidas

Pepe Blanco.

49.       Quiero creer que no has muerto, pero tus cenizas esparcidas en el Mediterráneo me dicen lo contrario.

50.       Hay una placa para conmemorar tu nombre; pero no hay nadie que en verdad recuerde lo que realmente hiciste.

51.       Literatura basura, canción popular: dos espacios en donde la inteligencia ha faltado a la cita.

52.       Críticos literarios, jurados en concursos de televisión, dictaminadores ciegos: “idénticos ciertamente en su siniestro codo con codo de cuerpos que se ignoran”.

53.       Me dijeron que mi artículo sería dictaminado a par de ciegos; pero no me dijeron que también, el otro, que no soy yo, sería tímidamente incompetente e irremediablemente pendejo.

54.       ¿Por qué no creemos que la estulticia está también en nosotros?

55.       Tráiganme a un hombre que reconozca su indecencia intelectual y le regalaré un unicornio.

56.       Anoche maté a un rinoceronte con una indiferencia tenaz.

 

 



[1] A partir de esta cita las siguientes, que corresponden a este artículo, se indicarán entre paréntesis incluyendo sólo el número de página.

[2] Traducción literal: “El juego de cuentas de vidrio”.

[3] Relato retrospectivo.

[4] Todas las citas de este volumen de cuentos están tomadas de la misma edición: Carmen Laforet. La muerta, la. ed., Madrid. Ediciones Rumbo. 1952, p. 11.

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