miércoles, 10 de julio de 2019

Oralidad y escritura en la cultura griega clásica






















JOSÉ LUIS PRIETO PÉREZ




Hace más de siglo y medio que Hegel pronunció esas misteriosas palabras, y algo más de medio que Spengler hizo lo propio. Tan sólo ahora, en los últimos treinta años de este siglo, estamos en condiciones de extraer algunas de sus consecuencias e implicaciones.
La historia, sabemos, comienza con la escritura, pero ¿cuándo se inicia la escritura? Y ¿qué cambios produjo su intervención en una cultura, hasta entonces oracular, como la griega?
El marco a cuya luz se ha venido leyendo tradicionalmente toda la literatura de este período -épica, lírica, trágica, filosófica o científica-, ha sufrido alteraciones en sus dimensiones y perspectiva en los últimos treinta años al irrumpir la investigación americana en el, hasta ahora, coto cerrado de la filología europea.
Empecemos por una escueta glosa de lo que voy a tratar. A saber: que el período de la cultura griega que habitualmente conocemos como "arcaico", -y en el que van a ir emergiendo progresivamente las formas literarias que he mencionado- es precisamente aquél en el que surge la escritura alfabética, y, como resultado de la misma, conviven, durante los siglos VII, VI y V a.n.e., la cultura oracular tradicional con los inicios revolucionarios de la cultura escrita, que tarda esos tres siglos en consolidarse; y que tal reconversión de la oracularidad en literalidad puede ser considerado uno de los hechos decisivos de este período, así como del que denominamos "clásico".
 Iniciemos la singladura con un breve excursus por los tres últimos siglos de investigación filológica. El primer anclaje nos lo proporcionan un diplomático y arqueólogo inglés del siglo XVIII - Robert Wood (1717-1771)- y uno de los exponentes más autorizados de la Ilustración francesa: Jean Jacques Rousseau (1712-1789). Fue aquél quien expuso la heterodoxa opinión de que ¡Homero no sabía leer y escribir, y que fue su capacidad memorística lo que le permitió producir esa poesía! No menos osado, el pensador ginebrino, en su Ensayo sobre el origen de las lenguas, dedica un capítulo (el VI) a la cuestión: "Si es posible que Homero haya sabido leer y escribir". Con enorme intuición, para su época, responde:

"Cuando nos hablan del alfabeto griego, lo creo mucho más moderno de lo que se hace, y baso principalmente esta opinión el carácter de la lengua. Se me ha ocurrido con mucha frecuencia dudar no sólo de que Homero supiese escribir, sino incluso de que se escribiese en su época... Siendo estos dos poemas [la Iliada y la Odisea] posteriores al sitio de Troya, apenas queda manifiesto que los griegos que hicieron este sitio conocieran la escritura ni que el poeta que lo cantó la conociese. Estos poemas quedaron mucho tiempo escritos sólo en la memoria de los hombres; fueron reunidos por escrito bastante tarde y a costa de grandes esfuerzos."

Ante tan audaces manifestaciones, un muro de sentido común se levantó, de inmediato, en su contra. ¡Era una inmensa insensatez pensar capacidad memorística tal en un ser humano! De manera que el prestigioso filólogo alemán Friedrich August Wolf (1759-1824) pudo presentar una hipótesis conciliadora, que tuvo la virtud de distraer a la gran filología alemana y europea durante casi un siglo y medio; en su Prolegómena ad Homerum afirmaba que, verosímilmente, la Iliada y la Odisea eran construcciones integradas por fragmentos épicos de épocas diferentes. A partir de esta tesis, dos escuelas se encerraron en un círculo vicioso: los Analistas en determinar mediantes análisis filológicos cuáles eran los trozos y cómo se habían integrado, y los Unitarios -que se les opusieron- en demostrar que ambas epopeyas presentaban una estructuración perfectamente congruentes.
Hubo de ser alguien extraño a tales círculos -un joven estudioso norteamericano: Milmann Parry (1902-1935) quien sacara el asunto del atolladero. En su tesis El epíteto tradicional en Homero -presentada en París en 1928- reconstruyó los métodos orales de composición de los poemas homéricos mediante un cuidadoso análisis del verso mismo, mostrando que la presencia de los abundantes epítetos -que sorprenden a cualquiera que lea las obras- no venía exigida por su significado, sino por la necesidades métricas del verso hexámetro, lo que les daba su conocido carácter formulario. Tan sólo una exigua fracción de su ingente texto carece de fórmulas. Además, tales fórmulas se agrupaban alrededor de temas igualmente uniformes. Así, el lenguaje homérico quedaba desvelado, no como una superposición de textos -tal y como la filología se había empeñado hasta esos momentos- sino como una técnica de agrupación de palabras, largamente ensayada por los poetas épicos que utilizaban expresiones fijas por razones métricas y mnemotécnicas.
El propio Parry y su seguidor y ayudante Albert B. Lord, llevaron a cabo un exhaustivo trabajo de campo con vestigios de culturas ágrafas, a partir del cual se reveló el carácter formulario de todas las recitaciones épica de pueblos muy distintos. Producto de tal labor fue la influyente publicación de Lord The singer of tales (El cantante de cuentos), aparecido en 1960, y en la que, a la luz de la épica eslava actual, remata el esclarecimiento de la poesía homérica que había iniciado su amigo, muerto prematuramente.
Dos años después, en 1962, el ensayista canadiense Marshall Mcluhan puso en circulación una de las obras más polémicas de esta segunda mitad de siglo -La galaxia Gutenberg-. En ella, a partir de las tesis de Lord, planteaba la hipótesis siguiente: la escritura y el libro han conformado las formas perceptivas y la subjetividad del hombre occidental, quien se encuentra, en estos momentos, en tránsito hacia nuevas formas electrónicas de comunicación que le conducirán a un retorno, de nuevo cuño, a la cultura oracular, y al tribalismo que le es inherente, en forma de "aldea global". Tal regreso tornara obsoletos el libro, la lectura y la subjetividad en las maneras en que las hemos conocido. Unas cien páginas de su publicación se las dedica a los efectos que la introducción de la escritura provocó en la capacidad perceptiva e intelectual, y en el nacimiento de la individualidad, en el hombre griego.
Era un manifiesto que convulsionó a la intelectualidad de los años sesenta e hizo sonar la campana de salida en la carrera por investigar la cultura oral. Casi simultáneamente ven la luz El pensamiento salvaje -la obra clave de Levi Strauss-, Las consecuencias del alfabetismo, de Goody y Watt, el Prefacio a Platón de Eric Havelock, y los estudios de Walter Ong sobre las repercusiones de la invención de la imprenta en los siglos XVII y XVIII, que marcan hitos en los distintos itinerarios por los que debía seguir la investigación en filosofía, antropología y teoría de la comunicación. Entre ellos ocupaba un puesto de primera plana la denominada "revolución alfabética en Grecia". Havelock lanzó un arriesgado envite: interpretar el conflicto de Platón con los poetas como la lucha entre dos modelos de cultura y educación: la mimética, propia de la oracularidad, y la abstracta, propiciada por la escritura.
A partir de ese momento, y hasta hoy, la investigación se ha ido ampliando y el número de publicaciones en la literatura anglosajona no ha parado de crecer.
  
Si por escritura entendemos un sistema de comunicación humana por medio de signos visibles, ésta no cuenta más allá de cinco mil años.
Sus comienzos marcaron decisivamente su desarrollo posterior durante un largo período de tiempo, pues mientras que el lenguaje hablado se originó a partir de la imitación del sonido, la escritura se iba a iniciar como imitación visual de formas y objetos reales. La consecuencia más inmediata de ello fue la disociación entre lengua hablada y mensaje escrito. Las primeras escrituras fueron exclusivamente pictográficas.
Se entienden por tales aquellas que tratan de comunicar ciertos mensajes por medios gráficos, de manera que pudieran ser entendidos por aquellos a quienes iban dirigidos.
El paso siguiente lo constituyeron las escrituras denominadas logo-silábicas, y se originaron sobre el año tres mil a.n.e. en Oriente. Reconocemos siete de ellas: el sistema sumerio en Mesopotamia (3.100 a.n.e. al 75 d.n.e.), el proto-elamita en Elam (3.000-2.200 a.n.e.), el egipcio en Egipto (3.000 a.n.e.- 400 d.n.e.), el cretense en Creta (2.000-1.200 a.n.e.), el hitita en los territorios de su antiguo imperio (1.500-700 a.n.e.), el proto-índico en el valle del Indo (hacia el 2.200) y el chino (1.300 a hoy). Tres de ellos permanecen aún sin descifrar: elamita, cretense e índico.
En su fase más primitiva, la escritura logográfica expresaba objetos concretos por su representación gráfica. Sin embargo, pronto necesitó buscar métodos para que los dibujos expresaran no sólo los objetos sino también palabras con las que estos pudieran estar asociados. Finalmente, a partir de dibujos originales se crearon, libremente, signos con tendencia a las formas geométricas. Ahora bien, cuando querían expresar seres o ideas que carecían de correspondencias concretas con objetos reales tuvieron que buscar signos o indicadores fonéticos que representaran, no al objeto, sino a la palabra o al sonido que los denominaba. Por este camino fue por donde penetró, en sus primeros momentos, el principio de fonetización. Una vez introducido éste, se expandió con celeridad, habilitando nuevas formas de expresión de lo abstracto.
El grave inconveniente era la proliferación de tales signos -hasta nueve mil- que exigía una especialización intensiva, lo que la hacía poco extensible.
Aceptada la fonetización, el momento siguiente fue romper definitivamente con lo pictográfico y tomar la fonetización como principio; lo que se hizo dividiendo las palabras en sílabas y usando éstas como sonidos base para componer silabarios. De los siete sistemas de escritura orientales, cuatro de ellos se transformaron en silabarios: el cuneiforme en Mesopotamia, el semítico, a partir del jeroglífico egipcio, el chipriota, a partir del cretense, y el japonés, desde el chino. Las iniciales del silabario semita pasaron a constituir el alfabeto consonántico, aproximadamente sobre el siglo XV a.n.e., extendiéndose por la zona de Siria, Palestina, y Arabia, desde dónde los fenicios lo exportaron -a través del comercio y sus colonias- por el Mediterráneo. El orden y los nombres de las veintidós letras consonánticas originarias se conservaron casi intactos en la mayoría de los alfabetos que fueron emergiendo de este tronco común: hebreo, arameo, sirio, árabe, hindú, fenicio etc. Para obviar el grave inconveniente que suponía la ausencia de vocales inventaron unos indicadores -llamados "madres de la lectura"- que usaban de forma variada e irregular para cerrar el sentido y paliar así los posibles equívocos.
El origen fenicio del alfabeto griego no admite dudas. La forma primitiva de sus letras, así como su orden y sus nombre, aportan un testimonio concorde, por lo demás, con la tradición. Incluso ellos mismos -por lo que cuenta Herodoto- lo denominaban como "Phoinokeia grammata". Su introducción se la atribuían legendariamente al fundador de Tebas: Cadmo.
Pero los griegos hicieron algo más -o mucho más- que importar el alfabeto fenicio, pues introdujeron las vocales que harían de su alfabeto el primero que merece justificadamente tal nombre. Transformaron el indicador semítico "aleph" -que señalaba la presencia de una breve aspiración- en "alfa", el "he", en "épsilon", el "waw en "u" de upsilon, el "yodh" en "iota", y el sonido enfático "ayin" en "ómicron". De manera que, no es que crearan las vocales, sino que tradujeron aquellos indicadores "madres de la lectura" semítica en vocales. La transcendencia de su innovación consistió en poder designar, sin ambigüedades, cada sonido con un signo, y en el uso metódico que hicieron de esas vocales, mientras que los semitas empleaban sus indicadores de manera irregular y esporádica.
Semejante aportación marcó distancias -en algunos casos de años luz- entre la cultura griega y el resto de las culturas coetáneas. Mientras en éstas los silabarios eran aún torpes y ambiguos, incapaces de flexibilidad y expresividad, lo que impedía la propagación de la escritura y convertía su uso en necesariamente restringido, a cargo de las castas de escribas profesionales, y para fines casi exclusivamente contables y administrativos, los griegos van a darle unos usos radicalmente nuevos que van a marcar su propia cultura e identidad. Nunca se hará suficientemente énfasis sobre este punto que considero decisivo para la aparición de formas literarias expresivas, como la lírica o el teatro, y abstractivas, como la filosofía o la matemática. Más adelante ampliaré este extremo con algo más de detenimiento. Primero me parece relevante plantear una cuestión que queda por resolver, que no es otra que el cuándo penetra la escritura en Grecia. La respuesta hoy más generalmente admitida apunta hacia el siglo VIII. En cualquier caso, de lo que si tenemos constancia es de que los restos más antiguos hallados están en unos vasos de cerámica aparecidos en el monte Himeto, fragmentos o cascos encontrados en Corinto y la isla de Tera y, sobre todo, la monumental copa Dypilon, cuya inscripción "que reciba esto aquél de los danzantes que divierta con más gracia" atestigua ya, sobre el 725 a.n.e., un alfabeto perfectamente completado.
Acerca de este dato, unos autores sostienen que la escrituración de los poemas homéricos se habría llevado a cabo por estas fechas - entre mediados del siglo VIII y comienzos del VII- mientras que otros, respetuosos con la tradición, siguen sosteniendo que se habría realizado en el entorno del tirano ateniense Pisístrato, hacia la segunda mitad del siglo VI.

Antes de seguir adelante con los efectos que la introducción del alfabeto produjo en la cultura griega, creo necesario, con el fin de poder contrastar una época con la otra, delinear, esquemáticamente, el perfil con los rasgos básicos de esa cultura oral, y sus protagonistas: los poetas, aedos o rapsodas (la palabra "rhapsodeim" significa "tejido" o "cosido", de donde rapsoda es el enhebrador o tejedor de canciones).
Acerca de la transmisión de la herencia cultural en las sociedades ágrafas, ve Goody tres aspectos:
A. El traspaso del acervo material, incluyendo los recursos materiales accesibles a sus miembros.
B. La transferencia de pautas de comportamiento y formas habituales de conducta.
C. La transmisión de los elementos más significativos de una cultura, es decir, la gama de significados y actitudes que los miembros de cada sociedad asignan a sus símbolos verbales, como aspiraciones generales, ideas de tiempo y espacio, en suma, lo que se denomina la Weltanschaung o visión del mundo. Según Durkheim, estas categorías constituyen "inapreciables instrumentos de pensamiento que los grupos humanos han forjado laboriosamente a través de los siglos en los que han acumulado lo mejor de su capacidad intelectual". La relativa continuidad de estas categorías del conocimiento entre una generación y la siguiente -prosigue Goody- se asegura principalmente por el lenguaje, en cuanto que es la expresión más directa y completa de la expresión social del grupo.

1. Ritmo y Poesía.
¿Cómo puede la oralidad almacenar la información para estar en condiciones de usarla?, ¿cómo puede conservar su identidad?, ¿cuáles son los mecanismos que cumplen la función material que más tarde realiza la escritura, a saber, la de suministrar una información lingüística capaz de sobrevivir?
En un ámbito presidido por la oralidad, las relaciones entre los seres humanos están dominadas exclusivamente por la acústica. La voz colectiva de la comunidad, la tradición, requiere un lenguaje codificado que vehicule las instrucciones necesarias. Tales instrucciones han de poseer una estabilidad que las torne susceptibles de ser repetidas fielmente. De ahí que el tipo de lenguaje que pueda satisfacer una necesidad de estas características sea un habla ritualizada; un lenguaje tradicional que se haga formalmente repetible y en el que las palabras permanezcan en un orden constante y fijo que habilite su memorización, ya que la retención exitosa, -como todos sabemos-, se logra por repetición. Y para que la repetición, a su vez, se torne más efectiva ha de ir unida al placer -como lo muestran los niños al exigir una y otra vez que les leamos el mismo cuento-. Acerca de este extremo volveremos enseguida. Por el momento, continuemos adentrándonos un poco más en la argumentación que venía desarrollando.
Es evidente que con la mera reiteración de contenidos idénticos no se llega muy lejos. Lo que se requiere es un método de lenguaje repetible, es decir, unas estructuras de sonido acústicamente idénticas, que, sin embargo, permitan cambiar de contenido para expresar significados diversos (como ejemplo, una canción o un tema musical, estructuralmente recurrente, sobre el que se aporten variaciones). La solución es el habla rítmica, que aporte lo automáticamente repetible, es decir, el elemento monótono de una cadencia recurrente creada por correspondencias entre los valores puramente acústicos del lenguaje, sin tener en cuenta el significado. Así, unos enunciados variables se pueden entretejer en parrillas de sonido idénticas.
De esta manera acaeció el nacimiento de lo que llamamos poesía, y de los poemas homéricos, como instrumentos de almacenamiento cultural.
Decía Hipócrates que un hombre es el ritmo de su sangre. Hay razones sobradas para colegir que el ritmo, en sus diversas modalidades, es el fundamento de buena parte de los placeres biológicos. Él es quien enhebra y pauta el transcurrir del Universo y de la Naturaleza, las variadas respuestas motrices del organismo humano, y la música y la danza. Sabedores de ello, las sociedades orales asignaron la responsabilidad de conservar el habla a la asociación integrada por poesía, música y danza.
Semejante colaboración la hallamos expresada en el himno hesiódico a las musas, que el poeta beocio ubica como pórtico de entrada a su Teogonía. Canta a las nueve Musas, hijas de Mnemosyne (memoria, evocación, registro), que, descansando en su propia morada olímpica -el Helicón-, guardan las fuentes de la poesía. Una poesía que no es creación, sino conservación de la memoria, y a cuya métrica añaden el arte de la seducción que acaricia el oído. Las nueve Musas son:
- Caliope, que cuida la bella voz al recitar.
- Melpómene y Terpsícore, que custodian, respectivamente, el arte de la música y la danza.
- Euterpe, que vuelve el canto alegre a los corazones de los hombres.
- Erato, que excita en los hombres el deseo de la poesía.
- Urania, que eleva el canto por encima de lo humano.
- Polyhymia, que guarda el principio de rica variedad.
- Talía, que conserva la relación de la poesía con la fiesta.
- Clío, que otorga fama al canto.
Bella voz, música, danza, alegría, deseo, variedad, elevación, fama. Aquí tenemos los atributos de la poesía al servicio de la memoria.
Un lenguaje de este tipo, -es evidente-, se convierte en un instrumento sofisticado que se sobrepone al lenguaje vernáculo y cotidiano. Por lo cual la responsabilidad de sostenerlo y enriquecerlo recae en unos profesionales, que son a la vez especialistas y guardianes del lenguaje, y maestros de la sabiduría y la educación: los poetas o aedos.
En sus manos estaban las recitaciones públicas, cuyo principio básico consistía en la variación dentro de la identidad. Por tanto, y para ello, la mente se ha de concentrar en dos planos:
- el mantenimiento de la identidad
- la apertura del espacio necesario para la diferencia dentro de la identidad.
El cantor construía un sistema de repetición por medio del sonido, sin referencia al significado, del que resultará un esquema rítmico que posee dos unidades: el píe o compás, y el verso. El metro se repite entre versos de longitud temporal constante, que vienen a ser como lentas ondulaciones regulares. Al patrón rítmico se añaden luego las formas verbales que expresan significados. Todo el lenguaje procede de una serie de reflejos corporales, y el lenguaje métrico se da cuando estos reflejos se van produciendo según patrones especiales. La carga principal de la repetición pura y simple -que la memoria necesita como estímulo- se transfiere a un patrón métrico, carente de significado propio, para que se adhiera con tenacidad a la memoria. Al lenguaje métrico se sobrepone una melodía instrumental que lo refuerza. La música logra que las ondulaciones y compases métricos surjan de modo automático, facilitando así que la energía de la mente quede libre para concentrarse en la evocación de las palabras.
Los pies y las piernas pueden moverse, danzando y ajustando el cuerpo, en paralelo, al ritmo musical de las palabras, de modo que todo el organismo refuerce la memorización.
La danza interviene, habitualmente, en odas, himnos, ditirambos, en la lírica coral y en los coros de la tragedia. La recitación termina así por convertirse en un espectáculo sensual muy relacionado con el placer físico, ensamblando la enseñanza con el erotismo, en una asociación no muy distinta de la que después constituyen la pederastia como institución educativa -que probablemente tenga aquí sus orígenes-, la propuesta platónica del eros como impulsor del conocimiento, o la aristotélica de la Poética, donde une placer, enseñanza y memoria o reconocimiento.

2. La narración
Unido a las condiciones de recitación va el "epos" (verso; de donde "epopeya", hacer versos o versificación), que debe versar, preferentemente, sobre una serie de hechos. Pero como toda acción presupone un agente, la epopeya debe ocuparse sólo de seres personalizados que hacen, nunca de formas impersonales. Se trata de dioses u hombres cuyas acciones incidan de manera significativa en la conducta y destino de la sociedad. La memoria oral funciona eficazmente con grandes personajes -héroes- cuyas proezas sean memorables por su gloria. Las razones del paradigma del héroe no son románticas -como se tiende a creer con frecuencia- sino funcionales.
En el caso de que lo que se describan sean fenómenos no humanos, hay que hacerlo mediante el recurso de imaginar que se comportan como hombres. Así las divinidades son útiles como expresión de agentes causales de fenómenos extraordinarios en formas identificables por la audiencia. De ahí que todas las religiones que se originan en un contexto oral sean politeístas, pues el politeísmo posee la condición indispensable, desde el punto de vista descriptivo, de referir cada fenómeno a un acto o decisión del dios. -Mientras que las religiones del libro, como el cristianismo, tiendan al monoteísmo y la abstracción que significa sintetizar todos los atributos en un uno, lo que sólo es posible, como la evolución de la filosofía griega desde Jenófanes a Platón o Aristóteles pone de relieve, en un contexto escrito. Es decir, cuando se pasa de la oralidad a la escritura-.
Para facilitar su memorización significativa y paradigmática, se recurre al expediente de organizar el aparato de los dioses en estructuras familiares y sagas similares a las de los hombres.
Está comprobado ya que para ese proceso rítmico memorístico, el lenguaje más válido es el de los actos y sucesos concretos, ensartados en episodios o relatos. De ahí el valor de lo narrativo que facilita a la memoria el irse deslizando de un episodio a otro. Es así que obras como la Iliada o la Odisea pudieron llegar a convertirse en -valga el símil- auténticas enciclopedias en las que se recogía la historia de la gente griega y su mundo, incorporado a un contexto narrativo y rítmico.
Pero este tipo de saber se encuentra con tres limitaciones fundamentales, como señalan corrientemente los estudiosos:
A. No caben en él ni generalizaciones ni universalizaciones. De manera que los imperativos morales, la lógica, las expresiones analíticas o las relaciones matemáticas, no sólo no pueden decirse, sino que tampoco pueden pensarse. En la cultura oral todo conocimiento se encuentra sometido al fluir del tiempo. Es un discurso del devenir, -sucesión de hechos y sucesos concretos, fenomenológicos-, al que los filósofos van a verse obligados, casi de inmediato, a contraponer el discurso fijo y estable del ser que proporciona la escritura.
A tal respecto señala Goody que la transmisión oral y, por lo tanto personal, determina una relación directa entre el símbolo y el referente. El significado de cada palabra viene ratificado por una sucesión de situaciones concretas, acompañado de inflexiones verbales y gestos físicos que se combinan para particularizar su denotación específica. Como producto de tal proceso de ratificación semántica directa, la totalidad de las relaciones símbolo-referente es experimentada de manera más inmediata, lo que, entre otras cosas, socializa más profundamente. Es así como el vocabulario lo que refleja son hechos e intereses concretos.
B. Los acaecimientos de la saga, con los que el oyente se identifica, no exigen ser integrados en una organización de caracter reflexivo. El orden verbal se atiene, únicamente, al orden temporal. La pluralidad de sucesos y acciones, lejos de organizarse en cadenas causales o abstractivas, adoptan formas meramente asociativas. Lo característico del registro rítmico es que sus unidades de significación están constituidas por momentos del acontecer vividos y experimentados.
C. Los acontecimientos se suceden unos a otros en un orden secuencial que sigue la cotidianidad, y por ello son máximamente visualizables. Al subrayar las palabras lo concreto y visual, es imposible que de ellos se pueda desprender la abstracción.
En suma, la cultura oral se caracteriza por:
- el devenir más que el ser.
- lo múltiple o plural y no lo Uno.
- lo visualizable más que lo invisible o pensable.
Justamente las tres cualidades que Platón atribuye a la "doxa" u opinión frente a la "episteme" o conocimiento verdadero.
Con esto hemos comenzado ya a adentrarnos en un aspecto clave de la cultura oral en el que me interesa detenerme, aunque sea con brevedad, y que es el de la oralidad y el pensamiento.

3. Oralidad y pensamiento.
Las culturas orales no sólo difieren, con respecto a las culturas escritas, en lo que hace a los modos de expresión, sino también en cuanto se refiere, como ya hemos comenzado a ver, a los procesos mentales. ¿Cómo armar, en ellas, una compleja solución analítica? Por contraposición a un contexto escrito, ellas tienden a ser:
- Acumulativas antes que analíticas.
- Conservadoras y tradicionalistas, por cuanto concentran sus energías en mantener más que en innovar; la escritura, al liberar la mente de las funciones repetitivas y memorísticas, habilita espacio y energía para lo nuevo.
- Próximas al mundo vital inmediato, y, por ello, volcadas sobre lo situacional y operativo.
- De matices agonísticos no sólo en su expresión verbal, sino también en su estilo de vida, al primar la acción, -y por ende el conflicto- en vez de la reflexión.
- La educación se promueve por empatía o identificación, en vez del distanciamiento, lejanía y objetividad que la escritura depara en cuanto técnica de separación entre sujeto y objeto.
Quiero traer aquí a colación, como ejemplo del mapa mental que promueve la cultura oracular, alguna de las tesis filológicas de Bruno Snell, quien con su obra Las fuentes del pensamiento europeo nos ha legado uno de los trabajos más rigurosos sobre la literatura y el mundo griego. Y me voy a referir a ella, además, porque su fecha de publicación -1963- y su pertenencia a la mejor tradición filológica europea, garantizan su independencia con respecto a la mayor parte de los trabajos que sobre cultura oracular se han venido realizando en América a partir, precisamente, de ese año. Y sin embargo resultan, en este punto, sorprendentemente confluyentes. Veamos algunos textos de lo que Snell afirma sobre el hombre homérico:
"Desde Aristarco, el gran filólogo alejandrino, permanece como inconcuso fundamento de toda interpretación de Homero el principio de que no se puede interpretar las palabras homéricas a partir del griego clásico y de que quien quiera entender a Homero no ha de dejarse influir por el uso lingüístico de tiempos posteriores...
Hace tiempo que se observó que en lenguajes relativamente primitivos la abstracción no se halla desarrollada, y que, en compensación tales lenguas posen una riqueza de expresiones referentes a lo concreto y sensible, que no se encuentran en lenguas más desarrolladas..."
Fijémonos ahora en este punto que me parece de extrema significación:
"Por ejemplo Homero usa un gran número de verbos relativos a la vista, de los cuales muchos desaparecen en el griego posterior, mientras que después de Homero sólo aparecen dos nuevos verbos. Las palabras desaparecidas muestran que la lengua primitiva tenía ciertas necesidades que ya no tenía la lengua posterior. Lo mismo vale para otros verbos. Así, una palabra reciente que significa ver -'_wr__n -(teoría), no era originariamente un verbo sino que se deriva de un nombre -'_wro_- que significa propiamente "ser espectador". Después se convierte en un verbo descriptivo de la visión y significa contemplar, considerar. Los verbos arcaicos se forman prevalentemente según las modalidades sensibles del acto de ver, mientras que más tarde es la propia función de ver la que determina exclusivamente la formación de los verbos. Evidentemente los hombres homéricos se servían de los ojos esencialmente para "ver", es decir, para recibir sensaciones ópticas. Pero esto que nosotros consideramos la función propia, como lo objetivo en el sentido de la vista, no se les había revelado a ellos como esencial, y puesto que no tenían ninguna palabra que lo designase en realidad no existe en la conciencia. Puede decirse que no tenían conciencia del sentido de la vista."
Lo que este texto parece querer decirnos es que los hombres de la cultura oral expresaban, y tenían conciencia, del acto de ver, pero no de la función de la vista. Retornemos a la concepción homérica del cuerpo:
"Ya Aristarco hizo notar que la palabra s_ma (soma), que más adelante significa "cuerpo", en Homero no se usa jamás con referencia a un ser vivo; significa "cadáver". Homero no habla de cuerpo sino de miembros: son los miembros en cuanto dotados de movimiento por medio de articulaciones, de fuerza debida a la musculatura, o los límites externos del cuerpo (cr;V) o su estructura o talla (d_maV) de lo que habla. No tenían una concepción clara ni la correspondiente expresión del cuerpo en cuanto tal. Las representaciones del hombre en el arte arcaico nos muestran igualmente que la sustancia corporal del hombre no era concebida como una unidad sino como una pluralidad o agregación. El cuerpo dotado de unidad orgánica en el que todas las partes están relacionadas entre sí, no halla su representación hasta el arte clásico del siglo V. Con anterioridad el cuerpo humano se construye por adición de partes singulares. Los griegos de la época arcaica ven al hombre articulado. El hecho de que los griegos primitivos ni en el lenguaje ni en el arte figurativo reconozcan el cuerpo humano como unidad, nos muestra lo mismo que veíamos en los verbos de la vista: los verbos arcaicos de la vista conciben la actividad partiendo de las modalidades externas sensibles y de los gestos y sentimientos concomitantes, mientras que el lenguaje posterior tomó más bien como núcleo del significado verbal la función misma de la actividad. Tan pronto como la función es reconocida y consigue una expresión verbal, empieza a existir como tal y la conciencia de su existencia se convierte rápidamente en patrimonio común de todos. Así parece que sucede con el concepto de "cuerpo". Esta realidad empieza a existir para el hombre así que es vista como tal, tan pronto como se tiene conciencia de ella y empieza a ser designada por una palabra con la que puede ser pensada. Los hombres homéricos tenían cuerpo, pero no tenían conciencia de él como tal, sino como una suma de miembros. Algo semejante se nos presenta en el reino de lo anímico... En Homero el hombre no tiene conciencia de ser él mismo el principio de sus propias decisiones... y aún simplemente de sus propios sentimientos y emociones..."
Mientras que la vista -en cuanto sentido divisor de formas y limites- aísla, delimita y sitúa al espectador fuera de lo que está observando, el sonido envuelve a los oyentes y los unifica. El hombre oracular carece de conciencia de su propia unidad y de su individualidad; es tribal en cuanto se siente plenamente integrado e identificado con el grupo que, como el sonido, lo envuelve y absorbe; -algo que se puede también apreciar en el sentido colectivo originario de la culpa hasta su paulatina individualización-.
El antropólogo americano J.J Carothers hace la siguiente caracterización, en su trabajo Cultura, psiquiatría y mundo escrito, del hombre ágrafo:
"En razón de las influencias educativas que inciden en los africanos durante su infancia, adolescencia y podría decirse durante toda su vida, el individuo llega a considerarse más bien como una parte insignificante de un organismo mucho mayor -la familia y el clan- y no como unidad independiente y que confía en sí misma; la ambición e iniciativas personales tienen pocas oportunidades para manifestarse; y en cada hombre no se produce una integración sustancial de sus experiencias individuales y personales. Por contraste con la limitación impuesta a su nivel intelectual, se le permite una gran libertad en el nivel temperamental, y se impone que el hombre viva intensamente el "aquí y ahora", que sea extrovertido en alto grado, y que dé libérrima expresión a sus sentimientos. A diferencia del niño occidental, al que desde muy pronto se le presenta un mundo de bloques de construcción, llaves y cerraduras, grifos y una multitud de objetos y hechos que le obligan a pensar en términos de relación espacio-temporal y de causación mecánica, el niño africano recibe, por el contrario, una educación que depende de la palabra hablada, y relativamente mucho más cargado de elementos dramáticos y emocionales."
¿Es cierto que escribir y leer son actividades introspectivas que individualizan, aíslan y hacen solitarios y reconcentrados sobre sí mismos a los hombres?
¿Porqué el músico vienés Carl Orff prohibió que los niños que hubieran aprendido a leer y escribir estudiaran música en su escuela?
Popper, en los primeros capítulos de La sociedad abierta y sus enemigos habla del período de la Grecia arcaica como el del tránsito de la tribu a la ciudad; de la unidad biológica a las relaciones abstractas de intercambio y cooperación. ¿Qué papel jugó en ello el alfabeto y el libro?

Dice el crítico literario George Steiner, en su monumental obra Después de Babel: "el lenguaje es el instrumento gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es." Y añade: "el impulso irresistible de decir lo que no es se encuentra en el núcleo mismo del lenguaje y del pensamiento." Una frase en la que resuena aquella música presente en el Aurora de Nietzsche: "el genio propio del hombre es el genio de la mentira." Verdad , mentira, lo que es, lo que no es. Ahí está presente la escritura. Como expresa certeramente Mcluhan: "una filosofía escrita hará naturalmente de la certeza el primer objeto de conocimiento."
Iniciemos el recorrido que va de la cultura oral a la escrita con esta otra frase, -aparentemente enigmática- del escritor canadiense: " con el signo sin sentido asociado al sonido sin sentido, hemos construido la forma y el sentido del hombre occidental."
Entre los años 1.000 y 700 a.n.e. transcurre el período que hemos dado en llamar la "edad oscura de la Grecia antigua". Y, a partir del 700, repentinamente, se hace la luz. Resulta obvio que la coincidencia entre luminosidad y alfabeto no puede ser vana.
Ahora bien, todas las consideraciones razonables apuntan a que el alfabeto no fue aceptado de buenas a primeras, contra lo que podría parecernos, sino que tropezó con resistencias importantes, que tan sólo se fueron debilitando a un ritmo que nada más podemos determinar combinando un gran número de pruebas indirectas.
Como botón de muestra, veamos lo que aduce Platón, ya en el siglo IV, y con la escritura generalizada. Escribe en el Fedro:
"Así fueron muchas, según se dice, las observaciones en ambos sentidos (de censura o de elogio) que hizo Thamus a Theuth sobre cada una de las artes y sería muy largo exponerlas. Pero cuando llegó a los caracteres de la escritura: "este conocimiento, ¡oh rey! -dijo Theuth- hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria: es el elixir de la memoria y de la sabiduría lo que en él se ha descubierto." Pero el rey respondió: "¡oh ingeniosísimo Theuth! Una cosa es ser capaz de engendrar un arte, y otra es ser capaz de comprender qué daño o provecho encierra para los que de él han de servirse, y así tu, que eres padre de los caracteres de la escritura, por benevolencia hacia ellos les has atribuido facultades contrarias a las que poseen. Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido, por el descuido de la memoria, ya que, fiándose en la escritura recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos. No es pues el elixir de la memoria lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos; porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, parecerán jueces entendidos en muchas cosas, no entendiendo nada en la mayoría de los casos y su compañía se hará más difícil de soportar porque se habrán convertido en sabios en su propia opinión, en lugar de sabios."
La actitud de Platón revela ambigüedades y contradicciones, cuanto menos serias dudas, hacia la escritura. Él la utiliza, e incluso, me parece a mi, es consciente de que la reflexión y la renovación de la educación pasan por ella, pero alerta contra un uso mecánico e inhumano, insensible a las dudas, al dialogo y a la dialéctica, y destructor de la memoria. No estaba sólo en ello. Quedan otras constancias similares, por ejemplo Sócrates, el matemático Enópides o el cínico Antístenes nos han legado igualmente su preocupación por el efecto superficial que pudiera tener sobre los estudiantes un material leído y no asimilado. Son, en fin, reticencias no muy lejanas a las actuales ante la tecnología informática.
La cultura oral, pues, fue abandonando Grecia muy lentamente, a medida que el almacenamiento escrito de información la fue sustituyendo.
A pesar de la relativa facilidad del aprendizaje en el uso del alfabeto -muy lejos de las dificultades de los silabarios orientales- (Platón establece tres años para su manejo)- su adaptación no pudo ser más premiosa, y el flujo de textos exiguo hasta la segunda mitad del siglo V a.n.e. Aún en el siglo VI una inscripción nos revela la pervivencia de funcionarios civiles llamados "mnemones" (memorizadores) cuyo oficio consistía en conservar en la memoria las decisiones civiles y una cierta cronología del pasado, fijando nombres y acontecimientos.
Es así como las formas de lenguaje y pensamiento orales perduraron, aproximadamente, hasta el 400 a.n.e., y como la literatura y la filosofía no pueden entenderse bien sin este escenario.
Esto explica, entre otras cosas, por qué casi hasta la muerte de Eurípides la literatura y la filosofía estaba escrita, desde sus inicios, básicamente en verso y no en prosa. Las excepciones son algunas obras jonias; la primera de ellas, al parecer, la Teogonía o la caverna de los siete abismos de Ferécides de Siro, en el siglo VI, y, tras él la de el geógrafo Hecateo de Mileto, las de los filósofos Anaxágoras y Protágoras, la de el, también, historiador Herodoto, y algunos de los escritos médicos atribuidos a Hipócrates. Pero también la prosa se escribía para ser recitada en público.
Por encima de todo, el sentido de la oralidad sobrevivía en el comportamiento de la lengua griega al ser trasladada a la escritura. La oralidad es intraducible para nuestro lenguaje proposicional con cópula, legado, en gran medida, de Platón y Aristóteles. La Grecia oral no sabía lo que era un objeto de pensamiento (idea), solo lo particular y la acción, como Snell ha demostrado. Fue necesario ir forzando el lenguaje para dar cabida a la expresión de los sentimientos y la abstracción.
El primer reflejo de la escritura fue, pues, el de registrar la oralidad misma en su propia textualidad. Las obras maestras que ahora leemos como textos son una textura en la que se entretejen lo oral y lo escrito. Su composición se llevó a cabo en un proceso dialéctico en el que lo que nosotros solemos ver como valor literario, se introdujo a escondidas en un estilo que se había formado originariamente a partir de ecos acústicos rítmicos y musicales. Registro que se hacía sobre plomo, piedra, mármol o papiro, y que se conservaba, como Heráclito nos lo revela, en los archivos del Estado o de los templos.
El poeta podía utilizar el nuevo medio para fijar ideas o facilitar la composición, pero siempre teniendo en cuenta que el destinatario final había de ser la recitación o el canto en un medio oral, en audiencias públicas, en las que se escuchaba sin leer.
En Atenas, bajo Pisístrato, se concedió apoyo gubernamental a un nuevo modo oral que demostró una potencia desconocida hasta entonces: el teatro. Cabe suponer que su promoción fuera el producto de una política consciente de apuntalamiento de la oralidad y los valores tradicionales que ella vehiculaba -la ideología olímpica y aristocrática- ante el avance revolucionario de la escritura. Así lo puede hacer pensar el que también en ese momento se instituyera oficialmente la pública recitación de los poemas homéricos en las fiestas panateneas, y que la fuente fundamental de inspiración del teatro lo constituyera la poesía épica, presentada y reinterpretada de una manera radicalmente nueva, a través de su escenificación.
El teatro pasó a convertirse así en un poderoso suplemento a la poesía épica y un nuevo vehículo de preservación de la experiencia, las enseñanzas morales, y la memoria histórica que aquella contenía. Sus piezas eran memorizadas, enseñadas, citadas y consultadas asiduamente por los ciudadanos.
El teatro supuso, por ello, una especialización tecnológica clave en la cultura griega. La poesía coral ofreció una fisura por la que se coló primero el corifeo y luego los actores que escenificaban visualmente la poesía auditiva. Probablemente sea el síntoma más evidente del paso de una cultura oral a otra híbrida, semioral o audiovisual, que domina el siglo V y el clasicismo, hasta que, por fin, a finales de siglo termina por imponerse la escritura. Tan sólo me hallo, en estos momentos, en condiciones de conjeturar acerca de si el momento culminante de la cultura griega que constituyó el clasicismo fue el producto de la síntesis equilibrada de los valores que aportaban ambas culturas: el sentido del ritmo y la armonía acústicos y el sentido de la forma y proporción visuales. El auge de la escritura a finales de siglo va unida al del racionalismo, el fin de la tragedia y la disolución de la democracia griega en el creciente individualismo, que afectan al siglo IV.
La escritura, que hasta ese siglo V había sido utilizada primordialmente para escriturar la oralidad y para fines prácticos, va a adquirir a lo largo de él un valor radicalmente nuevo, según testimonios coincidentes de pasajes literarios y pinturas de cerámica. Si Herodoto (480-420) organizaba aún, en diversas ciudades griegas, lecturas públicas de sus obras, a Tucídides (465-395), perteneciente a la siguiente generación, le resultaba ya extraño recitar su narración histórica para el entretenimiento del público. Entre ambas generaciones (quizás también entre Sófocles y Eurípides) parece que se puede fijar el punto de inflexión en que se decanta el tránsito de lo oral a lo escrito. Hay indicios razonables para pensar que en ello jugaron un papel sobresaliente Anaxágoras y, sobre todo, los Sofistas, los primeros en descubrir conscientemente el valor que podría tener la difusión del "libro" de cara a instaurar un nuevo sistema cultural. A ellos se debe una decidida promoción del progreso de la palabra escrita.
Dado el vasto crecimiento de la documentación pública, no es exagerado afirmar que hacia mediados del siglo V el ateniense medio sabía leer y escribir, y que ya se enseñara en las escuelas la escritura. Ni tampoco pensar que esa capacidad fuera un presupuesto básico de su democracia, pues las leyes y decisiones del pueblo se escrituraban en inscripciones de piedra o mármol para su general conocimiento. Pero una cosa era que la escritura sirviera para usos prácticos y públicos, y otra que lectura y escritura fueran dirigidas a fines culturales. Wilamowitz, por ejemplo, no quiso conceder la dignidad de "libros" a los supuestos escritos de los investigadores jonios, pues -alegaba- al no estar publicados, se divulgaban o corrían, manuscritos, en círculos restringidos de amigos y alumnos. Hay razones para pensar, sin embargo, que esta era la forma corriente de circulación y difusión de los textos, al menos hasta el siglo IV. El término que se utilizaba para definirlos era el de "hypommemata", traducible por apuntes o memorandums.
Sabemos, no obstante sus dificultades de divulgación, que en el siglo V ateniense se escribieron algunos "manuales técnicos" de los que conservamos nada más que referencias: Sobre la tragedia de Sófocles, Sobre la pintura escenográfica de Agatarco, Sobre el Partenón de su arquitecto Ictinos, Sobre la simetría del cuerpo humano del escultor Policleto, Sobre el urbanismo de Hipodamo... Igualmente sabemos que discursos y conferencias eran escritas primero, y memorizadas luego por el orador, y que Pericles fue el primero en pronunciar un discurso escrito y Protágoras en leer en público una obra -Sobre los dioses- Los Sofistas tenían el hábito de, cuando pronunciaban un discurso, preparar varias copias de él para que quedara constancia y se distribuyera entre algunos.
El momento en que podemos afirmar con rotundidad que la escritura está ya generalmente aceptada es el de su oficialización en Atenas, rondando el 400 a.n.e. Varios datos así lo avalan. En el 403 un decreto del arconte Eucleides establece, por primera vez, el Archivo de la ciudad o Metroon, para archivar en él las decisiones públicas, normas y contratos civiles y comerciales. Lo que se corresponde con el hecho de que siete años antes, en el 410, se constituyera una Oficina de Magistrados para revisar y codificar las leyes a archivar como de interés para la ciudad. Por esas mismas fechas se unifican los distintos alfabetos locales en uno sólo de base jonia, que se adopta como oficial. Y en el 390 se reorganiza el sistema judicial para introducir la escrituración en los juicios y la aceptación de documentos escritos como prueba. Parece, pues, que en esos veinte años que van del 410 al 390 Atenas adapta su maquinaria estatal definitivamente al nuevo hecho de tomar la escritura como base de todo su funcionamiento. Fijémonos que desde la introducción del alfabeto -aceptando la fecha de la copa Dypilon en el 725-, hasta el 390 han pasado ¡335 años! de convivencia de ambas culturas y de adaptación al nuevo medio.
Platón -en el Banquete- y Aristóteles -en la Poética- dan cuenta de un aspecto, en el que no puedo detenerme aquí, pero que me parece altamente explicativo de lo prolongado de este proceso. No es otro que el cambio de la oralidad por la escritura exigía toda una reestructuración de los mecanismo de placer del hombre griego. En términos llanos sería pasar desde el placer sensual, corporal, que implica la poesía rítmica, la música, la danza y la promiscuidad catárquica, a individualizar e identificar el placer con un argumento lógico o una demostración matemática, con el eros hacia las ideas o la abstracción. Y esto, intuyo, hubo de ser un proceso largo que debió correr en paralelo con una espiritualización de los placeres corporales que se plasma en como los griegos alumbraron y moldearon el amor o eros hasta culminar en el Banquete platónico.
El libro más antiguo que conocemos es Los Persas de Timoteo, un autor del siglo IV, hallado en unas excavaciones cerca de Memfis. Se trata de un rollo redactado sobre columnas, de escritura muy alargada, en verso. Las letras poseen forma epigráfica -lo que parece dar la razón a las tesis que sostienen que los libros atenienses se escribían como inscripciones-. La caligrafía es trabajosa, irregular, rígida, y falta de oficio y fluidez.
Todas las obras griegas que han llegado hasta nosotros provienen de la Biblioteca de Alejandría. Fue en ella, y bajo la filología helenística, que se canonizaron y vertieron a un griego legible para su época, pues hasta ese momento, entre otras cosas, no existía separación entre palabras, signos de puntuación o acentos.
Como legado de los orígenes oraculares y semioraculares durante toda la Antigüedad y el Medioevo, hasta bien entrado el Renacimiento, se siguió leyendo en voz alta. La lectura en silencio suponía una anomalía tal que San Agustín hallaba esa costumbre en San Ambrosio harto extraña : "Pero cuando estaba leyendo sus ojos se deslizaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, más su voz y su lengua estaban mudas. Vinieron visitantes para observar este prodigio.×
Y tampoco termina la generalización de la lectura con las recitaciones públicas. Así Tácito describe como un autor se veía obligado a alquilar un local y sillas y a reunir un auditorio rogando personalmente la asistencia; y Juvenal se queja de que un hombre rico le prestara su casa y enviara a sus libertos y clientes pobres para formar el auditorio, pero se negara a costear las sillas.
Sin embargo, la importancia de la cultura griega se mostró pronto, no sólo, o no tanto, en la elaboración de ese alfabeto completo y de manejo accesible, cuanto en el uso que hizo de él. El pueblo griego supo ver posibilidades para otros usos que los meros intereses prácticos, y que iban a constituir su gigantesca novedad. Va a adaptar el alfabeto para fines expresivos y reflexivos, y, a través de ellos alumbrar, así, el sujeto humano. Esa va a ser su grandeza.
Antes que nada con fines expresivos para ocasiones privadas. Un individuo escribe para expresar sus experiencias, sentimientos o ideas. Al principio tímidamente, como Hesiodo, quien habla en nombre propio pero se coloca bajo el paraguas protector de la autoridad de las Musas -son éstas quienes se expresan a través de él- lo que no es óbice para que alumbre una nueva moralidad. Pero tras él Arquíloco ya lo hace con audacia, sin que le avergüence lo más mínimo contar cómo abandona el escudo y las armas y huye ante el enemigo, en expresa violación de la moral homérica del valor y la nobleza.
Safo desnuda sus sentimientos y su intimidad, y lo deja por escrito. En el uso expresivo que la lírica hace de la escritura nos encontramos ya con el descubrimiento de la singularidad a través de la conciencia del cuerpo y el profundo impacto que tal descubrimiento produce al hallar en él la fugacidad del instante hacia el fin inexorable: la muerte. A través del cuerpo se muestra a los líricos un sentido del tiempo nuevo, marcado por el heideggeriano "ser o estar ahí" "arrojado al mundo". El primer anonadamiento de una mismidad separada ya de la tribu; sorpresa de quien parece descubrir, por primera vez, la fragilidad de la existencia humana en el mundo. El transcurrir inexorable del tiempo lineal que pasa y ya no vuelve. Frente al sentido simultáneo del tiempo, propio de las culturas orales, inmersas en un presente constante, definido por los hechos y sucesos cotidianos, por la subsistencia y la practicidad, sin sentido -o con un sentido muy impreciso y vago- del pasado y el futuro; sin historia ni causalidad. Lo que nos muestra la primera poesía- la hesíodica y lírica- es el primer impacto de la escritura: un nuevo sentido del tiempo que deja la marca de
de la melancolía al ser interiorizado. Lo que nos va a evidenciar Tales, coetáneo de Safo va a ser el segundo de los impactos: un nuevo sentido del espacio en el que -sólo en él- es posible la geometría, y la primera objetivación del tiempo lineal en forma de causalidad. Ambos con una propiedad común: la continuidad frente a la discontinuidad propia de las culturas orales. Uno de los primeros empeños de Hesíodo es marcar un principio y un fin; un sentido en la genealogía y evolución de la historia de los dioses y de los hombres. Desde el caos inicial al orden y la justicia que Zeus representa, o desde una edad de oro a otra de hierro. Ya hay un pasado, un presente y un futuro, una linealidad y un sentido, un horizonte desde el que interpretar.
El descubrimiento del cuerpo, sus placeres, su sensualidad, el envejecimiento, el dolor. Los primeros balbuceos de una conciencia humana adolescente, casi infantil. Pero ahí, en Arquíloco, en Alceo, en Safo, está ya el hombre. Antes que la lógica y la abstracción, se muestra al hombre la conciencia del existir en forma de desproteción y de dureza. Más tarde vendrá la razón en su ayuda. Pero de lo primero que la escritura nos ha dejado constancia es de que cuando el hombre nace lo hace meciéndose entre el dolor y el goce. Como un cesto de mimbre a la deriva , débil e indefenso gime, y en su gemir se confunden la angustia y el placer. Su dignidad, su grandeza, su poder, serán logros tardíos, cuando dos siglos de filosofía le hayan mostrado el valor de la reflexión.
Los filósofos presocráticos siguen siendo hombres que componen igual que los poetas, o, como Heráclito, en epigramas poéticos, y sometiéndose a las condiciones de la tradición oral, pero tratando de adaptarla a un nuevo uso. Un escritor necesita lectores, y, para ello, hay que crearlos; la tradición seguía apoyándose en repetir la épica y componer suplementos a Homero, en forma de himnos, odas, tragedias...; conservando los mecanismos del ritmo y el idioma de la imagen; predominando el hecho sobre la idea, y lo concreto sobre lo abstracto.
La ruptura del embrujo de la narrativa, redistribuyendo la experiencia por categorías y no por acontecimientos, se empezó a intentar desde los confines del ritmo. Los primeros pensadores eran aún poetas. Tenían que pensar en voz alta para que sus composiciones fueran recitadas y aprendidas. La consecuencia más inmediata de semejante falsilla es que tiende a comprometer la intención conceptual tornándola confusa. El vocabulario y la sintaxis indispensable no se consiguen probablemente hasta los Sofistas, Tucídides y los escritos hipocráticos (quizás pudieran también incluirse Anaxágoras y Demócrito), es decir, a mediados del siglo V. Creo que estamos en condiciones de afirmar que la Ilustración ateniense de la segunda mitad del siglo V gira en torno al descubrimiento del intelectualismo como un nuevo nivel de la conciencia humana.
El estilo formulario de los textos de Jenófanes, Heráclito o Parménides es aún bastante acusado, a pesar de que los dos últimos escriban ya al filo del 500 a.n.e., es decir, después de más un siglo de penetración de la escritura. Sin embargo valoramos en ellos el empeño por un nuevo vocabulario, por una sintaxis nueva de la abstracción, y una crítica hacia la tradición homérica.
La desaparición de la necesidad de narrativizar todo enunciado que se quiera conservar probablemente dio al compositor libertad de elegir, para un discurso, sujetos que no necesariamente habían de ser agentes -dioses u hombres- abriendo el espacio a entes impersonales, ideas, abstracciones o entidades. En este sentido es sumamente aleccionador leer a Hesiodo, y, sobre todo Los trabajos y los días, donde podemos fijarnos y seguir la pista al tratamiento que hace de la Justicia (Diké). A momentos apreciamos como si estuviera a punto de tratarla como una abstracción, por sus atributos, y de inmediato la ata sujetándola a una divinidad. Es como si tendiera a escapársele de las manos, a elevarse hacia la abstracción y adquirir autonomía por sí misma, y Hesiodo vacilara entre dejarla volar o cargarla con el lastre de la personificación divina. La dramatización que Parménides hace del Ser frente al No Ser nos conduce a pensar que la abstracción ya se ha asentado frente a la acción, el acontecimiento y lo accidental por transitorio y fugitivo. Pero la tensión de su dramatización y la rotundidad de su afirmación nos deja la huella de lo agudo, aún, del conflicto.
Las palabras de Heráclito evocan situaciones pictóricas y concretas. Su estilo oracular -que le valió el sobrenombre de "el oscuro"- es un estilo oral, y su mundo el de la audiencia. Sus aforismos lo son para la memorización oral, pues el aforismo es una forma oracular tan popular como el verso hexámetro.
A pesar de que ya se haya avanzado mucho en lo expuesto hasta ahora, resta la pregunta clave en todo este asunto: ¿hasta qué punto debe atribuirse al alfabeto la condición de causa de las transcendentales innovaciones intelectuales que tuvieron lugar en Grecia? Sabemos que aspectos cruciales de esa cultura surgieron a partir de ese momento, ¿cabe sustituir la tradicional imputación al "genio griego" por lo que es simplemente el nacimiento de una cultura escrita cualificada por la riqueza y facilidad de su alfabeto, frente a las culturas ágrafas o semiágrafas? Quienes así lo hacen se refieren fundamentalmente a dos aspectos:
A. La naturaleza de los cambios perceptivos e intelectuales en el paso de la oralidad a la escritura.
B. El surgimiento de la individuación.
Nuestra manera de usar los sentidos, de pensar y de ser se altera con el paso de la oralidad a la escritura. Sobre ello va a versar -brevemente- el último punto que voy a tratar.

Uno de los libros de antropología más conocidos y comúnmente utilizados es La rama dorada de James Frazer. En él leemos:
"Porque la literatura acelera el avance del pensamiento en tal grado que deja el lento progreso de la opinión de palabra u oral muy atrás, a una inconmensurable distancia. Dos o tres generaciones de literatura pueden hacer más por cambiar el pensamiento que dos o tres mil años de vida tradicional."
Mucho antes que él, Edgar Allan Poe había expresado:
"Es cierto que el simple hábito de redactar hace más lógico el pensamiento."
Algo más de un siglo después de la introducción del alfabeto en Grecia aparece un tipo de actividad mental radicalmente nueva consistente en ir sustituyendo el mecanismo de memorización por el de cálculo -los "mathema" u objetos intelectuales puros-; el intelecto posee unos objetos propios, en sí mismos: los "en sí" o "unos", diferentes de los objetos o seres físicos, materiales. Tales objetos pueden manejarse, relacionarse entre sí, analizarse, hasta constituir un mundo autónomo. La interrogación lógica que a cualquiera le surge es ¿existe alguna relación entre aquel alfabeto y estos objetos mentales? Y si es así ¿de qué tipo? ¿cuál es su proceso? Cabría resumir ese proceso como aquél en virtud del cual se abstrae la fuerza mágica que tiene la palabra en el mundo oral y poético, para otorgale significaciones.
El antropólogo americano J.J Canothers, antes citado, dice:
"Cuando las palabras se escriben pasan a formar parte del mundo visual. Como la mayor parte de los elementos del mundo visual, devienen cosas estáticas y, como tales, pierden el dinamismo tan característico del mundo auditivo en general y de la palabra hablada en particular. Pierde mucho del elemento personal en el sentido de que la palabra escuchada nos ha sido dirigida, la palabra vista no. Pierde aquella resonancia emocional y énfasis... y así, en general, las palabras al hacerse visibles, pasan a formar parte de un mundo de relativa indiferencia para quien los ve, un mundo en el que la fuerza mágica de la palabra ha quedado abstraída."
Dicho de otra manera, en la translación de sonido a código visual la palabra se purga de su multidimensional resonancia y de sus connotaciones emocionales para quedar neutralizada como "logos": palabra lista para ser utilizada por la razón.
Acerca del cómo se desenvuelve esa transición todos los autores están de acuerdo: entre la memorización y la abstracción se sitúa un cambio en las formas perceptivas. De una mente que trabaja para memorizar a otra que lo hace para abstraer solo se puede pasar mediante una transformación previa del universo perceptivo, lo cual no significa otra cosa que cambios en la sensibilidad del espacio-tiempo. Trabajos realizados por Jhon Williams, investigador del Instituto africano de Londres, han demostrado, al trabajar con niños africanos pertenecientes a culturas ágrafas, que son incapaces de leer una fotografía o una película; el espacio euclideo les es desconocido al exigir una gran separación entre la vista y el tacto. También Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano confirma que la concepción occidental de espacio y tiempo están ausentes de la vida del hombre arcaico. W. Ivins en Prints and visual communication (Letras y comunicación visual) ha seguido los pasos al surgimiento de la perspectiva renacentista desde una sociedad también de base oracular como la medieval. Ya sobre 1950 el matemático Tobias Dantzing publicó una historia cultural de las matemáticas -que llevó a Einstein a declarar admirado: "es este el libro más interesante sobre la evolución de las matemáticas que ha caído en mis manos"- titulada Number, the language of Science en el que explicaba el surgimiento de la sensibilidad euclidea del alfabeto fonético.
La tesis común que recorre las obras de estos autores la expone Mcluhan de la siguiente manera:
"Si se introduce una tecnología que da ascendencia a alguno de los sentidos el equilibrio o proporción entre todos ellos queda alterado. Ya no sentimos del mismo modo. El resultado es la ruptura de la proporción entre ellos."
Tesis, por otra parte, que ya había enunciado hace dos siglo el dibujante inglés William Blake al proponer que cuando varía la proporción entre los sentidos el hombre varía.
Al introducir la escritura, privilegiamos el sentido visual en detrimento del oído y el tacto. De manera que nuestra concepción del espacio-tiempo se ve igualmente alterada desde lo discontinuo (el espacio está unido a objetos, lugares, seres concretos) a otro continuo, y por ello homogéneo y lineal, del que surgen las formas abstractivo-geométricas y la narración cronológica o historia. El continuo no es un valor perceptivo que nace de la experiencia vital sino que es un valor perceptivo alfabético o tipográfico. La linealidad es valor primordial de la escritura y lo visual, como lo discontinuo lo es del sonido y el tacto. Fue la escritura lineal y alfabética la que hizo posible la súbita invención de las gramáticas del pensamiento y la ciencia.
¿Por qué imaginamos ilusoriamente el espacio como si fuera un receptáculo independiente, mientras que en realidad el espacio es una cualidad o relación entre las cosas y no existe sin ellas? [Sabemos que este es precisamente el eje del conflicto entre matemáticos y físicos griegos, y, en especial entre Aristóteles y los atomistas, platónicos y geómetras; y la razón por la que Aristóteles no se decide a la aplicación de la matemática a la física: su espacio y el de Euclides son tan distintos como un espacio físico´táctil y otro abstracto.]:
mediante la abstracción de lo visual de la normal intersección de los sentidos. Eso es precisamente lo que supone la escritura fonética: un código visual. La continuidad y uniformidad no se instala sólo en la geometría sino en el orden del pensamiento, en la lógica.
Aceptando este supuesto se puede ir más lejos, como lo hace W. Ivins, estableciendo que la formalización geométrica y lógica del espacio, separada del mundo táctil de la realidad física, nos deja encerrados en la falacia del continente y el contenido, de la forma y la materia, como les acaeció a los griegos. Según él todo alfabeto fonético se siente compelido universalmente a separar forma (escritura, significante) y contenido (significado o materia del significante).
No es demasiado complicado seguir la cadena de consecuencias de esa separación de lo visual con respecto a lo táctil y auditivo, como hace Van Groningen en In the grip of the past y establecer desde la linealidad y el orden secuencial la necesidad de explicar el presente, lo que sucede, por secuencias causales ubicadas en el pasado, de donde la ciencia y la- pregunta jónica por el origen -o "arjé"- de la cadena causativa.

De manera escueta, a lo ya dicho, añadir un par de rasgos. Dice Macluhan al respecto:
"Ningún sistema pictográfico, ideográfico o jeroglífico de escritura tiene el poder destribalizador del alfabético fonético. Ninguna otra escritura, sino la fonética, ha sacado jamás al hombre del mundo posesivo, de interdependencia total y de relación mutua, que es la red auditiva. Desde aquel mundo mágico y resonante de relaciones simultáneas que es el espacio oral y acústico, solo existe un camino hacia la libertad e independencia del hombre destribalizado. Este camino es el alfabeto fonético."
La experiencia cognoscitiva del hombre de la tradición oral consistía en ponerse al corriente de la organización social, la capacidad técnica y los imperativos morales del grupo al que pertenecía. La aparición de un yo o personalidad autónoma como ente o substancia real, capaz de tomar decisiones en el plano moral y de alcanzar el conocimiento, supone un largo proceso que lo vemos surgir ya en Hesiodo y la lírica, y más tarde en Jenófanes y Heráclito, hasta consolidarse en el siglo V, dentro del marco de una amplia revolución intelectual presidida por el "conócete a ti mismo".
El hombre oracular era producto de lo que veía, oía y recordaba. Su labor no consistía en formarse convicciones individuales y únicas, sino en conservar tenazmente su tesoro de ejemplos, constantemente presente ante él en sus reflejos acústicos. Su condición mental era de sometimiento pasivo. Sus actos, llevados a cabo en respuesta a las situaciones en que se halla se rigen por los ejemplos que él recuerda de otros realizados por los héroes que le precedieron. Aquí no encajan ni las palabras ni la situación "yo soy una cosa y la tradición otra", ni que un individuo pueda apartarse de la tradición, cuestionarla o someterla a examen.
Para eso tendría primero que dejar de revivir la escala de valores en que se ve envuelto y pensar y actuar con independencia de la memoria. Lo que supondría aceptar como premisa la existencia de un yo, alma o consciencia que se gobierna a sí misma y encuentra los motivos de sus propios actos sin necesidad de acudir a la experiencia poética.
Fue la escritura quien habilitó el espacio físico y espiritual para la individuación. Al objetivar la palabra y hacer accesible su significado a una inspección mucho más prolongada e intensa de lo que es posible oralmente, fomenta el pensamiento privado e incrementa la conciencia de las diferencias individuales en materia de conductas y personalidad. Habilita la libre iniciativa y creatividad de sus miembros de forma plural. Tal tendencia es la que de manera casi inevitable abrirá el camino y el horizonte de la democracia griega como correlato político de la alfabetización, la expresividad, la abstracción y la individualización.
No quisiera terminar sin leer una frase del propio Macluhan que creo sintetiza brillantemente todo el proceso:
"El mundo mágico desaparece en la misma proporción en que los acontecimientos interiores se hacen visualmente manifiestos."
Esa visualización se consigue cuando se obtiene un espejo o speculo, una superficie reflectante sobre la que poner fuera lo interior, especular y reflexionar. Y cuando lo vemos fuera, especulamos y reflexionamos, adquirimos conciencia. Ese espejo es la escritura y esa conciencia es la conciencia del yo.



    • CAVALLO,G.- Libros, editores y público en el Mundo Antiguo. Madrid, ed. Alianza Universidad, 1995.
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