lunes, 23 de septiembre de 2019

"El heredero del diablo" del libro Cuentos donosos de Honoré de Balzac


EL HEREDERO DEL DIABLO
(L´HÉRITIER DU DYABLE)
Honoré de Balzac

Captura llevada a cabo por los alumnos de Narrativa breve 2019.
Profesor: Luis Quintana Tejera
Estudiantes: 
Laura Sofía Enríquez Jaramillo
Saúl Nava Mondragón
María Fernanda Núñez García

Bibliografía

Balzac, Honoré de (1972). OBRAS COMPLETAS, tomo VI, trad. de Rafael Cansino Assens, Madrid, Aguilar. 

Había por aquel tiempo un buen canónigo viejo de Nôtre-dame de París, el cual vivía en una bonita casa de su propiedad, próxima a Saint-Pierre-aux-Boefus, en el Parvís.
El tal canónigo había venido de simple cura a París, desnudo cual una espada, menos la vaina.
Pero atendido que era buen mozo, bien provisto de todo, y de un temperamento tan exuberante que, llegado el caso, podía hacer la labor de muchos sin mellarse demasiado, se dedicó de lleno a confesar señoras, y les bostezaba a las melancólicas una suave absolución; a las enclenques, un dracma de su bálsamo, y a todas, alguna golosina. Y se hizo tan famoso por su discreción, sus obras de caridad y demás buenas cualidades eclesiásticas, que tuvo confesadas en la corre. Y para no despertar los celos de palaciegos, maridos y demás; en una palabra, para ungir de santidad aquellas buenas y provechosas prácticas, la mariscala Desquerdes le regaló un hueso de San Víctor, merced a cuya virtud obraba milagros el canónigo. Y a los curiosos les contestaban:
-¡Oh, tiene un hueso que todo lo cura! Cosa a la que nadie tenía nada que oponer, que no estaba bien recelar de las reliquias.
Tuvo el buen hombre, a la sombra de su sotana, la mejor reputación, la de hombre valiente sobre las armas; de forma que vivía como un rey; acuñaba moneda con su hisopo y trocaba el agua bendita en buen vino. Además de eso, figuraba en todos los caudicilos, que algunos escriben erróneamente codicilos, ya que dicho vocablo viene de cauda; como quien dice, la cola de los testamentos.
En fin, que lo habrían hecho arzobispo con solo que hubiese dicho en broma:
-Querría ponerme una mitra en la cabeza, aunque solo fuere por tenerla más caliente.
Pero de todos los beneficios que le ofrecieron, sólo eligió una simple canonjía, a fin de no perder los buenos provechos de sus concesionarias. Pero cierto día, hubo el buen canónigo de resentirse de los riñones, que ya pasaba de los sesenta y ocho, y en verdad había hecho uso excesivo del confesionario. Recordando entonces todas sus buenas obras, creyó poder cesar en sus labores apostólicas, tanto más cuanto que poseía alrededor de cien mil escudos, ganados con el sudor de su cuerpo. Y a partir de aquel día, ya sólo confesó, y muy bien, por cierto, a las damas de alta alcurnia. Por lo cual decían en la corte que, pese a los desvelos de los mejores clérigos jóvenes, no había como el canónigo de Saint-Pierre-aux-Boeufs para blanquear el alma de una dama de calidad.
Llegó a todo esto el día en que nuestro canónigo, por ley de naturaleza, vino a ser un guapo nonagenario, con harta nieve en la cabeza y temblonas las manos, aunque, eso sí, cuadrado todavía cual una torre; y había escupido antes tanto sin toser, que ahora tosía sin poder escupir; y habiéndose levantado antes tanto por humanidad, no podía ahora alzarse de su sillón; pero seguía empinando el codo de lo lindo y comiendo a dos carrillos sin decir palabra y con todas las apariencias de un canónigo viviente de Nôtre-Dame.
Vista la inmovilidad del susodicho canónigo y atendidos los rumores de su mala vida, que desde hacía algún tiempo corrían por entre el vulgo, siempre ignaro, y habida cuenta aún de su muda reclusión, su salud floreciente, su joven vejez y demás cosas largas de decir, había quienes, por afición a lo maravilloso y por dañar a nuestra santa religión, decían que el verdadero canónigo era ya difunto y que hacía más de cincuenta años que el diablo se alojara en su cuerpo
Y, en efecto, les parecía a sus antiguas penitentes que sólo el diablo habría podido, con su gran calor, haber dado abasto a las destilaciones herméticas que recordaban haber logrado, según sus deseos, de aquel buen confesor, que siempre tenía el diablo en el cuerpo. Pero como aquel diablo habíase recocido y extenuado por ellas, y por una reina de veinte años no se habría movido, las buenas almas y las personas de buen sentido o los burgueses que sobre todo discurren, y serían capaces de encontrar piojos en la cabeza de un calvo, se preguntaban cómo el diablo en un cuerpo de canónigo, iba a la iglesia de Nôtre -Dame a las horas que van los canónigos y se aventuraba a aspirar el perfume del incienso y saborear el agua bendita y...¡mil cosas más!
A estos dichos heréticos contestaban los unos que, sin duda, el diablo se quería convertir, y otros, que, si seguía bajo esa forma de canónigo, lo hacía por burlarse de tres sobrinos y herederos del susodicho bravo confesor y hacerles esperar, hasta el día de su propia muerte, la cuantiosa herencia de aquel tío, al que todos los días iban a visitar para ver si aún no cerraba los ojos, que encontraban siempre abiertos, vivos y penetrantes cual los de un basilisco. De lo que mucho se holgaban, ya que, de boquilla, querían mucho a su tío.
Contaba a este respecto una vieja que, sin duda alguna, aquel canónigo era el mismo diablo; porque dos de sus sobrinos, el procurador y el capitán, que cierta noche iban conduciendo a su tío, sin farolillo ni tea, de vuelta de cenar con el penitenciario, lo hicieran tropezar, por descuido, con un montón de piedras apiladas para erigirle una estatua de San Cristóbal. Y primero, el buen viejo, al caer, había echado chispas; y luego, a los gritos de sus queridos sobrinos y al fulgor de los halcones que fueron a buscar a casa de la dicha vieja, se lo encontraron de pie, derecho como un remo y alegre cual un pinzón, y hubo de decirles que el buen vino del penitenciario le diera ánimos para aguantar el tropezón y que tenía muy duros los huesos, con todo y haber resistido más rudos envites.
Los buenos sobrinos, que lo daban por muerto, se quedaron de una pieza y comprendieron que el tiempo no podría quebrantar tan aína los huesos de su tío, ya que en ese oficio se quebraban las piedras. De suerte que no lo llamaban ya sin razón su buen tío, puesto que era de buena calidad.
         Decían aún malas lenguas que el canónigo habíase encontrado en su camino tantas piedras como aquellas, que no salía de su casa para no caer enfermo de piedra, y que ese temor era la causa de su encierro. De todos esos dichos y rumores consta que el viejo canónigo, diablo o no, vivía sin salir de casa, por no querer morirse, y tenía tres herederos con los cuales vivía como con sus ciáticas, sus achaques de riñones y demás gajes de la humana vida.
         De los tres herederos susodichos, era uno el más grosero soldadote que jamás naciera de vientre de mujer, y de fijo que le habría desgarrado las carnes a su madre al romper el cascarón, puesto que saliera de allí con dientes y pelo. Así que comía según los dos tiempos del verbo, en presente y futuro; tenía sus querindangas, a las que costeaba sus cofias, y había salido al tío en la duración, fuerza y buen uso de aquello que suele estar a su servicio. En las grandes batallas, hacía por dar bofetadas sin recibirlas, lo que es y siempre será siempre el único problema que resolver en la guerra; pero dicen que jamás hurtaba el cuerpo y, efectivamente, como no tenía más virtud que su bravura, lo hicieron capitán de una compañía de lanceros y se granjeó el cariño del duque de Borgoña, el cuidaba muy poco de lo que hicieran sus soldadotes.
El tal sobrino del diablo se llamaba el capitán Cochergrue, y sus acreedores, labriegos, burgueses y demás, a los que vaciaba los bolsillos, le pusieron el remoquete de Malmico, visto que era malicioso, tanto como fuerte; pero tenía el capitán estropeada la espalda por el achaque natural de la joroba, y que a nadie se le ocurriera encaramarse a ella para ver más lejos, porque de fijo que lo habría estrellado contra el suelo.
El segundo sobrino había estudiado usos y costumbres y, a merced al valimiento de su tío, se hiciera buen procurador y abogaba en la audiencia, donde resolvía los asuntos de las damas que en otro tiempo tan bien confesara su tío. Se llamaba el dicho sobrino Cazagrullas, por la burla de su verdadero nombre, que era Cochergrue, como el del capitán, su hermano.
Era Cazagrullas ruin de cuerpo, parecía soltar chorros de agua helada, tenía pálido el rostro y una nariz que semejaba el hocico de un zorro. Pero eso no obstante, valía un denario más que el capitán y le profesaba a su tío una pinta de afecto, aunque, desde hacía dos años, saltárase el corazón y, gota a gota, huyera de él la gratitud, de suerte que, de cuando en cuando, si el aire estaba húmedo, gustaba de meter las piernas en las calzas del tío y exprimirle, por anticipado, el jugo de aquella tan pingüe herencia.
Él y su hermano el militarote encontraban harto liviana su parte, visto que legalmente, en derecho, de hecho, en justicia, en naturaleza y realidad, fuera a darle el tercio de todo a un pobre primo, hijo de otra hermana del canónigo, el cual, poco querido del buen hombre, se quedara en los campos, donde hacía de pastor, en las cercanías de Nanterre.
Aquel guardián de animales, rústico lo más del tiempo, se vino a la ciudad por consejo de sus primos, los cuales lo instalaron en la sala del tío, con la esperanza de que, así por sus patochadas y estupideces como por su falta de pergeño y su cortedad de luces, no le sería simpático al canónigo y este lo pondría en la puerta de su testamento.
De modo, pues, que aquel pobre Chicorro, que así se llamaba el pastor, vivía solo con su anciano tío desde hacía cosa de un mes, y encontrando más provecho o diversión en guardar a un abate que no a un rebaño de corderos, convirtióse en el mastín del canónigo, en su servidor y báculo de su vejez, diciéndole <<Guárdeos Dios>>, cuando lanzaba un pedo; <<Sálveos Dios>>, cuando estornudaba, y <<Consérveos Dios>>, cuando tosía; iba además a ver si llovía o dónde andaba la gata y se quedaba mudo, escuchando y aguantando los estornudos del buen hombre, admirándolo cual el más guapo canónigo que en el mundo hubiese; todo de corazón, de verdad, sin darse cuenta de que lo lamía al estilo de perra que escamonda a sus críos; y el tío, al que no convenía darle a entender de qué pan era la tostada, le daba de lado a aquel pobre Chicorro y siempre les estaba diciendo a sus otros sobrinos que el tal Chicorro le ayudaba a morir de puro palurdo que era.
Y dice que al oír aquello se desvivía Chicorro por servir bien a su tío y aguzaba a ese fin su inteligencia; pero como tenía la chola como un par de calabazas, era ancho de espaldas, membrudo y pesado, más bien se parecía al señor Sileno que a un leve cefirillo. Efectivamente, el pobre pastor, hombre simplote, no podía hacerse de nuevo, y seguía engordando, en espera de la herencia.
Discurría cierta noche el señor canónigo a cuenta del diablo, u sobre las graves angustias, suplicios, torturas, etc., que Dios les deparaba a los condenados, y el bueno de Chicorro le escuchaba con ojos tamaños como boca de horno, sin creer en nada de lo que aquel decía.
Pero ¿no eres tú cristiano? – le preguntó el canónigo.
¡Oh, claro que sí! – dijo Chicorro.
Pues bien: si hay una gloria para los buenos, ¿no ha de haber un infierno para los malos?
Sí, señor canónigo; pero para eso no hace falta el diablo. Si tuvieseis en vuestra casa un malvado que todo os lo revolviese, ¿no lo echaríais luego a la calle?
Sí, Chicorro.
Pues bien, señor tío; muy tonto sería Dios si dejase campar en este mundo, tan curiosamente hecho por El, a un execrable diablo ocupado especialmente en estropeárselo todo. ¡Bah!... Yo no paso por eso del diablo, habiendo un buen Dios. ¡Qué va a haber un diablo! ¡Algo daría yo por verlo! ¡Bah!, a mí no me gustan sus garras.
¡Ah, si yo tuviera esa confianza que tú tienes, no se me daría nada de mis años mozos, en que confesaba muchas veces de día!
¡Pues seguid confesando, señor canónigo! Y os aseguro que serán allá arriba méritos preciosos para vos.
¡Oh, oh!, ¿sería verdad?
¡Y tanto que lo es señor canónigo!
¿A ti no te tiembla el cuerpo al negar al diablo?
¡Oh!, tanto me importa a mí el diablo como un manojo de yerba.
Pues esas ideas te darán que sentir.
¡Ca, ni por pienso! Ya ni Dios me defenderá contra el diablo, pues lo tengo por más sabio y menos tonto que como los sabios lo pintan.
Llegaron en aquel momento los otros dos sobrinos y, al advertir por la voz del canónigo que no le tenía demasiado odio a Chicorro y que las quejas que de él expresara eran puras morisquetas de mono para disimular el cariño que le profesaba, se miraron pasmados de asombro.
         Luego, como viesen a su tío de buen temple, le dijeron:
-Puesto a testar, ¿a quién le dejaríais esta casa?
-¡A Chicorro!
-¿Y los censos de la rue Saint-Denis?
-¡A Chicorro!
-Pero, entonces-dijo el capitán con su gran vozarrón-, ¿todo va a ser para Chicorro?
-No-respondió el canónigo, sonriendo-, porque ya testaré yo en buena forma,y mi herencia será para el más listo de los tres. Tan cerca estoy ya del porvenir, que veo claramente vuestros sinos.
Y el astuto canónigo le lanzó a Chicorro una mirada maliciosa cual la de una lechuza que hubiese querido fascinar a un pajarillo. El fuego de aquellos ojos llameantes iluminó al pastor, al que, desde aquel momento, se le despejaron las entendederas y las orejas se le aguzaron y el discernimiento se le abrió igual que una doncellica al otro día de su boda.
El procurador y el capitán, tomando aquellos dichos del tío cómo profecías evangélicas, le hicieron a aquel sus reverencias y salieron de la casa muy asombrados de las peliagudas intenciones del canónigo.
-¿Qué piensas tú de Chicorro?-díjole Cazagrullas a Malmico
-¡Que qué pienso, que qué pienso!-refunfuño el soldadote-. Pues lo que pienso es emboscarme en la rue de Jerusalén para echarle abajo la cabeza. Y que la recoja luego si le place.
-¡Oh, oh!-saltó el procurador-, tienes un estilo de herir que todos lo reconocerían, y luego saldrían diciendo: «¡Ha sido Cochegrue!» Pero yo pienso convidarle a una comida, después de la cual jugaremos en un saco para ver, como en la corte, quién anda mejor dentro de él. Luego que lo hayamos cosido, lo arrojamos al Sena y le decimos que nade.
-¡Eso está muy bien traído!-aprobó el soldadote.
 -¡Oh, tanto que sí!-dijo el abogado-. Luego que el primo se vaya al diablo, la herencia será para nosotros dos.
-¡Que me place!-asintió el militarote-. Pero será menester que nos mantengamos juntos como dos piernas de un mismo cuerpo, porque si tú eres fino como la seda, yo soy recio como el acero, y las dagas valen tanto como los lazos. Óyelo bien, hermanito. 
-¡Si!-dijo el abogado-. Vista es ya la causa; ahora, ¿optaremos por el hilo o por el hierro?
-¡Oh, voto a Bríos! ¿Acaso hemos de habérnoslas con un rey? ¿A qué gastar tanta saliva por un palurdo de pastor? Vaya, veinte mil francos a cuenta de la herencia para aquel de nosotros que primero le rompa los huesos. Yo le diré de buena fe: «¡Encoge la cabeza!»
-Y yo: «¡Anda y nada, amiguito!»-exclamó el abogado, riendo cual abertura de jubón.
   Se fueron luego a cenar, el capitán a su chiscón y el abogado a casa de la mujer de un orfebre, con la que tenía amores.
¡Menudo asombro el de Chicorro, que había oído a sus primos decretar su muerte, no obstante hablar éstos en el portal y en voz baja, como quien masculla oraciones en la iglesia! Así que Chicorro estaba la mar de apurado por saber si aquellas palabras habían subido o si habían bajado de sus orejas.
-¡Oísteis, señor canónigo?
-Si-respondió el tío-; oigo a la leña chisporrotear en el fuego.
-¡Oh, oh!- exclamó Chicorro-, si no creo en el diablo, sí creo en San Miguel, mi ángel de la guarda, y corro allá donde él me llama...
-Pues ve allá, hijito-le dijo el canónigo-, pero ten cuidado de no mojarte ni que te corten la cabeza, que oigo chorrear el agua y los salteadores de calles declarados no son siempre los más peligrosos.
Al oír esas palabras se sombró no poco Chicorro y, mirando al canónigo, le encontró la expresión muy alegre, los ojos muy vivos y los pies muy ganchudos; pero como tenía que apercibirse para la muerte de que estaba amenazado, pensó que ya tendría tiempo de admirar al canónigo o de roerle las uñas, y   ligero por las calles de la ciudad, andando a saltitos, como mujer camino a su goce.
Sus dos primos, que no tenían la menor idea del don de adivinación que poseen los pastores respecto a borrascas pasajeras, habían hablado de sus secretos manejos muchas veces delante de él, haciendo caso omiso de su presencia.
Así las cosas, una noche, con objeto de divertir al canónigo, le contó Cazagrullas cómo se las había compuesto para seducir a la mujer del dicho orfebre, plantándole a éste en la cabeza unos cuernos repujados, bruñidos, tallados e historiados como saleros de príncipe.
La buena mujer era, según él, un verdadero molde de picadillo, brava en la pelea, que despachaba un espaldarazo en el tiempo que tardaba su marido en subir las escaleras, sin inmutarse por nada, y que devoraba la cosa cual si saborease una fresa, no pensando más que en sacarle el jugo, siempre pizpireta y saltarina, alegre cual mujer honrada que de nada carece y que tenía siempre contento a su marido, que la quería tanto como querer pudiera a su garganta; y fina cual un perfume, tanto, que hacía cinco años llevaba tan bien el gobierno de su casa y el de sus amores, que tenía fama de mujer santurrona, gozaba de la confianza del marido y era la dueña de llaves, bolsa y todo.
-¿Y cuándo tañéis la dulce zampoña?-preguntó el canónigo.
-¡Oh, todas las noches! Y muchas veces me acuesto con ella.
-¿Y cómo?-inquirió, asombrado, el canónigo.
-Pues ved cómo. Hay en un cuartito contiguo un gran arcón, en el que yo me escondo. Cuando el bueno de su marido vuelve a casa del pañero, su compadre, adonde va a cenar todas las noches, porque con frecuencia trabaja con la pañera, le pretexta mi querida alguna dolencia, le deja que se acueste solo en su cama y se viene a convalecer de su mal en el cuartito del arcón. Al otro día, cuando el orfebre está ya en su fragua, salgo yo de allí, y como la casa tiene dos puertas, una que da al puente y otra que da a la calle, yo salgo siempre por la puerta donde no está el marido, con el fin de hablarle de sus pleitos, que yo mantengo en buena salud, sin dejarlos finiquitar. Es esa una cornamenta rentable, ya que los gastos menudos y costas legales de los procedimientos le ocasionan tantos dispendios como caballos de cuadra. Y dice que me quiere mucho, como todo buen cornudo debe querer a quien le ayuda a escardar, regar, cultivar y labrar el jardín natural de Venus, y no hace nada sin contar conmigo.
Pues bien; tales manejos le vinieron a la memoria al pastor iluminado por una luz emanada de su peligro y aconsejado por la inteligencia de esas medidas de conservación, de la que todo animal posee una dosis suficiente para llegar hasta el final de su madeja de vida. Así que Chicorro se encaminó con pie ligero a la rue de la Calandre, donde debía hallarse el orfebre cenando con su comadre, y luego de llamar a la puerta y responder al consiguiente interrogatorio al través de la mirilla y anunciarse cual mensajero de secretos de Estado, logró entrar por fin en casa del pañero.
Y yéndose derecho al bulto, le mandó al alegre orfebre se levantase de la mesa y llevándoselo a un rincón de la sala, le dijo:
-Si algún vecino vuestro os plantase un bosque en la frente y te lo entregasen atado de pies y manos, ¿no lo arrojaríais de cabeza al agua?
-¡Oh, claro que sí!-respondió el orfebre-. Pero conste que, como os burléis de mí, me lo pagaréis caro.
-¡Bah, bah!-replicó Chicorro-. Yo soy vuestro amigo y vengo a avisaros de que cuantas veces habéis preconizado a esta pañera de acá, otras tantas han hecho lo mismo con vuestra buena mujer ese abogado de Cazagrullas, y, si queréis volver a vuestra fragua, allí encontraréis un buen fuego. Al llegar vos, ese sujeto que tan lindamente os barre lo que sabéis para que esté primoroso, irá a esconderse en el arcón de los trapos. Ahora bien: haced cuenta que yo os compro el referido arcón y que estaré en el puente con un carro a vuestras órdenes.
Cogió en el acto su capa y su gorro el susodicho orfebre, dejó la compañía de su comadre, sin decir oxte ni moxte, y corrió a su madriguera cual rata envenenada.
Llega allá, le abren y entra; sube las escaleras desalado y encuentra la mesa puesta con dos cubiertos; siente cerrar el arcón y ve a su mujer que vuelve del cuartito de los amores; y va le dice:
-Mira, rica: ¿qué quieren decir estos dos cubiertos?
-¡Oh, queridito mío!, ¿no somos dos?
-No-replicó él-, somos tres.
-¿Es que va a venir tu compadre?-dijo ella, mirando a la escalera con perfecta inocencia.
-No, yo digo el compadre que está ahí, en el arcón
-¿Qué arcón?-exclamó ella-. ¿Es que perdiste el juicio? ¿Acaso se meten compadres en los arcones? ¿Desde cuándo se alojan en arcones los compadres? ¿Has perdido la chaveta hasta el punto de confundir arcones y compadres? Yo no te conozco más compadre que maese Corneille el pañero; y cuanto a arcones, sólo sé de aquel en que guardamos nuestra ropa vieja.
-¡Oh!-exclamó el orfebre-. Has de saber, mi buena mujercita, cómo un mal sujeto vino a decirme que tú te dejabas cabalgar por nuestro abogado y que este se escondía en un arcón.
-¿Quién, yo?-saltó ella-. Pero si no puedo aguantar a esos curiales, que no hacen nada a derechas.
-¡Oh, si, mujercita mía!-dijo el orfebre-. Yo te tengo por una buena mujer y no quiero reñir contigo por un pijotero arcón. El soplo que te dije me lo dio un lencero, al que voy a venderle ese condenado baúl que no quiero ver aquí ni un día más; y a cambio de eso me dará él dos baúles pequeñines, donde apenas cabrá un niño, y de ese modo quedarán invalidadas las maledicencias y chismorreos de los envidiosos de tu virtud, faltos de pábulo.
-¡Gran gusto me dais con ello!-dijo la mujer-. Y no tengo el menor empeño de conservar ese arcón, que por fortuna no guarda nada dentro. Nuestra ropa blanca la tengo en la pila. Y mañana mismo podrán llevarse con toda facilidad ese arcón de mis pecados. ¿No quieres cenar?
-No-repuso él-; cenaré con mejor apetito sin ese arcón.
-Ya veo-dijo ella-que más fácil será sacar de aquí el arcón que de su cabeza.
-¡Hola, venid aquí luego! – les gritó el orfebre a sus oficiales y aprendices -¡Bajad!
Saltaron de sus lechos los llamados, en un abrir y cerrar de ojos, y mandado que su maestro les hubo se apoderasen del susodicho baúl, muy largo trasladaron a la sala aquel mueble de los amores; pero en el camino, el abogado, que llevaba los pies colgando, cosa de que no tenía costumbre, hubo de tropezar un poquitín.
-Andad-dijo la mujer-, es la tapa la que se mueve.
-No, rica, es la clavija.
Y, sin más discusión, resbaló muy gentilmente el arcón a lo largo de los peldaños.
-¡A ver, el carro!-gritó el orfebre.
Y hete aquí a Chicorro que va allá silbándoles a sus mulas, y a los buenos aprendices que arrojan el procesable arcón en el carro.
-¡Oh, oh!- grito el abogado
-¡Maestro, que este baúl habla!-dijo un aprendiz
-¿Si? ¿En qué lengua? - replicó al orfebre, dándole al aprendiz un puntapié entre dos nalgas que, por suerte para él, no eran de vidrio.
Fue el aprendiz a dar contra un escalón, por lo que no pudo seguir sus estudios sobre la lengua del baúl.
El pastor, acompañado del buen orfebre, cargó todo el bagaje hasta la orilla del río, sin prestar oídos a la alta elocuencia del baúl parlante y, añadiéndole unas cuantas piedras, lo arrojó al Sena.
-¡Anda y nada, amiguito! - gritó el pastor, con voz suficientemente zumbona, en el momento de hundirse el arcón con garbosa zambullida de pato.
Siguió luego Chicorro muelle arriba, hasta la calle del puerto Saint-Landry, junto al claustro de Nôtre-Dame.
Vio allí una casa, reconoció su puerta y llamó de un porrazo
-¡Abrid-gritó-, abrid en nombre del rey!
Al oír aquello, un hombre viejo, que no era otro que el famoso lombardo Versoris, acudió a la mirilla.
 -¿Quién es? Preguntó.
-Vengo enviando por el preboste para avisaros que hagáis buena ronda esta noche-respondió Chicorro-, que él, por su parte, pondrá en pie de guerra a sus arqueros, porque ese jorobado que os robó anda de nuevo por acá; y teneos firmes sobre las armas, porque muy bien podría libraros de vuestro más...
Y dicho que eso hubo, el buen pastor les dio suelta a sus pies y, de una carrerilla, se plantó en la rue des Marmouzets, en la casa en donde el capitán Cochegrue estaba de comilona con la Pasquerette, la más bonita de todas la troteras y la más cuca en cuanto a jugarretas que había entonces, al decir de todas las mujeres alegres. Tenía, por cierto, un mirar penetrante, que traspasaba cual una puñalada; unos andares tan jacarandosos y provocativos, que a todo el paraíso habría encelado; y era atrevida, a fuer de hembra que no tenía más virtud que su descaro.
Muy apurado iba Chicorro camino de la calle de los Marmouzets, pues temía mucho no poder dar con el chiscón de la Pasquerette o encontrar acostados a los dos tórtolos; pero un buen ángel dispuso las cosas a su gusto. Y he ahí cómo:
Al entrar a la calle de los Marmouzets vio la mar de luces en las ventanas, por donde asomaban muchas cabezas con gorro de dormir y buenas coimas, troteras, mujeres decentes, maridos y señoritas, todos recién levantados de la cama y mirándose unos a otros, cual si llevasen a ahorcar a un ladrón a la luz de los hachones.
- ¿Qué es lo que pasa? – le preguntó el pastor a un burgués, que con mucha prisa saliera a la puerta de su casa, partesana en ristre.
- ¡Oh!, no es nada- respondió el buen hombre-, Pensáramos que los armiñaques habían entrado en la ciudad; pero era solamente que Malmico le estaba zurrando la pámpana a la Pasquerette.
- ¿Y dónde está? - inquirió el pastor.
- Pues ahí, en esa casa tan maja, que tiene como remate de sus pilares bocas de sapos voladores, muy cucamente estampadas. Oíd a los criados y doncellas.
Y, efectivamente, sólo se oían gritos de:  «¡Al asesino! ¿Socorro! ¡Oh, vengan muy luego acá!»
Dentro de la casa llovían los golpes, y Malmico decía con su voz de trueno:
- ¡Muera la muy zorra! ¿No quieres cantar, tunanta? ¡Ah!, ¿quieres escudos? ¡Pues toma!
Y la Pasquerette gemía:
- ¡Ay, ay, que me muero! ¡Socorro! ¡Ay, ay!
Sonaron luego un gran golpe de hierro y la caída del liviano cuerpo de la linda muchacha, y después se hizo profundo silencio; acto seguido, se apagaron las luces, se volvieron adentro criados, invitados y demás comparsa, y el pastor, que llegara a tiempo, subió las escaleras con todos los demás. Pero al hallar en la sala alta los frascos rotos, los tapices hechos jirones y mantel y vajilla en el suelo, todos se quedaron quietos y estupefactos.
El pastor, atrevido como quien solo tiene una querencia, abrió la puerta de la hermosa alcoba, donde dormía Pasquerette, y la encontró toda postrada, revuelto el pelo, de través de la garganta y tenida en su alfombra ensangrentada, y junto a ella, Malmico, todo pasmado, y que tenía harto bajo el tono de voz, pues no sabía ya sobre qué nota cantar su última antífona.
- - Vamos, Pasquerette, nenita, ¡No te hagas la muerta! ¡Ven acá, que yo te arregle! ¡Ah, bribona! Muerta o viva, eres tan bonita en medio de la sangre, que te voy a abrazar.
Y así diciendo, el soldadote la cogió del suelo la tumbó en la cama, donde ella se desplomó de un golpe y tiesa cual cuerpo de ahorcado. Al ver aquello, creyó el soldadote que debía poner en salvo su joroba; pero el muy malicioso, antes de alzar el pie. Exclamó:
- ¡Pobre Pasquerette! ¿Cómo he podido matar a una chica tan buena y que tanto quería? Pero sí; la he matado, y la cosa está clara, porque si viviera, nunca su linda tetita se habría dejado caer de ese modo. ¡Dios santo! Cualquiera diría un escudo en el fondo de unas alforjas. Al oír aquello abrió Pasquerette un ojo y agachó ligeramente la cabeza para mirarse las carnes, que tenía blancas y firmes, y después volvió a la vida con un gran soplo que le lanzó en el carrillo al capitán.
- ¡Para que hablen de los muertos! -dijo la joven, sonriendo.
- Pero ¿por qué os quería él matar, prima mía? - le preguntó el pastor.
¿Qué por qué? Porque mañana vendrán los corchetes a llevarse todo cuanto hay aquí, y él. Que anda tan escaso de dinero como de virtud, me recriminaba por haber querido complacer a un guapo señorón que va a salvarme de las manos de la Justicia.
- ¡Pasquerette, mira que te voy a romper los huesos!
- ¡Bah, bah! - dijo Chicorro, al que Malmico reconociera-, ¿a eso se reduce todo? Pues bien, mi buen amigo, yo te traigo una buena cantidad de parné.
- ¿Y de dónde? - preguntó el capitán, atónito.
- Venid acá. Que os hable al oído. Si hubiese treinta mil escudos caídos de noche al pie de un peral, ¿os agacharías a cogerlos para que no se pudriesen?
- Chicorro, que te mato como a un perro si te burlas de mí, o te beso donde tú quieras si me pones delante de esos treinta mil escudos, aunque tenga que matar tres burgueses en el fondo de un muelle.
- No tendréis que matar ni un gorro. Pero vamos al grano. Yo tengo una amiguita leal en la criada de lombardo que vive cerca de nuestro buen tío. Y acabo de saber de buena tinta que el buen hombre se marchó esta mañana al campo, después de haber enterrado bajo el peral de su jardín un buen celemín de oro, piensas que solo lo veían los ángeles. Pero la muchacha, que por casualidad tenía dolor de muelas y tomaba aire en su ventanuco, hubo de ver al viejo alcabalero, sin que él lo supiera, y me lo ha contado todo por divertirse. Y si queréis jurarme que me daréis buena parte, os prestaré mis hombros para que trepéis a lo alto de la tapia, desde donde verás el peral, que está pegado a ella. ¿Qué tal? ¿Diréis ahora que soy un palurdo, un pedazo de animal?
- ¡Oh, nada de eso! Tú eres un buen primo y un chico honrado; y si alguna vez quisieras poner un enemigo a la sombra, aquí me tienes a mí, dispuesto a matar por ti incluso a un amigo mío.
- Hola, nenita! – le gritó Malmico a la Pasquerette-, levanta la mesa, limpia tu sangre, que es mía, y te la pagaré y encima te daré de la mía tanto como te he quitado. Saca de lo mejor, tranquiliza a nuestros asustados pajaritos, sujétate las faldas ríete, que yo te lo mando; volvamos a la mesa y reanudemos nuestras oraciones de la noche donde las dejamos, y mañana te pondré yo en un tren de vida, ¡que ni la reina! Aquí tienes a mi primo, al que quiero festejar, aunque para eso fuese menester tirar la casa por la ventana; porque mañana volveremos a encontrarlo todo en la cueva. ¡sus y a ellos! ¡A los jamones!
Y en menos tiempo del que tarda un cura en decir su Dominus vobiscum pasó todo el palomar del llanto a la risa, que no hay lugar donde se haga el amor a puñaladas y se levanten alegres tempestades entre cuatro paredes como en esas casas putanescas; pero cosas son ésas que no entienden las damas de altas gorgueras.
Se puso el susodicho capitán Cochergrue alegre como cien colegiales al salir de la escuela, y a tanto le dio de beber a su buen primo, que tragaba a lo rústico y se hacía el beodo, diciendo mil sandeces, como, por ejemplo, que al otro día iba a comprar París y le prestaría cien mil escudos al rey, y que nadaría en oro; en fin, tantos despropósitos lanzó, que el capitán, temiendo alguna inoportuna confidencia, y estimándolo harto desfondado de meollo, se lo  llevó fuera de allí, con la sana intención de, al hacer las partes, poner a prueba a Chicorro para ver si no tenía una esponja en el estómago, ya que acababa de echarse al coleto un buen cuartillo de buen vino de Suresne.
Salieron a la calle departiendo acerca de mil puntos de teología sumamente enrevesados, y concluyeron por escurrirse con mudos pies hasta la tapia del jardín donde estaban los escudos de lombardo.
Y el dicho Cochegrue, haciéndose trampolín de las anchas espaldas de Chicorro, saltó al peral, a fuer de hombre experto en asaltar ciudades: pero Versoris, que estaba al acecho, le asestó un tajo en la nuca y lo asegundó tan rudamente que, al tercer golpe, rodó por tierra la cabeza del dicho Cochergrue, no sin que hubiese oído antes gritar con voz clara al pastor:
- ¡Encoge la cabeza, amiguito!
Acto seguido, el generoso Chicorro, en quien la virtud obtenía su recompensa, creyó prudente volver a la casa del buen canónigo, cuya herencia habíase, por la gracia de Dios, metódicamente simplificado.
Ganó, pues, a todo el correr de sus piernas la calle de Saint- Pierre-aux-Boeufs, y a poco dormía como recién nacido, sin saber ya qué quisiera decir eso de primo hermano.
Se levantó al día siguiente con el sol, según acostumbraban los pastores, y pasó a la alcoba de su tío para ver si escupía blanco, tosía o había dormido bien. Pero la vieja ama le dijo que el canónigo, al oír tocar a maitines en Saint-Maurice, primer patrono de Nôtre-Dame, se dirigía por reverencia a la catedral, donde todo el cabildo debía desayunarse con el obispo de París.
Al oír lo cual, respondió Chicorro:
- Es una locura que el señor canónigo salga con este fresco; pescar un catarro, enfriarse los pies. ¿Es que quiere reventar? Voy a encender un buen fuego para que se caliente cuando vuelva.
Y el bueno del pastor entró en la sala donde gustaba de estar el canónigo; pero, con gran asombro, lo vio sentado en su poltrona.
- ¡Hola, hola!, ¿qué me ha dicho esa loca de Buyrette? ¡Ya os tenía yo por harto sensato para estar a estas horas encaramado en vuestro sillón del coro!
El canónigo no dijo esta boca es mía. El pastor, que, como todos los seres contemplativos, estaba dotado de un sentido oculto, no olvidaba que los ancianos suelen tener sabias extravagancias, conversan con las esencias de las cosas arcanas y mascullan para sus adentros razonamientos a aquello de que se trata; así que, por reverencia y gran respeto a las abstrusas meditaciones del canónigo, fue a sentarse a alguna distancia de él y aguardó el final de aquellos desvaríos, examinando, sin decir palabra, la largura de las uñas de los pies del buen hombre, que parecían agujerearle los zapatos. Luego, observando con toda atención los pies de su querido tío, se quedó de una piedra al verle la carne de las piernas tan colorada, que enrojecía las calzas y parecía estar ardiendo al través de la malla.
« ¿Se habrá muerto », pensó Chicorro? En aquel momento se abrió la puerta de la sala y Chicorro vio a su tío, que, con las narices heladas, volvía del oficio religioso.
- ¡Hola, hola! - exclamó Chicorro-; pero, tiito, ¿es que habéis perdido el juicio? Fijaos bien en que no debéis estar en la puerta, ya que estás sentado en nuestro sillón, al amor de la lumbre; y que no puede haber dos canónigos como voz en este mundo.
- ¡Ah, Chicorro! Tiempo hubo en que habría querido estar en dos sitios a la vez; pero eso no está al alcance del hombre, pues entonces sería harto feliz. Pero dime: ¿estás tú beodo? ¿Yo estoy solamente aquí!
Se volvió Chicorro a mirar el sillón y lo encontró vacío; y con la gran sorpresa que podéis figuraros, se llegó allá y vio cómo en el suelo había un montón de pavesas que exhalaban olor a azufre.
- ¡Oh! - Exclamó, todo espantado-, ¡Reconozco que el diablo se ha portado muy bien conmigo y le pediré a Dios por él!
Y acto seguido le contó con toda ingenuidad al canónigo cómo el diablo, o quién sabe si Dios, le había ayudado a deshacerse con toda lealtad de sus malos primos, cosa de que el buen canónigo se maravilló grandemente y comprendió muy bien, ya que todavía no perdiera del todo su juicio y más de una vez observara cosas que abogaban en favor del diablo. Así que aquel viejo buen hombre del clérigo decía que siempre se encontraba tanto bien en el mal como mal en el bien y que, por ende, no había que curarse gran cosa de la otra vida, lo que era por cierto una gran herejía, anatematizada por muchos conejillos.
Y ahí tenéis cómo los Chicorros se hicieron ricos y pudieron, en aquellos tiempos, gracias a la herencia del abuelo, contribuir a levantar el puente de Saint-Michel, donde el diablo hace tan garbosa figura a los pies del arcángel, en memoria de ese episodio, que consta en las historias verídicas.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario