Algunos fabliaux

LA BURGUESA DE ORLEÁNS”

Ahora os diré una aventura bastante cortés, ocurrida a una burguesa. Había nacido y se había criado en Orleáns. Su señor, nacido en Amiens, era un campesino inmensamente rico. De negocios y usura sabía todos los trucos y vueltas y cuando agarraba algo quedaba bien sujeto.
A la ciudad llegaros tres nuevos clérigos estudiantes, con sus bolsas colgando al cuello. Los clérigos eran grandes y fuertes, comían con buen apetito sin andarse con bromas, alegres y con buena voz. En la ciudad, donde habían tomado albergue, eran muy apreciados. Había uno de gran mérito que frecuentaba mucho la casa de un burgués; lo apreciaban por su cortesía, no era altanero ni de malos modales y a la dama le agradaba de veras su compañía. Tanto vino y tanto fue que el burgués decidió que, fuese con hechos o con palabras, le daría una lección si lograba agarrarlo en lugar seguro. En su casa tenía una sobrina a la que había criado desde niña. La llamó aparte y le prometió un corpiño si espiaba y le contaba la verdad.
El estudiante tanto suplicó a la burguesa que ésta le concedió su amor. La jovencita anduvo escuchando sin parar hasta que logro oírlos ponerse de acuerdo. Al burgués vino al instante y le contó lo que habían convenido. Era lo siguiente: la dama le avisaría cuando su señor se marchase, entonces él vendría a la puerta del huerto que estaba cerrada y que ella le enseñó, allí estaría ella, cuando fuese noche entrada. El burgués lo oyó y se puso contento, después fue hacia su mujer. -“Señora, dijo, es necesario que me vaya a mis negocios. Cuidad de la casa querida amiga como conviene a una mujer honesta. No sé cuándo regresaré.” -“Señor, no dejaré de hacerlo con mucho gusto”. El burgués avisó a sus carreteros y les dijo que para ir adelantando camino, pasarían la noche a tres leguas de la ciudad.
La dama, que no sabía el engaño, mandó recado al clérigo. Él, que pensaba sorprenderlos, mandó a su gente a la posada y se vino a la puerta del huerto porque ya se entreveraba la noche con el día. La dama, muy a escondidas, vino al encuentro, abrió la puerta y lo acogió en sus brazos creyendo que era su amigo. Pero está muy equivocada. “¡Bienvenido seáis!”, le dice. Él se abstiene de hablar en voz alta y le devuelve el saludo con un murmullo. Van andando por el huerto y él lleva la cabeza gacha. La burguesa se inclina un poco para mirar por debajo del capuchón y se da cuenta del engaño: ve claramente que es su marido el que trata de engañarla. Al darse cuenta, decide que será ella la que le engañe. La mujer siempre ha vencido a Argos1. Por sus tretas se han visto engañados los sabios desde los tiempos de Abel. “Señor, le dice, mucho me agrada poderos tener conmigo. Os daré de mi propio dinero para que podáis recuperar vuestras prendas empeñadas, pero debéis celar muy bien este asunto y ahora vayamos sin más. Os llevaré en secreto a una habitación de arriba de la que tengo la llave; ahí me esperaréis sin hacer ruido hasta que hayan comido los criados: cuando todos estén acostados os llevaré tras la cortina de mi cama y nadie se enterará”. – “Señora, bien habéis hablado”.
¡Ay! ¡Si supiera lo que ella maquina! Una cosa piensa el arriero y otra muy distinta el mulo. Pronto tendrá mala posada. Cuando la dama lo hubo encerrado en la habitación de la que no podía salir, volvió a la puerta del huerto, acogió a su amigo que allí estaba y lo abrazó y besó. Mucho más a gusto está, me parece, el segundo que el primero; porque la dama lo ha dejado solo hace ya un buen rato, esperando en la habitación de arriba. No tardaron en cruzar el huerto y llegar al dormitorio en el que estaban las cortinas echadas. La dama conduce a su amigo, lo lleva al dormitorio y lo acuesta bajo la colcha; éste comienza de inmediato el juego que amor le ordena ya que se le da un comino de lo demás y no conoce otro que más le agrade. Se divirtieron largo rato. Cuando se hubieron besado y abrazado, “Amigo, dijo ella, quedaos aquí un momento y esperadme, porque tengo que ir adentro a dar de comer a los criados; después cenaremos los dos aquí, a escondidas” – Señora, haré todo lo que queráis”.
Se va tranquilamente a la sala en la que está su gente y la atiende lo mejor que puede.
Cuando estuvo preparada la cena comieron y bebieron a saciedad. Cuando todos hubieron comido y bebido, antes de que se dispersaran, la dama los llamó y se dirigió a ellos amablemente. Había dos sobrinos del marido, un mozo que traía el agua y tres criadas; también estaban allí la sobrina del burgués, dos vagabundos y un mendigo. “Señores, les dijo, Dios os guarde y ahora escuchadme: habéis visto venir aquí, a esta casa, a un clérigo que no me deja en paz; me ha solicitado de amores mucho tiempo y treinta veces se lo he prohibido. Al ver que era inútil, le prometí que haría su voluntad cuando mi marido estuviera ausente. Hoy se ha ido, Dios lo guíe. Al clérigo que me molesta cada día, he cumplido mi promesa. Hoy ha llegado a su fin: me espera allá arriba. Os daré un galón del mejor vino que haya en esta casa si me prometéis que seré vengada. A esa habitación de arriba id a por él y pegadle con palos, sin piedad; dadle tantos golpes que nunca más vuelva a tener ganas de cortejar a una mujer honrada”.
Cuando oyen de lo que se trata, todos salen corriendo, ninguno espera.
Uno coge un bastón, otro un palo y el otro una maza grande y sólida. La burguesa les da la llave. Al que fuese capaz de contar todos los golpes, lo tendría yo por buen cuentista. –“No dejéis que se escape, sujetadlo arriba”. – “Por Dios, dicen, señor clericastro , vais a recibir una buena disciplina”. Uno lo echa al suelo y lo agarra por la garganta: le retuerce el capuchón de tal manera que no puede pronunciar palabra. Y comienzan todos a dar: para dar palos no son roñosos. Aun pagando mil marcos de oro, no le habrían arreglado mejor la cabeza. Para hacerlo con más facilidad, se turnaron varias veces sus dos sobrinos, primero por arriba, luego por abajo. Gritar no le sirve de nada. Lo sacaron afuera, arrastrándolo como un perro muerto y lo echaron sobre un estercolero. Volvieron a la casa. Tuvieron buen vino en abundancia: los mejores de la bodega, blancos y de Auverña, como si fuesen reyes. La dama cogió pasteles, vino, una blanca servilleta de lino y una gran vela de cera; después hizo amable compañía a su amigo hasta que fue de día. Al despedirse, hizo amor que le diese diez marcos de oro y le rogó que volviese todas las veces que pudiera.
El que estaba encima del estercolero se levantó como pudo y se fue donde estaba su equipaje. Cuando la gente lo vio tan apaleado, se desolaron en gran manera y asombrados le preguntaron cómo estaba. “Malamente estoy, dijo. Llevadme a mi casa y no me preguntéis nada más”. Lo alzaron y sin más se lo llevaron. Pero lo reconfortaba y le quitaba los tristes pensamientos el saber a su mujer tan fiel; un comino le importaban todos sus dolores y piensa que si llega a curarse, siempre la tendrá en gran estima. Volvió a su casa y cuando la dama lo vio, le preparó un baño con buenas hierbas, por entero lo curó de su desgracia. Le preguntó cómo le había sucedido. “Señora, tuve que pasar por un gran peligro en el que me rompieron los huesos”. Los de la casa le contaron cómo habían dejado al clericastro y cómo se lo había entregado la dama.. A fe mía, que se comportó como mujer prudente y sabia.
Nunca en toda su vida dudó de ella ni la censuró y ella tampoco dudo nunca en amar a su amigo cada día, hasta que él volvió a su tierra.



LAS PERDICES”

Como suelo contar fabliaux, en lugar de una fábula quiero contaros una aventura que es cierta, sobre un campesino que cogió junto a su seto dos perdices por casualidad.
Puso gran esmero en prepararlas y encargó a su mujer que las pusiera al fuego. Ésta lo hizo bien: encendió la lumbre y las asó ensartadas, dándole vueltas al asta. Mientras tanto, el campesino se fue corriendo a buscar al párroco, pero tanto tardó en volver que se cocieron las perdices. La dama dejó de dar vueltas al asta y pellizcó un trocito porque era muy golosa. Cuando Dios le concedió bienestar no aspiraba a tener grandes bienes, lo único que quería era satisfacer todos sus caprichos. Atacó una de las perdices y se comió las dos alas, después salió a la calle para ver si su señor llegaba. Como no lo veía venir entró de nuevo y se dedicó a lo que quedaba: no dejó ni una migaja. Se puso a pensar que con gusto se comería la otra. Bien sabría contestar si le preguntaran qué había sido de las perdices: diría que vinieron los gatos cuando las apartó, que se las quitaron de las manos y que cada uno se llevó la suya. Se dijo que así saldría del mal paso. Sale de nuevo a la calle para ver llegar a su marido y cuando ve que no viene, comienza a estremecérsele la lengua pensando en la perdiz que ha dejado. Se la comerá viva la rabia si no prueba un poquito más. Tiró del cuello con suavidad y se lo comió con gran placer, chupándose los dedos. “¡Ay!, pensó, ¿Qué haré? Si me la como toda, ¿qué diré? ¿Y cómo voy a dejarla? Me apetece demasiado. Suceda lo que suceda tengo que comérmela entera”.
Tanto duró la espera, que la dama no pudo resistir la tentación. Al poco rato llegó el campesino, cruzó la puerta dando voces: “¡Eh! ¿ya están cocidas las perdices?” -“Señor, dijo ella, ¡qué desgracia!, se las han comido los gatos”. El campesino dio un salto y se fue hacia ella como loco; le hubiese sacado los ojos si ella no hubiese exclamado: “Es una broma, es una broma. Atrás, Satanás. Están tapadas para que no se enfríen”. – Malas laudes os habría cantado, dijo él, por la fe que debo a san Lázaro. Traed mi buen cuenco de madera y mi mejor mantel blanco, lo extenderé sobre mi capa debajo de la parra, en ese prado” -“Pero coged antes vuestro cuchillo, necesita un buen afilado, hacedlo contra esa piedra, ahí en el patio”. El campesino se quita la capa y se apresura con el cuchillo en la mano.
Mientras tanto llega el capellán que venía a comer, se dirige a la dama y la abraza con cariño. Ella se limita a decirle: “Huid, señor, huid, si no queréis ser humillado y maltratado. Mi señor está ahí fuera afilando su gran cuchillo y dice que os cortará las pelotas si puede cogeros”. – “En el nombre de Dios, dice el preste, ¿qué dices? Teníamos que comernos dos perdices que tu señor cogió esta mañana”. Ella replica: “Por san Martín, aquí no hay perdices ni pájaro. Me agradaría que comieseis aquí pero lamentaría vuestra desgracia: mirad allá abajo cómo afila su cuchillo”. – “Ya lo veo, por mi cabeza que creo que has dicho la verdad”. No se entretuvo sino que salió a toda prisa y ella se puso a gritar: “¡Venid, señor Gombaud!”. –“¿Qué te pasa?”. –“¿Qué me pasa? Pronto lo sabréis, pero, si no podéis correr, mal os irá me parece, porque el preste se lleva vuestras perdices”. El buen hombre se quedó asombrado, con el cuchillo en la mano. Echó a correr detrás del capellán. Cuando lo vio comenzó a darle voces:”¡No os las llevaréis!”, y gritaba con más fuerza:”¡Os las lleváis bien calentitas! Pero si os alcanzo, ¡ya me las dejaréis! Mal compañero seríais si os las comierais sin mí”. El preste mira hacia atrás y ve correr al campesino con el cuchillo en la mano, piensa que es hombre muerto si lo alcanza. Corre todo lo que puede y el campesino también, porque quiere recuperar las perdices. Con un último esfuerzo el capellán logra llegar a su casa y se encierra en ella.
El campesino se vuelve y pregunta a su mujer: “Di, ¿cómo desaparecieron las perdices?”. Ella contesta: “Así Dios me ayude, en cuanto llegó, el preste me pidió que le enseñase las perdices porque le apetecía mucho verlas. Yo lo llevé hacia donde las tenía tapadas, alargó las manos, las cogió y salió huyendo; pero yo no lo seguí sino que os lo hice saber de inmediato”. Él le responde: Eso es cierto, por ahora dejémoslo estar”. Así fueron engañados el preste y el señor Gombaud que había cogido las perdices.
Cuento este fabliau como ejemplo: la mujer está hecha para engañar, de la mentira hace verdad y de la verdad mentira. No quiere alargarse más el que hizo este cuento, y aquí acaba el fabliau de las perdices.

El villano y las vacas Brunain y Blerain
Voy a hablar de un villano y su mujer
los cuales, un día de fiesta, iban a la iglesia
a orar a Nuestra Señora-
El sacerdote, antes del oficio divino,
fue a su púlpito a predicar,
y dijo, a quien quiso oir la palabra del Señor,
que era bueno dar a Dios,
pues Dios devolvía el doble
a quien le pedía de todo corazón.
“Querida amiga, dijo el villano, escucha
lo que este sacerdote promete:
al que da con plena conciencia,
Dios le aumenta los bienes;
no podríamos emplear mejor nuestra vaca,
si te parece bien,
sino dándola al cura, para el servicio de Dios;
además, nos da muy poca leche.”
“Señor, contestó la dama, estoy de acuerdo
que, por tal motivo, se la entreguemos.”
Entonces se van a su casa,
sin prolongar más la discusión-
El villano entra en el establo,
coge la vaca por el ronzal
y vase a presentarla al deán-
El sacerdote era hábil y avispado.
“Buen señor, dijo el villano juntando las manos,
por el amor de Dios os regalo a Blerain.”
Le puso la cuerda en la mano,
jurándole que no tenía más riqueza-
“Amigo, acabas de obrar sabiamente,
dijo el cura a don Constancio,
aspirando, como siempre, a quedarse con todo.
Vete, has cumplido bien con tu deber,
pues si todos mis feligreses
fueran tan prudentes como tú.
tendría gran cantidad de ganado.”
Despídese del sacerdote el villano.
El párroco ordena al instante
que, para acostumbrarla,
aten a Blerain con Brunain,
su propia y espléndida vaca.
El clérigo hacia el jardín la conduce;
encuentra allí a la otra vaca
y las ata, a las dos juntamente;
entonces se va, y asi las deja.
La vaca del sacerdote agacha la cabeza
porque quiere comer hierba,
más Blerain no puede soportarlo;
al contrario, tira tan fuertemente de la cuerda
que arrastra a la otra fuera del jardín;
de tal modo le hace recorrer
casas, campos de cáñamo y praderas,
que acaba regresando a su establo
con la vaca del sacerdote
que, con mucha fatiga, tuvo que ir arrastrando.
El villano mira y la ve,
y siente una gran alegría en su corazón:
“¡Ah, exclama el rústico, querida amiga,
Dios, en verdad, devuelve los bienes por duplicado,
pues Blerain regresa con otra vaca;
trae una hermosa vaca con manchas oscuras;
así, tenemos ahora dos por una:
nuestro establo va a quedar pequeño".


Con tal ejemplo, esta fabliaux enseña
que quien no se resigna es un insensato.
Es rico, el que Dios colma de riquezas,
no el que las esconde y las entierra.
Nadie puede acrecentar sus bienes
sin exponerse a la suerte; es condición previa.
Así tuvo el villano dos vacas
y el clérigo ninguna.
Quien cree avanzar, con frecuencia retrocede.