domingo, 6 de diciembre de 2020

CUENTOS REUNIDOS DE WILLIAM FAULKNER

 

CUENTOS REUNIDOS

William Faulkner  

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Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Introducción

I. El campo

Incendiar establos

Un tejado para la casa del Señor

Los altos

La cacería del oso

Dos soldados

No ha de perecer

II. El pueblo

Una rosa para Emily

La melena

Centauro de latón

Sequía en septiembre

El tirón de la muerte

Elly

El tío Willy

Un mulo en la parcela

Y eso bien ha de estar

Ese sol del atardecer

III. La tierra inexplorada

Hojas rojas

Justicia

Un noviazgo

¡He ahí...!

IV. La tierra baldía

Ad Astra

Victoria

Falla

Viraje

Todos los pilotos muertos

V. La tierra intermedia

Wash

Honor

Dr. Martino

La caza del zorro

Estación de Pensilvania

Artista en casa

El broche

Mi abuela Millard, el general Bedford Forrest y la batalla del arroyo del Curricán

Tierra del oro

Hubo una reina

Victoria en el monte

VI. Allén

Allén

Música negra

La pierna

Mistral

Divorcio en Nápoles

Carcasona

Notas

Sobre el autor

Créditos

Introducción

En agosto de 1950, dos meses antes de recibir la buena nueva de Estocolmo, William Faulkner publicó esta colección de relatos, sus Cuentos reunidos, tal y como él quiso disponerlos de acuerdo con una división concienzuda de toda su producción cuentística, que no recogió íntegramente. Con anterioridad había publicado tres volúmenes de cuentos: These 13 y Doctor Martino, que forman parte de éste en su totalidad, aunque en un orden muy distinto, y Gambito de caballo, que quedó expresamente fuera de esta selección personal por ser más bien producto de una serie de descartes en la configuración de este volumen, pues contiene los cuentos más detectivescos. En esta minuciosa y armónica selección tampoco reunió por cierto aquellos cuentos recogidos en un volumen que el lector hispanohablante acaso conozca, y que lleva un título un tanto engañoso, Relatos, pues son en verdad los Uncollected Stories, no reunidos hasta mucho después de su muerte, hasta 1979, por mediación de su biógrafo, Joseph Blottner, y de acuerdo con su hija y heredera, Jill Faulkner. Además de los no recogidos en volumen y algunos inéditos, esa recopilación póstuma contiene los cuentos que pasaron a formar parte (o están tomados) de novelas como Desciende, Moisés y Los invictos entre otras. Fuera de todo ello aún queda una gavilla de inéditos y raros, además de los inacabados, que se han ido publicando de forma aislada.

Así se explica que este volumen no contenga los cuentos «completos» del prodigioso William Faulkner, titánico en su producción, revolucionario en las cotas alcanzadas en tantas ocasiones. Sus cuentos completos precisarían tal vez de tres volúmenes como éste.

Pero es que nunca fue ésa la intención que animó a su editor, Robert Haas, que es quien propuso al autor un primer índice puramente provisional en marzo de 1948, que Faulkner fue completando con infinito esmero a lo largo de un par de años, con la asesoría de un crítico de la talla de Malcolm Cowley —que en 1946 ya diera a luz, de común acuerdo con el autor, una antología proverbial, titulada The Portable Faulkner— y con el concurso de otro editor y buen amigo de Faulkner, Saxe Commins. De todo ello hallará cumplida cuenta el lector en las presentaciones que dan noticia de cada uno de los relatos aquí reunidos, al final de este volumen, y que anteceden a las notas propiamente aclaratorias. Se ha querido reducir al mínimo indispensable este elemental aparato crítico, además de presentarlo de la forma más discreta, con el menor grado de injerencia en el disfrute del lector.

El volumen resultante de la iniciativa editorial de Robert Haas, que tiene el lector en las manos, fue galardonado en 1951, cuando Faulkner ya trabajaba sin descanso en Réquiem por una monja, con el National Book Award. Pero este reconocimiento le llegó, en efecto, después del Nobel, distinción que guarda un curioso parentesco con esta colección de relatos, como se expone más abajo al amparo de una hermosa conjetura de Malcolm Cowley, que es desde el punto de vista crítico la persona que más conoció y mejor entendió el funcionamiento de la máquina Faulkner.

A la propuesta inicial de Robert Haas respondió Faulkner con una carta ya en septiembre de 1948 —al parecer, extravió la carta primera de Haas—, diciendo que deseaba «meditar la idea y tratar de dar a este volumen una forma integrada que le sea propia, como en el libro de Moisés si es posible». Varias semanas después escribió a Haas una larga carta, una de las más intrigantes que Faulkner escribió nunca, por contener una muy precisa valoración de muchos de sus relatos, descartando unos y reafirmando la necesidad de que otros se incluyeran en el volumen proyectado. El criterio fundamental que maneja Faulkner es la aspiración a que la colección sea «muy extensa y comprenda todos los relatos previamente publicados, salvo aquéllos ya asignados a una serie de volúmenes futuros». Además de la extraordinaria percepción crítica de su propia obra, Faulkner iba en busca de un ordenamiento del material que diera al volumen la modulación que hubiese llegado a tener una novela, una entidad propia, una integración en forma de contrapunto, tendente a un único fin, a una sola finalidad (según señaló él mismo en otra carta semejante, pero escrita a Cowley el 1 de noviembre de 1948, en la que realiza una primera tentativa de ordenación de un material amplísimo y dispar). Y es apasionante comprobar, aunque detallarlo sería largo, cómo de la lista de relatos que propuso Haas a Faulkner no se cayó ninguno, si bien Faulkner fue defendiendo la inclusión de otros a veces con gran vehemencia, como es el caso de «Allén», y aun de otros incluidos en la última de las partes del volumen, además de cambiar de ubicación algunos, en pos de esa tensión dinámica que permitiera leer el volumen precisamente como Desciende, Moisés, una novela formada por una serie de relatos dotados de plena independencia, o Las palmeras salvajes (novela a la que habría que dar su verdadero título, Si yo te olvidara, Jerusalén), compuesta por dos narraciones autónomas que se van alternando.

Apunta Michael Millgate que los Cuentos reunidos son «un tomo que ocupa un lugar muy importante entre las grandes obras de Faulkner», con lo que rebate la extendida idea de que los cuentos son un producto menor de un novelista mayor donde los haya. «Es cierto —prosigue Millgate en The Achievement of William Faulkner, p. 390— que los cuarenta y dos cuentos ya habían sido publicados con anterioridad, aunque diecisiete se reunían por vez primera. (...) El mero hecho de reunir los relatos por primera vez hizo posible un examen de los logros de Faulkner en el género del relato breve, y su organización de los cuentos en seis secciones diferenciadas, cada una con su título [y sus remisiones internas, sus factores de cohesión, sus disonancias, sus modulaciones anímicas, su muestrario de técnicas], hizo que fuera necesario leerlos en un nuevo contexto».

Es cierto y no es menos conocido que Faulkner escribió una cantidad ingente de relatos por pura necesidad pecuniaria. Durante toda su trayectoria, el mercado de las revistas de circulación más o menos masiva en nada se parecía a la depauperada situación que hoy presenta. El universo lector era mucho más concurrido, y en él había sitio para toda clase de esfuerzos: los escritores de entonces podían entregar un libro cuando lo tuvieran listo, pero entre tanto era posible que pagaran sus facturas dando salida a sus textos por medio de la publicación en revistas populares y especializadas en obras de ficción. Este hecho da a los relatos de Faulkner —en muchos casos— un grado de asequibilidad que no tienen algunas de sus novelas, por lo que los Cuentos reunidos son una puerta de acceso perfecta al universo Faulkner, al tiempo que son muy a menudo perlas de especial rareza para el conocedor de ese ancho mundo que se centra en el condado de Yoknapatawpha, pero que muchas veces se extiende más allá de las fronteras de ese terruño del tamaño, según dijo él mismo, de «un sello de correos». En muchas ocasiones, los relatos están directamente emparentados con las novelas, e incluso algunos tendrán una futura versión en otro contexto narrativo, así como mantienen vínculos de hermandad entre sí.

Estos Cuentos reunidos son como una antología que hubiera hecho por ejemplo Bob Dylan a partir de toda su producción, pero no confeccionada por su discográfica, sino hecha íntegramente por el artista, si bien de pleno acuerdo y por petición expresa de uno de sus editores, y en tres CDs, naturalmente. La confección del repertorio obedece a la búsqueda de una armonía en la que tales piezas no descuellen, no desentonen, alternando en su naturaleza representativa y cohesionada. No es lo mejor de sí lo que el artista recoge: recoge lo que es, y es uno de los mejores, uno de los más grandes. Y lo que se pretende es realzar cada una de las canciones por contigüidad con otras, tal como a Faulkner le interesaba ante todo urdir un buen cuento, dejándose de cronologías y de dictados didácticos sobre su propia obra. Claro está que una antología así se puede leer como una crónica.

En la composición de este muestrario de su arte narrativa, engarzando cuento a cuento y engastando parte a parte en un todo que más suma que la suma de sus partes, Faulkner —antes del reconocimiento mundial que iba a llegar a los pocos meses desde ese imán y emisora para grandes escritores que es Estocolmo en octubre— ensambló los pedacitos que componen su mundo, ese universo que, con inevitables excursiones a la ciudad de Nueva York, o a Hollywood, o al golfo de México, o a la Primera Guerra Mundial, y a la Segunda, pero sin salir del terruño, presenta un compendio geográfico y temático que es cifra y señal del pequeño mundo del hombre, en el que los engarces entre los relatos por contigüidad, la colocación de cada uno en un lugar estratégico de cada una de las partes, el funcionamiento de las mismas, son determinantes en la hechura de un libro que poco se parece a otros por el estilo. Fruto de la fértil colaboración entre la partera o comadrona y la madre que con ayuda de la primera —y con sus trabajos y dolores de parto— da a sus hijos al mundo ancho y hostil —fácil no es que el escritor alumbre sin el concurso o la tracción de su editor—, los Cuentos reunidos de Faulkner son en su totalidad un homenaje al concurso del ser humano con el ser humano y una constatación clara del díctum de Pablo de Tarso: sin ti no soy nada. Pero esto es algo que aclaran mejor los propios participantes en la elaboración de un libro capital en el canon faulkneriano.

Es de ley reseñar que Faulkner anunció a Cowley en la carta antes citada (The Faulkner-Cowley File, Letters and Memoirs, 1944-1962, pp. 119-120) su intención de anteponer un prefacio a sus Cuentos reunidos. El propio Cowley consigna su decepción al ver que «[Faulkner] había abandonado la idea de escribir dicho prefacio, a resultas de lo cual el tema sobre el que podría haber versado dicho texto, si lo hubiera escrito, quedó en el cajón, disponible para otros usos».

Faulkner, que acaba de pasar una breve temporada con Cowley, le escribe nada más llegar a su casa de Oxford, Mississippi, y le describe el lento viaje hacia el sur en un avión que hizo escala en infinidad de lugares intermedios:

 

No me aburrí demasiado, porque pasé el tiempo pensando en la colección de relatos, y cuanto más pienso en ella más me gusta. El único prefacio que recuerdo es uno que leí cuando tenía dieciséis años, en un libro de Sienkiewicz donde decía, aunque no con estas palabras, algo así como que «este libro ha sido escrito con esfuerzo (podría haber dicho agonía o sacrificio) para enaltecer el corazón de los hombres». Y ésa me parece que es la única finalidad meritoria de un libro, de modo que también en una colección de relatos la forma y la integración son tan importantes como en una novela.

 

Y continúa Cowley diciendo que «estoy casi seguro de que hay ecos de esa frase, amplificada y remota como un trueno en los montes, al comienzo y al final del discurso de recepción del Premio Nobel que pronunció Faulkner». Al principio de ese brevísimo texto dice Faulkner que «entiendo que este premio no se me otorga a mí en persona, sino a mi obra, que es producto de una vida vivida en la agonía y el esfuerzo del espíritu humano. (...) Por tanto, este premio sólo es mío en depósito». Y al final apunta que «es privilegio del escritor ayudar al hombre a resistir mediante el enaltecimiento de su corazón, recordándole la valentía y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido gloria de su pasado». Y es que en Faulkner, según se dice en Réquiem por una monja, es imprescindible tener presente que «el pasado no ha muerto: ni siquiera ha pasado».

 

MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE

Pamplona, 8 de septiembre de 2009

I
EL CAMPO

Incendiar establos

 

 

 

 

El almacén en el que tuvo lugar la vista celebrada por el juez de paz apestaba bastante a queso. El chiquillo, acuclillado sobre el barril de los clavos, al fondo de un local atestado de gente, era sabedor de que olía a queso, y a unas cuantas cosas más: desde el asiento al que se había encaramado alcanzaba a ver las estanterías alineadas en las que se apilaban bien apretadas las formas sólidas, chaparras, dinámicas, de aquellas latas cuyas etiquetas leyó con el estómago, sin recurrir a unos rótulos que para su caletre nada significaban, fijándose en cambio en los diablos rojos y en la curvatura argentina de los peces,[1] todo lo cual, el queso de cuyo olor era consciente y la carne hermética, enlatada, cuyo olor creían percibir sus intestinos, le llegaba en rachas intermitentes y efímeras en medio de un constante efluvio, el olor y la sensación de tener un poco de miedo, más que nada por la desesperanza y por la tristeza, la vieja y feroz pulsión de la sangre. No alcanzaba a ver la mesa tras la que se había sentado el juez, frente al cual se encontraban de pie su padre y el enemigo de su padre («nuestro enemigo —pensó con la misma desesperanza—, ¡nuestro de los dos! ¡Tan suyo como mío! ¡Es mi padre!»), aunque sí los oía, u oyó más bien a los dos, porque su padre aún no había dicho ni palabra:

—¿Y qué pruebas tiene, señor Harris?

—Ya se lo he dicho. El cochino se me metió en el maizal. Le eché el guante y se lo mandé. No tenía él una cerca con la que tenerlo bien sujeto. Yo ya se lo dije, ya iba avisado. La siguiente vez metí al cochino en mi corral. Cuando vino a recogerlo, le di alambre de sobra para que cercase bien su corral. A la vez siguiente, recogí al cochino y lo metí en mi corral. Fui a caballo hasta su casa y vi todo el alambre que le había dado yo enrollado y arrinconado en su parcela. Le dije que podía pasar a llevarse el cochino cuando me pagase una tasa de un dólar.[2] Esa misma noche vino un negro con un dólar y se llevó el cochino. Era un negro un poco raro. Forastero, a lo mejor. Va y me dice: «Dice que le diga que la madera con el heno arde fácil». ¿Cómo dices?, le digo yo. «Pues eso, que madicho que le diga que la madera con el heno arde fácil.» Esa misma noche me pegaron fuego al establo. Pude sacar lo que tenía dentro, aperos y animales, pero perdí el establo.

—¿Qué ha sido del negro? ¿No le ha echado el guante?

—Era un negro un poco raro, ya le digo. No sé qué habrá sido de él.

—Pero eso no prueba nada. ¿No entiende que eso no es una prueba?

—Que venga el chiquillo. Él sí que lo sabe —durante unos instantes, el chiquillo pensó que el hombre se refería a su hermano mayor, hasta que Harris dijo—: No, ése no. El pequeño. El chiquillo —y, acuclillado como estaba, pequeñajo para su edad como era, menudo y nervudo como su padre, con unos vaqueros descoloridos y remendados, demasiado pequeños incluso para él, con el cabello castaño, lacio, sin peinar, y los ojos grises, despavoridos como nubes de tormenta, vio separarse a los hombres que se interponían entre aquella mesa y él, y los vio convertirse en una calleja de rostros malencarados, al fondo de la cual acertó a ver al juez, un hombre desaliñado, sin cuello de camisa, canoso, con gafas, que le hacía gestos para que se acercara. No sintió el suelo bajo las plantas de los pies, le pareció que caminase bajo el peso palpable de los rostros malencarados que se iban volviendo a su paso. Su padre, envarado, con la levita negra que sólo se ponía los domingos, y que no se había puesto por el juicio, sino por la mudanza, ni siquiera le miró. «Él lo que quiere es que mienta —pensó, y volvió a sentir el mismo frenesí de tristeza y desesperanza—. Y voy a tener que hacerlo».

—¿Cómo te llamas, chico? —dijo el juez.

—Coronel Sartoris Snopes —murmuró el chico.

—¿Eh? —dijo el juez—. Habla más alto, anda. ¿Coronel Sartoris, dices? Pues digo yo que todo el que en este condado lleve el nombre del Coronel Sartoris a la fuerza tiene que decir la verdad, ¿no? —el chiquillo no dijo nada. «¡Enemigo! ¡Enemigo!», pensó; hubo un instante en el que ni siquiera acertó a ver nada, y no pudo ver que el juez lo miraba con semblante amable, ni acertó a discernir que interpeló con voz contrariada al hombre que llamaban Harris—: ¿Desea interrogar a este chiquillo?

En cambio, sí acertó a oír, y oyó, durante los largos segundos que siguieron, mientras no se oyó absolutamente nada más en el reducido espacio del almacén, atestado como estaba de gente, el sonido de un respirar reposado y atento, tan quedo que fue como si se hubiera columpiado al extremo de la cuerda, en lo más alto de un barranco, sujeto a los zarcillos de una parra, y como si en el punto más elevado del arco que trazaba el columpio quedase atrapado en un detenido instante de hipnótica gravitación, ingrávido en el tiempo.[3] —¡No! —dijo Harris con violencia, con explosiva exasperación—. ¡Condena...! ¡Mándelo fuera de aquí!

El tiempo, el mundo de la fluidez, apretó entonces su discurrir de nuevo bajo sus pies, y las voces volvieron a llegarle claras, confusas, en medio del olor a queso y a carne sellada, en medio del miedo y la desesperanza y la antigua tristeza de la sangre:

—Se desestima el caso. Nada puedo probar en contra de usted, Snopes, pero sí puedo y debo darle un consejo. Márchese del condado y no se le ocurra volver.

Tomó la palabra su padre por vez primera, con voz fría y áspera, sin alterarse, sin cargar las tintas.

—Ésa es mi intención. No se me ocurriría quedarme en un condado, entre gentuza que... —y dijo algo que no es posible poner por impreso, algo vil y rastrero, que no dirigió a nadie en particular.

—Con eso es más que suficiente —dijo el juez—. Tome su carreta y lárguese del condado antes de que anochezca. Se desestima la demanda.

Su padre se volvió en redondo y él siguió la levita envarada, la figura nervuda que caminaba con rigidez debido a la bala de mosquete con que le alcanzó un confederado, uno de los hombres del sheriff, nada más robar un caballo, más de treinta años antes, y siguió más bien las dos espaldas, puesto que su hermano mayor acababa de aparecer en medio del gentío, no más alto que el padre, pero sí más grueso, mascando tabaco sin descanso, entre las dos hileras de individuos malencarados que formaban la calle que desembocaba en salida del almacén, para atravesar el porche desgastado y bajar los peldaños combados y pasar entre los perros y los chicos que se habían juntado en medio de la polvareda de un mayo ya caluroso, por donde oyó al pasar un susurro mascullado:

—¡Quemaestablos!

Tampoco acertó a ver nada, pese a volverse sobre los talones; había una cara en medio de una bruma roja, como el halo de la luna, mayor que la luna llena, cuyo dueño de nuevo tenía la mitad de su tamaño, y saltó en medio de la bruma roja hacia ese rostro y no sintió el golpe, no sintió nada al darse de cabeza contra la tierra, levantándose veloz, de un salto, sin sentir tampoco entonces el golpe, sin sentir el sabor de la sangre en la boca, levantándose veloz, justo a tiempo de ver al otro muchacho, que se dio a la fuga a la vez que emprendía él la persecución y toparse con que la mano de su padre le impedía el paso, la voz fría, áspera, resonante por encima de él.

—Anda y sube a la carreta.

La carreta estaba en medio de las acacias y las moreras, al otro lado de la calle. Sus dos hermanas, grandullonas, endomingadas, así como su madre y la hermana de su madre, con sus vestidos de percal y sus capotas para guarecerse del sol, esperaban sentadas en la carreta, entre los penosos residuos de la docena de mudanzas, o acaso más, que hasta el chiquillo recordaba; el fogón destartalado, las camas y las sillas medio rotas, el reloj con incrustaciones de madreperla, que no funcionaba, parado a unos catorce minutos después de las dos de un día y una época apagados, olvidados, que formó parte de la dote de su madre. La madre lloraba, aunque en el momento en que lo vio se pasó la manga sobre la cara y empezó a bajar de la carreta.

—Estate quieta —dijo el padre.

—Se ha lastimado. Tengo que ir a por agua para lavarle...

—He dicho que te quedes quieta en la carreta —dijo el padre. También él subió, pero pasando por la trasera. Su padre se encaramó al pescante, en donde su hermano mayor ya estaba instalado, y arreó a las mulas flacas un par de fustazos salvajes con una vara de sauce pelada, aunque sin encono. Ni siquiera fue sádico; lo hizo exactamente con esa misma cualidad que en años venideros habría de provocar que sus descendientes revolucionasen el motor en exceso antes de poner el coche en marcha, acelerando y frenando al mismo tiempo. Arrancó la carreta mientras todos los presentes en el almacén, callados, salieron a mirar malencarados su partida y pronto quedaron atrás, hasta que los ocultó una curva del camino. «Para siempre —pensó—. A lo mejor ahora se da por contento, ahora que ya ha...» e interrumpió el pensamiento, que no llegó a formular del todo ni siquiera para sus adentros. Notó la mano de su madre en el hombro.

—¿Te duele? —le dijo.

—No, no es nada —dijo él—. Déjame en paz.

—Anda, límpiate un poco la sangre antes de que se seque.

—Ya me lavaré por la noche —dijo—. Déjame en paz. No es nada, en serio.

La carreta seguía la marcha. El chiquillo no sabía adónde se dirigían. Ninguno de ellos lo supo nunca, ni lo preguntó, siempre al final una casa, por llamarla de algún modo, que los esperaba al cabo de uno, dos e incluso tres días de viaje. Era probable que su padre ya hubiera acordado un empleo de aparcero en otra propiedad antes de... Tuvo que interrumpirse de nuevo. Él (el padre) siempre obraba igual. Algo tenía en su independencia e incluso en su valentía lobuna, al menos cuando la situación era si acaso paritaria, e incluso neutral, algo que impresionaba a los desconocidos, como si de su latente ferocidad de voraz depredador extrajeran no tanto una sensación de confianza cuanto, más bien, la percepción de que su feroz convicción en la rectitud de sus propios actos había de ser ventajosa para todo el que concurriese con sus intereses.

Acamparon esa noche en una arboleda, entre robles y hayas, por donde corría un arroyo. Las noches aún eran frescas y armaron una fogata para defenderse del frío, con una barandilla arrancada de una cerca que vieron en las inmediaciones y que cortaron en dos tramos, para armar una fogata pequeña, precisa, casi cicatera, una fogata ladina; esas fogatas eran las que su padre tenía por hábito y costumbre armar siempre, incluso cuando más inclemente era el frío. De haber sido mayor, el chiquillo podría haber reparado en ello y haberse preguntado por qué no armaba una fogata más grande, por qué un hombre que no sólo había presenciado el despilfarro y la extravagancia de la guerra, sino que también llevaba en la sangre una prodigalidad voraz e inherente a todo lo que fuera material, máxime si no era de su propiedad, no había echado al fuego todo lo que tuviera a la vista. Luego podría haber ido un paso más allá y haber pensado que ésa era la razón, que esa hoguera mísera era el fruto viviente de las noches que había pasado al raso durante aquellos cuatro años, en los bosques, escondiéndose de todos los hombres por igual, los de uniforme gris y los de uniforme azul, con sus reatas de caballos (caballos capturados, los llamaba él). Y de haber sido aún mayor acaso hubiese adivinado la razón: que el elemento del fuego hablaba y llegaba a tocar en lo más vivo algún resorte ubicado en lo más profundo del ser de su padre, tal como el elemento del acero o de la pólvora hablaba y llegaba a otros hombres, por ser el arma para la preservación de la integridad, sin la cual no valdría la pena seguir respirando, conservar el aliento, y que por tanto era preciso contemplar con respeto y utilizar con discreción.

Pero en esto no pensaba en esos momentos; había visto esas míseras fogatas durante toda su vida. Se limitó a zamparse la cena junto al fuego y casi se había adormilado ante la escudilla de peltre cuando su padre lo llamó y una vez más hubo de seguir la espalda envarada, la cojera implacable y envarada, y subir por la cuesta y llegar al camino que iluminaban las estrellas, donde al darse la vuelta vio la silueta de su padre recortada sobre las estrellas, sin rostro, sin profundidad, una silueta negra, plana, sin sangre en las venas, como si estuviese recortada en hojalata en los pliegues de hierro de la levita que no se había hecho para él, áspera la voz como la hojalata y sin calor ninguno, como la hojalata:

—A punto estuviste de soltarlo delante de todos ellos. A punto estuviste de decírselo —él no contestó. Su padre le soltó un sopapo con la palma de la mano en toda la mejilla, con fuerza, pero sin acalorarse, exactamente igual que había golpeado a las dos mulas delante del almacén, exactamente igual que golpearía a cualquiera de las dos para matar o espantar a una mosca, la voz áspera como la hojalata, y sin calor, como la hojalata—: Te estás haciendo un hombre. Tienes que ir aprendiendo. Has de aprender a ser fiel a los tuyos, a la sangre, porque si no te quedarás sin sangre a la que ser fiel. ¿Tú crees que alguno de ellos, alguno de los hombres que estaban allí esta mañana, es fiel a su sangre? ¿No te das cuenta de que lo único que querían era tener la posibilidad de pillarme, porque ya les había ganado yo por la mano? ¿No te enteras, o qué? —más adelante, veinte años más adelante, habría de decirse: «De haberle dicho yo que sólo querían justicia, que sólo querían saber la verdad, me hubiera vuelto a abofetear». Pero no dijo nada. Ni siquiera lloró. Se quedó en donde estaba—. Contéstame —dijo su padre.

—Sí —murmuró. Su padre se dio la vuelta.

—Vete a la cama. Mañana llegamos.

Y al día siguiente llegaron. A primera hora de la tarde, la carreta se detuvo ante una casa de dos habitaciones, sin pintar por fuera ni por dentro, casi idéntica a la docena de casas en las que se habían detenido antes, en los diez años de vida que tenía el chiquillo, y una vez más, como en esa docena de ocasiones, su madre y su tía bajaron y comenzaron a descargar la carreta, aunque las dos hermanas, como el padre y el hermano, no se habían movido.

—Seguramente, ni para criar cochinos vale —dijo una de las hermanas.

—Da igual —dijo su padre—. Tú la pones como debe estar, y ya veras cómo crecen los cochinos y hasta termina por gustarte. Sacad las sillas, ayudad a vuestra madre a descargar las cosas.

Bajaron las dos hermanas, grandullonas, bovinas, un remolino de adornos y cintas baratos; una de las dos sacó de la desordenada trasera de la carreta un farol abollado, y la otra una escoba vieja. Su padre dio las riendas al hijo mayor y comenzó a subir envarado a la rueda de la carreta.

—Cuando hayan descargado, te llevas a las mulas al establo y les das el heno —y siguió hablando, y al principio el chiquillo pensó que hablaba con su hermano—. Ven conmigo.

—¿Yo? —dijo.

—Sí —dijo su padre—. Tú.

—Abner —dijo su madre. Su padre se detuvo y se volvió a mirarla con ojos duros, planos, bajo las cejas boscosas, canosas, irascibles.

—Me parece que voy a tener que hablar un momento con el hombre que a partir de mañana, y durante ocho meses, va a ser dueño y señor de mi cuerpo y de mi alma.

Echaron a andar por el camino. Una semana antes, o en todo caso antes de la noche anterior, claro, le hubiera preguntado adónde iban, pero en ese momento no se lo preguntó. Su padre le había abofeteado con anterioridad, pero nunca, en ninguna ocasión se paró a explicarle el porqué. Era como si la bofetada y la voz que la sucedió en calma, aunque irritada, todavía resonasen, como si aún repercutiesen, por más que a él no le hablase de nada más que de la desventaja de ser joven.

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