martes, 18 de agosto de 2015

Hernán, el amigo de las sombras (cuento) de Lecciones de mitomanía

Hernán, el amigo de las sombras.

Luis Quintana Tejera. 
Lecciones de mitomanía, 
Editorial Miguel Ángel Porrúa. 

¡Qué espectáculo, pero espectáculo tan solo;
por donde asirte naturaliza infinita, por donde
aferrarme a tus pechos de los que mana
toda vida.! Goethe. Fausto.

     Si mi computadora comenzara en este momento a escribir guiada por su sola voluntad, quizás no creería en los espíritus, pero sí al menos en que algo más poderoso que la razón humana existe, está ahí, latente y dispuesto a enseñorearse del universo infinito. O, posiblemente la fuerza de lo desconocido no tiene tiempo que perder con escépticos de mi calaña y por ello no se hace cargo de completar el texto que se desliza entre tecla y tecla.
     El mundo en que vivimos se vuelve cada vez más extraño y a medida que la ciencia se dedica a revelar misterios que antes eran insondables, el hombre se aferra a la superstición de cada día y no quiere o no puede comprender que muchos supuestos acontecimientos que carecen de lógica no representan más que intentos vanos de mentes débiles que desean dominar al otro.
     Cuando en la tragedia Macbeth aparecían las hermanas fatídicas, la crítica ha insistido en subrayar que ellas engañaban al personaje con la verdad. No se trataba de actos exentos de coherencia, sino que —por el contrario— hincaban sus raíces en la espontánea naturalidad que deviene del hecho de anunciar sucesos reales que momentáneamente están ocultos para el hombre cotidiano que no ve o no quiere detenerse a observar con un poco más de precisión y agudeza. Estas brujas eran la manifestación de un destino que iba tras la flaca naturaleza humana para imponerle sus propias reglas. Macbeth sabía que había nacido para ser grande, pero sólo el impacto de lo desconocido lo forzó a aceptar dichas reglas. No en balde en el Fausto de Goethe ese encuentro del personaje con la magia del macrocosmos le revela lo oculto y lo pone frente a frente con el misterio totalizador y perfecto. Aún así sabemos que el mencionado hallazgo del poderoso científico sirve únicamente para demostrarle que las reglas del proceso mágico no están claramente definidas o, al menos, que la mente humana no se halla en condiciones de entender tales oscuros procesos.
     Ahora bien, he hablado de Shakespeare y de Goethe. ¿Qué sucede con el hombre común sometido a estos mismos procesos devastadores en donde lo desconocido corre a su encuentro para “resolverle” los problemas cotidianos? ¿Es tan difícil vivir sin pagar tributo a la ignorancia nuestra de cada día? ¿De qué le sirven al pobre individuo la ciencia, los largos estudios, las noches en vela para tratar de entender si de un momento a otro niega todo lo vivido y se entrega al rito satánico revestido de nihilismo decadente?
     Todo el proceso anterior de reflexión lo motivó Tiburcio. Pienso que cuando nos enfrentamos a la teoría de los mundos paralelos, a la metempsicosis, a la metempsomosis recurrente de los seres que ya han vivido, no hacemos más que poner en un primer plano procesos que ya han existido en la larga vida de la humanidad. Posiblemente —y esto constituye tan sólo una opinión de alguien que si bien no expulsa espíritus del interior de otros seres humanos, sí está acostumbrado a lidiar con la negra sustancia que habita en los más ocultos rincones del hermano nuestro, de nuestro igual— posiblemente, decía, el hombre está inmensamente solo y es esta misma soledad (la tuya, la mía, la del vecino de la casa de enfrente, la del maestro que enseña sin entender) quien nos condiciona y apresura nuestro doloroso karma interior.
     En un pasado una persona me leyó las cartas y supo encontrar en ellas huellas de un ayer que quería repetirse. Me anunció un viaje prometedor, un libro que ensombrecería la gloria de otros y me advirtió que me cuidara de un amigo o amiga que traicionaría la confianza depositada en él/ ella. En verdad he viajado más de una vez, mis libros no han quitado el sueño a nadie, excepto a mis editores cuando tratan de venderlos; y, en cuanto a la amiga, sí he sido traicionado como me lo anunció la pitonisa de reyes y ases, pero es casi imposible excluir la envidia humana y no contar en nuestra personal bitácora con alguien que pase por alto la idea de la fidelidad, porque así somos los seres humanos. En fin, se pueden anunciar muchas cosas, pero lo que nunca podremos saber realmente es para qué estamos luchando día con día si finalmente terminamos en el seudo consultorio de un charlatán de turno para escucharle tantas promesas, profecías, exorcismos y búsquedas que supuestamente ayudarán a nuestra alma.
     “Y Tiburcio fue expulsado del interior de una persona que sufría por su causa.” Conocí a Hernán indirectamente y en circunstancias que prefiero olvidar o pasar por alto porque aquejan aún mi pobre corazón. Hernán Campbell expulsaba espíritus rebeldes en prolongadas sesiones en donde su medio —un anciano casi paralítico que prácticamente había olvidado la buena costumbre de dormir por escuchar el verbo preñado de su amo y señor de cada día— le apoyaba en este acto de hurgar en el imposible.
     Nuestro personaje había estudiado medicina al igual que su padre, pero los hiatos, los rincones que el conocimiento humano dejaba ocultos, las dudas lacerantes que el cadáver del desconocido despertaba en su alma le hicieron titubear, porque ese conocimiento que se ofrecía revestido de certeza no la poseía en lo más mínimo. Cuantas veces recorriendo por las noches los corredores glaciales del hospital de su pueblo se había preguntado al enfrentarse al recurrente fenómeno de la desgracia humana, qué papel jugaba él realmente y por qué Dios, ese dios semi despierto ante la desdicha, no imponía al menos otras normas que nos permitieran saber con relativa certeza qué teníamos que hacer ante un cuerpo ensangrentado, ante ese niño que se negaba a nacer, ante la vida misma con esa justicia insana con que medía a los más variados individuos.
     Le había oído decir al doctor Gerardo Centeno —su profesor de Clínica General— que todo el universo se movía entre la vida y la muerte, pero era en verdad esta última quien imponía sus reglas de fuego con una persistencia tan sagaz que ningún ser viviente escapaba de ella. Hablaba también de la medicina, la cual estaba al servicio del hombre aun cuando éste poseía muy pocas armas para enfrentarse al poder devastador de la eterna enemiga. Se expresaba así con alegre suficiencia. Desde una boca bordeada a lo alto por un bigote incipiente y rubio aludía de la medicina preventiva, a los alcances de esta técnica antigua redescubierta en el siglo XX, a la posibilidad que se otorgaba al cuerpo para vivir un poco más mientras la muerte distraída miraba en otra dirección.
     No sé, me lo he preguntado varias veces, he interrogado a mi alma cansada por tanto deambular qué piensa y qué siente ese hombre que tiene en sus manos la vida del otro. Y sin quererlo llega a mi mente —por el ajetreado sendero del recuerdo— la imagen del Dr. Mario Loria, el médico de mi familia. Él se acostumbró tanto a lidiar con la muerte que un día llegó a verla cara a cara y sin temor. Tenía un aire de suficiencia propio de su profesión y una capacidad innata para otorgar el diagnóstico preciso. Aún vive en Maldonado con sus ochenta y cuatro años cansados a cuesta. Creo que la muerte —temerosa— no se atreve a pararse en su puerta.
     Hernán Campbell es también un hombre que cura al otro, pero a diferencia de Centeno y Loria él quería ir más allá. Por eso, cual nuevo Fausto llegó a interesarse en algunas facetas de las ciencias ocultas que algunos llaman magia; quiso saber el porqué del misterio de la vida; ahondó en el sufrimiento humano, se metió de lleno en el drama eterno de lo desconocido y, de pronto, se descubrió un día en un consultorio en donde no sólo curaba el cuerpo, sino también el alma de sus pacientes.
     Al narrar estos hechos una suerte de escepticismo creciente domina mi espíritu. Me cuesta creer en el poder de la palabra y más aún me cuesta creer en el poder sensible que se fundamenta en logros profundos ajenos a la lógica. Es difícil aceptar que alguien pueda ver en el interior del otro para rescatar de allí la forma sublime del perdón. Es más complicado aún incorporar la noción de que un individuo pueda ser “curado” sin quererlo en lo más mínimo y sin ingresar siquiera para ello en el terreno de la sugestión.
     Pero dejemos las especulaciones que sólo reflejan el asombro de quien relata estas líneas y vayamos a los hechos. Son tan sólo tres o cuatro circunstancias que me llevaron al encuentro del Dr. Campbell sin buscarlo yo y sin quererlo tampoco; no obstante esto, son hechos reales que bien pueden ofrecer un punto de reposo para el análisis de acontecimientos extraños.
     Me enteré en cierta ocasión de un primer suceso que ubicaba a Hernán en una clínica para enfermos mentales en donde trabajaba como médico forense y lo hacía en verdad no como el resultado de una búsqueda personal basada en su vocación, sino más bien como consecuencia de un bolsillo vacío y una necesidad impostergable de alimentar su estómago. Ya en su cabeza revolvían aquellas ideas algo raras que hemos comentado y en más de una ocasión se le había visto pensativo contemplando el espectáculo de la muerte en medio de una actitud que parecía querer recobrar de las sombras esa vida inerte.
     Precisamente en estos momentos sucedió algo que puede ser interpretado con total naturalidad por quien sepa confiar con fundamento en los procesos naturales por los que el ser humano pasa. Estaba ante el cadáver de una mujer de mediana edad y se disponía a hurgar en su cuerpo cuando de pronto la mencionada señora despertó; Campbell no expresó nada en ese instante aunque un cierto temor lo dominaba. Con toda naturalidad le habló a este ser que parecía regresar del más allá y luego de tranquilizarla se encargaron de ella los otros especialistas.
     Un breve paréntesis nos puede autorizar para reflexionar nosotros frente a este fenómeno, antes que nuestro personaje nos diga lo que pensaba. El diagnóstico de los galenos hizo referencia a un estado de catalepsia, es decir a una suspensión momentánea  —de una duración de unos pocos minutos hasta algunas horas— de la motricidad voluntaria. La mencionada dama habría muerto sólo en apariencia y después recuperado la vida, también sólo en apariencia, porque en verdad no estaba muerta.
     Además el testimonio de los parientes más cercanos nos ubicaba ante otro hecho que no tenía más de unos cinco años de acaecido según el cual  la resucitada ya lo había hecho antes, pero en esta ocasión con un doctor que huyó despavorido y a quien le costó recuperar el sueño tranquilo en las siguientes semanas.
     Ahora bien, el amigo de las sombras no sólo se hallaba sereno y dueño de sí mismo, sino que además sostenía con firmeza inquebrantable que la señora había vuelto a la vida como resultado de la poderosa energía que él en ese momento le había transmitido. Daban inicio así las hazañas de Hernán Campbell quien no se detuvo a considerar ni la resurrección anterior ni el diagnóstico mencionado. Para él todo estaba claro y el destino le mostraba el camino que debía seguir para ayudar a sus semejantes.
     Mi conciencia de narrador no me permite dudar de los acontecimientos aunque éstos encuentren un determinado fundamento en la realidad que desmienta su condición fantástica. Menos aún pondré en controversia la posibilidad de transmitir al otro la energía que nos caracteriza y define; pero, hay aquí un controvertido pero, todo tiene un límite y Campbell se va a caracterizar por quebrar estos límites de manera constante, por alterar la paciencia de todo el conocimiento europeo, asiático e inter galáctico; esa genial tozudez lo guiará por los senderos de su propia condición indagadora y lo convencerá cada vez más que ha sido enviado a la tierra desde algún rincón novedoso del Renacimiento soñado para liberar al hombre de la pesada carga que la vida misma le ha impuesto.
     En una segunda oportunidad Hernán Campbell acude a la casa de unos amigos a expulsar los espíritus que deambulaban por ella. Enfrentados a este tema de la pervivencia de los seres que se han ido, las opiniones se dividen radicalmente: están aquellos que sonríen con malicia cuando escuchan hablar de semejante manera —son los escépticos de siempre que llegan a catalogar como enfermos mentales a quienes de tal forma razonan—; y los otros, los que se aferran a esta creencia como lo haría el náufrago al único leño que en medio de la inmensidad marina aparece. La vida se compone ciertamente de contrarios y al indagar en el pensamiento humano podremos constatar también que los indiferentes ante este asunto en verdad no existen; desde los que conciben al universo como una entidad real compuesta tan sólo de sujetos observables, hasta los que admiten la idea de los mundos paralelos se yergue una curiosa teoría moderna del conocimiento en donde los esquemas se alteran a cada instante para dar paso —muchas veces así sucede— al curioso territorio de la opinión en donde la ciencia desaparece.
     Además no hago a un lado la posibilidad metafísicamente cierta de que los seres que se han ido no encuentren franca y abierta la senda que los conduce al otro mundo y permanezcan en tránsito en un acá y un ahora que les resulta tortuoso y lejano al mismo tiempo que descubren elementos familiares que aún los atraen. Sí me preocupa el hecho de que eso mismo pensaba Homero hace ya muchos siglos y lo repetía Platón en su propio lenguaje tiempo después. Más aún, el segundo de los filósofos aquí nombrados superó radicalmente al primero en su concepción macro universal de las cosas; y, volver sin reservas al pensamiento griego, ¿no representa acaso una forma de atraso que se adueña del siglo XXI ajeno a la natural evolución del pensamiento? No lo sé con certeza total; ni siquiera lo abarco de una manera parcial, pero sí me conmueve esa ingenua observación de un fenómeno nada nuevo aunque retomado por estos especialistas metafísicos que deambulan por las sombras y el misterio.
     Hernán Campbell se había presentado ese día impecablemente vestido de blanco y en la “ceremonia” que llevó a cabo no faltó el incienso ni tampoco la serena actitud meditativa. Los espíritus que recorrían la casa sin molestar a nadie serían importunados por la presencia de este exorcista laico y moderno. El amigo de Hernán era un amante de las letras y leía mucho, leía con esa paciencia que caracterizó en otras épocas a Balzac y a Lope de Vega. Se había atrevido inclusive a entrarle de lleno a las memorias de aquel escritor colombiano y navegaba con verdadero valor y decisión por las más de quinientas páginas de Vivir para contarla. ¿Acaso Márquez no había utilizado semejantes sortilegios con los espíritus que recorrían sus novelas y probablemente él también hubiera requerido de la ayuda de Campbell para expulsarlos para siempre del texto?
     El personaje de esta historia recorría sereno cada rincón de la casa; removía objetos revestidos por el polvo de muchos días, abría algunos libros como buscando en ellos la presencia delatora del ayer, husmeaba en la chimenea solitaria; en fin, un acto curioso de magia moderna lo condujo por todos y cada uno de los rincones de la morada y se retiró ese día feliz por la tarea cumplida, mientras regañaba a unos espíritus rebeldes que querían transformarlo en su nueva residencia.
     Ricardito, el nieto mayor de la casa, comentó después —con esa sagacidad sana y profunda que sólo los niños saben ostentar— que le pareció ver salir del estudio —consternados y despavoridos— a Shakespeare y a Moliere quienes habían decidido distraer los ocios de la muerte con la lectura serena de tantos libros olvidados por el tiempo.
     De frente al tercero de los hechos conectados con la personalidad de Hernán, recuerdo la ocasión en que llegó a su consultorio doña Eulalia Tejera quien había enfrentado no hacía más de dos o tres semanas una curiosa aventura no exenta de profundo dolor. En las vacaciones de verano y hallándose con su familia en Acapulco había muerto de manera imprevista su papá —un anciano venerable y sereno que no pudo continuar sustentando la tarea de vivir— y reunida la familia en improvisada consulta, decidieron regresar antes de lo previsto al DF con el angustioso cadáver que acondicionaron con profundo respeto en la parte alta de la camioneta, más exactamente, en la canastilla del vehículo.
     Pero el inquieto destino les jugó una mala pasada. Como consecuencia de todas las presiones del viaje decidieron detenerse en un restaurante sólo para ingerir rápidamente algunos alimentos. En esto estaban cuando el cadáver fue robado junto con la camioneta y demás pertenencias. El horror se apoderó de toda la familia, se vieron paralizados por el terror y no intentaron nada para recuperar lo perdido. Hasta la fecha no hay noticia ni de los ladrones ni de lo robado incluido el tierno abuelo quien con su lento caminar anunciara en el pasado el desenlace inevitable.
     Se me ocurre imaginar por un momento la cara que habrán puesto los amigos de lo ajeno cuando al ir por el botín se encontraron con tan macabro acontecimiento. Sólo puedo interpretar que este pícaro sino que nos condiciona y maltrata no pudo dejar de actuar a doble punta de lanza para castigar por un lado la comodidad explicable de una familia, y por el otro los excesos que diariamente cometen estos enemigos de la sociedad que momento a momento castigan con sus acciones a quienes menos lo esperan.
     En resumidas cuentas, doña Eulalia Tejera venía a solicitar los servicios de Hernán para saber de su padre muerto, para tratar de hablar con él al menos una vez más. Quiero contarte —cómplice lector en cada momento de mi relato, subsidiario sereno de esta materia novelesca que corroe el interior de mi mundo— que el asombro que provocaron en mí estos sucesos tiene que ver con el hecho de que Hernán se sintiera capaz de ayudar a esta mujer y no con la circunstancia de que ella lo pidiera. Si la desesperada señora acudió a los servicios del médico fue porque en su misma angustia llegó a confundirlo con un convocador de espíritus en sesiones de lujuria metafísica y resulta así perfectamente justificada en el marco de su misma necesidad. Pero que el propio Hernán haya aceptado el ejercer tan extraña mediación, eso sí, ¡vale Dios! es lo que me preocupa y mortifica.
     ¿Qué aconteció entonces? Sólo tuve noticias relativas a dos visitas de doña Eulalia al consultorio de nuestro personaje. En la primera de ellas, Campbell preparó el terreno mediante preguntas múltiples a su paciente; la condicionó en lo espiritual, quiso sugestionarla un poco. En la segunda, se armó con todos los recursos posibles incluido el medio —aquel anciano paralítico del comienzo— y se dispuso a llevar a cabo la incursión por el más allá para tratar de regresar al menos por unos momentos al anciano robado. La habitación estaba en penumbras, el medio rezaba a media voz, Hernán se manifestaba nervioso mientras tomaba entre las suyas las manos de doña Eulalia. Faltó quizás como en las sesiones más logradas de los chamanes o hechiceros el círculo de fuego, los cuatro espejos triangulares, el huevo con hierbas, el bálsamo de alcohol; pero lo realmente cierto es que el médico de nuestro relato tenía la mejor intención de comunicarse con ese territorio nebuloso en donde supuestamente habitan los que se han ido. Nada resultó como lo tenían planeado: el medio hablaba sin parar y distraía más que lo que concentraba; don Hernán Campbell en verdad no sabía lo que estaba haciendo, buenos deseos lo caracterizaban, pero carecía de la técnica adecuada —si es que la hay— para establecer esa comunicación con el misterio; doña Eulalia Tejera entre atemorizada y ansiosa sólo quería que terminara de una buena vez lo apenas empezado; quizás también los espíritus que se sentían dueños del extraño consultorio se resistían a aceptar que uno diferente a ellos viniera a perturbar la paz de esos momentos.
     Sea una cosa u otra, lo cierto es que en esa tarde nada sucedió. Doña Eulalia debió renunciar a su deseo de saber qué había pasado realmente después de la incursión de los irreverentes profanadores de tumbas improvisadas sobre ruedas, y no regresó nunca más al consultorio del querido doctor metafísico. Hernán, en cambio, se montó en la teoría de que en verdad los resultados habían sido positivos, inclusive afirmaba haber escuchado de su medio extrañas palabras mitad en italiano, mitad en alemán, pero que jamás pudieron trasladarse a la única lengua que el pretendido espíritu hablara en vida: el español.
     Y en este intento por desbrozar detalle a detalle el contenido de la anécdota contada llego así al cuarto acontecimiento que me permite —si bien no arribar a conclusiones definitivas— al menos terminar la tarea que me he propuesto de visualizar y tratar de entender la esencia de estos hechos y el alcance de las acciones humanas enfocadas a la luz de Hernán.
     Era Dante Isauro Cabrera, un hombre como cualquier otro, un ser humano lleno de estos conflictos inconclusos que pueblan tantas veces nuestros mundos interiores. Él le había pedido al doctor de nuestro relato ayuda para calmar agudos problemas psíquicos que no sólo no le dejaban dormir, sino que constantemente torturaban su mundo interior con una intensidad tal que lo ponían a caminar al borde de ese abismo inconsciente en el que tantas veces estamos sin presentirlo siquiera.
     A horcajadas en el barandal del enorme puente que diariamente daba un gran salto de gimnasta sobre la hormigueante avenida de seis carriles, Dante estaba a punto de terminar con su existencia, o al menos eso pretendía hacerles creer a los transeúntes que llenos de morbo curioso se habían agolpado a ambos lados del puente peatonal para ver el desenlace de aquel extraño acontecimiento.
     Yo estaba allí ese día, lo confieso no sin cierta vergüenza. Formaba parte de la turba que esperaba, porque a mí también me había invadido aquella necesidad acuciante de saber qué estaba ocurriendo. ¿Morbo? ¿Atrevimiento voyeurista que nos lleva a balconear a otros desesperados? Más aún, creo que se trataba nuevamente de un reflejo universal: ese hombre a punto de morir me reproducía a mí y reproducía a todos los incautos allí agolpados. Ellos no lo sabían, yo apenas lo presentía. De verdad quería salvarlo, porque rescatándolo a él de la muerte de alguna forma me salvaba a mí mismo.
     Todo era confusión. Dante Isauro sudaba intensamente y antes que su cuerpo, sus gotas de agua salada caían al pavimento anunciando el horror de lo inevitable. Fue entonces  que vi surgir de entre la muchedumbre a Hernán, al insólito indagador de aconteceres escatológicos. Subió rápidamente por la escalera empinada, se acercó en forma lenta al suicida y habló con él. Habló tan sólo unos segundos y el hombre se abrazó llorando de quien al menos, momentáneamente, le había salvado la vida.
     ¿Qué le dijo en aquella mañana calurosa? ¿Qué palabras fueron suficientes para alejar a este individuo de la red letal que estaba a punto de abrazarlo? Después se escucharon muchos comentarios. Desde los que sostenían que Campbell le había hablado de la soledad de sus familiares al perderlo, hasta los que se atrevieron a afirmar que este metafísico individuo había llegado a convencer a Dante del infierno terrible que lo aguardaba.
     La verdad —como siempre sucede— la verdad de los hechos es un patrimonio accesible sólo a gente iluminada por el don infinito de la razón, ajeno a supersticiones y engaños; y ésta tantas veces permanece oculta como ahora sucede y vanos fueron los intentos de quien trabaja estas líneas para llegar a conocer al menos una versión cercana a los hechos que ese día arrancaron a Dante de la muerte, alejaron a Isauro de la soledad del otro universo y le permitieron intentarlo de nuevo.
     Lo único cierto: Cabrera se retiró de allí con día y hora fijados por el Dr. Hernán Campbell para recibirlo en su consultorio redentor y oír de sus propios labios el triste relato de los largos aconteceres que hoy lo mortificaban de tal modo.
     Es un lunes de noviembre, para ser exactos, el lunes 4 del mes señalado mientras corre tranquilo el año 2002. Dante ha llegado al consultorio de Hernán de acuerdo con lo pactado y ni siquiera se imagina la sorpresa que el intenso Campbell le tiene preparada.
     Se sientan ambos ante una mesa marcada aquí y allá por las huellas traviesas de algún niño que se atrevió a pintar con marcas indelebles la superficie café del mueble que sirve de apoyo a las manos de los hombres mientras platican. Hernán lo observa y trata de entender; a su manera intenta comprender la razón del aturdimiento personal de Isauro. Éste habla de su pasado, de sus padres, de una novia que lo abandonó y que no ha regresado a pesar de la intensidad con que ha sido aguardada en cada amanecer, de la muerte del amigo más querido, de la soledad en cada crepúsculo cuando la cama vacía le grita su terrible verdad. En fin, le habló tanto que en determinado momento nuestro personaje estaba un poco confundido y al retirarse ese día del consultorio, Hernán todavía pensaba en lo que el desaprovechado suicida le había dicho. No podía llegar a una conclusión a pesar de que algo le gritaba que las cosas estaban más claras de lo que parecían. Aguardaba con impaciencia al próximo lunes y ya había resuelto someter a su enfermo a una regresión que lo autorizara a deambular por las vidas pasadas de Isauro para establecer causas y consecuencias que presumiblemente estuvieran afectando el presente poblado de conflictos de este hombre.
     ¿Realmente somos repetición infinita de ayeres lejanos en donde vivimos y poblamos un cosmos del cual hoy no nos acordamos? ¿No será ésta una forma de nueva mitomanía obsesiva que nos lleva a justificar el presente a la luz de un supuesto pasado? En siglos que se fueron, ¿ fuimos realmente?
     Las preguntas que persiguen a este narrador de ensueños de ninguna manera preocupaban a Hernán quien no sólo ya las había respondido, sino que además se manejaba en el marco de un dogmatismo convencido que le autorizaba a abarcar y entender de forma simple los complejos fenómenos.
     Sentado en un confortable sillón Dante Isauro ingresa poco a poco en un tranquilo reposo; las palabras seductoras de Hernán lo guían por el universo de la hipnosis, lo consuelan de todos sus temores y le hacen olvidar —al menos por unos instantes— los conflictos que torturan su alma. Vienen luego las preguntas que como serpientes de movimientos ondulatorios y profundos se enroscan en el espíritu de quien descansa, con el objeto de tratar de motivarlo para que finalmente entienda.
     Estas interrogaciones iban de lo más simple a lo más profundo. ¿Dónde vives? ¿Cómo se llamaba tu madre? ¿Cuál es tu color favorito? Las respuestas se sucedían de manera fluida y clara. Quien indagaba estaba muy atento a la coherencia de la réplica. De pronto, al ser interrogado por su edad Isauro contestó desde sus jóvenes treinta y dos años, que tenía cincuenta y siete. Bien pudo haber sido una confusión propia del letargo en que se hallaba o tan sólo una manera de estar más cerca de la muerte que se aproxima con el transcurrir de la edad. Pero Hernán no lo interpretó así y vio en ello un indicio que marcaba despersonalización, abandono de uno mismo; habló de una forma de dejar de ser en el dominio individual, un no reconocernos y llegar a ver a otro ocupando el espacio que ocupamos.
     Dante se hallaba en un universo distinto no había duda; de manera inmediata fue acorralado por preguntas que revelaban la necesidad de saber más por parte del sorprendido doctor. Un dato, un solo dato parecía bastar al interrogador de misterios para concluir que Isauro en ese momento al menos no era Isauro. Pero las limitaciones de un carácter acostumbrado a la duda como opción de cada día me hacen dudar. Hernán le preguntó entonces en dónde estaba en ese momento, le pidió que describiera lo que observaba y que buscara —de ser posible— un reloj en donde descubrir la hora, un calendario en donde leer la fecha.
     —Muchos caballos están jalando una enorme carreta que lleva varias personas enjauladas. Pasan enfrente de un castillo alto, muy alto. Junto a esta construcción hay un templo, pero en la torre principal de éste no veo ningún reloj. La gente viste de forma extraña; no usan pantalones como nosotros lo hacemos hoy y no hablan, caminan silenciosos—. Dante tartamudeaba de asombro y en medio de su letargo quería continuar como si las palabras no fueran suficientes para contener lo que tenía que decir; Hernán arremetía con más fuerza aún: observa a las mujeres, ¿de qué color tienen el cabello?; intenta hallar a alguien parecido a ti, intenta verte en la multitud.
     Isauro se metía más y más en ese pasado que la hipnosis le ofrecía. —Las mujeres son muy bellas y ninguna se parece siquiera a la mujer que amo. Sin embargo, hay un hombre muy pequeño, un enano casi, que se mueve de un extremo al otro de la calle; esta calle no está pavimentada; la carreta avanza; el olor es penetrante y ácido; un olor a materia fecal humana se apodera de todo el espacio. No puedo, no quiero ver más; me alejo de allí como si volara y al hacerlo, ¡Un reloj! ¡Un enorme reloj cuyas manecillas son largas, muy largas! Las cuatro y siete minutos de la tarde; de la tarde ciertamente, porque el sol deja caer su estela dorada con mucha intensidad. Alguien me empuja y no me permite hablar con el individuo pequeño; me hacen con violencia a un lado y al caer, las patas de los caballos están a punto de arrollarme. Tengo miedo, tanto miedo como cuando me condenaron a muerte por un delito que yo no cometí—.
     Campbell considera que ha sido bastante por hoy y no quiere insistir. Lo regresa al siglo XXI lentamente, muy lento. Desde las sombras de la Edad Media en donde Cabrera ha estado lo toma de la mano y lo hace retornar mediante tranquilo movimiento.
     Confidente lector, ¿qué ha pasado realmente? Hernán Campbell está perturbado, pero feliz. Las contradicciones bombardean su espíritu. Algunos datos parecen indicar que se trata de la Edad media europea; la presencia de un reloj mecánico nos hace dudar; Dante se ha visto a sí mismo y sin advertirnos siquiera esta circunstancia, empieza a hablar de sí mismo; Hernán Campbell no ha dicho nada; de mi boca salen palabras tales que indican que Isauro ha regresado del medioevo...
     La intensa sesión de ese lunes terminó ya bastante tarde. Arribamos así al último lunes de nuestro cuarto relato. Dante Cabrera llega después de la hora establecida y le dice a Hernán que ha soñado con el lugar que visitó y que no le cabe la menor duda que se trataba del año 1315 y que estaba en una ciudad italiana. Además, consiguió hablar con el enano y éste le había advertido que ya no regresara porque podría irle muy mal. Estaba asustado y dispuesto a salir disparado del consultorio. Hernán intentó calmarlo; le dio un sedante y lo sentó nuevamente en el sillón de cuero.
     A esta altura de mi relato no sé qué pensar. Después de las revelaciones de Isauro debidas a la auto regresión practicada en una noche cualquiera todo parece clarificarse. Pero, ¿por qué tanto temor? Continuemos revisando los hechos de esta crónica enajenada mientras Dante se duerme con profunda inquietud.
—Es de noche. El hombre de cincuenta y siete años no logra conciliar el sueño y advierte de pronto que se halla en una celda y que junto a él duerme el individuo diminuto. Afuera, en el patio de la prisión preparan una horca. Se siente el golpear nervioso de los martillos y al amanecer todo está dispuesto. Alguien va a morir.
     Los sucesos se precipitaron. Hubo sangre, horror de muerte, gritos, espacios manchados por el silencio, reticencias increíbles, lecturas en libros gastados por el tiempo, amores que se desnudaban de placer. En fin, al concluir la sesión de ese día, Dante despertó con dificultad. A pesar de la opinión del médico: —Ya estamos cerca; el problema se resolverá muy pronto—, los hechos no hablaron así. Cabrera se fue esa noche sin despedirse siquiera. Algo dijo del reloj y de la hora. En el estacionamiento donde acostumbraba dejar su coche estuvo buscando los caballos de la carreta y apresuró su paso nervioso al cruzar la calle y comprender que este siglo en el que se hallaba era definitivamente algo extraño.
     No regresó al consultorio ni volvió a pensar en el suicidio. Campbell supo muy poco de él. Lo han visto como delirante en medio de la multitud; del cine lo han sacado ya tres veces cuando en mitad de la proyección se ha puesto a llorar con mucho miedo ante escenas de violencia. Está viejo y encorvado prematuramente.
     Un apasionado de las regresiones, de esos que nunca faltan, me ha comentado hace apenas unos días de ciertos riesgos a los que se expone al paciente en el momento de someterlo a tal proceso. Entre estos peligros se incluye la posibilidad de que el individuo en cuestión se extravíe en los laberintos del tiempo y no regrese. Yo no sé que sucedió con Dante, pero lo cierto es que perdió por completo la noción del presente y parece buscar de manera constante ese ayer que visitó y no olvidó. ¿Qué habrá visto? ¿Qué le habrá hecho ver Hernán? Todo se sumerge en hondo misterio mientras Dante Cabrera divaga por las calles de mi ciudad; monologa con el ser perdido en el espacio infranqueable del medioevo; busca ese reloj anacrónico y pide piedad al destino el cual no conforme con torturarlo en el presente lo ha  mancillado también en ese pasado de donde no debió haber salido nunca.
     Llego al final de mi relato presumiblemente confundido y respetuoso. Quiero confesarles que no conozco personalmente a Hernán; sólo lo he visto dos veces: una vez, en el puente peatonal y otra, cuando premeditadamente he ido a tomar un café en negocio de su propiedad. Me sigue pareciendo interesante y misteriosa la manera cómo los acontecimientos planteados se han ido inter conectando: la resurrección de la señora, la visita a casa del amigo intelectual, la probable comunicación con el espíritu del anciano y los irreverentes actos de búsqueda en el pasado tienen como eje central la figura de don Hernán Campbell que por extraña coincidencia de los tiempos y los espacios estuvo allí, precisamente allí cuando todo esto aconteció. En los lugares imprecisos de mi relato está presente también el metafísico doctor, merodeador de abismos y amigo de las sombras. Yo le pido a él, yo también lo hago, que a partir de este momento los espíritus inquietos que pueblan mi alma alcancen la paz y la tranquilidad necesarias; que ellos sigan viviendo en mí y me sigan dictando cautelosos los términos de la existencia; que ellos no mueran para siempre y que tan sólo corrijan el rumbo de mi convulsionado mundo interior si es necesario. Y, desde el abismo infinito de la literatura y el pensamiento en el cual habito, dirijo mi palabra para que ese don supremo de la comunicación con el otro sea posible y aun lo sea cuando ese otro ya no esté con nosotros.

     

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