Exordio
Las pasiones renacen en los
cuentos que contamos.
Luis Quintana Tejera.
Los olvidados,
Editorial Miguel Ángel Porrúa.
La historia conserva
el pasado, pero lo hace de una manera tan imperfecta que muchos nombres que
brillaron ayer, hoy prácticamente nadie los recuerda. Aquella sonrisa del
amante que fuera cancelada por el cuchillo asesino, las terribles nostalgias
del guerrero sediento, las promesas incumplidas de quienes violaron los
secretos sagrados de los dioses están guardadas en frágiles recipientes de
papel que el tiempo y el tedio difuminan poco a poco.
Porque en cada corazón que buscó a cada
instante el elixir mágico de la eternidad se hallaba un ser humano, un ser
humano integral entramado por la curiosa tela de la existencia en donde todo
cabe: pasiones, entusiasmos, arrebatos, delirios, buenas y malas intenciones,
fe, impulsos siniestros que alternaban con pesquisas auténticas; en fin, todo
aquello que hace ser a un individuo lo que realmente es.
Y la historia nunca supo descubrir ese
sutil secreto que le hubiera permitido llegar al hondo abismo en que habita el
hombre de todas las épocas y allí —guiada por la luz del carisma y la razón—
habría desentrañado la esencia de quien ama y sufre, espera y sospecha; le
hubiera autorizado a entender que detrás de cada uno de los acontecimientos que
llegó a describir con parsimonia morbosa se hallaba alguien que se movía
inquieto por los rincones de su propio pasado.
Pero a la historia le faltó la capacidad
para manejar los hechos con la suficiente veracidad como para permitirles
llegar a ser eternos; le faltó ese toque mágico que sólo puede conceder la literatura.
La historia de Cristo narrada en tantos manuales de confrontadas posiciones
ideológicas no puede compararse con la frescura innata de los evangelios, con
la palabra de Mateo y Marcos, Lucas y Juan quienes supieron volcar en términos
poéticos las enseñanzas de alguien que vivió y sufrió, amó y se entregó por la
causa inconsistente de la humanidad. Hoy se dicen tantas cosas, se remueven
tantos supuestos misterios que llevan por firma la mentada autenticidad de la
historia. Pero nada mejor que tomar contacto con las enseñanzas de aquel a
quien Dante llamó “Suprema Sabiduría”, para desterrar de nuestros curiosos
corazones la insidia que los mensajes de los “profetas” modernos nos traen. La
historia enseña que hubo un pasado, la literatura recrea ese ayer con el toque
fantástico que su capacidad para fabular le otorga.
Los olvidados tiene derecho a ocupar en
este presente de mi relato el sitio que la tradición les ha negado; ellos
reaparecen selectivamente escogidos y emergen de sus mundos distantes, dueños
de una palabra que les permitirá gritar sus propias verdades, les autorizará a
ser por fin más allá de los esquemas que encuadraron sus vidas en el mínimo
espacio de dos o tres renglones en que insanas enciclopedias los contienen.
En medio de las sombras de la historia nace
la luz que la literatura nos da. Hurgando en documentos imperfectos he hallado
la esencia de hombres como tú y yo a quienes les faltó decir mucho más, quienes
se quedaron a la mitad de discursos trascendentes y que hoy reaparecen para
contarte lo que nunca llegaste a saber.
Hagamos un recorrido por los corazones y
dejemos a un lado la mentirosa verdad que la tradición nos enseñó a creer.
Calipso, la ninfa
despreciada.
(820 a . C. — )
Siento latir en mi
corazón
el gesto amargo que
el pasado me envía.
Más allá de los
hombres están los dioses
soberanos; ellos
viven y sueñan,
desean cumplir con un
fervor reverente
el papel que el hado
les ha impuesto.
Pero, ¡oh destino
ingrato que mueves los hilos
a tu antojo!, ¿por
qué te empeñas en desviar hacia
la ruta de las
sombras los claros senderos
de tus hijos?
¿Han reflexionado
alguna vez sobre la soledad de los dioses? La infinita grandeza que los reviste
proyecta su figura eterna en el espejo imperfecto de la vida y allí puede
contemplarse de qué manera, en el mar de la existencia, hay olas más violentas
que otras que marchan a su antojo por las corrientes terrenales.
A Calipso y a Odiseo los une el mar
inmenso; los une y los forja en destinos contradictorios y sangrientos. Ella,
desde la isla Ogigia en que habitaba y él, desde su regreso azaroso por el
ponto inmenso el cual reservaba —para su prepotencia varonil— obstáculos
difíciles de sortear. Ambos buscaron con ahínco la felicidad que les permitiera
ser individuos realizados más allá de cualquiera otra circunstancia. Antes de que apareciera en su existencia
Calipso, Odiseo sólo pensaba en la lejana Ítaca, en Penélope y en su hijo
Telémaco. Este tríptico sagrado estaba en su corazón y había arraigado de tal
manera que no pasaba un solo día de su estancia terrenal sin detener su
pensamiento en ellos.
Cuando el héroe naufragó en la isla
misteriosa, Calipso le ofreció su generosa hospitalidad y lo alimentó con los
manjares que sólo los dioses consumían. Odiseo no olvidó su objetivo último,
pero sí se dejó consentir en los brazos de la ninfa, quien mediante promesas
pretendía vanamente conservarlo a su lado.
Calipso era la hija del poderoso Atlante y
vivía en ese territorio rodeado por el mar infinito, acompañada únicamente por
su servidumbre y algunos dioses que de vez en vez la visitaban para distraer
sus ocios y disfrutar de la belleza que el paisaje —generoso sin reservas—
ofrecía a sus ojos.
La imagen de Calipso llega a mí a través de
siglos de historia mitológica en donde la envidia, la rivalidad y el rencor han
hecho su terrible cosecha. Ella me recuerda el modelo universal del amor
contrariado por efecto del destino; es una mujer —aunque diosa imperfecta
también— que ha sufrido por culpa de los hombres y que ha vivido la ingente
contradicción de ser fémina en territorio sólo habitado por el macho humano.
Dido, Cleopatra, Calpurnia y tantas otras saben del egoísmo del hombre que
vertiginosamente ama, disfruta y olvida.
Era una bella mujer y cuando me detengo a
pensar en su físico perfecto mi corazón brinca de emoción incontenible. La veo
ahí, cerca, muy cerca de mi pluma indagadora y no puedo menos que describir su
belleza.
La blancura de su cuerpo, la delicadeza de
sus manos, el rubio cabello ensortijado, sus senos perfectos en donde rosados
pezones irradiaban luz y despertaban al deseo, sus rodillas dispuestas a
transitar por los largos senderos de la idea, sus pies envueltos en sandalias
de oro, sus ojos, su boca, su sexo. Todo en ella era paz y alegría.
...
— La gente que me
rodea sabe de mi soledad y trata de consolarme con fiestas vacías. Danzan a mi
alrededor doncellas que el padre Atlante me ha enviado; tañen instrumentos de
cuerda ejecutantes eternos de la música y cuando quiero dejarme llevar por el
sonido hechicero una voz me recuerda que en mi vida falta la luz del amor.
Esta gruta en la que
habito tiene todo lo que un ser viviente puede desear: la parra que oculta la
entrada de miradas indiscretas, la verde pradera que la circunda sembrada del
oloroso perejil y de los lirios fugaces, los cuatro riachuelos que riegan sin
cesar los campos sedientos y, sobre todo, los bosquecillos con plantíos de
robustos olmos, chopos estilizados que apuntan al cielo de cada mañana,
multicolores álamos y pequeños cipreses que beben a orillas del río el alimento
cotidiano.
Pero de manera muy
especial, me maravillo y me lleno de emoción al contemplar los hermosos lirios
que emergen entre las ramas de sus plantas como una fiesta de color y alegría;
los hay de todos los matices: el verde tenue, el blanco pálido que mucho se
acerca al amarillo, el intenso morado, el naranja jaspeado aquí y allá por
sutiles manchas de color negro. Todo, todo esto llena mi alma y da luz a mi
corazón. Pero esa luz no parece ser suficiente, porque cuando me alejo del
paisaje y me sumerjo en el misterio de mi gruta, algo adentro, muy adentro, me
grita que mi físico, mi alma, mis entrañas necesitan más.
Hoy he recorrido mi
cuerpo con dedos ansiosos que lo exploran; toqué delicadamente mis senos
frágiles y mis manos contemplaron mi organismo desnudo con una ansiedad sin
límites; los vellos de mi pubis son rubios como lo son también los cabellos que
trenzados diariamente iluminan mi cabeza.
Y he llegado hasta mi
intimidad de mujer en donde domina un profundo silencio; mi clítoris —más
sensible hoy que nunca— recibe las caricias de mis dedos y se contorsiona bajo
el efecto del placer solitario.
...
Calipso estaba acostumbrada a la grandeza
de su origen y, aparentemente, se sentía muy bien en la bella isla de sus sueños;
pero los arrebatos oníricos que noche a noche la perseguían sin enfado le
anunciaban que la desgracia del ser vivo nunca amengua; por el contrario, puede
ser mayor que lo que ha sido.
Soñó con un hombre triunfador, prepotente y
altanero que llegaba a su encuentro; que comía de las olorosas uvas en la
entrada de la isla; que bebía el dulce néctar de los dioses y saboreaba el vino
apacible que manos y pies diligentes habían preparado para ellos.
Ese hombre se inclinaba ante su cuerpo y la
besaba, la besaba con un beso infinito que unía sus labios sedientos de
lujuria. Le prometía amor eterno y, de pronto, la imagen de ese individuo se
perdía en medio de una nube arrebatadora y cruel.
Lo que Calipso no sabía era que los dioses
le tenían preparada una tregua para su soledad. Cuando llegó Odiseo ella lo
recibió con curiosidad y, su carácter hospitalario —así lo había aprendido de las divinidades—
brindó protección, alimento y amparo al forastero. Un día, sin saber el porqué
ni el cómo, se descubrió perdidamente enamorada de ese hombre de piel blanca
quemada por el sol de tantos amaneceres.
Se entregó a él sin contemplaciones. Lo amó
con la intensidad que sólo puede amar un corazón herido de muerte por la
soledad e inundado por el inmenso deseo de volver a latir al unísono con otro
corazón.
Odiseo llegaba hambriento y desgastado por
el largo suplicio del exilio. Había cumplido con el objetivo primero de su
empresa: destruir a Troya. Aún resonaba en sus oídos el eco del relincho
funesto del caballo artificial que había sido engendrado por su ingenio
magnífico.
Sentía en sus entrañas el vibrar de la
victoria; pero la enemistad con Poseidón resultó nefasta. Ahora sólo le quedaba
buscar refugio en la isla Ogigia para meditar con calma su retorno.
Los brazos de Calipso recibieron al recién
llegado más con pasión que con amor, más con lujuria radiante que cariño
verdadero, con mayor entrega carnal que realización auténticamente sensible.
Pero poco a poco los sentimientos y actitudes de la diosa fueron cambiando y en
su futuro vio la posibilidad que ella creía real — ¡pobre marioneta en manos
del caprichoso destino!—, de tener un hogar en esta misma isla donde había
vivido tan sola.
Le dijo a Odiseo que le daría la vida
eterna si se quedaba con ella para siempre y que lo haría feliz, inmensamente
dichoso, con toda esa ternura que durante años había guardado únicamente para
él.
El héroe pareció aceptar la tentadora
oferta aun cuando en lo más oculto de su condición de padre y esposo una voz le
indicaba que debía alejarse.
A las noches de desenfrenada pasión en
brazos de Calipso seguían los amaneceres llenos de añoranza. Dejaba a la diosa
en el lecho y se iba a la orilla del mar, y allí contemplaba el horizonte,
miraba hacia el infinito y columbraba lejos, muy lejos a Ítaca, a Penélope y al
inocente Telémaco. Sus ojos no podían contenerse en estos momentos y comenzaba
a llorar con una ternura contrastante con su pecho de varón indomable.
Una de esas mañanas vio o creyó ver en la
calma infinita del océano recóndito una mujer que lo llamaba; se parecía a
Penélope, pero no era ella; en realidad era semejante a una troyana que había
conocido en Ilión y a la que hubiera llegado a amar si el recuerdo de su
cónyuge no se lo impidiera. Le mostraba su cuerpo desnudo de la cintura hacia
arriba y tenía los senos equilibrados y perfectos. Y esos pechos no eran pechos
sensuales de mujer, sino fuente inmensa en donde alguna vez había amamantado;
más que los senos de su madre recordó los de Euriclea y su llanto se redobló
aún más. Había dejado hacía ya muchos años la tierra querida y el camino del
mar lo podría llevar de regreso, pero para conseguirlo necesitaba derrotar la
ira de Poseidón.
En medio de sus cavilaciones su corazón
latía con intensidad creciente; notaba más que nunca el abismo que separa el
“querer” del “poder”. Temía que Calipso hubiera emponzoñado sus bebidas con un
vino hechicero y, después de pasar varias horas a la orilla del ponto infinito,
regresaba a los brazos de la reina.
...
— ¿Qué es la
eternidad me pregunto? Acaso será grato seguir viviendo más allá de los límites
que nuestro propio cuerpo imponga. En mi condición actual puedo correr, blandir
la espada, tensar el arco, desafiar al destino; pero, ¿qué sucedería si todo se
hallara previamente establecido, como me lo han enseñado, y yo no contara con
la opción de morir? Es probable que Calipso tenga algo de razón al ofrecerme la
inmortalidad; ella sabe que me veré tentado y aceptaré su oferta. Pienso que no
todos los hombres anhelan pervivir más allá de su tiempo y su espacio.
Encuentro a la eternidad aburrida en exceso, al menos la inmortalidad en la que
uno debe participar como actor perenne; la otra, la inmortalidad que tiene
asiento en la memoria de los hombres no me molesta tanto, porque yo seré en
ella actor inconsciente. ¡Ojalá Zeus y Atenea me den la fuerza suficiente, el
equilibrio y la inteligencia que me hacen falta para moverme en el terreno
peligroso de las promesas y las dádivas! Si la vida es una carga que llevamos
sobre nuestros hombros a pesar de nosotros mismos, ¿para qué desear prolongarla
más allá de lo imprescindible?
...
A Odiseo le ocurría como les sucede a
muchos hombres; tratan de hallar justificación para los hechos que los
atormentan y, cuando llegan a una conclusión, válida y suficiente —al menos
para su micro universo— resultan convencidos por un breve lapso, para retornar
después a los mismos planteamientos anteriores.
Lo digo, porque Odiseo deseaba a Calipso
mientras ella se aferraba a él con uñas y dientes, con decisión y firmeza, con
insidia amorosa que por momentos se parecía a un tierno acto de amor y por
otros resultaba un arrebato pasional desmedido y brutal.
Ella le mostró los deleites del sexo:
prolongó los momentos del placer más allá de lo imaginado; atrapó entre sus piernas
perfectas ese otro cuerpo gallardo y descomunal; lo besó poco a poco: su boca,
sus ojos, sus orejas, su cuello, su tórax prepotente, su vientre, su intimidad
de varón conocieron el deleite de esos labios que habían nacido más para
banquete de dioses que para deleite de mortales; le enseñó que el placer es
infinito y le volvió a prometer que si se quedaba con ella el sexo sería
inigualablemente infinito, sospechosamente perfecto; le dio a beber la pócima
traicionera que obliga a amar a quien no ama; lo atrapó no sólo mediante la
magia de su cuerpo, sino también gracias al hechizo de sus palabras.
Cuando Odiseo quiso hablar guiado por la
nostalgia de la batalla, Calipso lo escuchó con entrega y verdadera vocación;
le oyó contar sus hazañas y se integró a ellas de tal manera que al hacerlo se
estaba incorporando también al alma y al corazón de su amante. Fue un oído
abierto que supo escuchar sin recelos, ni aburrimientos. El Laertíada volvió a
vivir cada uno de los instantes que le hicieran saltar a la fama y por esta
razón creyó amarla de una forma diferente, creyó amarla cuando en realidad le
estaba agradeciendo la misericordia infinita que ella demostraba para sus
hazañas inmortales; siendo diosa se tornaba mortal ante sus ojos para
comprenderlo y quererlo mejor.
No obstante lo anterior, al padre de
Telémaco le aburría la inacción de la isla; no sabía si añoraba más el campo de
batalla o su casa. Calipso —siempre pendiente de sus deseos— recreó para él una
llanura inmensa en donde había guerreros sedientos de combate que querían
destruirlo. Odiseo los venció a todos en menos de cinco días y al probar la
sangre del combate recordó, no pudo evitarlo, que muchos guerreros semejantes
estarían en su casa —huérfana de hombre— aguardando la decisión de Penélope. Al
vibrar su corazón invadido por este sentimiento salió huyendo de la isla y se
arrojó al mar, y comenzó a nadar en la dirección de Ítaca. Poseidón lo vio
desarmado y solo y desencadenó una tormenta terrible que hubiera hecho sucumbir
al guerrero a no ser por la intervención oportuna de Calipso.
Los dioses seguían sin ver las desgracias
del héroe itacense, pero muy pronto Atenea, la diosa que amaba a los griegos,
intercedería por él.
Un día Odiseo —frente al mar nuevamente— se
entregó a una serie de reflexiones que terminaron de conmover el ánimo de la
hija de Zeus, aquella, la de los ojos escudriñadores y perfectos como los de la
lechuza en medio de la noche. Se dijo a sí mismo en intenso monólogo.
…
— Era él un hombre
poderoso que en todo momento había cumplido con las reclamaciones de los
dioses; se había enfrentado a su destino con honra y, a pesar de la distancia,
seguía fiel a su esposa, a su patria y a sus ideales más queridos. En esta isla
y en brazos de Calipso, ¿era un prisionero o un amante complaciente?
…
Lo que no se detuvo a pensar es que en la
peregrina condición del ser humano se puede llegar a ser un prisionero del
amor, y en esto precisamente estribaba su verdadera condición.
Observaba que sus sentimientos hacia
Calipso habían ido cambiando con el tiempo; primero, la deseó con pasión
incontenible; luego, disfrutó a su lado los encantos de la isla; por momentos
se sentía tan bien que llegó a creer que la amaba, para comprender finalmente
que esto último era tan sólo un espejismo producto de su soledad y
ausencia; se vio inmerso en el hastío
que le ocasionaba el estar con ella y la
odió —a pesar de todo— con una entrañable ternura y se vio feliz cuando
Zeus decretó su regreso.
Atenea reprochó airada a su padre el
abandono de Odiseo; le recordó que los hombres se buscan ellos solos sus
desgracias como le pasó a Egisto, pero el héroe ingenioso no había hecho nada
para merecer este presente de ingratitud y, sin embargo, estaba sufriendo por
la ira irrefrenable de Poseidón.
Hermes, el asesino del gigante Argos, el
viajero incansable de los cielos de Grecia, el mensajero eficiente, batió las
alas de sus sandalias y llegó a la isla para ordenar a Calipso en nombre del
dios terrible que dejara partir a Odiseo.
...
— No te corresponde a
ti —Calipso— juzgar las decisiones de los olímpicos; en tu ánimo debe
prevalecer la obediencia; has disfrutado del héroe más de seis años; ya el
tiempo de tu felicidad transitoria ha llegado a su fin. Eres diosa inmortal,
pero en el amor te has comportado como mujer perecedera. Obra ahora como
divinidad y reviste tu corazón de la fortaleza necesaria para renunciar al bien
que la fortuna te había dado y que ahora te arrebata justicieramente.
...
El destino trata por igual a los hombres de
todas las épocas; tanto los antiguos como los contemporáneos están sujetos a
decisiones superiores que no pueden ser controladas de manera alguna. Un hombre
marcha a la guerra reclutado por el bien de la patria; un inocente es condenado
a muerte por un asesinato que no cometió; una mujer confiesa bajo tortura que
ella es la responsable de algo que ni siquiera entiende; un latino recibe las limosnas
que los gringos le dan; un niño sufre hambre y no comprende; un demonio anda
suelto y busca prosélitos para su causa. Son manifestaciones parciales de la
injusticia en donde descubrimos a las almas desgastadas por la inercia y el
dolor; son las expresiones del destino. Pero, ¿qué es el destino? Es esa fuerza
ciega que nos obliga a actuar cuando quisiéramos estar quietos, nos obliga a
gritar cuando permanecíamos callados, nos orilla al llanto justo en el instante
en que a nuestros labios asomaba una sonrisa.
Calipso acusa a los dioses de una de las
plagas que ha aquejado a la humanidad desde sus orígenes: la envidia. Es la
envidia nuestra de cada día la que ha llevado a los olímpicos a arrebatarle a
Odiseo. Ella lo acepta y permite que el héroe parta en cumplimiento de su
destino.
La alegría del hijo de Laertes no podía ser
mayor; sus preciosos momentos en los brazos de Calipso habían pasado ya; sentía
una suerte de piedad por la reina, pero no podía remediarlo; su verdadero lugar
estaba en Ítaca. Allí sería el rey que traería con su presencia el
restablecimiento del orden; la paz y la reorganización social volverían a
imperar con su retorno.
Los grandes contrastes de la vida
prevalecen de nuevo: La felicidad del que se iba se opone a la tristeza desoladora
de aquella que permanece en el lugar de siempre. La diosa no podía contener las
lágrimas y en medio de su llanto recordaba el breve pasado que la uniera al
malagradecido Odiseo.
...
— Estoy nuevamente
sola. Me enfrento a un futuro en donde toda la isla me hablará de Odiseo: la
viña de la entrada me permite verlo saboreando la uva deliciosa; me parece
encontrarlo en cada recoveco de la gruta; cuando las aves cantan expresan ellas
también la nostalgia que me domina.
¿Qué haré ahora?
Cuando él llegó creí poner fin a mi tristeza; a partir de su ausencia sólo la
muerte tendrá sentido para mí. Pero, ¿cómo hablo de la muerte? La muerte
únicamente puede ser el consuelo de los mortales; los inmortales no contamos
siquiera con la opción del suicidio.
Suplico al padre Zeus
que me arrebate la existencia y que —pasando por alto mi frágil eternidad—
envíe uno de sus rayos para borrar mi imagen de la faz de la tierra.
...
El Cronida la miraba desde lejos, la miraba
sonriendo, porque él sabía mejor que nadie que los inmortales deben ajustarse a
otros plazos diferentes en donde la posibilidad de la muerte es muy lejana.
Calipso se duerme esa noche contemplando la
inmensidad del sitio que habitaba. Piensa en Odiseo y se entrega a un canto
silencioso, canto de dolor y angustia, de reproche y celos. No puede creer que
ha perdido en un segundo lo que atesoró durante largos años.
...
—Aunque tendría que
ser así, no puedo desearte lo mejor. Sumida en el silencio de mi propio paisaje
siento odio por ti; porque me abandonaste cuando más te necesitaba y porque
fuiste fiel a las palabras del Zeus tonante y dejaste a un lado mi propia
realidad.
He conservado conmigo
un par de sandalias que olvidaste en la alcoba; aunque parezca mentira ese
calzado me habla de ti a cada instante. Con él recorriste nuestra isla, pisaste
cada tramo que nos llevó desde el mar hasta el lecho. Te lo quitaste para estar
conmigo y tus pies hermosamente perfectos vibraron bajo el impulso del amor.
Te sigo amando con un
odio renovado. Nunca acabaré mi queja plañidera, porque la vida me ha enseñado
que hombres como tú representan el alfa y el omega de una mujer. En el
principio fuiste fiel a lo que supiste entregarme; en este fin que a mí me
lastima como nada puede hacerlo en el mundo, te extraño hondamente. Seguiré
viviendo sólo porque no me está autorizada otra salida. Cuando estés en brazos
de Penélope me recordarás, no podrás evitarlo. Estas lágrimas que se deslizan
por mi cara son el mejor testimonio de la pasión que nunca morirá. Te prometí
la eternidad a mi lado y tú me has dado a cambio la inmortalidad de mi llanto.