Durante muchos días consecutivos
pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas
regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas
crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia
de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y
derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución;
andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban.
Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no
hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba
el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos
al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y
mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una
división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro,
alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el
brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente
la marcha ligera de los infantes.
Compañías de francotiradores,
bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los
Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con
aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o
de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamaño
de las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y de galones,
que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían
ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso
moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que
se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de
ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Por entonces se dijo que los
prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos
meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes
reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios
centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la
hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los
mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las
carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de
repente.
Los últimos soldados franceses
acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por
Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus
ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de
un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo
acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a
pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y
silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses
acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los
invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un
cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron
las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte,
acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el
revoco de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre,
hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a
la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que
nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la
ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que
otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de
Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora
fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el
ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el
empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
Las voces de mando, chilladas
guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos
y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos
inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y
haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus
vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los
grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda
precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce
cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir
la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de
la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un
terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario;
un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados,
junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso
que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea
en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás
de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda
creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a
tener en la protección del cielo y en el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo
de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la
ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los
vencedores.
Al cabo de algunos días, y
disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas
casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por
cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y
manifestaban que les repugnaba verse obligados a tomar parte activa en la
guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además,
que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso
evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera
conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario
que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses
de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que
glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba -escudándose para
ello en la caballerosidad francesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar
dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual
poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se
conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que
retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en
familia.
La ciudad recobraba poco a poco su
plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los
soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al
cabo, los oficiales de húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus
sables por aceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio
del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores
franceses que frecuentaban los mismos cafés.
Había, sin embargo, un algo
especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e
intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste
saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los
alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del
propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero,
mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto
más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a
sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en
manos de otro.
A pesar de la sumisión aparente, a
dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset,
Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia
sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una
cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o
lanzado al agua de un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimas
represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las
batallas campales y sin estruendo glorioso.
Porque los odios que inspira el
invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir
por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar
de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían
cometido ninguna de las brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de
crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los
vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los
comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia
en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron
hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en
donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de
algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron
del general un salvoconducto para el viaje.
Así, pues, se había prevenido una
espaciosa diligencia de cuatro caballos para 10 personas, previamente
inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la
salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y
aglomeración de transeúntes.
Días antes, las heladas habían
endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones
empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda
la tarde y toda la noche.
A eso de las cuatro y media de la
madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en
cuyo lugar debían tomar la diligencia.
Llegaban muertos de sueño; y
tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se
distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el
aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con
sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y
hablaron.
-Voy con mi mujer -dijo uno.
-Y yo.
El primero añadió:
-No pensamos volver a Ruán, y si
los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza
semejante y, sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar.
Un farolito llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en
una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos
herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la
paja de sus camas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias, a
intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles
anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en
un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia;
cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida, acompañado
por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.
Cerróse de golpe la puerta. Cesó
todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y
rígidos.
Una espesa cortina de copos
blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra,
sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo
silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al
caer, sensación más que ruido, en cruzamiento de átomos ligeros que parecen
llenar el espacio, cubrir el mundo.
El hombre reapareció con su
linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de
mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en
torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar
el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar
la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la
nieve, y les dijo:
-¿Por qué no suben al coche y
estarán resguardados al menos?
Sin duda no es les había ocurrido,
y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres
maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; en
seguida, otras formas borrosas y arropadas fueron instalándose como podían,
sin hablar ni una palabra.
En el suelo del carruaje había una
buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que
habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y
mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca
del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro
sabidas debieron tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la
diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades
aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:
-¿Han subido ya todos?
Otra contestó desde dentro:
-Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente a paso corto.
Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos
rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el
gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo, volteaba en todos
sentidos, enrollándose y desenrollándose como una delgada culebra, y
azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor,
gracias a un esfuerzo más grande.
La claridad aumentaba
imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de
Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron
de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados
y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del
campo donde aparecía, ya una hielera de árboles cubiertos de blanquísima
escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.
A la triste claridad de la aurora
lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.
Ocupando los mejores asientos de
la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora
Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.
Antiguo dependiente de un
vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido
la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los
taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero
normando rebosante de astucia y jovialidad.
Tanto como sus bribonadas,
comentábanse también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo
género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario:
"Ese Loiseau es insustituible".
De poca estatura, realzaba con una
barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de
remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.
Alta, robusta, decidida, con mucha
entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el
cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía
con su actividad bulliciosa.
Junto a ellos iban sentados en la
diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor
Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre
acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas,
caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre
contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin
más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al
cual había combatido siempre "con armas corteses", que así
calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven
que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y
arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.
Sentada junto a la señora de
Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con
los ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.
Inmediatamente a ellos se hallaban
instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno
de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo
aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con
los artificios de su tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el
cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de
bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra
singular, nombrado conde y gobernador de provincia.
Colega del señor de Carré-Lamadon
en la Diputación provincial, representaba en el departamento al partido
orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue
incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa
lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con
una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si
estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla
mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes
y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia
etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.
Las posesiones de los Brevilles
producían -al decir de las gentes- unos 500,000 francos de renta.
Por una casualidad imprevista, las
señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la
sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, que veneran la
religión y los principios, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros
asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos
las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era
vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera
recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba
sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe
devoradora de los mártires y de los iluminados.
Frente a las monjas, un hombre y
una mujer atraían todas las miradas.
El hombre, muy conocido en todas
partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables.
Hacía 20 años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los
cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que
le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo
de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los
innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4
de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un error -o de una broma
dispuesta intencionalmente-, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar
posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que
allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió
hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas.
Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor
incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas
próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los
invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad.
Luego, sin duda supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre,
necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.
La mujer que iba a su lado era una
de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le
valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura,
mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges -como
rosarios de salchichas gordas y enanas-, con una piel suave y lustrosa, con
un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos
la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como
manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar;
eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca
provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos
apretados, resplandecientes de blancura.
Poseía también -a juicio de
algunos- ciertas cualidades muy estimadas.
En cuanto la reconocieron las
señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases
"vergüenza pública", "mujer prostituida", fueron
pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantar la cabeza. Fijó en
sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante que impuso
de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos
asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.
Pronto la conversación se rehízo
entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes
con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse
obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres
legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía
sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra
ponerse muy fosco y malhumorado en presencia de una semejante libre.
También los tres hombres,
agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de
Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos
para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le
ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las
cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya
fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon,
precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra
600,000 francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y
Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el
vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de
importancia, que haría efectiva en El Havre.
Se miraban los tres con
benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los
hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los
pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del
pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente,
que a las 10 de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían
apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas
lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de
almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer.
Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando
el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.
Al aumentar el hambre, perturbaba
las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de
los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas
las industrias.
Los caballeros corrían en busca de
provisiones de cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la
carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente
nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus
provisiones, temerosos de que al pasar el ejército francés, falto de
víveres, cogiera cuanto encontrara.
Era poco más de la una cuando
Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás
les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada
instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones,
imponiendo, al fin, un silencio absoluto.
De cuando en cuando alguien
bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su
calidad, su carácter, su educación, abría la boca, escandalosa o
disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían
un aliento de angustia.
Bola de Sebo se inclinó varias
veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un
momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía
tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes.
Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su esposa dio
un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora
era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en
broma se dijeran semejantes atrocidades.
-La verdad es que me siento
desmayado -advirtió el conde-. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera
traer provisiones?
Todos reflexionaban de un modo
análogo.
Cornudet llevaba un frasquito de
ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se
decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el
obsequio con estas palabras:
-Al fin y al cabo, calienta el estómago
y distrae un poco el hambre.
Reanimose y propuso alegremente
que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja
canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy
directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien
educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos
monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus
anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y
sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.
Por fin, a las tres de la tarde,
mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias,
lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar
de debajo del asiento una cesta.
Tomó primero un plato de fina
loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos
pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta
otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente:
pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres
días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el
cuello entre los paquetes.
Bola de Sebo cogió un ala de pollo
y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que
llaman regencias en Normandía.
El perfume de las viandas
estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles
abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en
ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran
asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso
de plata y su cesta y provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos
la fiambrera de los pollos. Y dijo:
-La señora fue más precavida que
nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.
Bola de sebo hizo un ofrecimiento
amable:
-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo,
caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.
Loiseau hizo una reverencia de
hombre agradecido:
-Francamente, acepto; el hambre
obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?
Y lanzando en torno una mirada,
prosiguió:
-En momentos difíciles como el
presente, consuela encontrar almas generosas.
Llevaba en el bolsillo un
periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones;
con la punta de un cortaplumas pinchó una pata de pollo muy lustrosa,
recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido
que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir
un suspiro angustioso.
Con palabras cariñosas y humildes,
Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos
aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de
prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró
esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas,
teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la
parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.
Las mandíbulas trabajaban sin
descanso; abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau,
en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su
esposa para que se decidiera a imitarle. Resistíase la señora; pero, al
fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidiole
permiso a "su encantadora compañera de viaje" para servir a la
dama una tajadita.
Bola de Sebo se apresuró a decir:
-Cuanto usted guste.
Y sonriéndole con amabilidad, le
alargó la fiambrera.
Al destaparse la primera botella
de burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo
iban pasando uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta.
Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había
puesto la moza.
Envueltos por la satisfacción
ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones
provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y
el señor y la señora de Carré-Landon padecieron el suplicio espantoso que
ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del
fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba
pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se
cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayose. Muy emocionado, el
marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían
cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de
la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de
vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a
colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo
con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara
el burdeos que había en el vaso, advirtió:
-Es hambre, señora; es hambre lo
que tiene usted.
Bola de Sebo, desconcertada,
ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:
-Yo les ofrecería con mucho
gusto...
Pero se interrumpió, temerosa de
ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles
personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a
todos:
-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que
amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos
de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse
caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche.
Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a
Totes.
Los cuatro dudaban, silenciosos,
no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un "sí"
pesaría.
El conde transigió, por fin, y
dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:
-Aceptamos, agradecidos a su mucha
cortesía.
Lo difícil era el primer envite.
Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta.
Comieron, además de los pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo
de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.
Imposible devorar las viandas y no
mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza
pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo,
muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo
desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de
Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y
delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora
que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra
manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la
señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba
poco y comía mucho.
Trataron de la guerra,
naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas
por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro alababan
el valor.
Arrastrada por las historias que
unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que
la obligaban a marcharse de Ruán:
-Al principio creí que me sería
fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi
casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos
alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme;
su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh!
¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lágrimas en los ojos
los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y
mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos
de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí
aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para
estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis
dedos en su garganta! Y lo hubiera matado si entre todos no me lo quitan.
Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron
que podía irme a El Havre... Así vengo.
La felicitaron; aquel patriotismo
que ninguno de los viajeros fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la
figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y
protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios;
porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los
clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis
aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y
remató su discurso con párrafo magistral.
Bola de Sebo se exaltó, y le
contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación
arrebolaba su rostro cuando balbucía:
-¡Yo hubiera querido verlos a
todos ustedes en su lugar! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la
culpa! ¡El emperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como
ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!
Cornudet, impasible, sonreía
desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde
intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a
duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las
opiniones.
Entre tanto, la condesa y la esposa
del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las
gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos los
gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia
la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y
encopetadas.
Se había vaciado la cesta.
Repartida entre 10 personas, aun pareció escasez su abundancia, y casi
todas lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación
proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.
Cerraba la noche. La oscuridad era
cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo
de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le
ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias
veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. Las
señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las
monjas.
El mayoral había encendido los
faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a
uno y otro lado la nieve del camino parecía desenrollarse bajo los reflejos
temblorosos.
En el interior del coche nada se
veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y
Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir
que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo
de un puño cerrado y certero.
En el camino aparecieron unos
puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje,
la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.
Abrieron la portezuela y algo
terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de
un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras
dichas por el alemán.
La diligencia se había parado y
nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó
a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol,
alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas
abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al
mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano,
joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un
corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda
inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote -que disminuían
indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que no era
fácil ver dónde terminaba-, parecía tener las mejillas tirantes con su
peso, violentando también las cisuras de la boca.
En francés-alsaciano indicó a los
viajeros que se apearan.
Las dos monjitas, humildemente,
obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas
acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el
fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al
poner los pies en tierra, dijo al oficial:
-Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos
los poderosos, no se dignó contestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun
cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se
apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza
trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba
la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían
mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en
situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la
frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que
las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su
actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas,
talar bosques y minar caminos.
Entraron en la espaciosa cocina de
la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el
general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se
detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las
personas con las referencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco:
-Está bien.
Y se retiró.
Respiraron todos. Aún tenían
hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la
mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros
curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un
largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía
un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando
se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía
constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había
heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
-¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose,
dijo:
-¿Qué ocurre?
-Señorita, el oficial prusiano
quiere hablar con usted ahora mismo.
-¿Para qué?
-Lo ignoro, pero quiere hablarle.
-Es posible. Yo, en cambio, no
quiero hablar con él.
Hubo un momento de preocupación;
todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a
la moza:
-Señorita, es necesario reprimir
ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar
trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La
entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar
algún error deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una
opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la
convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran
sobrevenir. La moza dijo:
-Lo hago solamente por
complacerlos a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al
decir:
-Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a
servir la comida para cuando volviera.
Todos hubieran preferido ser los
llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción y
cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de
comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza
reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:
-¡Miserable! ¡Ah, miserable!
Todos quisieron averiguar lo
sucedido; pero ella no respondió a las preguntas y se limitaba a repetir:
-Es un asunto mío, sólo mío, y a
nadie le importa.
Como la moza se negó rotundamente
a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante.
Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy
aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para
economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza.
Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de
contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su
transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje
predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su
vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única
misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas,
confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la
Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar
en ésta.
El posadero y su mujer comían al
otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora
desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía,
pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones
desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían
los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero
mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a
la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar
apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en
cuando, aconsejaba:
-Más prudente fuera que callases.
Pero ella, sin hacer caso,
proseguía:
-Sí, señora; esos hombres no hacen
más que atracarse de cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted
que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura...
lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos
los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y
vuelve a la izquierda.¡Si labrasen los campos o trabajasen en las
carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada.
El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una
vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se
fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo
tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros
procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una
compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o
poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el
juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al
matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que
destruye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando; tal vez por mi
falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
-La guerra es una salvajada cuando
se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para
defender la patria.
La vieja murmuró:
-Sí, defenderse ya es otra cosa.
Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se
abrillantaron:
-¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon
reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos
capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el
provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el
manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar
y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan
siglos de actividad.
Levantose Loiseau y, acercándose
al fondista, le habló en voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía,
escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y
le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen
retirado los invasores.
Acabada la cena, como era mucho el
cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso
y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído
alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba
"misterios de pasillo".
Al cabo de una hora, aproximadamente,
vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador
de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía
a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y
cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la
seguía en calzoncillos.
Hablaron y después Bola de Sebo
defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus
esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron
la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto,
decía:
-¿Por qué no quieres? ¿Qué te
importa?
Ella, con indignada y arrogante
apostura, le respondió:
-Amigo mío, hay circunstancias que
obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una
vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió,
y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más
arrogante aun y en voz más recia, le dijo:
-¿No lo comprende?... ¿Cuando hay
prusianos en la casa, tal vez pared por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de
cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la
desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para
despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado,
abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la
cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
-¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa.
Y al poco rato se alzó resonando en todas partes, un ronquido, que bien
pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso,
acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El
señor Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir
el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero
la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria,
sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las
cuadras. No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se
hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un
solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy
barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la
mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las
campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban "en las tropas de la
guerra", indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los
trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno
lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.
El conde, sorprendido, interrogó
al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le
respondió:
-¡Ah! Esos no son dañinos; creo
que no son prusianos: vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han
dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los
divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se
perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza
una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de
todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y
nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted,
caballero: entre los pobres hay siempre caridad... Son los ricos los que
hacen las guerras crueles.
Cornudet, indignado por la
recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos,
volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a
ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y
graciosa; "Repueblan"; y el señor Carré-Lamadon pronunció una
solemne frase "Restituyen".
Pero no encontraban al mayoral.
Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con
el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.
El conde lo interrogó:
-¿No le habían mandado enganchar a
las ocho?
-Sí; pero después me dieron otra
orden.
-¿Cuál?
-No enganchar.
-¿Quién?
-El comandante prusiano.
-¿Por qué motivo?
-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no
soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.
-Pero ¿le ha dado esa orden el
mismo comandante?
-No; el posadero, en su nombre.
-¿Cuándo?
-Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la
posada bastante intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la
criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas
lo dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que lo llamasen
antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero
tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente
Follenvie podía tratar con él de sus asuntos civiles.
Mientras los maridos aguardaban en
la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las
minucias de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la
saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le
acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza;
sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como
el personaje que chupaba en ella -una pipa que parecía servir a la patria
tanto como Cornudent-, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras
chupada.
Era una hermosa pipa de espuma,
primorosamente trabajada, tan negra como los dientes que la oprimían pero
brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma
tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto
fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro;
después de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera
sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes
macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir
a estirar las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos
los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones
políticas y profetizaban el provenir de Francia. Según el uno, todo lo
remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un
redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un
Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah!
¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet
sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro; y su pipa
embalsamaba el ambiente.
A las 10 bajó Follenvie. Le
hicieron varias preguntas apremiantes, pero él sólo pudo contestar:
-El comandante me dijo:
"Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganche la diligencia.
Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga".
Entonces resolvieron avistarse con
el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual
escribió Carré-Lamdon su nombre y sus títulos.
El prusiano les hizo decir que los
recibiría cuando hubiera almorzado. Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de
su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente
desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando
les avisó el ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión;
intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus
cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego,
ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la
mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un
sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de
loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia
campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó,
ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez
acostumbrada entre los militares victoriosos!
Luego dijo:
-¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
-Deseamos proseguir nuestro viaje,
caballero.
-No.
-Sería usted lo bastante bondadoso
para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?
-Mi voluntad.
-Me atrevo a recordarle,
respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en
jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales
rigores.
-Nada más que mi voluntad. Pueden
ustedes retirarse.
Hicieron una reverencia y se
retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían
cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias
más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera
ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué?
¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de
importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese
pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a
derramar tesoros entre la manos de un militar insolente. Se derretían la
sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran
su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices
arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada
cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones.
Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida,
resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet,
apagó su pipa y, cortésmente, se acercó a la mesa.
El conde cogió los naipes, Bola de
Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la
señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida,
Follenvie apareció y dijo:
-El oficial prusiano pregunta si
la señora Isabel Rousset se ha decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio
descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que
de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:
-Contéstele a ese canalla, sucio y
repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos
rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el
misterio de aquel recado. Negose al principio, hasta que reventó
exasperada:
-¿Qué quiere?... ¿Qué quiere?...
¿Que quiere?... ¡Nada! ¡Estar conmigo!
La indignación instantánea no tuvo
límites. Se alzó un clamoreo de protesta contra semejante iniquidad.
Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se
emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la
moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que
terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a
Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
Cuando le efervescencia hubo
pasado, comieron. Se habló poco. Meditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y
los caballeros organizaron una partida de ecarté, invitando a Follenvie con
el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más
convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero
Follenvie sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sin
contestar a las preguntas, limitándose a repetir:
-Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su
atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con
estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma,
desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados que
lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su
mujer, muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola porque
tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural
trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.
Cuando se convencieron de que no
eran posible arrancarle ni media palabra, lo dejaron para irse cada cual a
su alcoba.
Tampoco fueron perezosos para
levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo
cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos
descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Entretuviéronse
dando paseos en torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos,
indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían
modificado sus juicios; odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar
en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy
agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera
sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano
que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia
pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero
ninguno declaraba su opinión.
Al mediodía, para distraerse del
aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se
abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la
lumbre, y las dos monjas pasaban las horas en la iglesia o en casa del
párroco.
El frío, cada vez más intenso, les
pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada
paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan
horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez
retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.
Las cuatro señoras iban y las
seguían a corta distancia los tres caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los
otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de
acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El
conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio
tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamdon hizo notar
que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva
por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los
otros dos en cuidado semejante ocurrencia.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo
Loiseau.
-¿Cómo es posible, pisando nieve y
con las señoras? -exclamó el conde-. Además, nos perseguirían y luego nos
juzgarían como prisioneros de guerra.
-Es cierto, no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos;
pero por su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar
de opuesto modo.
Cuando apenas lo recordaban,
apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que
cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al
andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del
barro las botas primorosamente charoladas.
Inclinose al pasar junto a las
damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente
coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las
orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las
viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan
groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su
rostro. La señora Carré-Lamdon, que por haber sido amiga de muchos
oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta
se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el
uniforme de húsar a muchas mujeres.
Ya en casa, no se habló más del
asunto. Se intercambiaron algunas actitudes con motivos insignificantes. La
cena, silenciosa, terminó pronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de
buscar en el sueño un recurso contra el hastío.
Bajaron por la mañana con los
rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron
la palabra a Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a
gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues
tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado
bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.
Ya libres de su presencia, y
reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que
decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante
que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su
viaje.
Follenvie fue con la embajada y
volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno
se iría mientras él no quedara complacido.
Entonces, el carácter populachero
de la señora Loiseau la hizo estallar:
-No podemos envejecer aquí. ¿No es
el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite
rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo; hasta los
cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora; el cochero de la Prefectura.
Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy que podría
sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy
zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin
trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera
de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece
a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo, el
señor! Le bastaría decir: "Ésta quiero" y obligar a viva fuerza,
entre soldados, a la elegida.
Estremeciéronse las damas. Los
ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como
si ya se viese violada por el prusiano.
Los hombres discutían aparte y
llegaron a un acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo,
quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto
de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y
propuso:
-Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La
discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura.
Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases
ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera
oído, sin duda no sospechara el argumento de la conversación; de tal modo
se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que
defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal
aventura las divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendo
en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que
prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.
Se alegraron, porque la historia
les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastantes atrevidas
-pero decorosamente apuntadas- que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos
correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La
idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de
todos: "¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se
permite rechazar a uno?" La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba
tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a
otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que
tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes; quedó en regla
el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la
ciudadela viviente.
Cornudet no entraba en la
discusión, completamente ajeno al asunto.
Estaban todos tan preocupados, que
no sintieron llegar a Bola de Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo
una señal que los demás comprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó
aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada
en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:
-¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio
cuenta de todo, y acabó con esta frase:
-Algunas veces consuela mucho
rezar.
Hasta la hora del almuerzo se
limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y
docilidad a sus consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la
conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se
citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y
Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los
generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos
millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas
romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus
lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres
que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para
dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus
caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su
castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente, fue mencionada la
inglesa linajuda que se mandó inocular una horrible y contagiosa
podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se
libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la cita fatal.
Y todo se decía con delicadeza y
moderación, ofreciéndose de cuando en cuando el entusiástico elogio que
provocase la curiosidad heroica.
De todos aquellos rasgos
ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se
reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre
la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y
es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas
en más íntimas reflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los
labios. Dejáronla reflexionar toda la tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa
para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió
ásperamente.
-Nunca me decidiré a eso.¡Nunca,
nunca!
Durante la comida, los aliados
tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los
sesos para descubrir nuevas heroicidades -y sin que saltase al paso
ninguna-, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una
irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una
de las monjas -la más respetable por su edad- y le rogó que refiriese
algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido
excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que
los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la
gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento
contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita
condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o
sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja
contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían
juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en
incertidumbres causísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe
no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía
sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matado a su padre y
a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía
desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la
condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo
a parafrasear un edificante axioma, "el fin justifica los
medios", con esta pregunta:
-¿Supone usted, hermana, que Dios
acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?
-¿Quién lo duda, señora? Un acto
punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo
inspire.
Y continuaron así discurriendo
acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque lo
suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada
por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja
contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego,
apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de
varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la
hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para asistir
a cientos de soldados con viruela. Detalló las miserias de tan cruel
enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el
capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el
hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al
soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la
guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y
entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate;
una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro descarnado y descolorido era
la imagen de las devastaciones de la guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio
de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual
a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras
almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba
del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado.
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un
poquito displicente, propio de un " hombre serio" que se dirige a
un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social
y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el
asunto.
-¿Prefiere vernos aquí víctimas
del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían
indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una...
liberalidad muchas veces por usted consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y
atento, sin dejar de ser "el señor conde", muy galante con
afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia
del servicio y el "imborrable agradecimiento". Después comenzó a
tutearla de pronto, alegremente:
-No seas tirana, permite al
infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe
haberla en su país.
La moza, sin despegar los labios,
fue a reunirse con el grupo de señoras.
Ya en casa se retiró a su cuarto,
sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué
decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que
la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos
aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo
una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron
satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
-¡Caramba! Convido champaña para
celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora
Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.
Mostrándose a cual más
comunicativo y bullicioso, rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde
advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial
tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba,
graciosa, vivaracha, jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos
muy abiertos y los brazos en alto, aulló:
-¡Silencio!
Todos callaron estremecidos.
-¡Chist! -y arqueaba mucho las
cejas para imponer atención.
Al poco rato dijo con suma
naturalidad.
-Tranquilícense. Todo va como una
seda.
Pasado el susto, le rieron la
gracia.
Luego repitió la broma:
-¡Chist!...
Y cada 15 minutos insistía. Como
si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido,
producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y
suspiraba al decir:
-¡Pobrecita!
O mascullaba una frase rabiosa:
-¡Prusiano asqueroso!
Cuando estaban distraídos,
gritaban:
-¡No más! ¡No más!
Y como si reflexionase, añadía
entre dientes:
-¡Con tal que volvamos a verla y
no la haga morir, el miserable!
A pesar de ser aquellas bromas de
gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron,
porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se
produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias
impúdicas.
Al fin, hasta las damas hacían
alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos
encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos
conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad,
comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares,
bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.
Loiseau, alborotado, levantóse a
brindar.
-¡Por nuestro rescate!
En pie, aclamaban todos, y hasta
las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel
vino espumoso que no habían probado jamás. Les pareció algo así como
limonada gaseosa, pero más fino.
Loiseau advertía:
-¡Qué lastima! Si hubiera un piano
podríamos bailar un rigodón.
Cornudet, que no había dicho ni
media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos
graves, y de cuando en cuando estirábase las barbas con violencia, como si
quisiera alargarlas más aún.
Hacia medianoche, al despedirse,
Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga,
tartamudeando:
-¿No está usted satisfecho? ¿No se
le ocurre decir nada?
Cornudet, erguido el rostro y
encarado con todos, como si quisiera retratarlos con una mirada terrible,
respondió:
-Sí, por cierto. Se me ocurre
decir a ustedes que han fraguado una canallada.
Se levantó y se fue repitiendo:
-¡Una canallada!
Era como un jarro de agua. Loiseau
quedose confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y
exclamó:
-Están verdes, para usted... están
verdes.
Como no le comprendían, explicó los
"misterios del pasillo". Entonces rieron desaforadamente;
parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de
tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!
-Pero ¿está usted seguro?
-¡Tan seguro! Como que lo vi.
-¿Y ella se negaba...?
-Por la proximidad... vergonzosa
del prusiano.
-¿Es cierto?
-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.
El conde se ahogaba de risa; el
industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.
Loiseau insistía:
-Y ahora comprenderán ustedes que
no le divierta lo que pasa esta noche.
Reían sin fuerzas ya, fatigados,
aturdidos.
Acabó la tertulia. "Felices
noches."
La señora Loiseau, que tenía el
carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que
la señora Carré-Lamadon, "la muy fantasmona", rió de mala gana,
porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.
-El uniforme las vuelve locas.
Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una
vergüenza como está el mundo!
Y durante la noche resonaron
continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores
tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados
y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas
asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.
El champaña suele producir tales
consecuencias, y, según dicen, da un sueño intranquilo.
Por la mañana, un claro sol de
invierno hacía brillar la nieve deslumbradora.
La diligencia, ya enganchada,
revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y
ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas
y oscilantes entre las patas de los caballos.
El mayoral, con su chamarra de
piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían
cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del viaje.
Sólo faltaba Bola de Sebo, y al
fin compareció.
Se presentó algo inquieta y
avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, hubiérase
dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció
el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.
La moza quedó aturdida; pero
sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo
humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de
cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de
virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos
parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una
infección purulenta que pudiera comunicárseles.
Fueron acomodándose ya en la
diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.
Como si no la conocieran. Pero la
señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El coche arrancó. Proseguían el
viaje.
Al principio nadie hablaba. Bola
de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Sentíase a la vez indignada
contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y
manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos
hipócritamente.
Pronto la condesa, dirigiéndose a
la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:
-¿Conoce usted a la señora de
Etrelles?
-¡Vaya! Es amiga mía.
-¡Qué mujer tan agradable!
-Sí; es encantadora, excepcional.
Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta... Una maravilla.
El industrial hablaba con el
conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y
maderas, oíanse algunas de sus palabras: "...Cupón... Vencimiento...
Prima... Plazo..."
Loiseau, que había escamoteado los
naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada
limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.
Las monjitas, agarradas al grueso
rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto
sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse
lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita,
se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y
rápido.
Cornudet, inmóvil, reflexionaba.
Después de tres horas de camino,
Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:
-Hace hambre.
Y su mujer alcanzó un paquete
atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en
rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer
tranquilamente.
-Un ejemplo digno de ser imitado
-advirtió la condesa.
Y comenzó a desenvolver las
provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un
cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre,
indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne
sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y
otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico,
lucía la palabra "Sucesos" en una de sus caras.
Las monjitas comieron una
longaniza que olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en
los bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del
otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el
cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.
Bola de Sebo, en la turbación de
su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada,
iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la
crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre
aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero
tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.
Ninguno la miró ni se preocupó de
su presencia; sentíase la infeliz sumergida en el desprecio de la turba
honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto
inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de
provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su
propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos.
Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe,
y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguióse,
tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y
rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas
de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva
oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido
el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.
Pero advertida la condesa, hizo al
conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera
decir: "No es mía la culpa".
La señora Loiseau, con una
sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:
-Se avergüenza y llora.
Las monjitas reanudaron su rezo
después de envolver en papel el sobrante de longaniza.
Y entonces Cornudet -que digería
los cuatro huevos duros- estiró sus largas piernas bajo el asiento
delantero, reclinose, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que
acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.
En todos los rostros pudo
advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros.
Nerviosos, desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya
solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.
Y el demócrata, en vez de
callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:
Patrio amor que a los hombres
encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.
Avanzaba mucho la diligencia sobre
la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel
viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del
anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación
rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles
oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso
cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a
veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del
himno entre las tinieblas de la noche.
Fuente: Ciudad Seva ya citada en este blog
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