martes, 18 de agosto de 2015

Marcos (cuento) de Juegos de amor y muerte

Marcos

Quiero que sepas que solo
está el mundo desde que me
dejaste...
Luis Quintana Tejera de 
Juegos de amor y muerte.

     Era el hermano menor de Alcibíades.  Había nacido una tarde calurosa del mes de enero en momentos en que se temía por la vida de su madre.  Don Leobardo —su hipotético padre, como diría años después el propio Marcos— estaba resuelto a esperar lo peor y aparentemente pasó lo mejor: nació el último hijo de la familia, el hijo mimado de Marcolfa, el rubio lindo que sería el eje de atención por mucho tiempo en la casa.
     Si como señala el dicho popular "los niños vienen con un pan debajo del brazo", faltaría saber quién arrebató el que traía Marcos, porque la miseria de la casa era notable en aquellos días; don Leobardo se había quedado sin trabajo una vez más y la pobre Marcolfa no se daba abasto para alimentar sin alimentos a la querida prole.
     Los días en la vida del hombre parece que pasan todos iguales, recorren diametralmente cada recóndito lugar de la existencia, nos dejan marcados y se alejan presurosos en cualquier tarde de otoño.  Marquitos había nacido en verano, pero nació sin suerte.  Lo caracterizó siempre un agudo sentido del humor que le permitió en su vida incorporar y aceptar los más difíciles momentos.
     Ya te veo en el seminario al cual tu hermano mayor te envió para paliar la pobreza de la familia.  Estás acostado en el dormitorio colectivo de los seminaristas y tus escasos once años no te dejan dormir.  En tus ojos azules hay una chispa, un resplandor de vida, una ráfaga de sutil pensamiento que al adentrarse en ti transforma el instante como rueda herida que avanza en las tinieblas.
     Muchas metáforas escuché que pretendían caracterizar al hermano menor.  "Es la piel de Judas" decían las viejas del lugar cuando lo veían correr con la ropa hecha jirones, la lágrima a flor de ojos, y el paso rápido y certero.
      Era la misa de medianoche en Navidad, la misa del gallo, la hora sublime del nacimiento de Cristo.  El templo estaba repleto de gente en el seminario Conciliar.  Doce sacerdotes concelebraban en el altar mayor, mientras un público fervoroso seguía de cerca el latinesco ritual.  Sólo Marcos no estaba involucrado en aquel momento.  Veía el santo espectáculo desde el fondo de la iglesia y en tanto que otros se revertían en actitud piadosa, él, Marcos, el rubio feliz, se introducía furtivamente en un confesionario y cerraba las cortinas en espera del incauto penitente.
     Una anciana piadosa llegó hasta él implorando el imposible perdón.  Nadie supo en verdad qué le dijo Marcos a la pobre viejita, nadie se atreve a pensar que la haya recibido  con el conocido "Ave María Purísima, ¿cuánto hace que no te confiesas...?; lo único cierto tiene que ver con el horrorizado descubrimiento del padre Domingo, quien al notar movimiento en la caja mágica del perdón y sabiendo que todos los ministros de Dios estaban junto a él, comenzó a lanzar improperios angustiosos, que se oían quizás como sagradas reclamaciones; clamaba al cielo mientras decía que cerraran las puertas, porque se estaba cometiendo —en ese preciso instante—, un sacrilegio, una violación del santo secreto del confesionario.
     Marcos logró escapar furtivamente dejando a la anciana en medio de la proverbial confusión del momento.
     Así actuaba Marcos, sin saber muchas veces por qué el demonio que llevaba adentro se manifestaba con tanto carisma y atrevimiento.  Llegó un día en que el joven Satanás debió abandonar el seminario conciliar; lo expulsaron con la terminante aclaración del sacerdote a cargo de que no quería volver a verlo nunca más.
     Al marcharse quedaron atrás tanto recuerdos: la primera masturbación que dejó huellas en la cama conciliar; el beso inicial a la hija de la cocinera; la mano atrevida que buscaba entre las únicas faldas femeninas del lugar el erótico tesoro; el sabroso vino sacramental que lo inició en la senda de Baco y que le permitiera obtener —años y años después— el premio al bebedor más comprometido y constante, que le dieran sus compañeros del bar de la calle Soriano (desde sus quince años hasta el triste instante de su muerte nunca dejó de beber una copa al menos; el día en que le dieron una taza de café junto al cadáver de Alcibíades casi se va con él al más allá, tanto daño le hizo el colombiano elemento que sólo pudieron salvarlo a tiempo con una copa del báquico néctar obtenida en el bar que estaba justo enfrente de la funeraria); en fin, se llevó también el recuerdo de la triste anciana a medio confesar, los latines repetidos por él en una medio voz maliciosa en donde se podía escuchar la rima profana: "Orate frater", "rascate el mate" en boca del demonio rubio de la lejana Marcolfa.
     El resto de su infancia pasó en medio de tantas cosas que bien podrían ser motivo de otra narración diferente, se podrían contar junto al fuego de la chimenea en una larga noche de invierno que nos trajera el recuerdo picaresco del rubio infernal.
     Pero nos debemos conformar con saber que el tiempo pasó irremediablemente; un día —caminando por la concurrida avenida 18 de julio del lejano Montevideo—, encontré a Marquitos, en la esquina de 18 y Yi, lustrando sus relucientes zapatos marrones que todavía llevo en la memoria cuando me acuerdo de él.
     Se había casado con Marta, una hermosa mujer mucho más esbelta que él y que cuando se ponía tacones altos dejaba al pobre hermano menor sumergido en la pequeñez del instante.  Marcos y Marta vivían muy cerca de ahí, en pleno centro; él se dedicaba —igual que su hermano Leobardo—, a cortar el pelo y ejercitar el don de la palabra con sus cotidianos clientes.
     Hacía bien su oficio, pero hablaba mucho mejor.  Nunca pude saber si sus clientes llegaban a su sillón de barbero para que les arreglara el cabello o para platicar ampliamente.  Marcos conocía todos los temas y a todos les descubría el lado amable y, a veces, en su media lengua aguardentosa, contaba anécdotas de infinitos lugares y tiempos.
     Eran sus historias inacabables del seminario, los velorios de varios conocidos en los que había participado con entrega y dedicación al oficio de entretener a los asistentes en alguna perdida noche, enlutada por los llantos de las dolientes y matizada por las risas de los irrespetuosos que al oír los chistes de Marquitos estallaban en el inapropiado recinto; todo era alegre y santamente satánico en la existencia del rubio peluquero.
     Él también asistía a la casa señorial de su madre, de la abuela Marcolfa.  Él también estaba sentado a la mesa que presidía Mariano en los fríos domingos del julio uruguayo, del invierno fernandino.  Reprimido siempre por la santa presencia del hermano cura, quien no le perdonaba nunca los desmanes cometidos en el pasado; Marquitos lo escuchaba con una inexplicable sonrisa y hasta hablaba con él mientras permanecía sobrio.  Porque siempre terminaba borracho, hasta la Coronilla y el Chuy, como decían los fernandinos.
     Un día murió Marcolfa.  A Marquitos lo trajeron de Montevideo para despedir a su madre, y todo lo que tenía de borracho y parrandero, lo tenía de artista trágico para estos momentos.  Entró a la habitación apagada de la abuela y, patético, con una mueca de dolor dibujada en el rostro, con ademán impreciso avanzó hacia el féretro.  En medio de la obscuridad del recinto no vio al obispo que había venido a presentar sus condolencias a Mariano; tropezó con él, lo pisó duramente en el callo del pie izquierdo, lo ignoró y siguió hacia Marcolfa.  Se abrazó del cajón en medio de un escándalo doloroso y, entregado a gemidos similares a los de Clitemnestra en la lejana Argos, actuó como si quisiera irse con la abuela.
     Lo tuvieron que sacar entre seis hombres y lo condujeron a la cocina para calmar sus ímpetus fúnebres.  Minutos después, en el silencio de la casa señorial, sólo se oían las risas apagadas de los oyentes de Marquitos: estaba contando chistes de profana condición, chistes que únicamente cambiaron de tono cuando vieron pasar al obispo, que cojeaba santamente.
     Está de más explicar que nuestro personaje, un poco por las copas ya ingeridas, y otro poco por no poder controlar adecuadamente sus ímpetus teatrales, casi se cayó dentro de la fosa de la abuela en el cementerio.
     Extraña condición la de este hombre, capaz de hacer sonreír al más serio, tambalear al más centrado, violentar al más pacífico.
     Murieron después todos sus hermanos antes que él y hasta un sobrino, cuyo cansado corazón no quiso ya responder a las urgencias de la vida.
     La existencia continuaba con todo lo que tiene de seria y monótona.  Marcos envejecía ineludiblemente.
     En uno de sus tantos ataques provocados por el alcohol, parecía agonizar a los pies de Marta, mientras ésta lo sacudía con desesperación y le preguntaba en medio de gritos: "Viejo, viejo, pagaste la última cuota de la funeraria"... Así eran las cosas de la vida de Marquitos; y esto se lo oí contar como tantas otras anécdotas que quedarán escritas en el libro de su existencia.  Quizás no sean tan ciertas como lo suponemos, quizás sean tan mentirosas como estas páginas que se deslizan tras el golpe sordo del teclado;  pero lo que más importa es —oh lector—, hablarte de él, de quien deberá tener un sitio en el lugar del recuerdo.


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