Marcos
Quiero que sepas que solo
está el mundo desde que me
dejaste...
Luis Quintana Tejera de
Juegos de amor y muerte.
Era el hermano
menor de Alcibíades. Había nacido una
tarde calurosa del mes de enero en momentos en que se temía por la vida de su
madre. Don Leobardo —su hipotético
padre, como diría años después el propio Marcos— estaba resuelto a esperar lo
peor y aparentemente pasó lo mejor: nació el último hijo de la familia, el hijo
mimado de Marcolfa, el rubio lindo que sería el eje de atención por mucho
tiempo en la casa.
Si como señala
el dicho popular "los niños vienen con un pan debajo del brazo",
faltaría saber quién arrebató el que traía Marcos, porque la miseria de la casa
era notable en aquellos días; don Leobardo se había quedado sin trabajo una vez
más y la pobre Marcolfa no se daba abasto para alimentar sin alimentos a la
querida prole.
Los días en la
vida del hombre parece que pasan todos iguales, recorren diametralmente cada
recóndito lugar de la existencia, nos dejan marcados y se alejan presurosos en
cualquier tarde de otoño. Marquitos
había nacido en verano, pero nació sin suerte.
Lo caracterizó siempre un agudo sentido del humor que le permitió en su
vida incorporar y aceptar los más difíciles momentos.
Ya te veo en el
seminario al cual tu hermano mayor te envió para paliar la pobreza de la
familia. Estás acostado en el dormitorio
colectivo de los seminaristas y tus escasos once años no te dejan dormir. En tus ojos azules hay una chispa, un
resplandor de vida, una ráfaga de sutil pensamiento que al adentrarse en ti transforma
el instante como rueda herida que avanza en las tinieblas.
Muchas
metáforas escuché que pretendían caracterizar al hermano menor. "Es la piel de Judas" decían las
viejas del lugar cuando lo veían correr con la ropa hecha jirones, la lágrima a
flor de ojos, y el paso rápido y certero.
Era la misa de medianoche en Navidad, la misa
del gallo, la hora sublime del nacimiento de Cristo. El templo estaba repleto de gente en el
seminario Conciliar. Doce sacerdotes
concelebraban en el altar mayor, mientras un público fervoroso seguía de cerca
el latinesco ritual. Sólo Marcos no
estaba involucrado en aquel momento.
Veía el santo espectáculo desde el fondo de la iglesia y en tanto que
otros se revertían en actitud piadosa, él, Marcos, el rubio feliz, se
introducía furtivamente en un confesionario y cerraba las cortinas en espera
del incauto penitente.
Una anciana
piadosa llegó hasta él implorando el imposible perdón. Nadie supo en verdad qué le dijo Marcos a la
pobre viejita, nadie se atreve a pensar que la haya recibido con el conocido "Ave María Purísima,
¿cuánto hace que no te confiesas...?; lo único cierto tiene que ver con el
horrorizado descubrimiento del padre Domingo, quien al notar movimiento en la
caja mágica del perdón y sabiendo que todos los ministros de Dios estaban junto
a él, comenzó a lanzar improperios angustiosos, que se oían quizás como
sagradas reclamaciones; clamaba al cielo mientras decía que cerraran las
puertas, porque se estaba cometiendo —en ese preciso instante—, un sacrilegio,
una violación del santo secreto del confesionario.
Marcos logró
escapar furtivamente dejando a la anciana en medio de la proverbial confusión
del momento.
Así actuaba
Marcos, sin saber muchas veces por qué el demonio que llevaba adentro se
manifestaba con tanto carisma y atrevimiento.
Llegó un día en que el joven Satanás debió abandonar el seminario
conciliar; lo expulsaron con la terminante aclaración del sacerdote a cargo de
que no quería volver a verlo nunca más.
Al marcharse
quedaron atrás tanto recuerdos: la primera masturbación que dejó huellas en la
cama conciliar; el beso inicial a la hija de la cocinera; la mano atrevida que
buscaba entre las únicas faldas femeninas del lugar el erótico tesoro; el
sabroso vino sacramental que lo inició en la senda de Baco y que le permitiera
obtener —años y años después— el premio al bebedor más comprometido y
constante, que le dieran sus compañeros del bar de la calle Soriano (desde sus
quince años hasta el triste instante de su muerte nunca dejó de beber una copa
al menos; el día en que le dieron una taza de café junto al cadáver de
Alcibíades casi se va con él al más allá, tanto daño le hizo el colombiano
elemento que sólo pudieron salvarlo a tiempo con una copa del báquico néctar
obtenida en el bar que estaba justo enfrente de la funeraria); en fin, se llevó
también el recuerdo de la triste anciana a medio confesar, los latines
repetidos por él en una medio voz maliciosa en donde se podía escuchar la rima
profana: "Orate frater", "rascate el mate" en boca del
demonio rubio de la lejana Marcolfa.
El resto de su
infancia pasó en medio de tantas cosas que bien podrían ser motivo de otra
narración diferente, se podrían contar junto al fuego de la chimenea en una
larga noche de invierno que nos trajera el recuerdo picaresco del rubio
infernal.
Pero nos
debemos conformar con saber que el tiempo pasó irremediablemente; un día
—caminando por la concurrida avenida 18 de julio del lejano Montevideo—,
encontré a Marquitos, en la esquina de 18 y Yi, lustrando sus relucientes
zapatos marrones que todavía llevo en la memoria cuando me acuerdo de él.
Se había casado
con Marta, una hermosa mujer mucho más esbelta que él y que cuando se ponía
tacones altos dejaba al pobre hermano menor sumergido en la pequeñez del instante. Marcos y Marta vivían muy cerca de ahí, en
pleno centro; él se dedicaba —igual que su hermano Leobardo—, a cortar el pelo
y ejercitar el don de la palabra con sus cotidianos clientes.
Hacía bien su
oficio, pero hablaba mucho mejor. Nunca
pude saber si sus clientes llegaban a su sillón de barbero para que les
arreglara el cabello o para platicar ampliamente. Marcos conocía todos los temas y a todos les
descubría el lado amable y, a veces, en su media lengua aguardentosa, contaba
anécdotas de infinitos lugares y tiempos.
Eran sus
historias inacabables del seminario, los velorios de varios conocidos en los
que había participado con entrega y dedicación al oficio de entretener a los
asistentes en alguna perdida noche, enlutada por los llantos de las dolientes y
matizada por las risas de los irrespetuosos que al oír los chistes de Marquitos
estallaban en el inapropiado recinto; todo era alegre y santamente satánico en
la existencia del rubio peluquero.
Él también
asistía a la casa señorial de su madre, de la abuela Marcolfa. Él también estaba sentado a la mesa que
presidía Mariano en los fríos domingos del julio uruguayo, del invierno
fernandino. Reprimido siempre por la
santa presencia del hermano cura, quien no le perdonaba nunca los desmanes
cometidos en el pasado; Marquitos lo escuchaba con una inexplicable sonrisa y
hasta hablaba con él mientras permanecía sobrio. Porque siempre terminaba borracho, hasta la
Coronilla y el Chuy, como decían los fernandinos.
Un día murió
Marcolfa. A Marquitos lo trajeron de
Montevideo para despedir a su madre, y todo lo que tenía de borracho y
parrandero, lo tenía de artista trágico para estos momentos. Entró a la habitación apagada de la abuela y,
patético, con una mueca de dolor dibujada en el rostro, con ademán impreciso
avanzó hacia el féretro. En medio de la
obscuridad del recinto no vio al obispo que había venido a presentar sus
condolencias a Mariano; tropezó con él, lo pisó duramente en el callo del pie
izquierdo, lo ignoró y siguió hacia Marcolfa.
Se abrazó del cajón en medio de un escándalo doloroso y, entregado a
gemidos similares a los de Clitemnestra en la lejana Argos, actuó como si
quisiera irse con la abuela.
Lo tuvieron que
sacar entre seis hombres y lo condujeron a la cocina para calmar sus ímpetus
fúnebres. Minutos después, en el
silencio de la casa señorial, sólo se oían las risas apagadas de los oyentes de
Marquitos: estaba contando chistes de profana condición, chistes que únicamente
cambiaron de tono cuando vieron pasar al obispo, que cojeaba santamente.
Está de más explicar que nuestro personaje,
un poco por las copas ya ingeridas, y otro poco por no poder controlar
adecuadamente sus ímpetus teatrales, casi se cayó dentro de la fosa de la
abuela en el cementerio.
Extraña condición la de este hombre,
capaz de hacer sonreír al más serio, tambalear al más centrado, violentar al
más pacífico.
Murieron
después todos sus hermanos antes que él y hasta un sobrino, cuyo cansado
corazón no quiso ya responder a las urgencias de la vida.
La existencia
continuaba con todo lo que tiene de seria y monótona. Marcos envejecía ineludiblemente.
En uno de sus
tantos ataques provocados por el alcohol, parecía agonizar a los pies de Marta,
mientras ésta lo sacudía con desesperación y le preguntaba en medio de gritos:
"Viejo, viejo, pagaste la última cuota de la funeraria"... Así eran
las cosas de la vida de Marquitos; y esto se lo oí contar como tantas otras
anécdotas que quedarán escritas en el libro de su existencia. Quizás no sean tan ciertas como lo suponemos,
quizás sean tan mentirosas como estas páginas que se deslizan tras el golpe
sordo del teclado; pero lo que más
importa es —oh lector—, hablarte de él, de quien deberá tener un sitio en el
lugar del recuerdo.
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