Luis Quintana Tejera
Fragmento de Espejos y palabras.
La nostalgia huele a
mares infinitos que ni la distancia ni el tedio podrán borrar.
Huele a horizontes lejanos que al apagar su
luz en cada día reinician la esperanza de vivir.
Huele a caballo sudoroso que regresa
jadeante por el largo camino de la existencia.
Huele a ese pan del horno intenso que se
mete por los sentidos y habita en el recuerdo.
Huele a sangre derramada por los senderos
imperfectos de la humana realización.
Huele a gaviotas que posan sus patitas
breves sobre la arena crujiente de la playa.
Huele a pingüino que con su andar vacilante
habita en el patio trasero de mi niñez.
Huele a billetes que tarde con tarde se
contaban y organizaban en el escritorio de papá.
Tiene el olor de la caja fuerte que se abre
y nos recibe con una salva de aplausos contenidos en esos sabores imprecisos en
donde predominaba la semicadencia de la acidez mezclada con el dulce sabor de
tantos papeles empolvados, billetes usados, tinta imborrable, aplausos de
lápices azules que han dejado su huella en el cartón.
En fin, huele a todo lo que he creído
borrar de mi existencia y que aún sigue allí martirizando mis recuerdos y
enseñándole a mi conciencia el difícil arte de olvidar.
PRIMERA PARTE
ESPEJOS
Me he
visto multiplicado en
cada
amanecer y en las noches
de
extrema soledad, he creído
mirarme
cuando en realidad sólo
observaba
el caminar tranquilo
de
algunos hombres.
Capítulo I
Pedro Valdivia y los
espejos de la casa
Quisiera ver
con todos los sentidos, tocar con la voz, gustar con el oído, olfatear en el
recuerdo un pasado presuroso que se aleja.
Sábado 13 de
mayo de 1987; había dos espejos que reflejaban el olor de la nostalgia y que
poco a poco fueron llamando mi atención en aquella residencia hogareña y llena
de gente de variada condición. El primero de ellos se hallaba en el vestidor de
la casa, y entrando en sus reflejos inconscientes podían observarse paisajes
interminables y noches pletóricas de estrellas en donde la certeza de estar
vivo ya no importaba.
El otro abría
un paréntesis en cada una de las visitas al baño familiar y autorizaba —a quien realmente quisiera hacerlo— para que
pudieran deambular por sus secretos. Son visiones especulares de mi niñez que
han dejado la duda en torno a la certeza de acontecimientos extrañamente
míticos. Es acaso la confrontación de la vida que pasa con mirajes visionarios
que sin anunciar anuncian y que, sin ser, igual mortifican nuestra conciencia
inquieta.
Eran las seis
de la mañana de un sábado luminoso. Mucha gente se trasladaría en esa jornada a
la peregrinación de una de las tantas vírgenes tutelares de la estupidez
humana. Yo había decidido no participar, pero exigencias de último momento me
hicieron cambiar de opinión. Estaba preparándome para una ducha ligera, cuando
creí oír un sonido extraño que provenía del vestíbulo en donde se hallaba el
primero de los espejos: no era un lamento, más bien se trataba de una
exhortación que se ofrecía en medio de una melodía embrujada, que cual nuevo
canto de sirena hería el aire de la
mañana.
Entré
motivado por la curiosidad y allí estaba el espejo lleno de imágenes extrañas
que sin nombrarme me llamaban, sin ser en mí, eran para mí. ¿Cómo contarte
aquella acumulación de visibilidad confusa en donde había una guerra mutilante
y muchos tanques avanzaban en pos del botín sangriento?
El talento de
aquel espejo consistía en aludir con sutileza a cosas que posiblemente no
estaban en él, sino que se encontraban arraigadas en mí gracias a una curiosa
alquimia que me permitía mirar con cierta indiferencia en mi futuro.
Con particular interés
observé que mi imagen no me era devuelta desde el espejo. Al contrario vi una
carretera interminable que conducía al templo de la virgen de Fátima en el
Cerro de Montevideo; percibí el olor pegajoso de la sangre que se derramaba al
borde del camino; divisé largas caravanas de ambulancias que ululaban con un
sonido que casi podía tocarse en su condición doliente, y que se alejaba poco a
poco para permitir el paso de nuevas camionetas con sirenas desesperadas; y
columbré allá, a lo lejos, el caminar cansado de un hombre herido que pedía
ayuda sin que nadie atendiera sus reclamos.
Nada
de lo observado me asustó, al menos al principio. Fue más bien una especie de
proyección fílmica que provenía desde el cristal y que no quise concebir como
un anuncio funesto. Me vi señalado por esos mensajes siniestros, sentí correr
por mis venas un fuego tibio que nada bueno albergaba, y conmovió mi universo
—de niño inexperto— una suerte de escalofrío profundo que recorrió mi ser
inquieto. Fue entonces cuando decidí quedarme en casa y el sueño se apoderó de mí.
En el
atardecer de ese día ocurrió lo inevitable, y un brusco movimiento me devolvió
desde ese mismo sueño a la realidad en donde había mucho más que lo que aquella
luna mágica mostrara. Un amigo que presenció los hechos me contó tiempo después
la honda confusión del momento; honda confusión que llegó al extremo de no
poder socorrer a todos los heridos. Inclusive un individuo de mediana edad
había caído a un breve barranco y recién lo encontraron al amanecer del otro
día. Estaba gravemente herido, pero aun así se le oyeron relacionar sílabas
balbuceantes; habló de un resplandor intenso que desvió la atención del
conductor; de una luna especular que parecía gritar el nombre de muchos de los
que iban en el autobús; su lenguaje se movía impreciso entre luces y sombras y
se podía ver con toda claridad que no quería pronunciar una palabra, una
nefasta palabra que se escondía entre sus labios y que su lengua confusa no se
atrevía a citar; él había sido testigo de la estampa soberbia de la muerte y
desde la horrible confusión de ese presente sin luz, no podía dar crédito a la
sangre que se derramaba como ofrenda pagana a los dioses desconocidos.
Me
acerqué con mayor decisión al espejo culpable del vestíbulo y lo interrogué a
mi manera. Busqué en él la sangre de la carretera y pude olfatear de nuevo a la
muerte. Ahora sí, un ligero estremecimiento recorrió mis entrañas asustadas,
mientras mis ojos miraban en la luna especular a otros ojos y veían hablar a
otros labios... La silueta de mi cuerpo se dibujaba apenas —imprecisa— en el
marco del objeto; y, de pronto, ocurrió algo más que aun hoy al contarlo se
congela mi sangre y se ve invadida por fragmentos de cristales quebrados en el
cosmos infinito: en el ángulo superior izquierdo, allí donde la huella del
tiempo había estampado su firma imprecisa mediante sutiles manchas grises de
humedad, algo parecía moverse; no podía dejar de mirar de qué manera se
metamorfoseaba la esquina siniestra: primero, una suerte de calendario
improvisado me proyectaba hacia el futuro y marcaba una fecha lejana: 25 de
marzo de 1997, era un martes y, en mi agenda vacía, no habría de constar —años después— ningún acontecimiento;
la tinta en que resaltaban los números y letras era de un rosa pálido que se
difuminaba poco a poco hasta volverse un palpitante verde botella; además,
destacaba otro tiempo, el 05 de septiembre del 2028, extrañamente era martes
también y el color rojo de la sangre lo invadía todo. Miré con mayor atención,
quise ver más y fue entonces cuando se desplegó ante mi vista una especie de
abanico dividido en tres partes: en la primera
—que era negra—, crecía un árbol
lentamente. Roja y azul respectivamente eran las dos restantes: en aquélla, una
daga ensangrentada dibujaba una historia de amor; en ésta, peregrinos de extraña
religión portaban una rueda y un espejo, y ese espejo reproducía a otro y a
otros infinitamente, hasta el cansancio, hasta la eternidad.
Restregué
mis ojos para convencerme de que todo aquello era tan sólo un espejismo, vanos
mirajes que se apoderaban de mi ser; pero a diferencia del viajero perdido en
el desierto que cuando desea beber el agua que el paisaje vanamente le ofrece,
ésta se difumina y se pierde, a diferencia de él, yo no podía apartar mi vista
de lo evidente, de sentir lo impostergable.
Me
dejé llevar por un impulso y escapé de allí; de pronto, sin pensarlo siquiera
estaba en el baño enfrentado a la otra luna especular, la cual mansamente nada
mostraba; sólo era recorrida por luces de colores, mientras en el fondo, tenue,
muy tenuemente se oía al piano una sinfonía de Beethoven, era la música de
Hernán Lafuente.
El
tiempo ha pasado. He perdido contacto con mis siniestros amigos; a pesar de
ello me han contado que al rematar la casa, los dos espejos cambiaron de dueño.
Abandonaron de esta manera el recinto que los cobijara durante más de cuarenta
años, pero —también me lo han dicho— no perdieron la costumbre de aquella
venerada hija de Príamo —desdichada
compañía momentánea de Apolo— quien a pesar de anunciar con decisión sublime el
destino nefasto, no le creían.
La
luna especular del vestíbulo fue a parar a la casa modesta de un hombre
cualquiera —se llamaba Antonio Bologna— quien un día —harto de no ver su imagen
en el espejo— lo desmembró en pedazos. Me resisto a creer en las maldiciones,
pero el espejo asesino al multiplicarse, multiplicó también su deseo de sangre.
El pobre Bologna murió despedazado bajo el influjo violento de un cartucho de
dinamita que explotó en sus labios unos días después. El forense descubrió
partículas de vidrio, curiosas partículas reflejantes que estaban por todos
lados: en sus cabellos, en sus manos heridas, en sus pies destrozados y,
también, en sus entrañas. Unos fragmentos de esa luna vengativa se fueron con
él al más allá y otros se quedaron para seguir protagonizando acciones
increíbles.
El
espejo del baño terminó en la lujosa residencia de Hernán Lafuente, feliz de
reflejar las acciones grandiosas de este virtuoso del piano que impactaría al
mundo entero con su música wagneriana. En Hernán se unirían dos naturalezas tan
diversas, casi opuestas diría, al conjuntarse la herencia alemana de su alma
con la realidad latinoamericana de su intelecto. Hernán nació también en
Maldonado el 12 de diciembre de 1939 en el mismo momento en que el Graf Spee
era hundido por los ingleses en las costas de Montevideo y Hans Langsdorff se
quitaba la vida en Buenos Aires. Cuando Hernán tenía más de cincuenta años se
reencontró con el espejo amigo.
Muchos
casos más parecieron actualizarse en la cristalina memoria del primer espejo,
del fatídico amigo de la desgracia; de todos ellos sólo tengo un conocimiento
parcial que referiré con la mayor exactitud posible para no faltar a la verdad:
un presidente recibió mortal impacto de bala; un Papa escapó dos veces de la
terca muerte que revestida de santidad lo acosaba; las letras de los libros que
se hallaban en una sección de la
Biblioteca del monasterio jesuita de Saint—Cugat Valles, a
unos kilómetros de Barcelona, una mañana de invierno aparecieron entreveradas y
confusas, y ya no se podía comprender a través de ellas los mensajes del
pasado; el padre Ausencio cae de pronto —en el comedor de la parroquia—con la
cabeza partida por el golpe certero de un improvisado tridente. Todos se unieron en desgracia común, y en los
espacios ocupados por ellos se vieron brillar fragmentos infinitos de cristales
misteriosos.
Prólogo de autor
La nostalgia huele a
mares infinitos que ni la distancia ni el tedio podrán borrar.
Huele a horizontes lejanos que al apagar su
luz en cada día reinician la esperanza de vivir.
Huele a caballo sudoroso que regresa
jadeante por el largo camino de la existencia.
Huele a ese pan del horno intenso que se
mete por los sentidos y habita en el recuerdo.
Huele a sangre derramada por los senderos
imperfectos de la humana realización.
Huele a gaviotas que posan sus patitas
breves sobre la arena crujiente de la playa.
Huele a pingüino que con su andar vacilante
habita en el patio trasero de mi niñez.
Huele a billetes que tarde con tarde se
contaban y organizaban en el escritorio de papá.
Tiene el olor de la caja fuerte que se abre
y nos recibe con una salva de aplausos contenidos en esos sabores imprecisos en
donde predominaba la semicadencia de la acidez mezclada con el dulce sabor de
tantos papeles empolvados, billetes usados, tinta imborrable, aplausos de
lápices azules que han dejado su huella en el cartón.
En fin, huele a todo lo que he creído
borrar de mi existencia y que aún sigue allí martirizando mis recuerdos y
enseñándole a mi conciencia el difícil arte de olvidar.
PRIMERA PARTE
ESPEJOS
Me he
visto multiplicado en
cada
amanecer y en las noches
de
extrema soledad, he creído
mirarme
cuando en realidad sólo
observaba
el caminar tranquilo
de
algunos hombres.
Capítulo I
Pedro Valdivia y los
espejos de la casa
Quisiera ver
con todos los sentidos, tocar con la voz, gustar con el oído, olfatear en el
recuerdo un pasado presuroso que se aleja.
Sábado 13 de
mayo de 1987; había dos espejos que reflejaban el olor de la nostalgia y que
poco a poco fueron llamando mi atención en aquella residencia hogareña y llena
de gente de variada condición. El primero de ellos se hallaba en el vestidor de
la casa, y entrando en sus reflejos inconscientes podían observarse paisajes
interminables y noches pletóricas de estrellas en donde la certeza de estar
vivo ya no importaba.
El otro abría
un paréntesis en cada una de las visitas al baño familiar y autorizaba —a quien realmente quisiera hacerlo— para que
pudieran deambular por sus secretos. Son visiones especulares de mi niñez que
han dejado la duda en torno a la certeza de acontecimientos extrañamente
míticos. Es acaso la confrontación de la vida que pasa con mirajes visionarios
que sin anunciar anuncian y que, sin ser, igual mortifican nuestra conciencia
inquieta.
Eran las seis
de la mañana de un sábado luminoso. Mucha gente se trasladaría en esa jornada a
la peregrinación de una de las tantas vírgenes tutelares de la estupidez
humana. Yo había decidido no participar, pero exigencias de último momento me
hicieron cambiar de opinión. Estaba preparándome para una ducha ligera, cuando
creí oír un sonido extraño que provenía del vestíbulo en donde se hallaba el
primero de los espejos: no era un lamento, más bien se trataba de una
exhortación que se ofrecía en medio de una melodía embrujada, que cual nuevo
canto de sirena hería el aire de la
mañana.
Entré
motivado por la curiosidad y allí estaba el espejo lleno de imágenes extrañas
que sin nombrarme me llamaban, sin ser en mí, eran para mí. ¿Cómo contarte
aquella acumulación de visibilidad confusa en donde había una guerra mutilante
y muchos tanques avanzaban en pos del botín sangriento?
El talento de
aquel espejo consistía en aludir con sutileza a cosas que posiblemente no
estaban en él, sino que se encontraban arraigadas en mí gracias a una curiosa
alquimia que me permitía mirar con cierta indiferencia en mi futuro.
Con particular interés
observé que mi imagen no me era devuelta desde el espejo. Al contrario vi una
carretera interminable que conducía al templo de la virgen de Fátima en el
Cerro de Montevideo; percibí el olor pegajoso de la sangre que se derramaba al
borde del camino; divisé largas caravanas de ambulancias que ululaban con un
sonido que casi podía tocarse en su condición doliente, y que se alejaba poco a
poco para permitir el paso de nuevas camionetas con sirenas desesperadas; y
columbré allá, a lo lejos, el caminar cansado de un hombre herido que pedía
ayuda sin que nadie atendiera sus reclamos.
Nada
de lo observado me asustó, al menos al principio. Fue más bien una especie de
proyección fílmica que provenía desde el cristal y que no quise concebir como
un anuncio funesto. Me vi señalado por esos mensajes siniestros, sentí correr
por mis venas un fuego tibio que nada bueno albergaba, y conmovió mi universo
—de niño inexperto— una suerte de escalofrío profundo que recorrió mi ser
inquieto. Fue entonces cuando decidí quedarme en casa y el sueño se apoderó de mí.
En el
atardecer de ese día ocurrió lo inevitable, y un brusco movimiento me devolvió
desde ese mismo sueño a la realidad en donde había mucho más que lo que aquella
luna mágica mostrara. Un amigo que presenció los hechos me contó tiempo después
la honda confusión del momento; honda confusión que llegó al extremo de no
poder socorrer a todos los heridos. Inclusive un individuo de mediana edad
había caído a un breve barranco y recién lo encontraron al amanecer del otro
día. Estaba gravemente herido, pero aun así se le oyeron relacionar sílabas
balbuceantes; habló de un resplandor intenso que desvió la atención del
conductor; de una luna especular que parecía gritar el nombre de muchos de los
que iban en el autobús; su lenguaje se movía impreciso entre luces y sombras y
se podía ver con toda claridad que no quería pronunciar una palabra, una
nefasta palabra que se escondía entre sus labios y que su lengua confusa no se
atrevía a citar; él había sido testigo de la estampa soberbia de la muerte y
desde la horrible confusión de ese presente sin luz, no podía dar crédito a la
sangre que se derramaba como ofrenda pagana a los dioses desconocidos.
Me
acerqué con mayor decisión al espejo culpable del vestíbulo y lo interrogué a
mi manera. Busqué en él la sangre de la carretera y pude olfatear de nuevo a la
muerte. Ahora sí, un ligero estremecimiento recorrió mis entrañas asustadas,
mientras mis ojos miraban en la luna especular a otros ojos y veían hablar a
otros labios... La silueta de mi cuerpo se dibujaba apenas —imprecisa— en el
marco del objeto; y, de pronto, ocurrió algo más que aun hoy al contarlo se
congela mi sangre y se ve invadida por fragmentos de cristales quebrados en el
cosmos infinito: en el ángulo superior izquierdo, allí donde la huella del
tiempo había estampado su firma imprecisa mediante sutiles manchas grises de
humedad, algo parecía moverse; no podía dejar de mirar de qué manera se
metamorfoseaba la esquina siniestra: primero, una suerte de calendario
improvisado me proyectaba hacia el futuro y marcaba una fecha lejana: 25 de
marzo de 1997, era un martes y, en mi agenda vacía, no habría de constar —años después— ningún acontecimiento;
la tinta en que resaltaban los números y letras era de un rosa pálido que se
difuminaba poco a poco hasta volverse un palpitante verde botella; además,
destacaba otro tiempo, el 05 de septiembre del 2028, extrañamente era martes
también y el color rojo de la sangre lo invadía todo. Miré con mayor atención,
quise ver más y fue entonces cuando se desplegó ante mi vista una especie de
abanico dividido en tres partes: en la primera
—que era negra—, crecía un árbol
lentamente. Roja y azul respectivamente eran las dos restantes: en aquélla, una
daga ensangrentada dibujaba una historia de amor; en ésta, peregrinos de extraña
religión portaban una rueda y un espejo, y ese espejo reproducía a otro y a
otros infinitamente, hasta el cansancio, hasta la eternidad.
Restregué
mis ojos para convencerme de que todo aquello era tan sólo un espejismo, vanos
mirajes que se apoderaban de mi ser; pero a diferencia del viajero perdido en
el desierto que cuando desea beber el agua que el paisaje vanamente le ofrece,
ésta se difumina y se pierde, a diferencia de él, yo no podía apartar mi vista
de lo evidente, de sentir lo impostergable.
Me
dejé llevar por un impulso y escapé de allí; de pronto, sin pensarlo siquiera
estaba en el baño enfrentado a la otra luna especular, la cual mansamente nada
mostraba; sólo era recorrida por luces de colores, mientras en el fondo, tenue,
muy tenuemente se oía al piano una sinfonía de Beethoven, era la música de
Hernán Lafuente.
El
tiempo ha pasado. He perdido contacto con mis siniestros amigos; a pesar de
ello me han contado que al rematar la casa, los dos espejos cambiaron de dueño.
Abandonaron de esta manera el recinto que los cobijara durante más de cuarenta
años, pero —también me lo han dicho— no perdieron la costumbre de aquella
venerada hija de Príamo —desdichada
compañía momentánea de Apolo— quien a pesar de anunciar con decisión sublime el
destino nefasto, no le creían.
La
luna especular del vestíbulo fue a parar a la casa modesta de un hombre
cualquiera —se llamaba Antonio Bologna— quien un día —harto de no ver su imagen
en el espejo— lo desmembró en pedazos. Me resisto a creer en las maldiciones,
pero el espejo asesino al multiplicarse, multiplicó también su deseo de sangre.
El pobre Bologna murió despedazado bajo el influjo violento de un cartucho de
dinamita que explotó en sus labios unos días después. El forense descubrió
partículas de vidrio, curiosas partículas reflejantes que estaban por todos
lados: en sus cabellos, en sus manos heridas, en sus pies destrozados y,
también, en sus entrañas. Unos fragmentos de esa luna vengativa se fueron con
él al más allá y otros se quedaron para seguir protagonizando acciones
increíbles.
El
espejo del baño terminó en la lujosa residencia de Hernán Lafuente, feliz de
reflejar las acciones grandiosas de este virtuoso del piano que impactaría al
mundo entero con su música wagneriana. En Hernán se unirían dos naturalezas tan
diversas, casi opuestas diría, al conjuntarse la herencia alemana de su alma
con la realidad latinoamericana de su intelecto. Hernán nació también en
Maldonado el 12 de diciembre de 1939 en el mismo momento en que el Graf Spee
era hundido por los ingleses en las costas de Montevideo y Hans Langsdorff se
quitaba la vida en Buenos Aires. Cuando Hernán tenía más de cincuenta años se
reencontró con el espejo amigo.
Muchos
casos más parecieron actualizarse en la cristalina memoria del primer espejo,
del fatídico amigo de la desgracia; de todos ellos sólo tengo un conocimiento
parcial que referiré con la mayor exactitud posible para no faltar a la verdad:
un presidente recibió mortal impacto de bala; un Papa escapó dos veces de la
terca muerte que revestida de santidad lo acosaba; las letras de los libros que
se hallaban en una sección de la
Biblioteca del monasterio jesuita de Saint—Cugat Valles, a
unos kilómetros de Barcelona, una mañana de invierno aparecieron entreveradas y
confusas, y ya no se podía comprender a través de ellas los mensajes del
pasado; el padre Ausencio cae de pronto —en el comedor de la parroquia—con la
cabeza partida por el golpe certero de un improvisado tridente. Todos se unieron en desgracia común, y en los
espacios ocupados por ellos se vieron brillar fragmentos infinitos de cristales
misteriosos.
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