martes, 18 de agosto de 2015

Espejos y palabras (novela)



Luis Quintana Tejera
Fragmento de Espejos y palabras.

Prólogo de autor

La nostalgia huele a mares infinitos que ni la distancia ni el tedio podrán borrar.
     Huele a horizontes lejanos que al apagar su luz en cada día reinician la esperanza de vivir.
     Huele a caballo sudoroso que regresa jadeante por el largo camino de la existencia.
     Huele a ese pan del horno intenso que se mete por los sentidos y habita en el recuerdo.
     Huele a sangre derramada por los senderos imperfectos de la humana realización.
     Huele a gaviotas que posan sus patitas breves sobre la arena crujiente de la playa.
     Huele a pingüino que con su andar vacilante habita en el patio trasero de mi niñez.
     Huele a billetes que tarde con tarde se contaban y organizaban en el escritorio de papá.
     Tiene el olor de la caja fuerte que se abre y nos recibe con una salva de aplausos contenidos en esos sabores imprecisos en donde predominaba la semicadencia de la acidez mezclada con el dulce sabor de tantos papeles empolvados, billetes usados, tinta imborrable, aplausos de lápices azules que han dejado su huella en el cartón.
     En fin, huele a todo lo que he creído borrar de mi existencia y que aún sigue allí martirizando mis recuerdos y enseñándole a mi conciencia el difícil arte de olvidar.

PRIMERA PARTE
ESPEJOS
Me he visto multiplicado en
cada amanecer y en las noches
de extrema soledad, he creído
mirarme cuando en realidad sólo
observaba el caminar tranquilo
de algunos hombres.

Capítulo I
Pedro Valdivia y los espejos de la casa

Quisiera ver con todos los sentidos, tocar con la voz, gustar con el oído, olfatear en el recuerdo un pasado presuroso que se aleja.
Sábado 13 de mayo de 1987; había dos espejos que reflejaban el olor de la nostalgia y que poco a poco fueron llamando mi atención en aquella residencia hogareña y llena de gente de variada condición. El primero de ellos se hallaba en el vestidor de la casa, y entrando en sus reflejos inconscientes podían observarse paisajes interminables y noches pletóricas de estrellas en donde la certeza de estar vivo ya no importaba.
El otro abría un paréntesis en cada una de las visitas al baño familiar y autorizaba  —a quien realmente quisiera hacerlo— para que pudieran deambular por sus secretos. Son visiones especulares de mi niñez que han dejado la duda en torno a la certeza de acontecimientos extrañamente míticos. Es acaso la confrontación de la vida que pasa con mirajes visionarios que sin anunciar anuncian y que, sin ser, igual mortifican nuestra conciencia inquieta.
Eran las seis de la mañana de un sábado luminoso. Mucha gente se trasladaría en esa jornada a la peregrinación de una de las tantas vírgenes tutelares de la estupidez humana. Yo había decidido no participar, pero exigencias de último momento me hicieron cambiar de opinión. Estaba preparándome para una ducha ligera, cuando creí oír un sonido extraño que provenía del vestíbulo en donde se hallaba el primero de los espejos: no era un lamento, más bien se trataba de una exhortación que se ofrecía en medio de una melodía embrujada, que cual nuevo canto de  sirena hería el aire de la mañana.
Entré motivado por la curiosidad y allí estaba el espejo lleno de imágenes extrañas que sin nombrarme me llamaban, sin ser en mí, eran para mí. ¿Cómo contarte aquella acumulación de visibilidad confusa en donde había una guerra mutilante y muchos tanques avanzaban en pos del botín sangriento?
El talento de aquel espejo consistía en aludir con sutileza a cosas que posiblemente no estaban en él, sino que se encontraban arraigadas en mí gracias a una curiosa alquimia que me permitía mirar con cierta indiferencia en mi futuro.
Con particular interés observé que mi imagen no me era devuelta desde el espejo. Al contrario vi una carretera interminable que conducía al templo de la virgen de Fátima en el Cerro de Montevideo; percibí el olor pegajoso de la sangre que se derramaba al borde del camino; divisé largas caravanas de ambulancias que ululaban con un sonido que casi podía tocarse en su condición doliente, y que se alejaba poco a poco para permitir el paso de nuevas camionetas con sirenas desesperadas; y columbré allá, a lo lejos, el caminar cansado de un hombre herido que pedía ayuda sin que nadie atendiera sus reclamos.
     Nada de lo observado me asustó, al menos al principio. Fue más bien una especie de proyección fílmica que provenía desde el cristal y que no quise concebir como un anuncio funesto. Me vi señalado por esos mensajes siniestros, sentí correr por mis venas un fuego tibio que nada bueno albergaba, y conmovió mi universo —de niño inexperto— una suerte de escalofrío profundo que recorrió mi ser inquieto. Fue entonces cuando decidí quedarme en casa y el sueño se apoderó  de mí.
     En el atardecer de ese día ocurrió lo inevitable, y un brusco movimiento me devolvió desde ese mismo sueño a la realidad en donde había mucho más que lo que aquella luna mágica mostrara. Un amigo que presenció los hechos me contó tiempo después la honda confusión del momento; honda confusión que llegó al extremo de no poder socorrer a todos los heridos. Inclusive un individuo de mediana edad había caído a un breve barranco y recién lo encontraron al amanecer del otro día. Estaba gravemente herido, pero aun así se le oyeron relacionar sílabas balbuceantes; habló de un resplandor intenso que desvió la atención del conductor; de una luna especular que parecía gritar el nombre de muchos de los que iban en el autobús; su lenguaje se movía impreciso entre luces y sombras y se podía ver con toda claridad que no quería pronunciar una palabra, una nefasta palabra que se escondía entre sus labios y que su lengua confusa no se atrevía a citar; él había sido testigo de la estampa soberbia de la muerte y desde la horrible confusión de ese presente sin luz, no podía dar crédito a la sangre que se derramaba como ofrenda pagana a los dioses desconocidos.
     Me acerqué con mayor decisión al espejo culpable del vestíbulo y lo interrogué a mi manera. Busqué en él la sangre de la carretera y pude olfatear de nuevo a la muerte. Ahora sí, un ligero estremecimiento recorrió mis entrañas asustadas, mientras mis ojos miraban en la luna especular a otros ojos y veían hablar a otros labios... La silueta de mi cuerpo se dibujaba apenas —imprecisa— en el marco del objeto; y, de pronto, ocurrió algo más que aun hoy al contarlo se congela mi sangre y se ve invadida por fragmentos de cristales quebrados en el cosmos infinito: en el ángulo superior izquierdo, allí donde la huella del tiempo había estampado su firma imprecisa mediante sutiles manchas grises de humedad, algo parecía moverse; no podía dejar de mirar de qué manera se metamorfoseaba la esquina siniestra: primero, una suerte de calendario improvisado me proyectaba hacia el futuro y marcaba una fecha lejana: 25 de marzo de 1997, era un martes y, en mi agenda vacía, no habría de constar        —años después— ningún acontecimiento; la tinta en que resaltaban los números y letras era de un rosa pálido que se difuminaba poco a poco hasta volverse un palpitante verde botella; además, destacaba otro tiempo, el 05 de septiembre del 2028, extrañamente era martes también y el color rojo de la sangre lo invadía todo. Miré con mayor atención, quise ver más y fue entonces cuando se desplegó ante mi vista una especie de abanico dividido en tres partes: en la primera    —que era negra—, crecía un árbol lentamente. Roja y azul respectivamente eran las dos restantes: en aquélla, una daga ensangrentada dibujaba una historia de amor; en ésta, peregrinos de extraña religión portaban una rueda y un espejo, y ese espejo reproducía a otro y a otros infinitamente, hasta el cansancio, hasta la eternidad.
     Restregué mis ojos para convencerme de que todo aquello era tan sólo un espejismo, vanos mirajes que se apoderaban de mi ser; pero a diferencia del viajero perdido en el desierto que cuando desea beber el agua que el paisaje vanamente le ofrece, ésta se difumina y se pierde, a diferencia de él, yo no podía apartar mi vista de lo evidente, de sentir lo impostergable.
     Me dejé llevar por un impulso y escapé de allí; de pronto, sin pensarlo siquiera estaba en el baño enfrentado a la otra luna especular, la cual mansamente nada mostraba; sólo era recorrida por luces de colores, mientras en el fondo, tenue, muy tenuemente se oía al piano una sinfonía de Beethoven, era la música de Hernán Lafuente.
     El tiempo ha pasado. He perdido contacto con mis siniestros amigos; a pesar de ello me han contado que al rematar la casa, los dos espejos cambiaron de dueño. Abandonaron de esta manera el recinto que los cobijara durante más de cuarenta años, pero —también me lo han dicho— no perdieron la costumbre de aquella venerada hija de Príamo    —desdichada compañía momentánea de Apolo— quien a pesar de anunciar con decisión sublime el destino nefasto, no le creían.
     La luna especular del vestíbulo fue a parar a la casa modesta de un hombre cualquiera —se llamaba Antonio Bologna— quien un día —harto de no ver su imagen en el espejo— lo desmembró en pedazos. Me resisto a creer en las maldiciones, pero el espejo asesino al multiplicarse, multiplicó también su deseo de sangre. El pobre Bologna murió despedazado bajo el influjo violento de un cartucho de dinamita que explotó en sus labios unos días después. El forense descubrió partículas de vidrio, curiosas partículas reflejantes que estaban por todos lados: en sus cabellos, en sus manos heridas, en sus pies destrozados y, también, en sus entrañas. Unos fragmentos de esa luna vengativa se fueron con él al más allá y otros se quedaron para seguir protagonizando acciones increíbles.
     El espejo del baño terminó en la lujosa residencia de Hernán Lafuente, feliz de reflejar las acciones grandiosas de este virtuoso del piano que impactaría al mundo entero con su música wagneriana. En Hernán se unirían dos naturalezas tan diversas, casi opuestas diría, al conjuntarse la herencia alemana de su alma con la realidad latinoamericana de su intelecto. Hernán nació también en Maldonado el 12 de diciembre de 1939 en el mismo momento en que el Graf Spee era hundido por los ingleses en las costas de Montevideo y Hans Langsdorff se quitaba la vida en Buenos Aires. Cuando Hernán tenía más de cincuenta años se reencontró con el espejo amigo.

     Muchos casos más parecieron actualizarse en la cristalina memoria del primer espejo, del fatídico amigo de la desgracia; de todos ellos sólo tengo un conocimiento parcial que referiré con la mayor exactitud posible para no faltar a la verdad: un presidente recibió mortal impacto de bala; un Papa escapó dos veces de la terca muerte que revestida de santidad lo acosaba; las letras de los libros que se hallaban en una sección de la Biblioteca del monasterio jesuita de Saint—Cugat Valles, a unos kilómetros de Barcelona, una mañana de invierno aparecieron entreveradas y confusas, y ya no se podía comprender a través de ellas los mensajes del pasado; el padre Ausencio cae de pronto —en el comedor de la parroquia—con la cabeza partida por el golpe certero de un improvisado tridente.  Todos se unieron en desgracia común, y en los espacios ocupados por ellos se vieron brillar fragmentos infinitos de cristales misteriosos. 

Prólogo de autor

La nostalgia huele a mares infinitos que ni la distancia ni el tedio podrán borrar.
     Huele a horizontes lejanos que al apagar su luz en cada día reinician la esperanza de vivir.
     Huele a caballo sudoroso que regresa jadeante por el largo camino de la existencia.
     Huele a ese pan del horno intenso que se mete por los sentidos y habita en el recuerdo.
     Huele a sangre derramada por los senderos imperfectos de la humana realización.
     Huele a gaviotas que posan sus patitas breves sobre la arena crujiente de la playa.
     Huele a pingüino que con su andar vacilante habita en el patio trasero de mi niñez.
     Huele a billetes que tarde con tarde se contaban y organizaban en el escritorio de papá.
     Tiene el olor de la caja fuerte que se abre y nos recibe con una salva de aplausos contenidos en esos sabores imprecisos en donde predominaba la semicadencia de la acidez mezclada con el dulce sabor de tantos papeles empolvados, billetes usados, tinta imborrable, aplausos de lápices azules que han dejado su huella en el cartón.
     En fin, huele a todo lo que he creído borrar de mi existencia y que aún sigue allí martirizando mis recuerdos y enseñándole a mi conciencia el difícil arte de olvidar.
    



















PRIMERA PARTE
ESPEJOS
Me he visto multiplicado en
cada amanecer y en las noches
de extrema soledad, he creído
mirarme cuando en realidad sólo
observaba el caminar tranquilo
de algunos hombres.

Capítulo I
Pedro Valdivia y los espejos de la casa

Quisiera ver con todos los sentidos, tocar con la voz, gustar con el oído, olfatear en el recuerdo un pasado presuroso que se aleja.
Sábado 13 de mayo de 1987; había dos espejos que reflejaban el olor de la nostalgia y que poco a poco fueron llamando mi atención en aquella residencia hogareña y llena de gente de variada condición. El primero de ellos se hallaba en el vestidor de la casa, y entrando en sus reflejos inconscientes podían observarse paisajes interminables y noches pletóricas de estrellas en donde la certeza de estar vivo ya no importaba.
El otro abría un paréntesis en cada una de las visitas al baño familiar y autorizaba  —a quien realmente quisiera hacerlo— para que pudieran deambular por sus secretos. Son visiones especulares de mi niñez que han dejado la duda en torno a la certeza de acontecimientos extrañamente míticos. Es acaso la confrontación de la vida que pasa con mirajes visionarios que sin anunciar anuncian y que, sin ser, igual mortifican nuestra conciencia inquieta.
Eran las seis de la mañana de un sábado luminoso. Mucha gente se trasladaría en esa jornada a la peregrinación de una de las tantas vírgenes tutelares de la estupidez humana. Yo había decidido no participar, pero exigencias de último momento me hicieron cambiar de opinión. Estaba preparándome para una ducha ligera, cuando creí oír un sonido extraño que provenía del vestíbulo en donde se hallaba el primero de los espejos: no era un lamento, más bien se trataba de una exhortación que se ofrecía en medio de una melodía embrujada, que cual nuevo canto de  sirena hería el aire de la mañana.
Entré motivado por la curiosidad y allí estaba el espejo lleno de imágenes extrañas que sin nombrarme me llamaban, sin ser en mí, eran para mí. ¿Cómo contarte aquella acumulación de visibilidad confusa en donde había una guerra mutilante y muchos tanques avanzaban en pos del botín sangriento?
El talento de aquel espejo consistía en aludir con sutileza a cosas que posiblemente no estaban en él, sino que se encontraban arraigadas en mí gracias a una curiosa alquimia que me permitía mirar con cierta indiferencia en mi futuro.
Con particular interés observé que mi imagen no me era devuelta desde el espejo. Al contrario vi una carretera interminable que conducía al templo de la virgen de Fátima en el Cerro de Montevideo; percibí el olor pegajoso de la sangre que se derramaba al borde del camino; divisé largas caravanas de ambulancias que ululaban con un sonido que casi podía tocarse en su condición doliente, y que se alejaba poco a poco para permitir el paso de nuevas camionetas con sirenas desesperadas; y columbré allá, a lo lejos, el caminar cansado de un hombre herido que pedía ayuda sin que nadie atendiera sus reclamos.
     Nada de lo observado me asustó, al menos al principio. Fue más bien una especie de proyección fílmica que provenía desde el cristal y que no quise concebir como un anuncio funesto. Me vi señalado por esos mensajes siniestros, sentí correr por mis venas un fuego tibio que nada bueno albergaba, y conmovió mi universo —de niño inexperto— una suerte de escalofrío profundo que recorrió mi ser inquieto. Fue entonces cuando decidí quedarme en casa y el sueño se apoderó  de mí.
     En el atardecer de ese día ocurrió lo inevitable, y un brusco movimiento me devolvió desde ese mismo sueño a la realidad en donde había mucho más que lo que aquella luna mágica mostrara. Un amigo que presenció los hechos me contó tiempo después la honda confusión del momento; honda confusión que llegó al extremo de no poder socorrer a todos los heridos. Inclusive un individuo de mediana edad había caído a un breve barranco y recién lo encontraron al amanecer del otro día. Estaba gravemente herido, pero aun así se le oyeron relacionar sílabas balbuceantes; habló de un resplandor intenso que desvió la atención del conductor; de una luna especular que parecía gritar el nombre de muchos de los que iban en el autobús; su lenguaje se movía impreciso entre luces y sombras y se podía ver con toda claridad que no quería pronunciar una palabra, una nefasta palabra que se escondía entre sus labios y que su lengua confusa no se atrevía a citar; él había sido testigo de la estampa soberbia de la muerte y desde la horrible confusión de ese presente sin luz, no podía dar crédito a la sangre que se derramaba como ofrenda pagana a los dioses desconocidos.
     Me acerqué con mayor decisión al espejo culpable del vestíbulo y lo interrogué a mi manera. Busqué en él la sangre de la carretera y pude olfatear de nuevo a la muerte. Ahora sí, un ligero estremecimiento recorrió mis entrañas asustadas, mientras mis ojos miraban en la luna especular a otros ojos y veían hablar a otros labios... La silueta de mi cuerpo se dibujaba apenas —imprecisa— en el marco del objeto; y, de pronto, ocurrió algo más que aun hoy al contarlo se congela mi sangre y se ve invadida por fragmentos de cristales quebrados en el cosmos infinito: en el ángulo superior izquierdo, allí donde la huella del tiempo había estampado su firma imprecisa mediante sutiles manchas grises de humedad, algo parecía moverse; no podía dejar de mirar de qué manera se metamorfoseaba la esquina siniestra: primero, una suerte de calendario improvisado me proyectaba hacia el futuro y marcaba una fecha lejana: 25 de marzo de 1997, era un martes y, en mi agenda vacía, no habría de constar        —años después— ningún acontecimiento; la tinta en que resaltaban los números y letras era de un rosa pálido que se difuminaba poco a poco hasta volverse un palpitante verde botella; además, destacaba otro tiempo, el 05 de septiembre del 2028, extrañamente era martes también y el color rojo de la sangre lo invadía todo. Miré con mayor atención, quise ver más y fue entonces cuando se desplegó ante mi vista una especie de abanico dividido en tres partes: en la primera    —que era negra—, crecía un árbol lentamente. Roja y azul respectivamente eran las dos restantes: en aquélla, una daga ensangrentada dibujaba una historia de amor; en ésta, peregrinos de extraña religión portaban una rueda y un espejo, y ese espejo reproducía a otro y a otros infinitamente, hasta el cansancio, hasta la eternidad.
     Restregué mis ojos para convencerme de que todo aquello era tan sólo un espejismo, vanos mirajes que se apoderaban de mi ser; pero a diferencia del viajero perdido en el desierto que cuando desea beber el agua que el paisaje vanamente le ofrece, ésta se difumina y se pierde, a diferencia de él, yo no podía apartar mi vista de lo evidente, de sentir lo impostergable.
     Me dejé llevar por un impulso y escapé de allí; de pronto, sin pensarlo siquiera estaba en el baño enfrentado a la otra luna especular, la cual mansamente nada mostraba; sólo era recorrida por luces de colores, mientras en el fondo, tenue, muy tenuemente se oía al piano una sinfonía de Beethoven, era la música de Hernán Lafuente.
     El tiempo ha pasado. He perdido contacto con mis siniestros amigos; a pesar de ello me han contado que al rematar la casa, los dos espejos cambiaron de dueño. Abandonaron de esta manera el recinto que los cobijara durante más de cuarenta años, pero —también me lo han dicho— no perdieron la costumbre de aquella venerada hija de Príamo    —desdichada compañía momentánea de Apolo— quien a pesar de anunciar con decisión sublime el destino nefasto, no le creían.
     La luna especular del vestíbulo fue a parar a la casa modesta de un hombre cualquiera —se llamaba Antonio Bologna— quien un día —harto de no ver su imagen en el espejo— lo desmembró en pedazos. Me resisto a creer en las maldiciones, pero el espejo asesino al multiplicarse, multiplicó también su deseo de sangre. El pobre Bologna murió despedazado bajo el influjo violento de un cartucho de dinamita que explotó en sus labios unos días después. El forense descubrió partículas de vidrio, curiosas partículas reflejantes que estaban por todos lados: en sus cabellos, en sus manos heridas, en sus pies destrozados y, también, en sus entrañas. Unos fragmentos de esa luna vengativa se fueron con él al más allá y otros se quedaron para seguir protagonizando acciones increíbles.
     El espejo del baño terminó en la lujosa residencia de Hernán Lafuente, feliz de reflejar las acciones grandiosas de este virtuoso del piano que impactaría al mundo entero con su música wagneriana. En Hernán se unirían dos naturalezas tan diversas, casi opuestas diría, al conjuntarse la herencia alemana de su alma con la realidad latinoamericana de su intelecto. Hernán nació también en Maldonado el 12 de diciembre de 1939 en el mismo momento en que el Graf Spee era hundido por los ingleses en las costas de Montevideo y Hans Langsdorff se quitaba la vida en Buenos Aires. Cuando Hernán tenía más de cincuenta años se reencontró con el espejo amigo.
     Muchos casos más parecieron actualizarse en la cristalina memoria del primer espejo, del fatídico amigo de la desgracia; de todos ellos sólo tengo un conocimiento parcial que referiré con la mayor exactitud posible para no faltar a la verdad: un presidente recibió mortal impacto de bala; un Papa escapó dos veces de la terca muerte que revestida de santidad lo acosaba; las letras de los libros que se hallaban en una sección de la Biblioteca del monasterio jesuita de Saint—Cugat Valles, a unos kilómetros de Barcelona, una mañana de invierno aparecieron entreveradas y confusas, y ya no se podía comprender a través de ellas los mensajes del pasado; el padre Ausencio cae de pronto —en el comedor de la parroquia—con la cabeza partida por el golpe certero de un improvisado tridente.  Todos se unieron en desgracia común, y en los espacios ocupados por ellos se vieron brillar fragmentos infinitos de cristales misteriosos.

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