Érase
una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford.
Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él
un estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una
irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular
respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno podía preguntarle cuándo
las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de
cualquier clase. No puedo relacionarlos todos.
Este
estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al
mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia
especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo
tiempo ingenioso y extremadamente discreto. En su alojamiento ocupaba un
aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan
delicioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y
otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astrolabio y
las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia, estaban situados en
estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro
de planchar vestidos, y sobre este tenía un salterio1 que tocaba cada noche, llenando su
aposento de agradables melodías; solía entonar elÁngelus de la Virgen, cantando
a continuación la Tonadilla del rey. La gente elogiaba a
menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático
estudiante, con la ayuda de los ingresos que tenía y de lo que sus amigos
proveían.
El
carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la
que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era
viejo, los celos lo movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya
se había imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído
el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le
parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad
similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: están
a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como
otros.
Era
ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cimbreante y flexible como el
de una nutria. Rodeándole el talle llevaba un delantal de un blanco
deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello
todo bordado alrededor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se
adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de
la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la
cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas,
mostraba unos ojos profundamente lascivos.
Era
más deliciosa de mirar que un peral en flor y más suave que los añinos al
tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le
pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar con una chica como
esa o con semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro
recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una
golondrina posada en el granero; solía saltar y retozar como una cabritilla
o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el
arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un
potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja
del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los
cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de san
Pablo, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pimpollo,
un bombón para la cama de un príncipe o esposa digna de algún acaudalado
labrador.
Ahora
bien, señores, sucedió que un día, cuando su marido se hallaba en Oseney,
Nicolás, el Espabilado -estos estudiantes son hábiles y
astutos-, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la
palpó en sus partes y le dijo:
-Querida,
si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.
Y
prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:
-Por
el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.
Ella
se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza
diciendo:
-Vete,
no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo socorro. ¡Quítame las manos
de encima! ¿Es este modo de comportarse?
Pero
Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia, que, al fin, ella
se rindió y juró por santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto
como pudiera encontrar la ocasión.
-Mi
esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas
con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso,
debemos mantenerlo en secreto.
-No
te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estudiante no se las sabe más
que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Por
ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión
propicia.
Arreglado
esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó
dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.
Pero
ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrumpió sus faenas
domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la
iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en
aquella iglesia había un sacristán llamado Absalón. Su rizado cabello
brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la
raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo
en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises
de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con
dibujos tan fantásticos como el rosetón de la catedral de san Pablo. La
chaqueta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes
ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de color blanco que
semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen
mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía
bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos
días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y
otro lado); cantaba con un agudo falsete acompañándose de un violín de dos
cuerdas. También tocaba la guitarra. No había posada o taberna de la ciudad
que no hubiera animado con su visita, especialmente las que había con
vivarachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado:
se tiraba ventosidades y tenía una conversación latosa.
En
aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario,
se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras
las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del
carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría
pasarse toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y
Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima inmediatamente. Tan
chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres
al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.
Aquella
noche la luna brillaba intensamente cuando Absalón cogió la guitarra para
ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que
llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca
de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y
suave, acompañándose con su guitarra:
-Queridísima
dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.
El
carpintero se despertó y le oyó.
-Alison
-dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón cantando bajo el muro de nuestro
dormitorio?
Ella
replicó:
-Sí,
Juan; claro que oigo cada nota.
Las
cosas prosiguieron como pueden suponer. El alegre Absalón fue a cortejarla
diariamente, hasta que se puso tan desconsolado, que no podía dormir ni de
día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por
intermediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgoritos como
un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza especiada y pasteles
recién salidos del horno; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad
en la que había cosas que comprar. Algunas pueden ser conquistadas con
riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.
En
una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el
papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto
amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; solo
recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un
mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran
verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimula. Un amante ausente no
satisface su gula.»
Ya
podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, solo por estar
presente, lo desbancaba sin esfuerzo.
¡Vamos,
espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Absalón con su gimoteo!
Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison
convinieron que idearían alguna estratagema para engañar al pobre esposo
celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche
en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que
ya no podía esperar más, llevó silenciosamente a su aposento suficiente
comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Alison que
cuando su esposo preguntara por él, ella le contestase que no le había
visto en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aunque creía que
debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle,
él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.
Así,
Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo,
durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la
noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué
diablos podría ocurrirle a Nicolás:
-¡Por
santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios
mío, que no haya fallecido repentinamente. Este es un mundo poco seguro, en
verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de
un hombre al que había visto trabajando este lunes.
Entonces
dijo al muchacho que le servía.
-Sube
corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven
enseguida a decirme qué es lo que hay.
El
muchacho subió decidido las escaleras y voceó y aporreó la puerta del
aposento
-¡Eh!
¿Qué haces, maese Nicolás? ¿Cómo puedes estar durmiendo todo el día?
Pero
no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles
inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al
interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca
abierta como si tuviera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y
explicó a su dueño inmediatamente el estado en que le había encontrado.
El
carpintero empezó a persignarse diciendo:
-¡Ayúdanos,
santa Frideswide! ¿Quién puede predecirnos lo que el destino nos depara? A
este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio
suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe meter sus narices
en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el
Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio
que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de
adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin
embargo, ¡por santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por
Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a escarmentar de sus estudios,
si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta
mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.
Y se
dirigió a la puerta del aposento. El criado era un muchacho muy fuerte, y
la puso fuera de sus goznes en un momento. La puerta cayó al suelo. Allí se
hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta
tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desesperación;
lo agarró fuertemente por los hombros y lo sacudió con fuerza diciéndole:
-¡Eh,
Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de
Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!
Entonces
empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la
casa y la parte exterior del umbral de la puerta:
Jesucristo,
san Benito.
Los malos espíritus prohíban: espíritus nocturnos, huyan del Padrenuestro.
Hermana de san Pedro, no abandones a este siervo tuyo.
Después
de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró
profundamente y dijo:
-¡Ay!
¿Debe el mundo terminar tan pronto?
El
carpintero contestó:
-¿De
qué hablas? Confía en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el
sudor de su frente.
A lo
que replicó Nicolás:
-Vete
a buscarme una bebida y te diré -en la más estricta confianza, te advierto-
algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo
diré a nadie más.
El
carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada
uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al
carpintero junto a él diciéndole:
-¡Querido
Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que
nunca revelarás este secreto a nadie, pues te revelaré el secreto de
Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues este será el
castigo: si me traicionas te convertirás en un loco rematado.
-¡Que
Jesucristo y su santa sangre me protejan! -repuso el ingenuo carpintero-.
No soy ningún boquirroto y, aunque está mal que lo diga, no soy nada
locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos:
no lo repetiré a hombre, mujer o niño alguno.
-Pues
bien, Juan -dijo Nicolás-. Te aseguro que no miento: por mis estudios de
astrología y mis observaciones de la luna cuando brilla en el cielo, he
averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve,
lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé
quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el
mundo se ahogará en menos de una hora y la Humanidad perecerá.
Al
oír eso, el carpintero exclamó:
-¡Pobre
esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
Quedó
tan impresionado, que casi se desmayó.
-¿No
puede hacerse nada? -preguntó.
-Sí,
ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un
consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer
brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te
alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te
prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes
cómo Noé fue salvado cuando el Señor le advirtió por anticipado que todo el
mundo perecería bajo las aguas?
-Sí
-dijo el carpintero-, hace mucho, muchísimo tiempo.
-¿No
has oído también -prosiguió Nicolás- lo que le costó a Noé y a todos los
demás conseguir que su esposa subiera a bordo del arca? Me atrevo a
asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella
tuviera una barca solo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podríamos
hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emergencia no hay tiempo
para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o
una gran tina poco profunda para cada uno de nosotros tres y asegúrate de
que sean lo suficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon
alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas
retrocederán y desaparecerán a eso de las nueve de la mañana siguiente.
Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a
Gillian, la criada; no preguntes por qué, pues incluso si me lo
preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco,
debería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el propio Noé.
No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.
»Cuando
tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las
colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus
preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los
alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cortar
la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una
abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por
donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya
terminado el diluvio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un
pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh,
Juan! Anímense, las aguas descienden", tú responderás: "Hola,
maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y
entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas,
igual que Noé y su mujer.
»Pero
te tengo que advertir una cosa: cuando embarquemos esa noche, procura que
ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos
rezar para cumplir las órdenes divinas. Tú y tu mujer deberán estar lo más
alejados que puedan el uno del otro para que no exista pecado entre
ustedes, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus
instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos
duerman, nos meteremos en nuestras amasaderas y permaneceremos allí
sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de
seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu
aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te
enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.»
El
ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el secreto a su mujer, que
ya sabía la finalidad de todo el plan mucho mejor que él. Sin embargo,
simuló estar asustadísima.
-¡Ay!
-exclamó-, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa
verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar
nuestras vidas.
¡Qué
poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de
imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba
a ver cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su
dulce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se lamentó y se
sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y
un par de grandes tinas, las metió subrepticiamente en la casa y, en
secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de
mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colgaban de
las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasadera como en las dos
tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente
para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho
que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes,
cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y
comprobó que todo estuviera como es debido. Un momento más tarde, los tres
subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo
inmóviles unos cuantos minutos.
-Ahora
reza el Padrenuestro -dijo Nicolás-, y ¡chitón!
-¡Chitón!
-respondió Juan.
-¡Chitón!
-repitió Alison.
El
carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró
nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.
Tras
un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco
a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas
hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su
cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó
silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó
sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el
carpintero solía dormir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y
Nicolás estuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la
cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los maitines y los frailes
empezaron a cantar en el presbiterio.
Aquel
lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspirando de amor como de
costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando,
casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de
Juan, el carpintero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le
dijo:
-No
sé; no lo he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a
buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda
en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se
halla.
Absalón
pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto;
no lo he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al
cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a
Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas
formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna
satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al
menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en
un banquete... Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche
podré estar despierto y divertirme un poco.»
Al
primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus
mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su
aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando
que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero
y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan
bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida,
dijo:
-¿Dónde
estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de canela? ¡Despierta, amor mío,
háblame! No pienses en mi infortunio; sin embargo, languidezco de amor por
ti, cuando te deseo tanto como el corderito ansía la ubre de su madre. De
verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una
paloma enamorada y como menos que una chiquilla.
-¡Aléjate
de la ventana, majadero! -respondió ella-. Por Dios que no vas a tener mis
besos; amo a otro -tonta sería si no lo amase-, un hombre mucho mejor que
tú: Absalón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te
arrojaré una piedra!
-¡Córcholis
y recórcholis! -repuso Absalón-. Jamás fue el amor verdadero tan mal
recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor
de Dios y por amor a mí.
-Prometes
marcharte si lo hago? -le replicó ella.
-Sí,
desde luego, amor mío -respondió Absalón.
-Entonces,
prepárate -repuso ella-, que ahora vengo.
Y
susurró a Nicolás:
-No
hagas ruido, que podrás reír a gusto.
Absalón
se dejó caer de rodillas diciendo:
-De
todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero.
¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.
Apresuradamente
ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo:
-Vamos,
acabemos de una vez.
Y
añadió:
-No
te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea.
Absalón
empezó por secarse los labios. La noche era oscura como boca de lobo, negra
como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió
que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un sonoro
beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien,
pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen
barba.
-¡Uf!
¿Qué he hecho?
-¡Ja,
ja, ja! -exclamó ella, y cerró la ventana de golpe.
Absalón
se quedó meditando su triste caso.
-¡Una
barba! ¡Una barba! -gritó Nicolás el Espabilado-. Por
Dios, esta sí que es buena.
El
pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los labios de rabia. Se
dijo a sí mismo:
-¡Te
haré pagar por esto!
¡Si
supieran lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja,
trapos y raspaduras!
-¡Que
el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este insulto antes que llegar a
poseer la ciudad entera -se repetía a sí mismo-. ¡Ay, si al menos me
hubiera echado para atrás!
Su ardiente
amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo,
se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una
mujer hermosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres veleidosas,
llorando como un niño al que acababan de zurrar.
Lentamente
cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese
Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando
rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:
-Abre,
Gervasio, y deprisa, por favor.
-¿Qué?
¿Quién esta ahí?
-Soy
yo: Absalón.
-¡Cómo,
Absalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos
bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que
quiere, supongo. ¡Por san Nedo! Sé lo que quieres decirme.
Absalón
no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cuestión era mucho más
complicada de lo que imaginaba Gervasio. Así que fue y le dijo:
-¿Ves
aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chimenea, amigo? Pues
déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.
Gervasio
contestó:
-Por
supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa
llena de soberanos. Pero, en nombre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?
-No
te preocupes -repuso Absalón-. Cualquier día te lo explicaré.
Y
cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy silenciosamente salió
por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió
y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.
Alison
respondió:
-¿Quién
está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.
-¡Oh,
no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te
quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en
gloria esté. Es muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das
otro beso.
Nicolás,
que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que
Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana
y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla,
chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces
Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó
medio ciego por la explosión; pero, como tenía preparado el hierro
candente, lo aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le
chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del
ancho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a
dar gritos frenéticamente diciendo:
-¡Socorro!
¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!
El
carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como
si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se
levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los
tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.
Alison
y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:
-¡Socorro,
que quiere matarnos!
Todos
los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que
seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había
roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado
todavía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás lo
interrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar:
aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres
amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios
que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.
Todos
empezaron a reír de sus propósitos, mirando embobados hacia las vigas en lo
alto y burlándose de sus apuros. Era inútil cuanto dijese el carpintero:
nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la
ciudad lo creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de
acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rieron mucho de este
asunto.
Y así
es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del
carpintero fue jodida, Absalón besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron
el suyo con un hierro candente.
Así
acaba esta historia, y que Dios nos proteja.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO
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