Hernán, el
amigo de las sombras.
Luis Quintana Tejera.
Lecciones de mitomanía,
Editorial Miguel Ángel Porrúa.
¡Qué espectáculo, pero espectáculo tan solo;
por donde asirte naturaliza infinita, por donde
aferrarme a tus pechos de los que mana
toda vida.! Goethe. Fausto.
Si mi computadora comenzara en este momento
a escribir guiada por su sola voluntad, quizás no creería en los espíritus,
pero sí al menos en que algo más poderoso que la razón humana existe, está ahí,
latente y dispuesto a enseñorearse del universo infinito. O, posiblemente la
fuerza de lo desconocido no tiene tiempo que perder con escépticos de mi calaña
y por ello no se hace cargo de completar el texto que se desliza entre tecla y
tecla.
El mundo en que vivimos se vuelve cada vez
más extraño y a medida que la ciencia se dedica a revelar misterios que antes
eran insondables, el hombre se aferra a la superstición de cada día y no quiere
o no puede comprender que muchos supuestos acontecimientos que carecen de
lógica no representan más que intentos vanos de mentes débiles que desean
dominar al otro.
Cuando
en la tragedia Macbeth aparecían las hermanas fatídicas, la crítica ha
insistido en subrayar que ellas engañaban al personaje con la verdad. No se
trataba de actos exentos de coherencia, sino que —por el contrario— hincaban
sus raíces en la espontánea naturalidad que deviene del hecho de anunciar
sucesos reales que momentáneamente están ocultos para el hombre cotidiano que
no ve o no quiere detenerse a observar con un poco más de precisión y agudeza.
Estas brujas eran la manifestación de un destino que iba tras la flaca
naturaleza humana para imponerle sus propias reglas. Macbeth sabía que había
nacido para ser grande, pero sólo el impacto de lo desconocido lo forzó a
aceptar dichas reglas. No en balde en el Fausto de Goethe ese encuentro
del personaje con la magia del macrocosmos le revela lo oculto y lo pone frente
a frente con el misterio totalizador y perfecto. Aún así sabemos que el mencionado
hallazgo del poderoso científico sirve únicamente para demostrarle que las
reglas del proceso mágico no están claramente definidas o, al menos, que la
mente humana no se halla en condiciones de entender tales oscuros procesos.
Ahora
bien, he hablado de Shakespeare y de Goethe. ¿Qué sucede con el hombre común
sometido a estos mismos procesos devastadores en donde lo desconocido corre a
su encuentro para “resolverle” los problemas cotidianos? ¿Es tan difícil vivir
sin pagar tributo a la ignorancia nuestra de cada día? ¿De qué le sirven al
pobre individuo la ciencia, los largos estudios, las noches en vela para tratar
de entender si de un momento a otro niega todo lo vivido y se entrega al rito
satánico revestido de nihilismo decadente?
Todo
el proceso anterior de reflexión lo motivó Tiburcio. Pienso que
cuando nos enfrentamos a la teoría de los mundos paralelos, a la metempsicosis,
a la metempsomosis recurrente de los seres que ya han vivido, no hacemos más
que poner en un primer plano procesos que ya han existido en la larga vida de
la humanidad. Posiblemente —y esto constituye tan sólo una opinión de alguien
que si bien no expulsa espíritus del interior de otros seres humanos, sí está
acostumbrado a lidiar con la negra sustancia que habita en los más ocultos
rincones del hermano nuestro, de nuestro igual— posiblemente, decía, el hombre
está inmensamente solo y es esta misma soledad (la tuya, la mía, la del vecino
de la casa de enfrente, la del maestro que enseña sin entender) quien nos
condiciona y apresura nuestro doloroso karma interior.
En un pasado una persona me leyó las cartas
y supo encontrar en ellas huellas de un ayer que quería repetirse. Me anunció
un viaje prometedor, un libro que ensombrecería la gloria de otros y me
advirtió que me cuidara de un amigo o amiga que traicionaría la confianza
depositada en él/ ella. En verdad he viajado más de una vez, mis libros no han
quitado el sueño a nadie, excepto a mis editores cuando tratan de venderlos; y,
en cuanto a la amiga, sí he sido traicionado como me lo anunció la pitonisa de
reyes y ases, pero es casi imposible excluir la envidia humana y no contar en
nuestra personal bitácora con alguien que pase por alto la idea de la
fidelidad, porque así somos los seres humanos. En fin, se pueden anunciar muchas
cosas, pero lo que nunca podremos saber realmente es para qué estamos luchando
día con día si finalmente terminamos en el seudo consultorio de un charlatán de
turno para escucharle tantas promesas, profecías, exorcismos y búsquedas que
supuestamente ayudarán a nuestra alma.
“Y
Tiburcio fue expulsado del interior de una persona que sufría por su causa.”
Conocí a Hernán indirectamente y en circunstancias que prefiero olvidar o pasar
por alto porque aquejan aún mi pobre corazón. Hernán Campbell expulsaba
espíritus rebeldes en prolongadas sesiones en donde su medio —un anciano
casi paralítico que prácticamente había olvidado la buena costumbre de dormir
por escuchar el verbo preñado de su amo y señor de cada día— le apoyaba en este
acto de hurgar en el imposible.
Nuestro
personaje había estudiado medicina al igual que su padre, pero los hiatos, los
rincones que el conocimiento humano dejaba ocultos, las dudas lacerantes que el
cadáver del desconocido despertaba en su alma le hicieron titubear, porque ese
conocimiento que se ofrecía revestido de certeza no la poseía en lo más mínimo.
Cuantas veces recorriendo por las noches los corredores glaciales del hospital
de su pueblo se había preguntado al enfrentarse al recurrente fenómeno de la
desgracia humana, qué papel jugaba él realmente y por qué Dios, ese dios semi
despierto ante la desdicha, no imponía al menos otras normas que nos
permitieran saber con relativa certeza qué teníamos que hacer ante un cuerpo
ensangrentado, ante ese niño que se negaba a nacer, ante la vida misma con esa
justicia insana con que medía a los más variados individuos.
Le
había oído decir al doctor Gerardo Centeno —su profesor de Clínica General— que
todo el universo se movía entre la vida y la muerte, pero era en verdad esta
última quien imponía sus reglas de fuego con una persistencia tan sagaz que
ningún ser viviente escapaba de ella. Hablaba también de la medicina, la cual
estaba al servicio del hombre aun cuando éste poseía muy pocas armas para
enfrentarse al poder devastador de la eterna enemiga. Se expresaba así con
alegre suficiencia. Desde una boca bordeada a lo alto por un bigote incipiente
y rubio aludía de la medicina preventiva, a los alcances de esta técnica
antigua redescubierta en el siglo XX, a la posibilidad que se otorgaba al
cuerpo para vivir un poco más mientras la muerte distraída miraba en otra
dirección.
No
sé, me lo he preguntado varias veces, he interrogado a mi alma cansada por
tanto deambular qué piensa y qué siente ese hombre que tiene en sus manos la
vida del otro. Y sin quererlo llega a mi mente —por el ajetreado sendero del
recuerdo— la imagen del Dr. Mario Loria, el médico de mi familia. Él se
acostumbró tanto a lidiar con la muerte que un día llegó a verla cara a cara y
sin temor. Tenía un aire de suficiencia propio de su profesión y una capacidad
innata para otorgar el diagnóstico preciso. Aún vive en Maldonado con sus
ochenta y cuatro años cansados a cuesta. Creo que la muerte —temerosa— no se
atreve a pararse en su puerta.
Hernán
Campbell es también un hombre que cura al otro, pero a diferencia de Centeno y
Loria él quería ir más allá. Por eso, cual nuevo Fausto llegó a interesarse en
algunas facetas de las ciencias ocultas que algunos llaman magia; quiso
saber el porqué del misterio de la vida; ahondó en el sufrimiento humano, se
metió de lleno en el drama eterno de lo desconocido y, de pronto, se descubrió
un día en un consultorio en donde no sólo curaba el cuerpo, sino también el
alma de sus pacientes.
Al
narrar estos hechos una suerte de escepticismo creciente domina mi espíritu. Me
cuesta creer en el poder de la palabra y más aún me cuesta creer en el poder
sensible que se fundamenta en logros profundos ajenos a la lógica. Es difícil
aceptar que alguien pueda ver en el interior del otro para rescatar de allí la
forma sublime del perdón. Es más complicado aún incorporar la noción de que un
individuo pueda ser “curado” sin quererlo en lo más mínimo y sin ingresar
siquiera para ello en el terreno de la sugestión.
Pero
dejemos las especulaciones que sólo reflejan el asombro de quien relata estas
líneas y vayamos a los hechos. Son tan sólo tres o cuatro circunstancias que me
llevaron al encuentro del Dr. Campbell sin buscarlo yo y sin quererlo tampoco;
no obstante esto, son hechos reales que bien pueden ofrecer un punto de reposo
para el análisis de acontecimientos extraños.
Me
enteré en cierta ocasión de un primer suceso que ubicaba a Hernán en una
clínica para enfermos mentales en donde trabajaba como médico forense y lo
hacía en verdad no como el resultado de una búsqueda personal basada en su
vocación, sino más bien como consecuencia de un bolsillo vacío y una necesidad
impostergable de alimentar su estómago. Ya en su cabeza revolvían aquellas
ideas algo raras que hemos comentado y en más de una ocasión se le había visto
pensativo contemplando el espectáculo de la muerte en medio de una actitud que
parecía querer recobrar de las sombras esa vida inerte.
Precisamente
en estos momentos sucedió algo que puede ser interpretado con total naturalidad
por quien sepa confiar con fundamento en los procesos naturales por los que el
ser humano pasa. Estaba ante el cadáver de una mujer de mediana edad y se
disponía a hurgar en su cuerpo cuando de pronto la mencionada señora despertó;
Campbell no expresó nada en ese instante aunque un cierto temor lo dominaba.
Con toda naturalidad le habló a este ser que parecía regresar del más allá y
luego de tranquilizarla se encargaron de ella los otros especialistas.
Un
breve paréntesis nos puede autorizar para reflexionar nosotros frente a este
fenómeno, antes que nuestro personaje nos diga lo que pensaba. El diagnóstico
de los galenos hizo referencia a un estado de catalepsia, es decir a una
suspensión momentánea —de una duración
de unos pocos minutos hasta algunas horas— de la motricidad voluntaria. La
mencionada dama habría muerto sólo en apariencia y después recuperado la vida,
también sólo en apariencia, porque en verdad no estaba muerta.
Además
el testimonio de los parientes más cercanos nos ubicaba ante otro hecho que no
tenía más de unos cinco años de acaecido según el cual la resucitada ya lo había hecho antes, pero
en esta ocasión con un doctor que huyó despavorido y a quien le costó recuperar
el sueño tranquilo en las siguientes semanas.
Ahora
bien, el amigo de las sombras no sólo se hallaba sereno y dueño de sí mismo,
sino que además sostenía con firmeza inquebrantable que la señora había vuelto
a la vida como resultado de la poderosa energía que él en ese momento le había
transmitido. Daban inicio así las hazañas de Hernán Campbell quien no se detuvo
a considerar ni la resurrección anterior ni el diagnóstico mencionado. Para él
todo estaba claro y el destino le mostraba el camino que debía seguir para
ayudar a sus semejantes.
Mi
conciencia de narrador no me permite dudar de los acontecimientos aunque éstos
encuentren un determinado fundamento en la realidad que desmienta su condición
fantástica. Menos aún pondré en controversia la posibilidad de transmitir al
otro la energía que nos caracteriza y define; pero, hay aquí un controvertido pero,
todo tiene un límite y Campbell se va a caracterizar por quebrar estos límites
de manera constante, por alterar la paciencia de todo el conocimiento europeo,
asiático e inter galáctico; esa genial tozudez lo guiará por los senderos de su
propia condición indagadora y lo convencerá cada vez más que ha sido enviado a
la tierra desde algún rincón novedoso del Renacimiento soñado para liberar al
hombre de la pesada carga que la vida misma le ha impuesto.
En
una segunda oportunidad Hernán Campbell acude a la casa de unos amigos a
expulsar los espíritus que deambulaban por ella. Enfrentados a este tema de la
pervivencia de los seres que se han ido, las opiniones se dividen radicalmente:
están aquellos que sonríen con malicia cuando escuchan hablar de semejante
manera —son los escépticos de siempre que llegan a catalogar como enfermos
mentales a quienes de tal forma razonan—; y los otros, los que se aferran a
esta creencia como lo haría el náufrago al único leño que en medio de la inmensidad
marina aparece. La vida se compone ciertamente de contrarios y al indagar en el
pensamiento humano podremos constatar también que los indiferentes ante este
asunto en verdad no existen; desde los que conciben al universo como una
entidad real compuesta tan sólo de sujetos observables, hasta los que admiten
la idea de los mundos paralelos se yergue una curiosa teoría moderna del
conocimiento en donde los esquemas se alteran a cada instante para dar paso
—muchas veces así sucede— al curioso territorio de la opinión en donde la
ciencia desaparece.
Además
no hago a un lado la posibilidad metafísicamente cierta de que los seres que se
han ido no encuentren franca y abierta la senda que los conduce al otro mundo y
permanezcan en tránsito en un acá y un ahora que les resulta tortuoso y lejano
al mismo tiempo que descubren elementos familiares que aún los atraen. Sí me
preocupa el hecho de que eso mismo pensaba Homero hace ya muchos siglos y lo
repetía Platón en su propio lenguaje tiempo después. Más aún, el segundo de los
filósofos aquí nombrados superó radicalmente al primero en su concepción macro
universal de las cosas; y, volver sin reservas al pensamiento griego, ¿no
representa acaso una forma de atraso que se adueña del siglo XXI ajeno a la
natural evolución del pensamiento? No lo sé con certeza total; ni siquiera lo
abarco de una manera parcial, pero sí me conmueve esa ingenua observación de un
fenómeno nada nuevo aunque retomado por estos especialistas metafísicos que
deambulan por las sombras y el misterio.
Hernán
Campbell se había presentado ese día impecablemente vestido de blanco y en la
“ceremonia” que llevó a cabo no faltó el incienso ni tampoco la serena actitud
meditativa. Los espíritus que recorrían la casa sin molestar a nadie serían
importunados por la presencia de este exorcista laico y moderno. El amigo de
Hernán era un amante de las letras y leía mucho, leía con esa paciencia que
caracterizó en otras épocas a Balzac y a Lope de Vega. Se había atrevido
inclusive a entrarle de lleno a las memorias de aquel escritor colombiano y
navegaba con verdadero valor y decisión por las más de quinientas páginas de Vivir
para contarla. ¿Acaso Márquez no había utilizado semejantes sortilegios con
los espíritus que recorrían sus novelas y probablemente él también hubiera
requerido de la ayuda de Campbell para expulsarlos para siempre del texto?
El
personaje de esta historia recorría sereno cada rincón de la casa; removía
objetos revestidos por el polvo de muchos días, abría algunos libros como
buscando en ellos la presencia delatora del ayer, husmeaba en la chimenea
solitaria; en fin, un acto curioso de magia moderna lo condujo por todos y cada
uno de los rincones de la morada y se retiró ese día feliz por la tarea
cumplida, mientras regañaba a unos espíritus rebeldes que querían transformarlo
en su nueva residencia.
Ricardito,
el nieto mayor de la casa, comentó después —con esa sagacidad sana y profunda
que sólo los niños saben ostentar— que le pareció ver salir del estudio
—consternados y despavoridos— a Shakespeare y a Moliere quienes habían decidido
distraer los ocios de la muerte con la lectura serena de tantos libros
olvidados por el tiempo.
De
frente al tercero de los hechos conectados con la personalidad de Hernán,
recuerdo la ocasión en que llegó a su consultorio doña Eulalia Tejera quien
había enfrentado no hacía más de dos o tres semanas una curiosa aventura no
exenta de profundo dolor. En las vacaciones de verano y hallándose con su
familia en Acapulco había muerto de manera imprevista su papá —un anciano
venerable y sereno que no pudo continuar sustentando la tarea de vivir— y
reunida la familia en improvisada consulta, decidieron regresar antes de lo
previsto al DF con el angustioso cadáver que acondicionaron con profundo
respeto en la parte alta de la camioneta, más exactamente, en la canastilla del
vehículo.
Pero
el inquieto destino les jugó una mala pasada. Como consecuencia de todas las
presiones del viaje decidieron detenerse en un restaurante sólo para ingerir
rápidamente algunos alimentos. En esto estaban cuando el cadáver fue robado
junto con la camioneta y demás pertenencias. El horror se apoderó de toda la
familia, se vieron paralizados por el terror y no intentaron nada para
recuperar lo perdido. Hasta la fecha no hay noticia ni de los ladrones ni de lo
robado incluido el tierno abuelo quien con su lento caminar anunciara en el
pasado el desenlace inevitable.
Se
me ocurre imaginar por un momento la cara que habrán puesto los amigos de lo
ajeno cuando al ir por el botín se encontraron con tan macabro acontecimiento.
Sólo puedo interpretar que este pícaro sino que nos condiciona y
maltrata no pudo dejar de actuar a doble punta de lanza para castigar por un
lado la comodidad explicable de una familia, y por el otro los excesos que
diariamente cometen estos enemigos de la sociedad que momento a momento
castigan con sus acciones a quienes menos lo esperan.
En
resumidas cuentas, doña Eulalia Tejera venía a solicitar los servicios de
Hernán para saber de su padre muerto, para tratar de hablar con él al menos una
vez más. Quiero contarte —cómplice lector en cada momento de mi relato,
subsidiario sereno de esta materia novelesca que corroe el interior de mi
mundo— que el asombro que provocaron en mí estos sucesos tiene que ver con el
hecho de que Hernán se sintiera capaz de ayudar a esta mujer y no con la
circunstancia de que ella lo pidiera. Si la desesperada señora acudió a los
servicios del médico fue porque en su misma angustia llegó a confundirlo con un
convocador de espíritus en sesiones de lujuria metafísica y resulta así perfectamente
justificada en el marco de su misma necesidad. Pero que el propio Hernán haya
aceptado el ejercer tan extraña mediación, eso sí, ¡vale Dios! es lo que me
preocupa y mortifica.
¿Qué
aconteció entonces? Sólo tuve noticias relativas a dos visitas de doña Eulalia
al consultorio de nuestro personaje. En la primera de ellas, Campbell preparó
el terreno mediante preguntas múltiples a su paciente; la condicionó en lo espiritual,
quiso sugestionarla un poco. En la segunda, se armó con todos los recursos
posibles incluido el medio —aquel anciano paralítico del comienzo— y se
dispuso a llevar a cabo la incursión por el más allá para tratar de regresar al
menos por unos momentos al anciano robado. La habitación estaba en penumbras,
el medio rezaba a media voz, Hernán se manifestaba nervioso mientras
tomaba entre las suyas las manos de doña Eulalia. Faltó quizás como en las
sesiones más logradas de los chamanes o hechiceros el círculo de fuego, los
cuatro espejos triangulares, el huevo con hierbas, el bálsamo de alcohol; pero
lo realmente cierto es que el médico de nuestro relato tenía la mejor intención
de comunicarse con ese territorio nebuloso en donde supuestamente habitan los
que se han ido. Nada resultó como lo tenían planeado: el medio hablaba
sin parar y distraía más que lo que concentraba; don Hernán Campbell en verdad
no sabía lo que estaba haciendo, buenos deseos lo caracterizaban, pero carecía
de la técnica adecuada —si es que la hay— para establecer esa comunicación con
el misterio; doña Eulalia Tejera entre atemorizada y ansiosa sólo quería que
terminara de una buena vez lo apenas empezado; quizás también los espíritus que
se sentían dueños del extraño consultorio se resistían a aceptar que uno
diferente a ellos viniera a perturbar la paz de esos momentos.
Sea
una cosa u otra, lo cierto es que en esa tarde nada sucedió. Doña Eulalia debió
renunciar a su deseo de saber qué había pasado realmente después de la incursión
de los irreverentes profanadores de tumbas improvisadas sobre ruedas, y no
regresó nunca más al consultorio del querido doctor metafísico. Hernán, en
cambio, se montó en la teoría de que en verdad los resultados habían sido
positivos, inclusive afirmaba haber escuchado de su medio extrañas
palabras mitad en italiano, mitad en alemán, pero que jamás pudieron
trasladarse a la única lengua que el pretendido espíritu hablara en vida: el
español.
Y
en este intento por desbrozar detalle a detalle el contenido de la anécdota
contada llego así al cuarto acontecimiento que me permite —si bien no arribar a
conclusiones definitivas— al menos terminar la tarea que me he propuesto de
visualizar y tratar de entender la esencia de estos hechos y el alcance de las
acciones humanas enfocadas a la luz de Hernán.
Era Dante Isauro Cabrera, un hombre como cualquier otro, un ser
humano lleno de estos conflictos inconclusos que pueblan tantas veces nuestros
mundos interiores. Él le había pedido al doctor de nuestro relato ayuda para
calmar agudos problemas psíquicos que no sólo no le dejaban dormir, sino que
constantemente torturaban su mundo interior con una intensidad tal que lo
ponían a caminar al borde de ese abismo inconsciente en el que tantas veces
estamos sin presentirlo siquiera.
A
horcajadas en el barandal del enorme puente que diariamente daba un gran salto
de gimnasta sobre la hormigueante avenida de seis carriles, Dante estaba a
punto de terminar con su existencia, o al menos eso pretendía hacerles creer a
los transeúntes que llenos de morbo curioso se habían agolpado a ambos lados
del puente peatonal para ver el desenlace de aquel extraño acontecimiento.
Yo
estaba allí ese día, lo confieso no sin cierta vergüenza. Formaba parte de la
turba que esperaba, porque a mí también me había invadido aquella necesidad acuciante
de saber qué estaba ocurriendo. ¿Morbo? ¿Atrevimiento voyeurista que nos lleva
a balconear a otros desesperados? Más aún, creo que se trataba nuevamente de un
reflejo universal: ese hombre a punto de morir me reproducía a mí y reproducía
a todos los incautos allí agolpados. Ellos no lo sabían, yo apenas lo
presentía. De verdad quería salvarlo, porque rescatándolo a él de la muerte de
alguna forma me salvaba a mí mismo.
Todo
era confusión. Dante Isauro sudaba intensamente y antes que su cuerpo, sus gotas
de agua salada caían al pavimento anunciando el horror de lo inevitable. Fue
entonces que vi surgir de entre la
muchedumbre a Hernán, al insólito indagador de aconteceres escatológicos. Subió
rápidamente por la escalera empinada, se acercó en forma lenta al suicida y
habló con él. Habló tan sólo unos segundos y el hombre se abrazó llorando de
quien al menos, momentáneamente, le había salvado la vida.
¿Qué
le dijo en aquella mañana calurosa? ¿Qué palabras fueron suficientes para
alejar a este individuo de la red letal que estaba a punto de abrazarlo?
Después se escucharon muchos comentarios. Desde los que sostenían que Campbell
le había hablado de la soledad de sus familiares al perderlo, hasta los que se
atrevieron a afirmar que este metafísico individuo había llegado a convencer a
Dante del infierno terrible que lo aguardaba.
La
verdad —como siempre sucede— la verdad de los hechos es un patrimonio accesible
sólo a gente iluminada por el don infinito de la razón, ajeno a supersticiones
y engaños; y ésta tantas veces permanece oculta como ahora sucede y vanos
fueron los intentos de quien trabaja estas líneas para llegar a conocer al
menos una versión cercana a los hechos que ese día arrancaron a Dante de la
muerte, alejaron a Isauro de la soledad del otro universo y le permitieron
intentarlo de nuevo.
Lo
único cierto: Cabrera se retiró de allí con día y hora fijados por el Dr.
Hernán Campbell para recibirlo en su consultorio redentor y oír de sus propios
labios el triste relato de los largos aconteceres que hoy lo mortificaban de
tal modo.
Es
un lunes de noviembre, para ser exactos, el lunes 4 del mes señalado mientras
corre tranquilo el año 2002. Dante ha llegado al consultorio de Hernán de
acuerdo con lo pactado y ni siquiera se imagina la sorpresa que el intenso
Campbell le tiene preparada.
Se
sientan ambos ante una mesa marcada aquí y allá por las huellas traviesas de
algún niño que se atrevió a pintar con marcas indelebles la superficie café del
mueble que sirve de apoyo a las manos de los hombres mientras platican. Hernán
lo observa y trata de entender; a su manera intenta comprender la razón del
aturdimiento personal de Isauro. Éste habla de su pasado, de sus padres, de una
novia que lo abandonó y que no ha regresado a pesar de la intensidad con que ha
sido aguardada en cada amanecer, de la muerte del amigo más querido, de la
soledad en cada crepúsculo cuando la cama vacía le grita su terrible verdad. En
fin, le habló tanto que en determinado momento nuestro personaje estaba un poco
confundido y al retirarse ese día del consultorio, Hernán todavía pensaba en lo
que el desaprovechado suicida le había dicho. No podía llegar a una conclusión
a pesar de que algo le gritaba que las cosas estaban más claras de lo que
parecían. Aguardaba con impaciencia al próximo lunes y ya había resuelto
someter a su enfermo a una regresión que lo autorizara a deambular por las
vidas pasadas de Isauro para establecer causas y consecuencias que
presumiblemente estuvieran afectando el presente poblado de conflictos de este
hombre.
¿Realmente
somos repetición infinita de ayeres lejanos en donde vivimos y poblamos un
cosmos del cual hoy no nos acordamos? ¿No será ésta una forma de nueva
mitomanía obsesiva que nos lleva a justificar el presente a la luz de un
supuesto pasado? En siglos que se fueron, ¿ fuimos realmente?
Las
preguntas que persiguen a este narrador de ensueños de ninguna manera
preocupaban a Hernán quien no sólo ya las había respondido, sino que además se
manejaba en el marco de un dogmatismo convencido que le autorizaba a abarcar y
entender de forma simple los complejos fenómenos.
Sentado
en un confortable sillón Dante Isauro ingresa poco a poco en un tranquilo
reposo; las palabras seductoras de Hernán lo guían por el universo de la
hipnosis, lo consuelan de todos sus temores y le hacen olvidar —al menos por
unos instantes— los conflictos que torturan su alma. Vienen luego las preguntas
que como serpientes de movimientos ondulatorios y profundos se enroscan en el
espíritu de quien descansa, con el objeto de tratar de motivarlo para que
finalmente entienda.
Estas interrogaciones iban de lo más
simple a lo más profundo. ¿Dónde vives? ¿Cómo se llamaba tu madre? ¿Cuál es tu
color favorito? Las respuestas se sucedían de manera fluida y clara. Quien
indagaba estaba muy atento a la coherencia de la réplica. De pronto, al ser
interrogado por su edad Isauro contestó desde sus jóvenes treinta y dos años,
que tenía cincuenta y siete. Bien pudo haber sido una confusión propia del
letargo en que se hallaba o tan sólo una manera de estar más cerca de la muerte
que se aproxima con el transcurrir de la edad. Pero Hernán no lo interpretó así
y vio en ello un indicio que marcaba despersonalización, abandono de uno mismo;
habló de una forma de dejar de ser en el dominio individual, un no reconocernos
y llegar a ver a otro ocupando el espacio que ocupamos.
Dante
se hallaba en un universo distinto no había duda; de manera inmediata fue
acorralado por preguntas que revelaban la necesidad de saber más por parte del
sorprendido doctor. Un dato, un solo dato parecía bastar al interrogador de
misterios para concluir que Isauro en ese momento al menos no era Isauro. Pero
las limitaciones de un carácter acostumbrado a la duda como opción de cada día
me hacen dudar. Hernán le preguntó entonces en dónde estaba en ese momento, le
pidió que describiera lo que observaba y que buscara —de ser posible— un reloj
en donde descubrir la hora, un calendario en donde leer la fecha.
—Muchos
caballos están jalando una enorme carreta que lleva varias personas enjauladas.
Pasan enfrente de un castillo alto, muy alto. Junto a esta construcción hay un
templo, pero en la torre principal de éste no veo ningún reloj. La gente viste
de forma extraña; no usan pantalones como nosotros lo hacemos hoy y no hablan,
caminan silenciosos—. Dante tartamudeaba de asombro y en medio de su letargo
quería continuar como si las palabras no fueran suficientes para contener lo
que tenía que decir; Hernán arremetía con más fuerza aún: observa a las
mujeres, ¿de qué color tienen el cabello?; intenta hallar a alguien parecido a
ti, intenta verte en la multitud.
Isauro
se metía más y más en ese pasado que la hipnosis le ofrecía. —Las mujeres son
muy bellas y ninguna se parece siquiera a la mujer que amo. Sin embargo, hay un
hombre muy pequeño, un enano casi, que se mueve de un extremo al otro de la
calle; esta calle no está pavimentada; la carreta avanza; el olor es penetrante
y ácido; un olor a materia fecal humana se apodera de todo el espacio. No
puedo, no quiero ver más; me alejo de allí como si volara y al hacerlo, ¡Un
reloj! ¡Un enorme reloj cuyas manecillas son largas, muy largas! Las cuatro y
siete minutos de la tarde; de la tarde ciertamente, porque el sol deja caer su
estela dorada con mucha intensidad. Alguien me empuja y no me permite hablar
con el individuo pequeño; me hacen con violencia a un lado y al caer, las patas
de los caballos están a punto de arrollarme. Tengo miedo, tanto miedo como
cuando me condenaron a muerte por un delito que yo no cometí—.
Campbell
considera que ha sido bastante por hoy y no quiere insistir. Lo regresa al
siglo XXI lentamente, muy lento. Desde las sombras de la Edad Media en donde
Cabrera ha estado lo toma de la mano y lo hace retornar mediante tranquilo
movimiento.
Confidente
lector, ¿qué ha pasado realmente? Hernán Campbell está perturbado, pero feliz.
Las contradicciones bombardean su espíritu. Algunos datos parecen indicar que
se trata de la Edad media europea; la presencia de un reloj mecánico nos hace
dudar; Dante se ha visto a sí mismo y sin advertirnos siquiera esta
circunstancia, empieza a hablar de sí mismo; Hernán Campbell no ha dicho nada;
de mi boca salen palabras tales que indican que Isauro ha regresado del
medioevo...
La
intensa sesión de ese lunes terminó ya bastante tarde. Arribamos así al último
lunes de nuestro cuarto relato. Dante Cabrera llega después de la hora
establecida y le dice a Hernán que ha soñado con el lugar que visitó y que no
le cabe la menor duda que se trataba del año 1315 y que estaba en una ciudad
italiana. Además, consiguió hablar con el enano y éste le había advertido que
ya no regresara porque podría irle muy mal. Estaba asustado y dispuesto a salir
disparado del consultorio. Hernán intentó calmarlo; le dio un sedante y lo
sentó nuevamente en el sillón de cuero.
A
esta altura de mi relato no sé qué pensar. Después de las revelaciones de
Isauro debidas a la auto regresión practicada en una noche cualquiera todo
parece clarificarse. Pero, ¿por qué tanto temor? Continuemos revisando los
hechos de esta crónica enajenada mientras Dante se duerme con profunda
inquietud.
—Es de noche. El hombre
de cincuenta y siete años no logra conciliar el sueño y advierte de pronto que
se halla en una celda y que junto a él duerme el individuo diminuto. Afuera, en
el patio de la prisión preparan una horca. Se siente el golpear nervioso de los
martillos y al amanecer todo está dispuesto. Alguien va a morir.
Los
sucesos se precipitaron. Hubo sangre, horror de muerte, gritos, espacios
manchados por el silencio, reticencias increíbles, lecturas en libros gastados
por el tiempo, amores que se desnudaban de placer. En fin, al concluir la
sesión de ese día, Dante despertó con dificultad. A pesar de la opinión del
médico: —Ya estamos cerca; el problema se resolverá muy pronto—, los hechos no
hablaron así. Cabrera se fue esa noche sin despedirse siquiera. Algo dijo del
reloj y de la hora. En el estacionamiento donde acostumbraba dejar su coche
estuvo buscando los caballos de la carreta y apresuró su paso nervioso al
cruzar la calle y comprender que este siglo en el que se hallaba era
definitivamente algo extraño.
No
regresó al consultorio ni volvió a pensar en el suicidio. Campbell supo muy
poco de él. Lo han visto como delirante en medio de la multitud; del cine lo
han sacado ya tres veces cuando en mitad de la proyección se ha puesto a llorar
con mucho miedo ante escenas de violencia. Está viejo y encorvado
prematuramente.
Un apasionado de las regresiones, de esos
que nunca faltan, me ha comentado hace apenas unos días de ciertos riesgos a
los que se expone al paciente en el momento de someterlo a tal proceso. Entre
estos peligros se incluye la posibilidad de que el individuo en cuestión se
extravíe en los laberintos del tiempo y no regrese. Yo no sé que sucedió con
Dante, pero lo cierto es que perdió por completo la noción del presente y
parece buscar de manera constante ese ayer que visitó y no olvidó. ¿Qué habrá
visto? ¿Qué le habrá hecho ver Hernán? Todo se sumerge en hondo misterio
mientras Dante Cabrera divaga por las calles de mi ciudad; monologa con el ser
perdido en el espacio infranqueable del medioevo; busca ese reloj anacrónico y
pide piedad al destino el cual no conforme con torturarlo en el presente lo
ha mancillado también en ese pasado de
donde no debió haber salido nunca.
Llego
al final de mi relato presumiblemente confundido y respetuoso. Quiero
confesarles que no conozco personalmente a Hernán; sólo lo he visto dos veces:
una vez, en el puente peatonal y otra, cuando premeditadamente he ido a tomar
un café en negocio de su propiedad. Me sigue pareciendo interesante y
misteriosa la manera cómo los acontecimientos planteados se han ido inter
conectando: la resurrección de la señora, la visita a casa del amigo intelectual,
la probable comunicación con el espíritu del anciano y los irreverentes actos
de búsqueda en el pasado tienen como eje central la figura de don Hernán Campbell
que por extraña coincidencia de los tiempos y los espacios estuvo allí,
precisamente allí cuando todo esto aconteció. En los lugares imprecisos de mi
relato está presente también el metafísico doctor, merodeador de abismos y
amigo de las sombras. Yo le pido a él, yo también lo hago, que a partir de este
momento los espíritus inquietos que pueblan mi alma alcancen la paz y la
tranquilidad necesarias; que ellos sigan viviendo en mí y me sigan dictando
cautelosos los términos de la existencia; que ellos no mueran para siempre y
que tan sólo corrijan el rumbo de mi convulsionado mundo interior si es
necesario. Y, desde el abismo infinito de la literatura y el pensamiento en el
cual habito, dirijo mi palabra para que ese don supremo de la comunicación con
el otro sea posible y aun lo sea cuando ese otro ya no esté con
nosotros.
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